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Este cuento explora la relación entre la realidad y la fantasía a través de la historia de joaquín, un niño que se convierte en un fantasma. La narración se desarrolla en una isla durante el mes de enero, donde el viento juega un papel crucial en la transformación de joaquín. El cuento presenta una perspectiva única sobre la pérdida, el duelo y la percepción de la realidad.
Tipo: Esquemas y mapas conceptuales
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Es posible considerar fantasmales a todos aquellos aconteceres que reúnen sábanas y viento. Sábanas y viento, una dupla capaz de construir versiones fantasmales acerca de la realidad. Aunque hace mucho que a la realidad se la llevó el viento.
En la isla, los atardeceres de verano eran del viento y de los fantasmas. Todos sus habitantes, aun aquellos que solo iban durante los meses calurosos, sabían que con la caída del sol soplaba viento desde el río, y lo aguardaban con ansias. De cierta
manera, todo despertaba a esa hora: las personas y los perros, las flores y las ganas de tomar helado, las bicicletas, los misterios…
Había dos niños para quienes los días de enero tenían un gran final: cubiertos con viejas sábanas de ojos agujereados, los brazos extendidos hacia adelante y ululando, Joaquín y Nina corrían alrededor de la casona rodeada de jardín, sin otro objetivo que espantar la luz. El juego duraba más allá del sol, cuando su madre les avisaba que era momento de cenar. —¡Entren a comer! Pero el llamado no era suficiente. La mujer debía asomarse a la puerta y, tal como estaba establecido por el juego, capturarlos a cada uno y mandarlos a lavarse las manos. Ese día, Nina fue la primera en aparecer. Su madre la abrazó en plena carrera. Beso en la cabeza y ¡vaya para adentro! La mujer volvió a salir… Esperó sonriente el tiempo de una vuelta, de una vuelta y media, de dos. Bueno, había un niño con ganas de seguir jugando. Tal vez porque era verano, Dolly decidió jugar también. Y empezó a rodear la casa con pasos cautelosos. Al final de cada pared, un “teatrapé” se encontraba con nadie. Cuando llegó de nuevo a la puerta, Dolly supuso que su hijo mayor ya había entrado. —No —le contestó Nina—. No entró. —¿Estás segura? —Sí, mamá.
—Pero hay carne al horno con batatas. Aunque sea salí… NO VOY A SALIR. —Tu hermana tiene hambre. ¡Dale! QUIERO DORMIR. Dolly tenía explicaciones para ese comportamiento. Joaquín crecía más rápido que sus pantalones, papá estaba trabajando lejos, se había muerto la gatita… Pensando así, la mujer creyó que era mejor dejarlo tranquilo: —Está bien. Si más tarde tenés hambre, avisame. Yo me voy a quedar leyendo. Pero el niño no tuvo hambre. La noche y el horno se enfriaron. Salió el sol. Porque era enero y estaban en la casa de la isla, no había necesidad de madrugar. Dolly se levantó a las ocho y media, hizo mate y salió a respirar aire limpio. Un poco después de las nueve decidió hacer panqueques. Al final, ¡para eso servían las vacaciones! La mezcla fue cosa de un ratito. Demoró más en encontrar la sartén más chica. Cuando caminaba desde la heladera a la cocina, con la mantequera en la mano, sus ojos se posaron en la puerta entreabierta del dormitorio de su hijo. Se asomó. La cama estaba deshecha y vacía. Fue hasta el baño, oyó correr agua. Con seguridad, el hambre lo había despertado temprano. Dolly sonrió pensando en la cara de Joaquín cuando viera los panqueques. Para eso había que apurarse… Poner la sartén al fuego, agregar un chirrido de manteca y malograr el primer panqueque... El segundo salió perfecto, finito. La mujer movía la sartén para que la mezcla se extendiera por toda la superficie, cuando un ruido de ráfaga la sobresaltó.
Por la ventana de la cocina vio a su hijo mayor alejándose en bicicleta, cubierto con la sábana de jugar a los fantasmas. Corrió hacia la puerta, que estaba cerrada. Era claro que el niño había salido por la ventana del dormitorio. El panqueque se quemaba. Dolly apagó la hornalla. La pequeña dormía. El varón se había ido en bicicleta. La mujer, que ya no tenía ganas de preparar una sorpresa, sintió una pena oscura. Esa que, a diferencia de lo que supusimos antes de dormir, continúa por la mañana.
Por suerte era enero en la isla, tiempo y lugar donde los vecinos se conocían bien. Dolly preguntó por su hijo, si lo habían visto pasar en bicicleta. Y todos le dijeron que no. Entonces preguntó si habían visto un fantasma pedaleando en la bici de Joaquín. —¡Ah, eso sí lo vimos! —le respondieron. Entonces, los dedos señalaron distintas direcciones. Dolly fue tras cada pista, pero no pudo encontrarlo. Alguien aseguró haberlo visto. Estaba en la soga de la ropa, colgado de los hombros con dos broches, chorreando agua como si no lo hubiesen estrujado. Entonces, Dolly recordó el ruido de agua en el baño. Alguien dijo que lo habían visto a orillas del río, ofreciéndose como vela para navíos pequeños. Al parecer, se conformaba con viaje y comida. —¿Consiguió ese trabajo? —preguntó Dolly. —No lo sabemos. Más preocupante fue la noticia de que se había enroscado para ayudar a su mejor amigo a bajar desde el balcón. Y que juntos se
Ya sé que no hablás porque las palabras te parecen estúpidas. Si mamá lo entendiera, todos seríamos más felices. Pero ella llora y mira fotos. Casi todos los días le digo que no estás muerto, que no te pasó lo mismo que a la gata. ¡solamente te hiciste fantasma! Pobre mamá, si supiera que muy pronto me voy a ir con vos.
A Dolly le costaba entender qué había ocurrido con su hijo mayor. ¿Cómo así, de un día para otro y en mitad de enero? A Joaquín le encantaba correr alrededor de la casa, jugando a ser fantasma. Tanto, que solo en esas ocasiones aceptaba jugar con Nina. Las costumbres son buenas compañeras. Y aquella dulce madre era feliz preparando la cena durante los lánguidos atardeceres de verano, para después salir a atraparlos. ¿Qué había sucedido aquel día? ¿Qué clase de viento diabólico se llevó a su pequeño? Ahora, Joaquín era un ser fantasmal del que apenas lograba ver algunas huellas. Estaba Nina, claro. Pero ningún hijo puede ocupar el lugar de dos. Dolly repasaba preguntas. ¿Cuándo iba a regresar? Algunos le decían que su pequeño Joaquín nunca regresaría, le advertían que debía resignarse a esta nueva presencia que no podía abrazar. Dolly perdía las respuestas. ¿Qué iba a decir su esposo cuando regresara? Ella lo había cuidado con esmero, nunca desatendió su amor y, sin embargo, se
lo arrebataron casi frente a sus ojos. ¿Qué diría su esposo cuando supiera que habían perdido al pequeño Joaquín? Tal vez hubo alguna señal que ella no supo ver. Aunque la madre se empeñaba en hacer memoria, solo recordaba asuntos menores, cosas de chicos. Algún silencio más largo de lo habitual, la mirada perdida en el atardecer… Pero, ¿cómo podía imaginar que su hijo estaba haciendo un trato con el viento endemoniado? Entonces, Dolly se detenía a pensar si en verdad había sido un trato o si, en cambio, el viento lo había capturado por la fuerza. Por la fuerza era difícil de creer, porque su Joaquín rondaba la casa: se había llevado el cinturón amarillo de kung fu y, varias veces, había sacado pizza de la heladera. Sin embargo, jamás le había pedido ayuda. No había más remedio que aceptar que su pequeño había elegido la soledad del viento a la tibieza de la casa, y la roja cama del atardecer a su habitación pintada de azul. Todos, en la isla de enero, conocían su pena y trataban de aliviarla. Le contaban de casos parecidos; niños que se habían hecho fantasmas del viento. Algunas personas de por allí le contaron que lo veían pasar en bicicleta o caminar por la orilla del río. Siempre con atuendo de fantasma. Nina era la única que sonreía, como si supiera hace tiempo algo que Dolly no lograba entender. Nina saludaba al viento del atardecer, el mismo que se había llevado a su hermano mayor.
Por eso, porque me molesta que siempre crean que digo o hago por culpa de otros; de mis amigos, de mi gata, del viento… tanto lío
¡pero bien que me sacó de kung fu porque no me iba bien en la escuela! Yo también lloro y ella no se entera. Quiero irme en un barco. Bah, queremos. Con los pibes. Por eso nos encontramos de noche en el puente a planificar. Parecés un fantasma en esta casa, eso es lo único que me dice. Cuando venga papá no te va a reconocer. Eso es lo único que le importa. No tengo la culpa de que papá esté lejos y de que el viento del atardecer la ponga triste. A mí me gusta el viento porque cuenta historias. Y el atardecer también, porque me muestra que el horizonte no está tan lejos. ¡si quiere un bebé, ahí tiene a Nina! Yo tengo once años. Si ceno en mi habitación y prefiero caminar cerca del río antes que jugar con mi hermana es porque tengo ganas de estar adentro de mí mismo, mirar el mundo por dos agujeros y pasar sin que me vean.
Fue culpa del viento que, cada atardecer de enero, soplaba desde el río. ¿Estás diciendo que fue mi culpa? ¡Cómo podría! Ellos son los que buscan ser libres… ahí está Joaquín. Él lleva una sábana que le permite desplazarse por los corredores que atraviesan mi cuerpo. Parece feliz y no es mi culpa. El viento no debería contar historias que les llenan la cabeza de imaginerías. ¿soy yo el que cuenta o son ellos los que escuchan? Paso silbando, es cierto. Luego, ellos inventan cosas sobre barcos y mares. Vienen a mí con los brazos extendidos, como un niño que corre hacia su madre. Entonces, ¿debo quitarme del camino y
dejarlos caer?, ¿abandonarlos en un paisaje quieto mientras sangran por la boca? El viento de enero se llevó a Joaquín. ¿Es eso lo que murmura la isla? No fue así. Yo soy viento y Joaquín se puso la ropa adecuada para volar. ¿Volverá algún día el hijo de Dolly? Ciertamente, no. Otro será el que regrese, levemente parecido.