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recuerdo de solferino en la historia
Tipo: Esquemas y mapas conceptuales
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¡No te pierdas las partes importantes!
J.-Henry Dunant (1828-1910)
Prólogo
La Cruz Roja presta, desde hace más de un siglo que existe, protección y asistencia a los seres humanos desamparados.
En tiempos normales, al hombre, que generalmente vive en una sociedad organizada, lo protegen las leyes; para subsistir, encuentra recursos en su entorno. Pero, en caso de conflicto armado, en caso de catástrofe natural, la sociedad se desorganiza, se pisotean las leyes, se perturba el medio ambiente natural, corren peligro la seguridad, la salud, incluso la vida. Entonces, la Cruz Roja hace lo posible para proteger y asistir a quienes son víctimas de tales calamidades.
_Con unos muy modestos comienzos -un pequeño grupo de cinco personas que logra la aprobación de un corto Convenio de diez artículos para proteger a los heridos de guerra y para proporcionarles la necesaria asistencia material- la Cruz Roja ha llegado a ser, en unos 120 años, un Movimiento universal que, junto con el Comité Internacional, está integrado por 130 Sociedades nacionales, agrupadas en una Federación mundial: cerca de 250 millones de miembros. El derecho internacional humanitario (los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 y sus Protocolos adicionales de
La Cruz Roja sigue su dinámica interior, el ideal de humanidad expresado en la acción concreta, que ha conquistado al mundo evidenciando, así, que no está vinculada a una época, a una raza, a una religión o a una cultura. El sufrimiento es universal, y la Cruz Roja se esfuerza por proteger y asistir, en todas las partes, a todos los que sufren.
El punto de partida de todo esto es la pequeña obra que el lector tiene ahora mismo en sus manos. Escrita por Henry Dunant entre 1859 y 1862, tras una traumatizante experiencia personal en el campo de batalla de Solferino, ha inspirado a los fundadores y a las sucesivas generaciones de miembros de la Cruz Roja universal. ¡Ojalá suscite, aún en nuestros días y en un mundo presa de la violencia, movimientos de humanitarismo y de generosidad que demuestren, como hicieron en 1859 los habitantes de Solferino, que «todos somos hermanos»!
Alexandre Hay Presidente del CICR
La cruenta victoria de Magenta había franqueado la ciudad de Milán al ejército francés, y el entusiasmo de los italianos llegaba a su más alto paroxismo; Pavía, Lodi, Cremona habían visto aparecer a libertadores y los recibían con delirio; los austríacos habían abandonado las líneas del Adda, del Oglio, del Chiese porque deseaban tomarse, por fin, una sonada revancha de sus anteriores derrotas, y habían concentrado, a orillas del Mincio, cuantiosas fuerzas, al frente de las cuales iba resueltamente el joven y valeroso emperador de Austria.
El 17 de junio, el rey Víctor Manuel llegaba a Brescia, donde recibía las más efusivas ovaciones de una población oprimida desde hacía diez largos años, y que veía, en el hijo de Carlos Alberto, tanto a un salvador como a un héroe.
Al día siguiente, el emperador Napoleón entraba triunfalmente en la misma ciudad, en medio de la exaltación de todo un pueblo feliz de poder demostrar su gratitud al soberano que llegaba para ayudarlo a reconquistar su libertad y su independencia.
En 21 de junio, salían de Brescia el emperador de los franceses y el rey de Cerdeña, tras los respectivos ejércitos, que habían salido la víspera; el 22, ya estaban ocupados Lonato, Castenedolo y Montechiaro; el 23 por la tarde, el emperador dio, como comandante en jefe, órdenes precisas para que el ejército del rey Víctor Manuel, acampado en Desenzano y que formaba el ala izquierda del ejército aliado, llegase, el 24 por la mañana, a Pozzolengo; el mariscal Baraguey d'Hilliers debía encaminarse hacia Solferino, el mariscal duque de Magenta hacia Cavriana, el general Niel había de ir a Guidizzolo, el mariscal Canrobert a Medole; la guardia imperial tenía que trasladarse a Castiglione. Los efectivos de estas fuerzas reunidas eran ciento cincuenta mil hombres y unas cuatrocientas piezas de artillería.
El emperador de Austria tenía a su disposición, en Lombardía, nueve cuerpos de ejército, es decir un total de doscientos cincuenta mil hombres, pues a su ejército de invasión se habían incorporado las guarniciones de Verona y de Mantua. Siguiendo los consejos del general de artillería barón Hess, las tropas imperiales habían efectuado, desde Milán y Brescia, una continua retirada cuya finalidad era la concentración, entre el Adigio y el Mincio, de todas las fuerzas que Austria tenía entonces en Italia; pero el efectivo que iba a entrar en línea de batalla no estaba integrado sino por siete cuerpos de ejército, o sea ciento setenta mil hombres, apoyados por unas quinientas piezas de artillería.
El cuartel general imperial se había trasladado de Verona a Villafranca, después a Valeggio, y las tropas recibieron órdenes de volver a cruzar el Mincio en Peschiera, en Salionze, en Valeggio, en Ferri, en Goito y en Mantua. El grueso del ejército estableció sus cuarteles de Pozzolengo en Guidizzolo, para atacar, bajo el mando de varios de los más aguerridos tenientes mariscales de campo, al ejército franco-sardo entre el Mincio y el Chiese.
Las fuerzas austríacas formaban, a las órdenes del emperador, dos ejércitos. Mandaba el primero el general de artillería conde Wimpffen, que tenía bajo sus órdenes los cuerpos mandados por los tenientes mariscales de campo príncipe Edmond de Schwarzenberg, conde Schaffgotsche y barón de Veigl, así como la división de caballería del conde Zedtwitz: era el ala izquierda, que había tomado posiciones en los alrededores de Volta, Guidizzolo, Medole y Castel-Goffredo. Al frente del segundo ejército iba el general de caballería conde Schlick, que tenía bajo sus órdenes a los tenientes mariscales de campo conde Clam-Gallas, conde Stadion, barón de Zobel y caballero de Benedek, así como la división de caballería del conde Mensdorff: era el ala derecha, que ocupaba Cavriana, Solferino, Pozzolengo y San Martino.
Así pues, todas las alturas entre Pozzolengo, Solferino, Cavriana y Guidizzolo estaban ocupadas, la mañana del 24, por los austríacos, que habían emplazado su formidable artillería en una serie de collados que formaban el centro de una muy extensa línea ofensiva y que posibilitaba el repliegue tanto de su ala derecha como de su ala izquierda, protegidas por dichas alturas fortificadas, que ellos consideraban inexpugnables.
Aunque los dos ejércitos enemigos avanzaban el uno contra el otro, no esperaban abordarse ni chocar tan pronto. Los austríacos tenían la esperanza de que sólo una parte del ejército aliado hubiese atravesado el Chiese; no podían conocer las intenciones del emperador Napoleón, y estaban inexactamente informados.
Tampoco los aliados creían que se encontrarían tan de repente con el ejército del emperador de Austria, porque los reconocimientos, las observaciones, los informes de los ojeadores y las ascensiones en globo que se efectuaron el día 23 no presentaban indicio alguno de contraofensiva o de ataque.
Por consiguiente, aunque por una y otra parte se esperase una inminente y gran batalla, el encuentro de austríacos y de franco-sardos, el 24 de junio, viernes, fue realmente sorpresivo, pues se engañaban acerca de la estrategia del respectivo adversario.
Todos han oído hablar, o han podido leer algo sobre la batalla de Solferino. Seguramente, no se ha borrado para nadie este tan palpitante recuerdo; tanto más cuanto que las consecuencias de aquella jornada se hacen sentir todavía en varios de los Estados de Europa.
Como simple turista, totalmente ajeno a esta gran lucha, tuve, por una coincidencia de circunstancias particulares, el raro privilegio de poder presenciar escenas emocionantes, que he decidido reevocar. En estas páginas, no consigno más que mis personales impresiones: por ello, no se busquen especiales pormenores ni datos de índole estratégica.
Aquel memorable 24 de junio, se enfrentaron más de trescientos mil hombres; la línea de batalla tenía cinco leguas de extensión, y los combates duraron más de quince horas.
El ejército austríaco hubo de soportar, ya al alba del 24, tras la difícil y fatigosa marcha de toda la noche del 23, el violento choque del ejército aliado, y padecer, después, el excesivo calor de una temperatura sofocante, así como el hambre y la sed, pues la gran mayoría de aquellas tropas no había tomado alimento alguno durante las veinticuatro horas del viernes. Por lo que atañe al ejército francés, ya en movimiento antes de despuntar el día, no había tomado más que el café de la mañana. Por lo tanto, al finalizar esta terrible batalla, era total el agotamiento de los combatientes, ¡sobre todo el de los desdichados heridos!
A eso de las tres de la madrugada, los cuerpos de ejército mandados por los mariscales Baraguey d'Hilliers y Mac-Mahon iniciaron el avance hacia Solferino y Cavriana; pero, no bien su vanguardia hubo dejado atrás Castiglione, se encontró con las avanzadillas austríacas, que le disputaban el terreno.
Los dos ejércitos en estado de alerta.
Por todas las partes, clarinazos de combate y redoble de tambores.
El emperador Napoleón, que pernoctó en Montechiaro, se dirige precipitadamente hacia Castiglione.
A las seis, se cruzan disparos de baterías artilleras.
Si, en primer lugar, detiene al mariscal Canrobert la espera de la llegada contra él del cuerpo de ejército mandado por el príncipe Eduardo de Liechtenstein, no incluido en los dos ejércitos austríacos pero que, habiendo salido esa misma mañana de Mantua, preocupaba al emperador Napoleón, al cuerpo de ejército mandado por Liechtenstein lo paralizan completamente el mariscal Canrobert y el temor del avance del cuerpo de ejército del príncipe Napoleón, una de cuyas divisiones procedía de Piacenza.
Los generales Forey y de Ladmirault son quienes, con sus valerosos soldados, inician la contienda ese día memorable; se apoderan, tras indescriptibles combates, de las crestas y de las colinas que confluyen en el vistoso alcor de los cipreses, célebre ya para siempre, junto con la torre y el cementerio de Solferino, a causa de la horrible mortandad de la que estos lugares fueron testigos gloriosos y ensangrentado teatro; se toma finalmente por asalto dicho alcor de los cipreses y, en su cima, el coronel d'Auvergne hace flotar, como prueba de victoria, su pañuelo atado a la punta de su espada.
Pero estos éxitos cuestan caros a los aliados, en cuyas filas se registran sensibles pérdidas. Una bala fractura un hombro del general de Ladmirault: a duras penas consiente este heroico herido que lo venden en una ambulancia instalada en la capilla de una aldehuela y, a pesar de la gravedad de su herida, vuelve a pie al combate, continúa animando a sus batallones y una segunda bala lo alcanza en la pierna izquierda. El general Forey, tranquilo e impasible en medio de las dificultades de su posición, es herido en la cadera; el chubasquero blanco que lleva sobre su uniforme es agujereado por balas, sus ayudantes de campo son alcanzados a su lado; a uno de ellos, el capitán de Kervenoël, que tiene veinticinco años, un fragmento de obús le vuela el cráneo. En la falda del alcor de los cipreses, avanzando al frente de sus tiradores, el general Dieu es derribado del caballo, mortalmente herido; también el general Douay es herido, no lejos de su hermano, el coronel Douay, que cae muerto. Una bala de cañón fractura el brazo izquierdo al general de brigada Auger, que gana su ascenso a general de división en este campo de batalla, donde morirá.
Los oficiales franceses, siempre al frente de los suyos, blandiendo la espada e incitando con su ejemplo a los soldados que los siguen, son diezmados por los disparos de los cazadores tiroleses, que apuntan con preferencia contra sus condecorados y galonados adversarios. En el primer regimento de cazadores de África, y cerca del teniente coronel Laurans des Ondes que cae súbitamente muerto, el subteniente de Salignac Fénelon, que sólo tiene veinticinco años, hace retroceder a una escuadra austríaca y paga con su vida tan gran proeza. El coronel de Maleville que, en la alquería de la Casa Nova, bajo el terrible fuego del enemigo, se ve perdido ante el considerable número de sus atacantes y cuyo batallón ya no dispone de municiones, enarbola la bandera del regimiento gritando: «Quienes amen su bandera que me sigan». Sus soldados se precipitan tras él a la bayoneta: una bala le destroza una pierna; pero, a pesar de crueles sufrimientos, continúa dando órdenes haciéndose sostener en su caballo. No lejos de allí, es muerto el jefe de batallón Hébert, arrostrando denodadamente el mayor peligro para impedir la pérdida de una insignia aquilina; derribado y pisoteado, antes de morir grita todavía a los suyos: «Sed valientes, hijos míos». En el otero de la torre de Solferino, el teniente Moneglia, de los cazadores de a pie de la guardia, se apodera, él solo, de seis piezas de artillería, de las cuáles cuatro cañones montados y mandados por un coronel austríaco, que le entrega la propia espada. El teniente de Guiseul, que lleva la bandera de un regimiento de infantería de línea, es cercado, con su batallón, por fuerzas seis veces superiores; un disparo lo alcanza y cae apretando contra su pecho la preciosa enseña; un sargento se abalanza sobre la bandera para que no la arrebaten los enemigos, y una bala de cañón le vuela la cabeza; un capitán que llega a empuñar el asta, tiñe con su sangre, en el mismo instante, el estandarte, que se rompe y se rasga; todos los que lo llevan, suboficiales y soldados, caen unos tras otros, pero vivos y muertos le hacen, con sus cuerpos, un último baluarte; por último, este glorioso guiñapo queda, totalmente destrozado, en manos de un sargento mayor del regimiento que manda el coronel Abattucci. El comandante de La Rochefoucauld Liancourt, intrépido cazador de África, se lanza contra una escuadra húngara, pero las balas acribillan su caballo y él, a quien alcanzan dos disparos, es capturado por los húngaros, que logran reagrupar su escuadra [1].
En Guidizzolo, el príncipe Charles de Windisch-Graetz, coronel austríaco, se expone a una muerte segura intentando recuperar, al frente de su regimiento, la fuerte posición de la Casa Nova; mortalmente herido, sigue impartiendo órdenes; sus soldados lo sostienen, lo llevan en brazos, permanecen inmóviles bajo una granizada de balas, formando así, a su alrededor, un último cobijo; saben que van a morir, pero no quieren abandonar a su coronel, a quien respetan, a quien aman, y que pronto expira.
Luchando así, con la mayor valentía, son gravemente heridos los tenientes mariscales de campo conde de Crenneville y conde Palffy y, en el cuerpo de ejército del barón de Veigl, el mariscal de campo Blomberg y su teniente general Baltin. Caen muertos el barón Sturmfeder, el barón Pidoll y el coronel de Mumb. Los tenientes de Steiger y de Fischer mueren valientemente, no lejos del joven príncipe de Isemburg quien, más afortunado que ellos, será recogido en el campo de batalla todavía con un soplo de vida.
El mariscal Baraguey d'Hilliers, seguido por los generales Leboeuf, Bazaine, de Négrier, Douay, d'Alton, Forgeot, así como por los coroneles Cambriels y Micheler, ha penetrado en el poblado de Solferino, defendido por el conde Stadion y los tenientes mariscales de campo Palffy y Sternberg, cuyas brigadas Bils, Puchner, Gaal, Koller y Festetics rechazan durante largo tiempo los más violentos ataques, en los que se destacan el general Camou con sus cazadores y sus tiradores, los coroneles Brincourt y de Taxis, heridos, y el teniente coronel Hémard, que recibe dos balazos en el pecho.
Con su habitual bravura y su admirable imperturbabilidad, el general Desvaux repele, al frente de su caballería y en un horrenda lucha, el encarnizado ataque de la infantería húngara; secunda, con el irresistible impulso de sus escuadrones, la contundente ofensiva del general Trochu contra los cuerpos de ejército de von Veigl, de Schwarzenberg y de Schaffgotsche en Guidizzolo y en Rebecco, donde se destacan, contra la caballería de Mensdorff, los generales Morris y Partouneaux.
La inquebrantable constancia del general Niel, que hace frente, en la llanura de Medole, con los generales de FailIy, Vinoy y de Luzy, a las tres grandes divisiones del ejército del conde Wimpffen, permite al mariscal Mac-Mahon, con los generales de La Motterouge y Decaen, así cómo con la caballería de la guardia, rodear las elevaciones claves para las posiciones de San Cassino y de Cavriana, y establecerse en las colinas paralelas donde se habían congregado las tropas de los mariscales de campo Clam-Gallas y Zobel; pero el caballeroso príncipe de Hesse, uno de los héroes del ejército austríaco, muy digno de competir con el ilustre vencedor de Magenta, y que tan intrépidamente ha combatido en San Cassino, defiende, contra decididos asaltantes, los tres collados del monte Fontana. Allí, bajo las balas austríacas, el general de Sévelinges hace emplazar sus cañones estriados, empujados por los granaderos de la guardia, porque los caballos no pueden subir esas escarpadas pendientes; y, para que las baterías tan originalmente transportadas a estas colinas puedan fulminar contra el enemigo, los granaderos llevan a los artilleros la munición pasándosela, tranquilamente, de mano en mano, desde la llanura, donde han quedado los furgones.
El general de La Motterouge se adueña, por fin, de Cavriana, a pesar de la encarnizada resistencia y de los repetidos conatos ofensivos de los jóvenes oficiales alemanes que, con sus destacamentos, vuelven y vuelven al combate. Los fusileros del general Manèque reaprovisionan, recurriendo a las de los granaderos, sus cartucheras vacías; pero bien pronto faltos de municiones, se lanzan a la bayoneta hacia las elevaciones entre Solferino y Cavriana que, a pesar de las considerables fuerzas opuestas, ocupan con la ayuda del general Mellinet. Rebecco cae en poder de los aliados; después, vuelve a ser de los austríacos, que lo pierden de nuevo, lo recuperan y es definitivamente ocupado por el general Renault.
Trazado según las indicaciones del autor
En el ataque contra el monte Fontana, son diezmados los tiradores argelinos, mueren sus coroneles Laure y Herment, sucumben muchos de sus oficiales, lo que redobla su furor; para vengar a tantos muertos, se excitan y se abalanzan, con rabia de africanos y con fanatismo de musulmanes, contra sus enemigos matándolos con frenesí y como tigres sedientos de sangre. Los croatas se echan al suelo, se esconden en las zanjas, dejando que se acerquen sus adversarios para, después, alzarse de repente y matarlos a quemarropa. En San Martino, es herido un oficial de bersaglieros, el capitán Pallavicini; sus soldados lo llevan en brazos hasta una capilla, donde recibe los primeros auxilios, pero los austríacos, momentáneamente rechazados, vuelven a la carga y penetran en ese lugar sagrado; los bersaglieros, demasiado poco numerosos para resistir, abandonan a su jefe; inmediatamente, croatas, con grandes piedras que hay a la puerta, machacan la cabeza del capitán, cuyos sesos salpican sus guerreras.
En medio de estos tan diversos combates, sin cesar renovados por doquier, se oyen imprecaciones de hombres de tantas naciones diferentes, ¡muchos de ellos obligados a ser homicidas a los veinte años!
En lo más enconado de la contienda, cuando la tierra temblaba bajo un huracán de hierro, de azufre y de plomo cuyas mortíferas ráfagas barrían el suelo, y cuando por todas las partes, surcando los aires con furia, como relámpagos siempre letales, aludes de fuego acrecían el número de mártires en esta hecatombe humana, el capellán del emperador Napoleón, el presbítero Laine, iba de ambulancia en ambulancia llevando a los moribundos palabras de consuelo y de simpatía.
El comandante Mennessier, cuyos dos hermanos, uno coronel y otro capitán, murieron peleando valerosamente en Magenta, cae, a su vez, en Solferino. A un subteniente de infantería de línea le fractura el brazo izquierdo un casco de metralla y, de su herida, brota abundante la sangre; sentado bajo un árbol, es encañonado por un soldado húngaro, a quien detiene uno de sus oficiales que, acercándose al joven herido francés, le estrecha la mano con compasión y ordena que lo trasladen a un lugar menos peligroso. Unas cantineras avanzan, bajo el fuego del enemigo, como simples soldados; van a aliviar a pobres soldados mutilados que piden agua con insistencia y ellas mismas son heridas dándoles de beber e intentando asistirlos [2]. Muy cerca, se debate, bajo el peso de su caballo muerto por un fragmento de obús, un oficial de húsares, debilitado a causa de la sangre que fluye de sus heridas; no lejos de allí, pasa corriendo un caballo que arrastra el cadáver ensangrentado de su jinete; más allá, caballos, más humanitarios que quienes los montan, evitan, a cada paso, hollar a las víctimas de esta furiosa y apasionada batalla. Un oficial de la legión extranjera cae mortalmente herido por bala; su perro, que muy fielmente lo acompañaba desde que había salido de Argelia, era el amigo de todo el batallón; empujado por la marea de la tropa, recibe también él un balazo, pero tiene todavía fuerza para arrastrarse hasta donde yace su amo, sobre cuyo cuerpo muere. En otro regimiento, una cabra, adoptada por un fusilero y mascota de los soldados, va impunemente, por entre las balas y la metralla, al asalto de Solferino.
¡Cuántos valerosos militares, a quienes no detiene una primera herida, que continúan avanzando hasta que, heridos de nuevo, caen por tierra y ya no pueden proseguir la lucha! En otro lugar, por el contrario, batallones enteros, expuestos al más mortífero fuego, han de esperar, inmóviles, la orden de avanzar y se ven obligados a ser, aunque ardiendo en impaciencia, tranquilos espectadores de un combate que los diezma.
Los sardos defienden y atacan, resistiendo y asaltando repetidamente, por la mañana y por la tarde, los montículos de San Martino, de Roccolo, de la Madonna della Scoperta, que son tomados, perdidos y reconquistados cinco o seis veces, y, por fin, se adueñan de Pozzolengo, aunque no intervienen sino por divisiones, sucesivamente y poco conjuntados. Sus generales Mollard, de La Marmora, Della Roca, Durando, Fanti, Cialdini, Cucchiari, de Sonnaz secundan, con los oficiales de todas las armas y de toda graduación, los esfuerzos de su rey, que ve cómo caen heridos los generales Perrier, Cerale y Arnoldi.
Tras los mariscales y los generales de división, ¿cómo no mencionar, en el ejército francés, la parte de gloria que corresponde también a los valientes generales de brigada, a todos los competentísimos coroneles, a tantos denodados comandantes y capitanes, que tan eficazmente contribuyeron a lograr el resultado final de esta gran jornada? Y, ¿qué duda cabe?, es no poco honroso haber combatido contra guerreros tales como un príncipe Alexandre de Hesse, un Stadion, un Benedek o un Charles de Windisch-Graetz, y haberlos vencido [3].
«Parecía que el viento nos hubiera empujado», decía pintorescamente un simple soldadito de infantería, para describirme el brío y el entusiasmo de sus camaradas entrando, con él, en la contienda; «el olor de pólvora, el ruido del cañón, los tambores que redoblan y los clarinazos, ¡todo eso anima, todo eso excita!» De hecho, en esta lucha, parecía que cada hombre peleaba como si la propia reputación estuviese personalmente en juego y como si la victoria fuese asunto exclusivo de cada uno. Hay realmente un ímpetu y una bravura muy particulares en estos intrépidos suboficiales del ejército francés, para quienes los obstáculos no existen, y que, seguidos por sus soldados, acuden a los lugares más peligrosos o más expuestos, como si corrieran para no perderse una fiesta.
Se han replegado las tropas del emperador Francisco José. Antes incluso de que el mariscal Canrobert haya desplegado todas sus fuerzas, el ejército del conde Wimpffen ha recibido (el primero) orden de su jefe de comenzar la retirada; y el ejército del conde Schlick -a pesar de la firmeza del conde Stadion, secundado demasiado débilmente por los tenientes mariscales de campo Clam-Gallas y Zobel- excepto la división del príncipe de Hesse, ha tenido que abandonar todas las posiciones, que los austríacos habían convertido en otras tantas fortalezas.
El cielo se ha oscurecido y grandes nubarrones cubren, en unos instantes, todo el horizonte; se desencadena furioso el viento y levanta por los aires las ramas de los árboles, que se rompen; una lluvia fría y azotada por el huracán, o más bien una verdadera tromba inunda a los combatientes, ya extenuados de hambre y de cansancio, al mismo tiempo que ráfagas y torbellinos de polvo ciegan a los soldados, obligados a luchar también contra los elementos. Los austríacos, flagelados por la tempestad, se congregan, sin embargo, a la voz de sus oficiales; pero, a eso
apareció muerto, con espumilla en las comisuras de los labios y la boca llena de tierra; su rostro tumefacto estaba verde y negro; se había contorsionado en atroces convulsiones hasta el amanecer, y las uñas de sus manos crispadas se habían retorcido.
En el silencio de la noche, se oyen gemidos, suspiros ahogados llenos de angustia y de sufrimiento, desgarradoras voces que piden socorro: ¿quién podrá jamás describir las horribles agonías de esta trágica noche?
El sol del día 25 alumbró uno de los más espantosos espectáculos que puedan ofrecerse a la imaginación. Todo el campo de batalla está cubierto de cadáveres de hombres y de caballos; los caminos, las zanjas, los barrancos, los matorrales, los prados están sembrados de cuerpos muertos que, en los accesos a Solferino están, literalmente, amontonados. Campos destruidos, trigales y maizales tumbados, setos arrancados, huertos saqueados, aquí y allá charcos de sangre. Los poblados están desiertos y son bien visibles las huellas de los estragos causados por los mosquetes, por la metralla, por las bombas, por las granadas y por los obuses; paredes removidas y boqueteadas por balas de cañón, que han abierto grandes brechas; casas agujereadas, agrietadas, deterioradas; sus habitantes, que han pasado, sin luz y sin víveres, cerca de veinte horas en las bodegas, comienzan a salir; el estupor que se pinta en sus rostros demuestra el prolongado padecer al que se han visto sometidos. En las cercanías de Solferino, sobre todo en su cementerio, el suelo está cubierto de fusiles, de mochilas, de cartucheras, de escudillas, de morriones, de cascos, de kepis, de gorras, de cinturones, de objetos, en fin, de toda índole, e incluso de jirones de vestimenta con manchas de sangre, así como trozos de armas rotas.
Los desdichados heridos recogidos durante todo el día están pálidos, lívidos, anonadados; unos, y más en particular los muy mutilados, tienen la mirada entontecida y, al parecer, no comprenden lo que se les dice; sus ojos son de sonámbulos, pero esa visible postración no les impide sentir sus sufrimientos; a otros agitan una conmoción nerviosa y un temblor convulsivo; aquéllos, con heridas abiertas, en las que la inflamación ya ha comenzado, están como locos de dolor; piden que los rematen y, con el rostro contraído, se retuercen en los últimos estertores de la agonía.
Más allá, desafortunados no solamente alcanzados por balas o por fragmentos de obús que los abatieron, sino también con las piernas o los brazos rotos porque sobre sus cuerpos pasaron las ruedas de piezas de artillería. El impacto de las balas cilíndricas hace que los huesos se esquirlen en todas las direcciones, de modo que la herida resultante es siempre gravísima; los fragmentos de obús, las balas cónicas producen también fracturas extremadamente dolorosas y, a menudo, terribles estragos internos. Esquirlas de toda índole, fragmentos de hueso, retazos de vestimenta, partículas de objetos de equipo o de calzado, tierra, trozos de plomo complican e irritan las heridas y duplican los sufrimientos.
Quien recorre este interminable teatro de los combates de ayer encuentra a cada paso, y en una confusión sin igual, indecibles desesperaciones y todo género de miserias.
Al asalto de Solferino
Los hombres de algunos regimientos se habían descargado de la mochila, y había desaparecido su contenido en más de un batallón, pues campesinos lombardos y tiradores argelinos arrancaron con todo lo que encontraban: así, los cazadores y los fusileros de la guardia, que habían dejado sus mochilas cerca de Castiglione, para subir más fácilmente al asalto de Solferino, acudiendo en ayuda de la división de Forey, y que habían descansado en las proximidades de Cavriana, tras haber combatido hasta el atardecer, siempre avanzando, corren hoy, muy de madrugada, hasta el lugar en que están sus mochilas: ¡vacías! Alguien se lo había llevado todo durante la noche; la pérdida es cruel para estos militares, cuya ropa y cuyo uniforme están sudados y sucios, o gastados y rotos; y ahora se ven privados, al mismo tiempo, de sus efectos personales, tal vez de sus módicas economías -toda su pequeña fortuna- así como de objetos queridos, rememorativos de la familia y de la patria, o recibidos de la madre, de una hermana, de la novia. En varios lugares, los muertos son despojados por ladrones, que ni siquiera respetan a los heridos agonizantes; a los campesinos lombardos interesa, sobre todo, el calzado, que arrebatan brutalmente de los pies hinchados de los cadáveres.
Con estas escenas deplorables se mezclan dramas solemnes o patéticos. Aquí, el viejo general Le Breton va y viene buscando a su yerno, el general Douay, herido y que ha dejado a su hija, la esposa del general Douay, en medio del tumulto, a unas leguas y en la más angustiosa inquietud. Ahí, el cuerpo del teniente coronel de Neuchèze que, viendo a su jefe, el coronel Vaubert de Genlis, derribado del caballo y peligrosamente herido, fue alcanzado por una bala en el corazón, al adelantarse para tomar el mando. Allí, el mencionado coronel Genlis, agitado por una fiebre ardiente, y al que se prestan los primeros auxilios, y el subteniente de Selve de Sarran, de la artillería montada, que un mes después de salir de la Academia Militar de Saint-Cyr va a ser sometido a la amputación del brazo derecho. He ahí un desdichado sargento mayor de cazadores de Vincennes, cuyas dos piernas están atravesadas por balas, a quien volveré a ver en un hospital de Brescia, con quien me encontraré de nuevo en uno de los vagones de ferrocarril en que viajaré de Milán a Turín, y que morirá, pasando el Mont-Cenis, a causa de sus heridas. El teniente de Guiseul, a quien se daba por muerto, es recogido vivo donde había caído con su bandera y donde había permanecido sin conocimiento. Muy cerca, y más o menos en el centro de un amasijo de lanceros y de cazadores austríacos, de turcos y de zuavos, yace, ostentado su elegante uniforme oriental, el cadáver de un oficial musulmán, el teniente de tiradores argelinos Larbi ben Lagdar, cuyo rostro, curtido y bronceado, reposa sobre el pecho lacerado de un capitán ilirio que luce su casaca de una radiante blancura; de estos montones de restos humanos emanaba un vaho de sangre. El coronel de Maleville, herido luchando tan heroicamente en la Casa Nova, exhala el último suspiro; es enterrado el comandante de Pongibaud, que murió durante la noche, y se encuentra el cuerpo del joven conde de Saint-Paër, que había ascendido, hacía apenas una semana, a jefe de batallón. También ahí, termina, a los veinte años, la carrera militar del valeroso subteniente Fournier, de los tiradores de la guardia, gravemente herido el día anterior: voluntario a los diez años, cabo a los once, subteniente a los dieciséis, había hecho ya dos campañas en África y la guerra de Crimea, donde fue herido, en el asedio de Sebastopol [5]. En Solferino se extinguió también, con el teniente coronel Junot, duque de Abrantes, jefe de Estado Mayor del general de Failly, uno de los apellidos más gloriosos del Primer Imperio.
Se siente más y más la falta de agua, los fosos están totalmente secos, la mayoría de los soldados no dispone más que de una bebida malsana y salobre para restañar la sed y, en casi todos los lugares en que hay una fuente, centinelas protegen, con el arma cargada, el agua para los enfermos; cerca de Cavriana, en un pantano, ya infecto, beben durante dos días veinte mil equinos de artillería y de caballería. De estos animales, los que están heridos, cuyos jinetes perecieron, y que han ido de acá para allá toda la noche, se arrastran hacia grupos de sus camaradas, a los que parecen pedir socorro; son rematados de un balazo. Uno de esos nobles corceles, magníficamente enjaezado, ha llegado hasta en medio de un destacamento francés; en el portamantas, que ha permanecido sujeto a la silla, hay cartas y objetos que lo delatan como perteneciente al valeroso príncipe de Isemburg: se busca entre los cadáveres y se descubre que el príncipe austríaco está herido y todavía desvanecido por la pérdida de sangre; pero los más solícitos cuidados que le prodigan los cirujanos franceses le permitirán que se reúna, más tarde, con sus familiares quienes, privados de noticias acerca de su allegado y dándolo por muerto, se habían puesto de luto.
De los muertos, algunos soldados presentan un semblante tranquilo; son los que, alcanzados repentinamente, perecieron en el acto; pero muchos de ellos están contorsionados a causa de las torturas de la agonía, con los miembros rígidos, con el cuerpo cubierto de manchas lívidas, con las
uñas de las manos clavadas en el suelo, con los ojos desmesuradamente abiertos, con el bigote herizado, con un siniestro y convulsivo rictus que deja ver sus dientes apretados.
Fueron necesarios tres días, con sus noches, para enterrar los cadáveres que había en el campo de batalla [6]; pero en un tan extenso espacio, no pocos restos humanos, escondidos en zanjas o en surcos, ocultos en matorrales o por accidentes del terreno, sólo fueron descubiertos mucho más tarde; despedían, lo mismo que los caballos muertos, nauseabunda fetidez.
En el ejército francés, se designa, para identificar e inhumar los cadáveres, a cierto número de soldados de cada compañía; generalmente, los de un mismo cuerpo recogen los restos de sus compañeros de armas; anotan el número de matrícula de los efectos personales y, después, ayudados en este penoso deber por campesinos lombardos pagados con esa finalidad, trasladan los cadáveres a una fosa común en la que, con su ropa, serán enterrados. Desafortunadamente, todo hace pensar, dadas la precipitación con que se realiza esta tarea y la incuria o la torpe negligencia de algunos de estos campesinos, que más de un viviente va a ser enterrado con los muertos. Más tarde, se enviarán a los familiares las condecoraciones, el dinero, el reloj, las cartas y los documentos pertenecientes a los oficiales; pero no siempre resulta posible, con tal cantidad de cuerpos que esperan sepultura, cumplir escrupulosamente esta obligación.
Un hijo, ídolo de sus padres, educado y atendido durante largos años por una tierna madre, que se asustaba por la menor de sus indisposiciones; un competentísimo oficial, muy amado por su familia y que dejó en su casa esposa e hijos; un soldado joven que, para enrolarse en el ejército, hubo de separarse de su novia, casi siempre de su madre, de sus hermanas, de su anciano padre, ahí está tendido en el lodo, en el polvo, bañado en su sangre, con su viril y hermoso rostro desfigurado, que el sable o la metralla no respetó: sufre, agoniza; y su cuerpo, objeto de tantos desvelos, renegrido, abotargado, repelente, va a ser arrojado, así, en una fosa apenas cavada, cubierto solamente por unas paladas de cal y de tierra; las aves de presa no respetarán sus pies o sus manos si sobresalen en el suelo empapado o en el talud que le sirva de tumba: alguien volverá, echará un poco de tierra, clavará quizás una cruz de madera donde su cuerpo reposa, ¡eso será todo!
¿Y los cadáveres de los austríacos? Esparcidos por miles en las colinas, en los contrafuertes y en las laderas de los montículos, o diseminados en medio de arboledas y en la llanura de Medole, con su vestimenta desgarrada, con capotes grises manchados de barro o con guerreras blancas totalmente enrojecidas de sangre, eran devorados por enjambres de moscas, y aves de rapiña se cernían, con la esperanza de suculento festín, sobre estos cuerpos verdosos que, por centenares, se amontonan en grandes fosas comunes.
¡Cuántos jóvenes húngaros, bohemios o rumanos, enrolados desde hacía algunas semanas se tiraban al suelo de fatiga y de inanición, una vez fuera del alcance de los disparos, o debilitados por la pérdida de sangre, aunque ligeramente heridos, pereciendo miserablemente de agotamiento y de hambre!
Entre los austríacos capturados, hay algunos que están llenos de terror porque alguien había considerado conveniente decirles que los franceses, en particular los zuavos, son demonios sin piedad; hasta tal punto que algunos, al llegar a Brescia, viendo los árboles de un paseo de la ciudad, preguntaron muy en serio si aquellos eran los árboles en los que iban a ser colgados; y varios, que recibieron generosa asistencia de los soldados franceses, se la recompensaban, en su ceguera y su ignorancia, de bien insensata manera: el sábado por la mañana, un fusilero, movido a compasión viendo tendido, en el campo de batalla, a un austríaco en lastimoso estado, se acerca con una cantimplora llena de agua y le ofrece de beber; sin poder creer en tanta bondad, el austríaco toma el fusil que tiene a su lado y golpea con la culata y con toda la fuerza que le queda al caritativo fusilero, al que contusiona en la pierna y en el talán. Un granadero de la guardia quiere levantar a otro soldado austríaco que estaba muy mutilado; éste, que tiene cerca una pistola cargada, la empuña y la descarga, a quemarropa, disparando contra el soldado francés que lo socorría [7].
«No se extrañe usted de la dureza y de la zafiedad de algunos de nuestros soldados -me decía un oficial austríaco prisionero- porque en nuestra tropa hay salvajes procedentes de las más remotas provincias del imperio; en dos palabras, verdaderos bárbaros.»
Unos soldados franceses querían, a su vez, jugar una mala pasada a varios prisioneros que creían croatas, diciendo con exasperación que «estos pantalones ajustados», como los llaman, siempre rematan a los heridos; pero eran húngaros que, bajo un uniforme parecido al de los croatas, no son tan crueles; conseguí, con bastante facilidad, explicando esta diferencia a los soldados franceses, liberar a estos húngaros, que estaban muy amedrentados; sin embargo, los franceses no tienen, con pocas excepciones, sino sentimientos de benevolencia para con los prisioneros; así, se autorizó, por cortesía de los comandantes de ejército, que oficiales austríacos conservasen su sable o su espada; recibían los mismos alimentos que los oficiales franceses y, quienes estaban heridos eran asistidos por los mismos médicos; se permitió incluso que uno de ellos regresase para buscar su equipaje. Muchos soldados franceses compartían fraternalmente sus víveres con prisioneros famélicos; otros cargaban con heridos del ejército enemigo para trasladarlos a las ambulancias, y les hacían, con tanta buena voluntad como compasión, todo tipo de favores. Algunos oficiales se encargaban de asistir personalmente a soldados austríacos; uno de ellos rodeó la cabeza hendida de un tirolés, que, para cubrirse, sólo tenía un trapo viejo, roto y totalmente ensangrentado.
Si puede citarse una infinidad de actos aislados y de incidentes que ponen de relieve la gran valentía del ejército francés, así como el heroísmo de sus oficiales y de sus soldados, hay que mencionar también el humanitarismo del soldado raso, su bondad y su simpatía para con el enemigo vencido o prisionero, cualidades que, a buen seguro, tienen tanto mérito como su intrepidez y su bravura [8]. Está comprobado que los militares verdaderamente distinguidos son afables y educados, como todos los que son en realidad superiores; ahora bien, el oficial francés suele ser amable, al mismo tiempo que caballeroso y magnánimo; sigue mereciendo este elogio del general Salm, que dijo, cuando fue capturado en la batalla de Nerwinde y era tratado por el mariscal de Luxemburgo con extrema cortesía, al caballero du Rozel: «¡Qué nación la vuestra, lucháis como leones y, con vuestros enemigos actuáis, tras haberlos vencido, como si fuesen vuestros mejores amigos!»
El servicio de Intendencia continúa haciendo recoger a los heridos que, vendados o no, son trasladados en mulos, portadores de parihuelas o de artolas, hasta las ambulancias, desde donde son enviados a las aldeas y a los poblados más próximos del lugar en que cayeron o del lugar en que primeramente fueron recogidos. En caseríos, iglesias, conventos, viviendas, plazas públicas, corrales, calles, paseos, todo se ha convertido en ambulancias provisionales; en Carpenedolo, Castel Goffredo, Medole, Guidizzolo, Volta y en todas las localidades de los alrededores se reúne a un considerable número de heridos, pero los más de ellos son trasladados a Castiglione, donde los menos inválidos ya logran desplazarse arrastrándose.
He aquí el largo cortejo de vehículos de Intendencia, cargados de soldados, de suboficiales y de oficiales de toda graduación, los unos con los otros (de caballería, de infantería, de artillería), llenos de sangre, extenuados, cubiertos de harapos y de polvo; después, mulos que llegan al trote, y cuya carrera arranca, cada instante, agudos gritos a los desdichados heridos que transportan. La pierna de uno está rota y parece estar desprendida de su cuerpo; cada tumbo de la carreta que lo lleva le causa nuevos sufrimientos. Otro tiene un brazo partido y, con el que le queda, sostiene y protege el miembro fracturado; un cabo tiene el brazo izquierdo atravesado por la baqueta de un lanzagranadas, baqueta que retira por sí mismo, y finalizada la operación, la utiliza como bastón para poder llegar a Castiglione; pero varios expiran queriendo avanzar; se dejan sus cadáveres a la orilla del camino, y ya se volverá más tarde para enterrarlos.
posible, los socorros en el barrio que de los mismos parece más desprovisto, y presto servicios, especialmente, en una de las iglesias de Castiglione, situada en una elevación, a la izquierda llegando de Brescia, y llamada, creo, Chiesa Maggiore. Hay allí cerca de quinientos soldados hacinados, y hay otros cien, por lo menos, sobre paja delante de la iglesia y bajo lonas que se tendieron para protegerlos contra el sol; las mujeres, que ya están en el interior, van de uno a otro, con jarras y cantimploras llenas de agua cristalina, para restañar la sed y humedecer las llagas. Algunas de esas improvisadas enfermeras son bellas y agraciadas muchachas; su dulzura, su bondad, sus hermosos ojos, llenos de lágrimas y de compasión, y sus tan atentas solicitudes levantan un poco el ánimo y la moral de los enfermos. Muchachitos del lugar van de la iglesia a las fuentes más cercanas, con cubos, cantimploras o regaderas. Tras el reparto de agua, se distribuyen caldo y sopa, que el servicio de Intendencia ha de preparar en ingentes cantidades. Aquí y allá, se han colocado enormes fardos de hilas, pero escasean las cintas, la ropa interior, las camisas; son tan menguados los recursos en esta pequeña ciudad, por donde pasó el ejército austríaco, que ya no se pueden conseguir ni siquiera los objetos de primera necesidad; no obstante, compro camisas nuevas, por mediación de esas buenas mujeres que ya han dado toda su ropa vieja y, el lunes por la mañana, envío mi cochero a Brescia para que allí compre provisiones; regresa, unas horas después, con su cabriolet cargado de ropa, de esponjas, de vendas, de alfileres, de cigarros y de tabaco, de manzanilla, de malva, de saúco, de naranjas, de azúcar y de limones, lo que permite dar una limonada refrescante, impacientemente esperada, lavar las heridas con agua de malva, aplicar compresas templadas y renovar los apósitos. Entre tanto, hemos reclutado: en primer lugar, es un viejo oficial de Marina, después son dos turistas ingleses que, curioseando por todas las partes, entraron en la iglesia, y nosotros los retenemos casi por la fuerza; por el contrario, otros dos ingleses se muestran inmediatamente deseosos de ayudarnos; reparten cigarros entre los austríacos. Un sacerdote italiano, tres o cuatro viajeros y mirones, un periodista de París, que después se encargará de dirigir los socorros en una iglesia cercana, y algunos oficiales, cuyo destacamento había recibido orden de permanecer en Castiglione, colaboran con nosotros. Pero bien pronto uno de esos militares se siente enfermo de emoción y, sucesivamente, se retiran los demás enfermeros voluntarios, incapaces de soportar mucho tiempo el espectáculo de sufrimientos que no pueden sino tan escasamente aliviar; el sacerdote ha seguido el ejemplo de los otros, pero reaparece para darnos a oler -delicada atención- hierbas aromáticas y frascos de sales. Un joven turista francés, anonadado a la vista de esas ruinas vivientes, de pronto estalla en sollozos; un comerciante de Neuchâtel se dedica, durante dos días, a vendar heridas y a escribir, por los moribundos, cartas de adiós a sus familiares; nos vemos obligados, por su bien, a frenar su ardor, así como a calmar la compasiva exaltación de un belga, tan subida que tememos un agudo acceso de fiebre, semejante al que tuvo, a nuestro lado, un subteniente llegado de Milán para reunirse con el cuerpo de ejército al que pertenecía. Algunos soldados del destacamento que había quedado de guarnición en la ciudad intentan socorrer a sus camaradas, pero tampoco pueden soportar un espectáculo que abate su moral impresionando demasiado vivamente su imaginación. Un cabo de ingenieros, herido en Magenta, ya casi curado, que volvía a su batallón y que, según la hoja de ruta, disponía de unos días, nos acompaña y nos ayuda con valentía, a pesar de haberse desmayado dos veces seguidas. El intendente francés, que acaba de establecerse en Castiglione, autoriza por fin utilizar, para el servicio de hospitales, a prisioneros en buen estado de salud, y llegan tres médicos austríacos, que secundan a un joven ayudante mayor corso, que me importuna, varias veces, para que le expida un certificado en el cual se ateste su celo durante el tiempo que lo vi actuar. Un cirujano alemán, que había permanecido intencionadamente en el campo de batalla para vendar a los heridos de su nación, presta solícita asistencia a los de ambos ejércitos; en prueba de gratitud, la Intendencia lo envía, pasados tres días, para que se reúna en Mantua con sus compatriotas.
«¡No me deje usted morir!», decían algunos de esos desventurados que, tras haberme tomado la mano con extraordinaria vivacidad, expiraban no bien les abandonaba esa fuerza facticia. Un cabo de unos veinte años, de rostro afable y expresivo, llamado Claudius Mazuet, había recibido un balazo en el costado izquierdo; su estado ya no permite la esperanza, y él lo sabe muy bien; así pues, tras haberle ayudado a beber, me lo agradece y, con lágrimas en los ojos, añade: «Ah, señor, ¡si pudiera usted escribir a mi padre, para que él consuele a mi madre!» Tomé la dirección de sus padres y, pocos instantes después, había cesado de vivir [10]. Un viejo sargento, condecorado con diversos galones, me decía con profunda tristeza, al parecer muy convencido, y con fría amargura: «Si se me hubiera prestado asistencia más pronto, habría podido vivir; ¡pero, esta tarde, estaré muerto!» Por la tarde, estaba muerto.
«¡No quiero morir, no quiero morir!», vocifera con obstinada energía un granadero de la guardia, lleno de fuerza y de vigor tres días antes, pero que, herido de muerte y sintiendo bien que sus momentos están irrevocablemente contados, forcejea y se debate contra esta sombría certeza; le hablo, me escucha, y este hombre, ablandado, tranquilizado, consolado, termina por resignarse a morir con la sencillez y el candor de un niño. He ahí, al fondo de la iglesia, en el hueco de un altar, a la izquierda, ese cazador de África acostado en la paja; lo alcanzaron tres balas, una en el costado derecho, otra en el hombro izquierdo y la tercera está alojada en la pierna derecha; es la tarde del domingo, y él dice que no ha comido nada desde el viernes por la mañana; su aspecto es horroroso, está lleno de barro seco y de grumos de sangre; su ropa está desgarrada, su camisa hecha jirones; después de haber lavado sus heridas, haberle hecho tomar un poco de caldo, y tras haberle envuelto en una manta, lleva mi mano a sus labios con indefinible expresión de gratitud. A la entrada de la iglesia, hay un húngaro que grita sin tregua y sin descanso, reclamando, en italiano y con acento desgarrador, la presencia de un médico; sus riñones, que fueron alcanzados por fragmentos de metralla y están como surcados por garfios de hierro, dejan ver sus carnes rojas y palpitantes; el resto de su cuerpo hinchado está negro y verdoso; no sabe cómo descansar ni cómo sentarse; impregno puñados de hilas en agua fresca e intento hacer una compresa, pero la gangrena no tardará en llevárselo. Un poco más lejos, hay un zuavo que derrama ardientes lágrimas y a quien hay que consolar como a un chiquillo. Las fatigas anteriores, la falta de alimentos y de descanso, la mórbida excitación y el temor de morir sin recibir socorro desarrollan, incluso en intrépidos soldados, una sensibilidad nerviosa que se expresa en gemidos y en llanto. Uno de sus pensamientos dominantes, cuando no sufren demasiado cruelmente, es el recuerdo de su madre y la aprensión del dolor que ella sentirá al conocer la suerte que su hijo corre; se encontró el cuerpo de un joven que tenía el retrato de una anciana, su madre sin duda, colgando de su cuello; parecía como si, con su mano izquierda, apretase contra su corazón ese relicario.
Aquí hay, contra el muro, unos cien soldados y suboficiales franceses, cada uno plegado bajo su manta, muy cerca unos de otros en dos filas paralelas, por entre las cuales se puede pasar; todos han sido vendados, se les ha distribuido la sopa, están tranquilos, sosegados; sus ojos me siguen, todas estas cabezas giran a la derecha si voy hacia la derecha, a la izquierda si voy hacia la izquierda. «Bien se ve que es un parisino » [11], dicen unos. «No -replican otros- tiene aspecto de ser del Sur». «¿No es cierto, señor, que es usted de Burdeos?», me pregunta uno de ellos, y cada uno quiere que yo sea de su provincia o de su ciudad. Digna de interés y de admiración es la resignación de la que ordinariamente daban pruebas esos simples soldados rasos. Individualmente, ¿quiénes eran, cada uno de ellos, en aquel gran desquiciamiento? Muy poca cosa. Sufrían, a menudo sin quejarse, y morían humildemente y sin ruido.
Raras veces los austríacos heridos y prisioneros intentan provocar a los vencedores; sin embargo, algunos rehúsan recibir un tratamiento del que desconfían; arrancan su vendaje y hacen que sangren sus heridas; un croata tomó la bala que acababan de extraerle y la arrojó a la frente del cirujano; otros permanecen silenciosos, abúlicos e impasibles; en general, no tienen esa expansión, esa buena voluntad, esa expresiva e invasora vivacidad que caracteriza a la gente de raza latina; pero los más están lejos de mostrarse insensibles o rebeldes contra el buen trato, y en sus rostros sorprendidos se pinta una sincera gratitud. Uno de ellos, de diecinueve años, relegado con unos cuarenta compatriotas suyos en la parte más retirada de la iglesia, está desde hace tres días sin recibir alimentos; ha perdido un ojo, tiembla de fiebre y ya no puede hablar, tiene apenas fuerzas para tomar un poco de caldo; nuestros cuidados lo reaniman y, veinticuatro horas más tarde, cuando es posible trasladarlo a Brescia, nos despide con pena, casi con desencanto: el ojo que le queda, y que es de un azul magnífico, expresa su viva gratitud, y oprime contra sus labios las manos de las caritativas mujeres de Castiglione. Otro prisionero, presa de la fiebre, atrae las miradas; todavía no tiene veinte años y sus cabellos están totalmente blancos: encanecieron el día de la batalla, dicen sus compañeros y él mismo [12].
¡Cuántos jóvenes de dieciocho a veinte años, llegados tristemente desde lo más apartado de Germania o de las provincias orientales del extenso imperio de Austria, algunos de los cuales quizás tengan que soportar, por la fuerza, rudamente, además de los dolores corporales y la pesadumbre del cautiverio, la malevolencia procedente del odio de los milaneses contra los austríacos, contra los jefes de éstos, contra el soberano de Austria, y que difícilmente encontrarán ya la simpatía antes de su llegada a tierra de Francia! ¡Pobres madres en Alemania, en Austria, en Hungría, en Bohemia! ¿Cómo no pensar en vuestras zozobras al enteraros de que vuestros hijos heridos son prisioneros en país enemigo? Pero las mujeres de Castiglione, viendo que no hago distinción alguna de nacionalidad, siguen mi ejemplo demostrando la misma benevolencia para con todos estos hombres de tan diversos orígenes, todos ellos, para ellas, por igual extranjeros. «Tutti fratelli», repetían con emoción. ¡Honor a estas compasivas mujeres, a estas jóvenes de Castiglione! Nada las asqueó, cansó o desanimó y su entrega sin alardes no pactó con la fatiga ni con la repugnancia ni con el sacrificio.
El sentimiento de la propia gran insuficiencia en tan extraordinarias y tan solemnes circunstancias, es un sufrimiento indecible; porque resulta penosísimo no poder aliviar siempre a quienes están ante nuestros ojos, ni llegar hasta los que nos llaman con súplicas, transcurriendo largas horas antes de estar allí donde se quisiera ir, retardados por uno, solicitados por otro y obstaculizados a cada paso por los numerosos desafortunados que se arraciman ante nosotros, que nos rodean; además, ¿por qué dirigirse hacia la izquierda, cuando hay, a la derecha, tantos que van a morir sin un gesto amigo, sin una palabra de consuelo, sin ni siquiera un vaso de agua para restañar su ardiente sed? El pensamiento moral de la importancia que tiene la vida de una persona, el deseo de aliviar un poco las torturas de tantos desdichados, o de reavivar su ánimo abatido, la forzada o incesante actividad que uno se impone en circunstancias tales, dan una nueva y suprema energía que produce algo semejante a una sed de socorrer al mayor número posible de nuestros prójimos; ya no se inmuta uno ante las mil escenas de esta formidable y augusta tragedia, se pasa con indiferencia por delante de los más horriblemente desfigurados cadáveres; se miran casi con frialdad, aunque la pluma se niega categóricamente a describirlos, cuadros incluso todavía más horribles que los aquí pergeñados [13]; pero, a veces, se parte de repente el corazón, como fulminado por una amarga e invencible tristeza, a la vista de un simple incidente, de un hecho aislado, de un detalle imprevisto, que llega más directamente al alma, que gana nuestra simpatía y que sacude las fibras más sensibles de nuestro ser.
Para el soldado que vuelve a la vida diaria del ejército en campaña, tras las grandes fatigas y las fuertes emociones que le imponen el día y las postrimerías de una batalla como la de Solferino, los recuerdos acerca de la familia y del país se hacen más vivos, son más palpitantes que nunca. Describen muy atinadamente tal situación estas conmovedoras líneas de un valeroso oficial francés, que escribió de Volta a un hermano en Francia:
«No puedes figurarte la emoción del soldado cuando ve que llega el suboficial cartero; porque nos trae, ¿cómo decírtelo?, noticias de Francia, de la patria, de nuestra familia, de nuestros amigos. Cada uno escucha, mira y tiende hacia él manos ávidas. Los afortunados, los que reciben carta, la abren precipitadamente y sus ojos la devoran en seguida; los otros, los olvidados, se alejan con el corazón ensombrecido y se apartan, solitarios, para pensar en quienes allá quedaron. A veces, se pronuncia un nombre y nadie responde. Se miran unos a otros, se preguntan, esperan: ¡Muerto!, murmura una voz, y el suboficial guarda esa carta, que volverá, cerrada, a quienes la escribieron; éstos estaban entonces alegres; se decían: ¡qué contento se pondrá cuando la reciba! Y, al verla volver, se hará pedazos su pobre corazón.»
Están más tranquilas las calles de Castiglione; los muertos y los que ya se fueron han dejado espacio libre y, aunque siguen llegando carretas cargadas de heridos, se restablece el orden poco a poco y los servicios comienzan a regularizarse, ya que el gran desorden no provenía de una mala organización o de imprevisiones administrativas, sino que resultaba de la desmedida e inesperada cantidad de soldados heridos y del relativamente muy escaso número de médicos, de servidores y de enfermeros. Los convoyes de Castiglione a Brescia salen con más regularidad; están integrados por vehículos de ambulancia o por rudimentarios carros tirados por bueyes, que avanzan lenta, muy lentamente, bajo un sol de justicia y sobre un polvo tal que, en el camino, el peatón hunde su pie hasta más arriba del tobillo en dunas movedizas y consistentes; y, aunque en esos tan incómodos vehículos se han puesto ramas de árboles, éstas no protegen sino muy imperfectamente contra el ardor de un cielo de fuego a los heridos que están, por así decirlo, apilados unos sobre otros: ¿cabe figurarse las torturas de ese largo trayecto? Un amistoso movimiento de cabeza, dirigido a estos malaventurados, cuando se pasa cerca, parece hacerles bien, y lo devuelven prontamente y con expresión de gratitud. En todos los poblados a lo largo del camino hacia Brescia, las aldeanas están sentadas a la puerta de sus casas haciendo silenciosamente hilas: cuando llega un convoy, suben a los vehículos, cambian las compresas, lavan las llagas, sustituyen las hitas, que empapan en agua fresca y dan, a la boca de quienes ya no tienen fuerza para levantar la cabeza ni los brazos, cucharadas de caldo, de vino o de limonada. En las carretas que sin cesar llevan al campamento francés víveres, forraje, municiones y provisiones de toda índole, que llegan de Francia o del Piamonte, en lugar de regresar vacías, son trasladados a Brescia los enfermos. Las autoridades municipales de todas las poblaciones que atraviesan los convoyes hacen preparar bebidas, pan y carne. En los tres pequeños hospitales de Montechiaro, hay campesinas del lugar que, con tanta bondad como inteligencia, asisten a los heridos allí internados. En Guidizzolo, se ha instalado convenientemente, en un gran castillo, aunque de manera muy provisional, a unos mil heridos; y, en Volta, un antiguo convento, transformado en cuartel, aloja a cientos de austríacos. En la iglesia principal de la poco atractiva aldea de Cavriana han sido instalados austríacos, muy mutilados, que habían quedado tendidos, durante cuarenta y ocho horas, en las galerías de un mal cuerpo de guardia; en la ambulancia del gran cuartel general, se hacen operaciones empleando el cloroformo que, en los heridos austríacos, produce una insensibilidad casi inmediata y, en los franceses, contracciones nerviosas y una gran exaltación.
Los habitantes de Cavriana carecen de provisiones; son los soldados de la guardia quienes los alimentan compartiendo, con ellos, sus raciones y el rancho; los campos están devastados y casi todos los productos de consumo fueron vendidos a las tropas austríacas, o por éstas requisados. El ejército francés, aunque gracias a la sensatez y a la puntualidad de su administración, dispone de abundantes víveres de campaña, tropieza con no pocos obstáculos para conseguir la mantequilla, la grasa y las legumbres que se suelen añadir a la ración ordinaria del soldado; los austríacos habían requisado casi todo el ganado de la región, y lo único que los aliados pueden obtener fácilmente, en las localidades donde están acampados, es harina de maíz. Todo cuanto pueden todavía vender los campesinos lombardos para complementar el régimen alimenticio de las tropas se les compra a muy elevados precios, pues siempre se valora de modo que los vendedores queden satisfechos; y las requisas para el ejército francés, por ejemplo de forraje, de patatas, etc., se pagan generosamente a los habitantes de la región, a quienes se resarcen también las inevitables pérdidas causadas por la contienda.
Más ventajosas que en Castiglione son las condiciones en que se encuentran los heridos del ejército sardo que fueron trasladados a Desenzano, Rivoltella, Lonato y Pozzolengo: en las dos primeras de estas ciudades, dado que no fueron ocupadas, con pocos días de intervalo, por dos diferentes ejércitos, se pueden conseguir más víveres, hay buen orden en las ambulancias, los habitantes, menos turbados y menos asustados, secundan activamente al servicio de enfermería, y los enfermos que, en buenas carretas provistas de una gruesa capa de heno, son trasladados a Brescia, van protegidos contra el sol por entoldados de frondosas ramas entrelazadas, que recubre una tela fuerte tendida por arriba.
Extenuado de cansancio y sin poder ya conciliar el sueño, hago aparejar, el 27 por la tarde, mi cabriolet y salgo, a eso de las seis, para respirar, al aire libre, el frescor del atardecer, y para descansar un poco escapando, durante ese tiempo, de las escenas lúgubres que por todas las partes nos rodean en Castiglione. Era un día favorable, porque (como más tarde me enteré) no se había ordenado ningún movimiento de tropas para el lunes. Así pues, la calma había sucedido a las terribles agitaciones de los días anteriores en el campo de batalla, tan melancólico ahora, abandonado enteramente por la pasión y el entusiasmo; pero se ven, aquí y allá, charcos de sangre seca que enrojecen el suelo, y lugares en que la tierra está recién removida, blanqueada y espolvoreada de cal, donde reposan las víctimas del 24. En Solferino, cuya torre cuadrada domina, desde hace siglos, impasible y orgullosa, esta comarca en la que, por tercera vez, se habían enfrentado dos de las más grandes potencias de los tiempos modernos, se ven todavía numerosos y tristes restos que cubren, en el cementerio, las cruces y las piedras tumbales ensangrentadas. Llego hacia las nueve a Cavriana: es un espectáculo único y grandioso el despliegue bélico alrededor del cuartel general del emperador de los franceses. Voy en busca del mariscal duque de Magenta, a quien tengo el honor de conocer personalmente. No sabiendo con precisión dónde estaba acampado entonces su cuerpo de ejército, hago que mi cabriolet se detenga en una plazoleta frente a la casa habitada, desde la tarde del viernes, por el emperador Napoleón, y me encuentro en medio de un grupo de generales que, sentados en simples sillas de anea o en taburetes de madera, fuman sus cigarros tomando el fresco ante el improvisado palacio de su soberano. Mientras me informo acerca de la residencia asignada al mariscal Mac-Mahon, estos generales interrogan, a su vez, al cabo que me acompaña y que, sentado al lado de mi cochero, les parece ser mi ordenanza [14]; querrían saber quién soy y descubrir la finalidad de la misión que suponen se me ha confiado, pues apenas podrían suponer que un simple turista se arriesgue, solo a través de los campos y que, llegado a Cavriana, se proponga, a hora tan tardía, ir más lejos. El cabo, que no sabe más que sus interrogadores, permanece naturalmente impenetrable, aunque responde con todo respeto a sus preguntas, y la curiosidad parece aumentar cuando se ve que reanudo viaje hacia Borghetto donde, al parecer, está el duque de Magenta. El segundo cuerpo de ejército, mandado por el mariscal hubo de ir, el 26, de Cavriana a Castellaro, cinco kilómetros más allá, y sus divisiones acamparon a derecha y a izquierda del camino que va de Castellaro a Monzambano; el mariscal estaba, con su estado mayor, en Borghetto. Pero ya está entrada la noche: sin haber obtenido más que bastante incompleta información, tras una hora de marcha, nos equivocamos de dirección y, por un camino que llega a Volta, vamos a dar en medio del cuerpo de ejército del general Niel, nombrado mariscal tres días antes, y que acampa en los alrededores de esta pequeña ciudad. Los difusos rumores que se oyen bajo este hermoso cielo estrellado, estas hogueras de acampada que árboles enteros alimentan, las tiendas de campaña iluminadas de los oficiales; en pocas palabras, estos últimos murmullos de un campamento que vela y se adormenta proporcionan agradable reposo a la tensa e hiperexcitada imaginación. En las sombras de la noche y en un solemne silencio, afloran ruidos variados y las emociones de la jornada; se respira con delicia el aire puro y suave de una espléndida noche de Italia.
En estas semitinieblas y pensando estar tan cerca del enemigo, estaba tan atemorizado mi cochero italiano que, más de una vez, me vi obligado a retirarle las riendas y a ponerlas en las manos del cabo, o a tomarlas yo mismo. Este pobre hombre que, ocho o diez días antes, había huido de Mantua para sustraerse al servicio austríaco, se había refugiado en Brescia para intentar ganar allí su vida, y lo había contratado un propietario de carruajes, que lo empleaba como cochero. Aumentó considerablemente su miedo porque se oyó a lo lejos el disparo de un austríaco, que descargó su arma y huyó al acercarnos, desapareciendo en la maleza: cuando se retiró el ejército austríaco, algunos soldados fugitivos se escondieron en las bodegas de las casas de pequeñas aldeas abandonadas por sus habitantes y medio saqueadas; aislados y empavorecidos, comieron y bebieron más o menos, al comienzo, en esos sótanos; después, se escaparon furtivamente hacia los campos y, por la noche, erraban a la ventura. El mantuano, incapaz de serenarse, ya no podía, en absoluto, conducir el caballo en línea recta; volvía continuamente la cabeza, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, escrutaba con ojos azorados todos los matorrales del camino, temiendo ver, a cada instante, a un austríaco emboscado y dispuesto a disparar; avizoraba, con mirada atónita todos los setos, todas las casuchas, se duplicaba su aprensión a cada revuelta, y casi le dio un síncope cuando un disparo de un centinela, que la oscuridad nos había impedido ver, rompió el silencio de la noche, y a la vista de un gran paraguas bien abierto, agujereado por tres balas de cañón y por varias batas de fusil, que en el lindero de un campo se presentó a nuestras miradas, cerca del angosto camino que llega a Volta: probablemente, ese paraguas había formado parte del exiguo bagaje de una cantinera del ejército francés, a quien tal vez se lo arrebató la tempestad del 24.
Rehicimos un trecho de camino para tomar la buena dirección de Borghetto; eran más de las once y hacíamos galopar nuestro caballo con toda la rapidez posible; nuestro modesto pequeño vehículo acortaba distancias, rodaba sin ruido por la Strada Cavallara, cuando nos sorprendió una nueva alerta: «¡quién vive, quién vive, quién vive, o disparo!», nos conmina sin tomar aliento y a quemarropa un centinela a caballo: «¡Francia!», responde con voz potente el militar, que añade, especificando su graduación: «cabo en el primero de ingenieros, séptima compañía...». «Pasen ustedes de largo», se nos ordena. Finalmente, a las doce menos cuarto, llegamos, sin otros encuentros, a las primeras casas de Borghetto [15]. Todo allí está silencioso y oscuro; pero brilla una luz en una planta baja de la calle principal, en una de cuyas habitaciones trabajan oficiales administrativos quienes, aunque interrumpidos en su tarea y muy asombrados por tan inesperada aparición a esas horas, se muestran extremadamente corteses; y uno de ellos, el señor A. Outrey, oficial pagador, me ofreció, incluso antes de haber visto que era yo portador de diversas recomendaciones de generales, una cordial hospitalidad: su ordenanza aprontó un colchón en el que me acosté sin desvestirme, para descansar unas horas, tras haber tomado un excelente caldo, a mi parecer tanto más reparador cuanto que, ya durante no pocos días, nada de bueno había comido, y dormí tranquilamente sin que me sofocasen, como en Castiglione, emanaciones malsanas, ni me aguijoneasen las moscas que, hartas de cadáveres, iban aún a torturar a los seres vivientes. El cabo y el cochero se habían instalado, sin más complicaciones, en el cabriolet, que había quedado en la calle; pero el desventurado mantuano, en continua zozobra, no pudo pegar ojo durante toda la noche, y lo encontré, de madrugada, más muerto que vivo.
El 28, a las seis de la mañana, fui recibido, de la manera más condescendiente y más amable, por el bueno y caballeroso mariscal Mac-Mabon, tan merecidamente llamado «el ídolo de los soldados » [16]; y, a las diez, estaba yo en la casa de Cavriana, ya histórica por haber recibido, en el lapso de la mañana al atardecer del
gigantescos, soldados de buena voluntad. En todas las partes soy bien recibido. Única excepción, un médico lombardo, el conde Calini, no quiso autorizar los cigarros regalados en el hospital militar de San Luca, a él encargado, mientras que los otros médicos se mostraron, por el contrario, tan agradecidos como sus pacientes por los regalos de esta índole. No me detuvo este pequeño contratiempo, y he de decir que fue el primer obstáculo con que tropecé y la primera dificultad, aunque mínima en sí, que encontré; hasta entonces, no había tenido yo contrariedad alguna de esta especie y, lo que es más de extrañar, ni una sola vez se me había exigido presentar mi pasaporte ni las recomendaciones de generales [18] para otros generales, cartas de las que mi cartera estaba bien provista. Así pues, no me doy por vencido y, el mismo día por la tarde, tras un nuevo intento en San Luca, consigo hacer una amplia distribución de cigarros entre los buenos muchachos allí encamados, a quienes había hecho yo padecer, aunque no por culpa mía, el suplicio de Tántalo; no pudieron retener, al verme regresar, exclamaciones y gestos de satisfacción y de alegría.
En el transcurso de mis idas y venidas, entro en una serie de habitaciones que integran la segunda planta de un espacioso convento, una especie de laberinto, cuyos entresuelo y primer piso están atestados de enfermos; hay, en una de esas habitaciones de la planta superior, cuatro o cinco heridos y calenturientos, en otra de diez a quince, en una tercera unos veinte, cada uno de ellos tendido en su cama, pero todos sin recibir asistencia y quejándose amargamente de no haber visto a ningún enfermero desde hacía varias horas: me piden, con muchísima insistencia, que se les lleve un poco de caldo, en vez de agua helada, que es lo único que tienen para beber. Al extremo de un interminable pasillo, en una habitación totalmente aislada, está muriéndose solo, inmóvil en su jergón, un joven bersagliero, invadido por el tétanos; aunque parezca todavía lleno de vida y tenga los ojos muy abiertos, ya nada oye ni entiende; por eso, está ahí abandonado. Muchos soldados franceses me ruegan que escriba a sus allegados, algunos a su capitán que, según ellos, sustituye a su familia ausente. Una dama de Brescia, la condesa Bronna, se entrega con santa abnegación, en el hospital San Clemente, a prestar asistencia a los amputados; los soldados franceses hablan de ella con entusiasmo; las más abyectas miserias no la detienen. «Sono madre», me dice sencillamente. ¡Soy madre!, palabras que explican todo lo que su entrega tiene de completa y de maternal.
En las calles, me detienen, cinco o seis veces seguidas, burgueses de la ciudad que me ruegan vaya a la respectiva casa para hacer de intérprete entre ellos y comandantes, capitanes o tenientes heridos que han tenido a bien acoger y a quienes prodigan las más afectuosas atenciones, pero sin poder comprender lo que les dice el huésped, que no habla ni entiende italiano, y que, agitado e inquieto, se irrita porque no es comprendido; así, toda la familia se desespera, porque ve sus más simpáticas solicitudes pagadas con el mal humor que originan la fiebre y el sufrimiento; o es un oficial a quien el médico italiano desearía sangrar y que, imaginando que quieren amputarlo, resiste con todas sus fuerzas y, al acalorarse, sufre horriblemente; sólo con palabras convincentes y explicativas, pronunciadas en el idioma de su patria, se consigue calmar o tranquilizar, cuando tienen lugar tales lamentables equívocos, a estos inválidos de Solferino. ¡Con qué dulzura y con cuánta paciencia asisten los habitantes de Brescia a quienes tanto se sacrificaron por ellos y por su país para liberarlos de la dominación extranjera! Les causa verdadera aflicción si muere su enfermo. ¡Qué conmovedor resulta ver a estas familias improvisadas seguir religiosamente, a lo largo de la gran avenida de cipreses de la puerta de San Juan, hacia el Campo Santo, acompañándolo hasta su última morada, a su huésped de unos días, a quien lloran como a un amigo, como a un pariente, como a un hijo, y cuyo nombre tal vez ignoran!
Se entierra de noche a los soldados que mueren en los hospitales. Pero, por lo menos, se anotan, en la mayoría de los casos, el apellido y el número correspondientes, lo que casi no se hacía en Castiglione.
Todas las ciudades de Lombardía se honraban reivindicando sus derechos en el reparto de los heridos. En Bérgamo, en Cremona, estaban muy bien organizados los socorros y a las sociedades especiales secundaban comités auxiliares de damas, que asistían perfectamente a sus numerosos contingentes de enfermos. En uno de los hospitales de Cremona, dijo un médico italiano: «Reservamos lo bueno para nuestros amigos del ejército aliado, damos a nuestros enemigos lo estrictamente necesario y, si mueren, ¡peor para ellos!», añadiendo, como si quisiera disculparse de estas barbaras palabras que, según informes de algunos soldados italianos que habían regresado de Verona y de Mantua, los austríacos dejaban morir, sin socorrerlos, a los heridos del ejército franco-sardo; a lo que una noble dama de Cremona, la condesa ***, que prestaba, de todo corazón, servicios en los hospitales, se apresuró a manifestar su desaprobación diciendo que ella asistía con la misma solicitud a los austríacos y a los aliados, y que no hacía diferencias entre amigos y enemigos, «porque -añadió- nuestro Señor Jesucristo no hizo tales distinciones cuando se trataba de hacer el bien». Aunque no fuese imposible que algunos prisioneros del ejército aliado fueran tratados, primeramente, con cierta rudeza, dichos informes eran inexactos o exagerados y, en todo caso, nada podía justificar semejantes expresiones.
Por lo que atañe a los médicos franceses, hacen todo lo humanamente posible, sin preocuparse de nacionalidades, deplorando y sintiendo muchísimo todo lo que no pueden hacer. Oigamos, a este respecto, al doctor Sonrier: «No puedo -dice- sin profundas recaídas de tristeza, pensar en una salita de veinticinco camas, en Cremona, ocupadas por los austríacos más gravemente heridos. Veo entonces alzarse ante mí esos rostros macilentos, terrosos, con la tez ajada por el agotamiento y por una prolongada reabsorción purulenta, implorando con pantomima y gritos desgarradores, como una última gracia, la ablación de un miembro que habíamos querido conservar, ¡para presenciar después, impotente, una lamentable agonía!»
El intendente general de Brescia, señor Faraldo, el doctor Gualla, director de los hospitales de esta ciudad, el doctor Commisetti, médico jefe del ejército sardo, y el doctor Carlo Cotta, inspector sanitario de Lombardía, rivalizaban en abnegación, y deben citarse honorablemente sus nombres tras el del ilustre barón Larrey, médico inspector jefe del ejército francés. El doctor Isnard, médico principal de primera clase, demostró una notable habilidad como cirujano y como administrador. Cerca de él, se distinguieron, en Brescia, el señor Thierry de Maugras y toda una falange de denodados e infatigables cirujanos cuyos nombres quisiéramos consignar; porque es muy cierto que, si quienes matan pueden reclamar títulos de gloria, quienes curan, y a menudo con peligro de la propia vida, bien merecen la estima y el agradecimiento. Un cirujano anglo-norteamericano, el doctor Norman Bettun, profesor de anatomía en Toronto, Alto Canadá, llega expresamente de Estrasburgo para colaborar con estos hombres abnegados. De Bolonia, de Pisa y de otras ciudades italianas han acudido estudiantes de medicina. Además de los habitantes de Brescia, algunos franceses de paso, suizos y belgas, que llegaron también para ofrecer sus servicios, los prestaron muy útiles a los enfermos, y les daban naranjas, sorbetes, café, limonadas, tabaco. Uno de ellos cambió un billete de un florín a un croata que, desde hacia un mes, imploraba a quienes veía que le hiciesen este cambio, sin el cual no podía, en absoluto, utilizar este módico valor, que era toda su fortuna.
En el hospital San Gaetano, un religioso franciscano se distingue, por su celo para con los enfermos, y un joven soldado piamontés convaleciente que, oriundo de Niza, habla francés e italiano, traduce sus quejas o sus solicitudes a los médicos lombardos; por ello, se le pide que se quede como intérprete. En Piacenza, cuyos tres hospitales eran administrados por particulares y por damas que hacían de enfermeros y de enfermeras, una de éstas, una señorita joven, a quien su familia suplicaba que renunciase a pasar allí todo su tiempo, por temor a las malignas y contagiosas fiebres reinantes, continuaba, sin embargo, la tarea que se había impuesto, con tan buena voluntad y con tan amable dedicación que todos los soldados la veneraban: «Trae -decían- la alegría al hospital». ¡Ah! ¡Cuán valiosos habrían sido, en esas ciudades de Lombardía, unos cien enfermeros y enfermeras voluntarios, con experiencia y bien calificados para tal obra! Habrían congregado a su alrededor socorros esparcidos y fuerzas diseminadas que, en todas las partes, habrían requerido una clarividente dirección, porque no sólo faltaba tiempo a quienes eran capaces de asesorar y de coordinar, sino que la mayoría de quienes no podían aportar más que la entrega individual (por consiguiente, insuficiente y, con mucha frecuencia, estéril) carecía de conocimientos y de práctica. De hecho, ¿qué podía hacer, ante tan ingente y apremiante empresa, un puñado de personas aisladas, por muy buena voluntad que tuviesen? Al cabo de ocho o diez días, se había enfriado no poco el entusiasmo caritativo (tan auténtico entusiasmo, sin embargo) de los habitantes de Brescia; con muy pocas honorables excepciones, estaban cansados, hastiados. Además, hubo que prohibir la entrada en las iglesias o en los hospitales a los burgueses sin experiencia o poco sensatos, porque llevaban a menudo alimentos malsanos para los heridos; algunos, que habrían aceptado pasar una hora o dos a la cabecera de los enfermos, renunciaban cuando, para ello, había que obtener un permiso o realizar gestiones; y los extranjeros dispuestos a prestar servicios o a cooperar tropezaban con obstáculos imprevistos, ora de una índole, ora de otra, que los desanimaban. Pero enfermeros voluntarios, bien elegidos y capaces, enviados por sociedades que tuvieran el refrendo y la aprobación de las autoridades, habrían vencido sin gran esfuerzo todas las dificultades y habrían hecho, incomparablemente, mucho mayor bien.
Los ocho primeros días después de la batalla, los heridos de quienes los médicos decían a media voz, al pasar por delante de sus camas y meneando la cabeza: «¡Ya no hay nada que hacer!», casi no recibían asistencia alguna y morían preteridos, abandonados. Y, dado el escasísimo número de enfermeros con respecto a la grandísima cantidad de heridos, ¿no era eso muy natural? ¿No era de una lógica tan inevitable como desoladora y cruel dejar que pereciesen sin ocuparse ya de ellos, sin dedicarles un tiempo valiosísimo, y que tan necesario era reservar para los soldados recuperables? Muchos eran los así desahuciados por adelantado; y no eran sordos los desdichados contra quienes se pronunciaba este inexorable veredicto: bien pronto comprobaban su abandono y, con el corazón lacerado y resentido, exhalaban el último suspiro sin que nadie se conmoviese o se preocupase; y tal vez el final de alguno de ellos es todavía más triste y más amargo porque su vecino, acaso un joven zuavo levemente herido, cuyas cuchufletas, frívolas e inoportunas, que le llegan de la cama de al lado, lo acosan sin tregua ni descanso, y porque muy cerca hay otro compañero de infortunio que acaba de expirar, lo cual le obliga a que asista, moribundo, a los tan expeditivos funerales de este camarada, que prefiguran los propios ya cercanísimos; además, se da cuenta de que alguien, viendo que no tardará en morir, se aprovecha de su estado de debilidad para hurgar en su macuto y para desvalijarle de todo cuanto encuentre que le convenga; y este moribundo tiene, desde hace ocho días, cartas de su familia en el correo; si se las dieran, serían para él una suprema consolación; ha suplicado a los guardianes que vayan a buscárselas, para poder leerlas antes de que llegue su última hora; pero le han respondido duramente que no tienen tiempo, porque hay otras muchas cosas que hacer.
Al parecer, habría sido preferible para ti, pobre mártir, que hubieses perecido bruscamente abatido por una bala en el campo de mortandad, en medio de esos espléndidos horrores que denominamos gloría; por lo menos, tu nombre se habría aureolado un poco, si hubieras caído al lado de tu coronel, defendiendo la bandera de tu regimiento; al parecer, habría sido incluso preferible para ti que te hubieran sepultado todavía vivo aquellos zafios encargados de enterrar, cuando,
privado de conocimiento, te recogieron inanimado en el alcor de los cipreses o en la llanura de Medole; no se habría prolongado tu agonía; pero, ahora, has de padecer una sucesión de agonías; ya no es el campo del honor lo que tienes ante ti, sino la muerte fría y lúgubre, con su cortejo de amedrentamientos; y, por toda oración fúnebre, apenas escapará tu nombre al tan breve calificativo de «desaparecido».
¿Dónde está aquella ebriedad profunda, íntima, inefable, que electrizaba a este valeroso combatiente, de tan extraña y misteriosa manera, cuando comenzó la campaña y el día de la batalla de Solferino, en los mismos momentos en que se jugaba la vida y cuando su bravura tenía, en cierto modo, sed de la sangre de sus semejantes, que con pie ligero corría a derramar? ¿Dónde están, como estaban en los primeros combates y cuando las tropas entraban triunfalmente en las grandes ciudades de Lombardía, aquel amor de la gloria y aquellos tan comunicativos arrestos, mil veces acrecentados por los melódicos y fieros acentos de las músicas guerreras y por los belicosos sonidos de las charangas resonantes, ardientemente aguijoneados por el silbido de las balas, por el retemblor de las bombas, por los metálicos mugidos de las granadas y de los obuses que estallan y se rompen, en esas horas en que el entusiasmo, el embrujo del peligro y una violenta e inconsciente excitación hacen que se pierda de vista el pensamiento de la muerte?
¡Bien se puede, en estos numerosos hospitales de Lombardía, ver y saber a qué precio se compra lo que los seres humanos llaman pomposamente la gloria y lo cara que esa gloria se paga! La batalla de Solferino es la única que, del siglo XIX, pueda parangonarse, por la magnitud de las pérdidas que ocasionó, con las batallas de Borodino, de Leipzig y de Waterloo porque, como resultado de la jornada del 24 de junio de 1859, hubo, muertos o heridos, de los ejércitos austríaco y franco-sardo, 3 mariscales de campo, 9 generales, 1.566 oficiales de todas las graduaciones, de los cuales 630 austríacos y 936 aliados, y unos 40.000 soldados o suboficiales [20]. Dos meses después, había que añadir a estas cantidades, para el total de los tres ejércitos, más de 40.000 calenturientos y muertos de enfermedad, de resultas del excesivo cansancio soportado el 24 de junio y los días que inmediatamente precedieron o siguieron a esa fecha, o por la perniciosa influencia del clima en pleno verano y por los calores tropicales de las planicies de Lombardía o, por último, a causa de los accidentes imputables a las imprudencias de los soldados. Hecha abstracción del punto de vista militar y glorioso, la batalla de Solferino fue, en opinión de cualquier persona neutral e imparcial, un desastre, por así decirlo, europeo [21].
El traslado de los heridos, de Brescia a Milán, que se efectúa por la noche (a causa del tórrido calor diurno), ofrece un espectáculo eminentemente dramático y sobrecogedor, con esos trenes llenos de soldados mutilados, y con la llegada a las estaciones, donde hormiguea una muchedumbre triste y silenciosa, iluminadas por las pálidas luces de antorchas de resina, y con esa compacta muchedumbre que, palpitante de emoción, parece querer interrumpir la respiración para escuchar los gemidos o las ahogadas quejas que, desde esos siniestros convoyes, hasta ella llegan.
Los austríacos, al retirarse, en el transcurso del mes de junio, hasta el lago de Garda, cortaron, en varios puntos del ferrocarril de Milán a Venecia, el tramo de vía entre Milán, Brescia y Peschiera, pero pronto se reparó y se abrió de nuevo a la circulación [22] esta línea para facilitar el transporte del material, de las municiones, de los víveres que se enviaban al ejército aliado, y para poder evacuar los hospitales de Brescia.
Se habían construido, en cada estación, largos y estrechos barracones para recibir a los heridos, que, cuando salían de los vagones, eran trasladados a camas, o a simples colchones alineados uno tras otro; bajo estos hangares, hay mesas sobrecargadas de pan, de caldo, de vino y, sobre todo, de agua, así como de hilas y de vendas, cuya necesidad se hace sentir sin cesar. Antorchas en gran número, llevadas por los jóvenes de la localidad en que se detiene el convoy, disipan las tinieblas, y los ciudadanos lombardos se apresuran a presentar su tributo de pleitesía y de gratitud a los vencedores de Solferino; en un religioso silencio, vendan a los heridos, a quienes han sacado de los Vagones, con infinita precaución, para tenderlos cuidadosamente en colchonetas que les habían preparado; las mujeres del lugar les ofrecen bebidas refrescantes, comestibles de toda especie, que distribuyen en los vagones entre quienes, convalecientes, tienen que ir hasta Milán. En esta ciudad, adonde llegan aproximadamente mil heridos cada noche [23], varias noches seguidas, los mártires de Solferino son recibidos con la misma solicitud, el mismo afecto con que habían sido recibidos los de Magenta y de Marignano.
Pero ya no son pétalos de rosas lo que esparcen desde los engalanados balcones de los suntuosos palacios de la aristocracia milanesa, sobre las brillantes charreteras y sobre cruces tornasoladas, de oro y de esmalte, esas graciosas y bellas jóvenes patricias, embellecidas todavía más por la exaltación de un apasionado entusiasmo; son lágrimas ardientes, expresión de un adolorado sobrecogimiento y de una compasión que se transformará en una dedicación cristiana, paciente y llena de abnegación.
Todas las familias que disponen de vehículo van a la estación para recoger a heridos; son más de quinientos los enviados por los milaneses; tanto sus más ricas calesas como sus más modestos carricoches se dirigen todas las tardes hacia Porta Tosa, donde está la estación de ferrocarril de Venecia; las nobles damas italianas se honran acomodando, ellas mismas, en sus vehículos, que han provisto de colchones, de sábanas y de almohadas, a los huéspedes que les han correspondido y que son trasladados, en esas opulentas carrozas, por los señores lombardos, ayudados en esta tarea por sus criados, que demuestran no menos celo. La multitud aclama, cuando pasan, a estos privilegiados del sufrimiento, se descubre respetuosamente, escolta la lenta marcha de los convoyes, iluminando con antorchas los rostros melancólicos de los heridos, que intentan sonreír, y los acompaña hasta la entrada de los palacios y de las casas hospitalarias donde recibirán la más asidua asistencia.
Cada familia quiere acoger en su hogar a soldados franceses y trata, por todo género de buenos procedimientos, de hacer más llevadera la privación de la patria, de la familia y de los amigos; tanto en las mansiones particulares como en los hospitales, los asisten los mejores médicos [24]. Las más nobles damas milanesas demuestran, para con los heridos, una tan animosa como duradera solicitud; velan, con la más inquebrantable constancia, a la cabecera del soldado raso, lo mismo que a la del oficial; la señora Uboldi de Capei, la señora Boselli, la señora Sala (de nacimiento, condesa Taverna) y muchas otras damas pasan, olvidando sus elegantes y cómodas costumbres, meses enteros al lado de los lechos de dolor de los enfermos, de los que ya son ángeles tutelares. Todas estas buenas obras se prodigan sin ostentación; y esta asistencia, estas consolaciones, estas atenciones de cada instante bien merecen, con la gratitud de las familias de quienes las recibieron, la respetuosa admiración de todos. Algunas de estas damas son madres cuyos vestidos de luto revelan pérdidas dolorosas muy recientes; recordemos la sublime confidencia de una de ellas al doctor Bertherand: «La guerra me arrebató -le dijo la marquesa L...- al mayor de mis hijos; murió hace ocho meses, a causa de una bala recibida combatiendo, con el ejército de ustedes, en Sebastopol. Cuando supe que llegaban a Milán franceses heridos y que yo podría prestarles asistencia, sentí que Dios me enviaba su primer consuelo...»
La señora condesa Verri Borromeo, presidenta del comité central de socorros [25], dirigía los almacenes de ropa y de hilas; supo también, a pesar de su avanzada edad, disponer de su tiempo y dedicar varias horas al día para leer al lado de los heridos. En todos los palacios se alojan heridos; en el de los Borromeo (de las Islas), hay trescientos. La superiora de las Ursulinas, sor Marina Videmari, administra un hospital que es un modelo de orden y de limpieza, y de cuyo servicio ella se encarga con las hermanas sus compañeras.
Pero, poco a poco, se ven pasar, dirigiéndose hacia Turín, pequeños destacamentos de soldados franceses convalecientes, con la tez bronceada por el sol de Italia, los unos con el brazo en cabestrillo, los otros con muletas, todos con huellas de heridas graves; sus uniformes están gastados y rotos, pero llevan magnífica ropa interior, generosamente proporcionada por lombardos ricos, a cambio de sus camisas ensangrentadas: «Se ha derramado vuestra sangre en defensa de nuestro país -les decían esos italianos-, queremos conservarlas como recuerdo». Estos hombres, fuertes y robustos pocas semanas antes, privados hoy de un brazo, de una pierna, o con la cabeza empaquetada y sangrante, soportan sus mates con resignación pero, incapaces de seguir, en adelante, la carrera de las armas o de ayudar a la respectiva familia, se ven ya, con dolorosa amargura, convertirse en objetos de conmiseración y de piedad, una carga para los demás y para sí mismos.
No puedo menos de mencionar que me encontré, en Milán, a mi regreso de Solferino, con un venerable anciano, el señor marqués Ch. de Bryas, ex diputado y ex alcalde de Burdeos, y que, propietario de una grandísima fortuna, no había llegado a Italia más que para ser allí útil a los soldados heridos. Me fue grato facilitar a este noble filántropo su traslado a Brescia: durante la primera quincena de julio, eran tales la confusión y el hacinamiento en la estación de Porta Tosa, adonde lo acompañé, que resultaba dificilísimo abrirse paso hasta los vagones; a pesar de su edad, de su posición y de su cargo oficial (si no me equivoco, la administración francesa acababa de confiarle una misión totalmente caritativa), no podía conseguir un asiento para viajar en el tren al que debía subir. Este pequeño incidente puede dar una idea de la extraordinaria afluencia de gente que obstruía la estación y sus aledaños.
Otro francés, casi sordo, había recorrido, asimismo, doscientas leguas para prestar asistencia a sus compatriotas; ya en Milán, viendo que los heridos austríacos estaban poco menos que abandonados, se dedicó más especialmente a ellos y procuró hacerles todo el bien posible, a cambio del mal que, cuarenta y cinco años antes, le había hecho un oficial austríaco: el año 1814, cuando los ejércitos de la Santa Alianza habían invadido Francia, dicho oficial, que se había tenido que alojar en casa de los padres de este francés (que, muy joven en aquella época, tenía una enfermedad cuya naturaleza asqueaba al militar extranjero), echó rudamente de casa, sin que alguien pudiera impedírselo, al pobre chiquillo a quien tal acto de brutalidad ocasionó una sordera de la que ha padecido desde entonces.
Si hubiese habido suficientes ayudantes asignados al servicio de recogida de heridos en la llanura de Medole, en el fondo de las barrancas de San Martino, en las escarpaduras del Monte Fontana y en los collados de Solferino, no habría quedado, el 24 de junio, durante largas horas, en acongojante angustia y con el tan amargo temor del abandono, aquel pobre bersagliero, aquel ulano o aquel zuavo que, esforzándose por erguirse a pesar de sus atroces dolores, hacía en vano señas desde lejos, con la mano, para que le enviasen unas parihuelas. Y, por último, ¡no se habría corrido el horrible riesgo de enterrar, al día siguiente, como desafortunadamente es probabilísimo que ocurriese, a vivos con muertos!
Con más perfeccionados medios de transporte [29], se habría evitado la dolorosa amputación a la que hubo de someterse en Brescia aquel tirador de la guardia, imprescindible por una deplorable falta de asistencia durante el trayecto desde la ambulancia de su regimiento hasta Castiglione. ¿No debe causar cierto remordimiento o cierto desasosiego ver a esos inválidos jóvenes, privados de un brazo o de una pierna, que regresan tristemente a sus hogares, porque no se intentó prevenir las funestas consecuencias de heridas que habrían podido restañarse si hubiera habido eficaces socorros, oportunamente remitidos y administrados? Y aquellos moribundos, abandonados en las ambulancias de Castiglione o en los hospitales de Brescia, de los cuales varios no sabían por quién hacerse comprender en el respectivo idioma, ¿habrían exhalado su último suspiro, maldiciendo y blasfemando, si hubieran tenido cerca de ellos a alguien para escucharlos y consolarlos [30]?
A pesar de todo el celo de las ciudades de Lombardía y de los habitantes de Brescia, ¿no quedó muchísimo por hacer? En ninguna guerra, en ningún siglo se había visto un tan hermoso despliegue de caridad; no obstante, faltó mucho para que guardase proporción con la amplitud de los males que habían de socorrerse; por lo demás, sólo se manifestó en favor de los heridos del ejército aliado, y nada en favor de los austríacos; la gratitud de un pueblo arrancado a la dominación extranjera produjo este momentáneo delirio de entusiasmo y de simpatía. Bien es verdad que hubo, en Italia, mujeres valientes cuya paciencia y cuya perseverancia no desfallecieron; pero, desafortunadamente, en definitiva podrían contarse con facilidad; las fiebres contagiosas alejaron a muchas personas; no todos los enfermeros y los sirvientes desempeñaron largo tiempo su cometido tal como de ellos podía esperarse. Para una tarea de esta índole, no se debe recurrir a los servicios de mercenarios, a quienes el hastío ahuyenta ola fatiga insensibiliza, endurece y empereza. Por otra parte, se requieren socorros inmediatos, porque lo que hoy puede salvar al herido, ya no lo salvará mañana y, con la pérdida de tiempo, llega la gangrena, que se lleva al enfermo [31]. Por consiguiente, es necesario contar con enfermeras y enfermeros voluntarios, diligentes, preparados o iniciados para llevar a cabo esta obra, y que, reconocidos y aprobados por los jefes de los ejércitos en campaña, reciban facilidades y apoyo en su misión. Siempre es insuficiente el personal de las ambulancias militares, y seguiría siéndolo aunque se duplique o se triplique: hay que recurrir, inevitablemente, al público ; no queda otro remedio ; y siempre será así, porque sólo con su cooperación se puede esperar el logro de la finalidad propuesta. Por ello, he ahí un llamamiento que ha de hacerse, una súplica que ha de presentarse a los seres humanos de todos los países y de todas las categorías, tanto a los poderosos de este mundo como a los más modestos artesanos, ya que todos pueden, de uno u otro modo, cada uno en su entorno y según sus capacidades, colaborar, en cierta medida, para llevar a cabo esta buena obra. Un llamamiento de esta índole se dirige tanto a las damas como a los caballeros, tanto a la princesa sentada en los peldaños de un trono como a la humilde sirvienta huérfana y abnegada, o a la pobre viuda sola en la tierra, y que desea dedicar sus últimas fuerzas a aliviar los sufrimientos de su prójimo ; se dirige tanto al general o al mariscal de campo como al filántropo y al escritor que puede, desde su despacho, divulgar, en sus publicaciones, una cuestión que afecta a toda la humanidad y, en un sentido más restringido, a cada pueblo, a cada comarca, incluso a cada familia, dado que nadie puede considerarse invulnerable contra los avatares de la guerra.
Si un general austríaco y un general francés pudieron encontrarse, después de la batalla de Solferino, sentados uno al lado del otro, a la hospitalaria mesa del rey de Prusia y charlar amistosamente, ¿quién les habría impedido examinar y tratar una cuestión tan digna de su interés y de su atención?
En circunstancias extraordinarias, como cuando se reúnen, por ejemplo en Colonia o en Châlons, personalidades del arte militar, de diferentes nacionalidades, ¿no sería de desear que aprovechen la ocasión de esa especie de congreso para formular algún principio internacional, convencional y sagrado que, una vez aprobado y ratificado, serviría de base para Sociedades de socorro a los heridos en los diversos países de Europa? Es tanto más importante ponerse de acuerdo y tomar medidas previas cuanto que, cuando se desencadenan hostilidades, los beligerantes ya están mal dispuestos los unos contra los otros, y ya no tratan las cuestiones sino desde el punto de vista de sus súbditos [32].
La humanidad y la civilización requieren imperiosamente una obra como la aquí bosquejada; al parecer, es incluso una obligación, en cuyo cumplimiento toda persona que tenga cierta influencia debe colaborar, y a la cual todo hombre de bien debe dedicar por lo menos un pensamiento. ¿Qué príncipe, qué soberano rehusaría apoyar a tales sociedades, y no sería feliz dando a los soldados de su ejército la absoluta garantía de que, si caen heridos, se les prestará inmediata y apropiada asistencia? ¿Qué Estado no querría otorgar su protección a quienes intenten, así, conservar la vida de ciudadanos útiles? ¿No merece toda la solicitud de su patria el militar que defiende o que sirve a su país? ¿Qué oficial, qué general no desearía, si considera que sus soldados son, por así decirlo, «sus hijos», facilitar el cometido de los mencionados enfermeros? ¿Qué intendente militar, qué cirujano mayor no aceptaría con gratitud que lo secunde una legión de personas inteligentes, llamadas a actuar con tacto bajo una sabia dirección [33]? Por último, en una época en la que tanto se habla de progreso y de civilización, y dado que no siempre pueden evitarse las guerras, ¿no es perentorio insistir en que se han de prevenir o, por lo menos, aminorar sus horrores, no solamente en los campos de batalla, sino también, y sobre todo, en los hospitales, durante esas tan largas y tan dolorosas semanas para los desdichados heridos?
Esta obra exigirá, para llevarla a la práctica, un alto grado de abnegación por parte de cierto número de personas [34]; pero, sin duda, nunca será el dinero necesario lo que faltará para realizarla. En tiempo de guerra, cada uno aportará su donativo o su colaboración personal para responder a los llamamientos que harán los comités; la población no permanecerá fría e indiferente cuando luchen los hijos de la patria. ¿No es la misma la sangre que en los combates se derrama y la que circula por las venas de toda la nación? Por lo tanto, no será obstáculo alguno de esta índole lo que comprometa la buena marcha de tal empresa. No es ésa la dificultad, pero el todo consiste en la seria preparación para una obra de este cariz, y en la fundación misma de estas sociedades [35].
Aunque parezca que los terribles medios de destrucción de que disponen actualmente los pueblos habrán de acortar, en el futuro, la duración de las guerras, es muy probable que sus batallas sean, en cambio, mucho más mortíferas ; y en este siglo, en el que tanto interviene lo imprevisto, ¿no pueden surgir guerras, por un lado o por otro, de la manera más repentina y más inesperada? ¿No hay, ante estas solas consideraciones, motivos más que suficientes para no dejarnos sorprender desprevenidos?
Notas
en localidades distintas, podrían, aunque independientes los unos de los otros, entenderse bien e intercomunicarse en la eventualidad de una guerra. El llamamiento ha sido escuchado y, de varios países de Europa, el autor, que más que nunca está persuadido de que pueden y deben instituirse estas sociedades, ha recibido numerosos testimonios de auténtica simpatía por esta obra, procedentes de personas, militares y civiles, de todas las categorías.
Comisión llamada "de los Cinco"
Propuestas de Henry Dunant: la semilla y los frutos
No se limita Henry Dunant, en su obra «Recuerdo de Solferino » a describir una terrible batalla ni a evocar sus impresiones y su intervención personal; también formula ideas y propuestas referentes al futuro y cuya realización debería impedir la repetición de los sufrimientos comprobados en Solferino. Tales ideas y propuestas, modestas y audaces a la vez, así como su rápida realización, hicieron del libro de Dunant más que un reportaje de guerra y, hoy todavía, lo hacen digno de ser leído e indispensable para comprender lo que es la organización mundial llamada «Cruz Roja».
Doble era la finalidad de las propuestas de Dunant: por una parte, la fundación, en todos los países, de «sociedades voluntarias de socorro para prestar, en tiempo de guerra, asistencia a los heridos» ; por otra parte, la formulación de un «principio internacional, convencional y sagrado», base y apoyo para dichas sociedades de socorro. ¿Se han abierto camino, en el transcurso de ya más de un siglo, esas propuestas?
En 1863, cuatro años después de la batalla de Solferino y un año después de la publicación del libro de Dunant, un Comité privado, integrado por Henry Dunant, el general Dufour, Gustave Moynier, los médicos Théodore Maunoir y Louis Appia, organizó un congreso, que se celebró en Ginebra y en el cual participaron representantes de 16 países, que recomendaron la fundación de Sociedades nacionales de socorro y solicitaron, para las mismas, la protección y el apoyo de los Gobiernos. Además, en el congreso se expresaron deseos de que las Potencias beligerantes declaren neutrales, es decir inviolables, en tiempo de guerra, los lazaretos y los hospitales de campaña, de que esta protección incluya también al personal sanitario de los ejércitos, a los auxiliares voluntarios y a los heridos y, por último, de que los Gobiernos elijan un signo distintivo común para las personas y los bienes protegidos.
En 1864, el Consejo Federal suizo reunió una Conferencia Diplomática en Ginebra, en la cual participaron delegados plenipotenciarios de 16 países, que redactaron el « Convenio de Ginebra para mejorar la suerte que corren los militares heridos de los ejércitos en campaña », firmado el 22 de agosto del mismo año y ratificado en el transcurso de los años siguientes por la casi totalidad de los Estados. Este Convenio convertía en realidad los deseos expresados en el congreso de 1863 y consta, en el mismo, el importante principio -decisivo para el conjunto de la obra- según el cual deben ser recogidos y asistidos, sin distinción de nacionalidad, los militares heridos y enfermos. Como emblema que garantiza la protección y la ayuda así conferidas, se optó por el signo heráldico de la cruz roja sobre fondo blanco, emblema mantenido para rendir homenaje a Suiza, de cuya bandera nacional toma, intervertidos, los colores.
Sobre la base de las resoluciones del congreso de 1863 y del Convenio de Ginebra, se desarrollaron, poco a poco, la organización humanitaria denominada «Cruz Roja Internacional» y la gran obra convencional, universalmente reconocida, que son los Convenios de Ginebra para la protección de las víctimas de la guerra. Organización mundial, por una parte, obra convencional, por otra parte: ayuda humanitaria y protección jurídica que mutuamente se apoyan. De su unión, nace la fuerza que, para miles y miles de personas ha sido, en las más graves circunstancias de calamidad: salvación, alivio, consuelo.
Ya antes de concertarse el Convenio de Ginebra, el « Comité de los Cinco » -aunque de índole específicamente suiza- se constituyó en « Comité Internacional de Socorro a los Militares Heridos» que, más tarde, pasó a llamarse Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), y se asignó los cometidos de propiciar la fundación de sociedades nacionales de la Cruz Roja, de facilitar su obra común y de intervenir, en caso de guerra, como organismo imparcial, para proteger a las víctimas de la guerra y para prestar ayuda por doquier. En las dos guerras mundiales, el CICR se preocupó, en primer lugar, por la suerte que corrían los prisioneros de guerra, haciendo que sus delegados visitasen los lugares de detención e instalando en Ginebra una agencia central de información, que transmitió millones de noticias entre los prisioneros y la respectiva familia. Durante la Segunda Guerra Mundial, el CICR extendió su actividad de protección y de asistencia a las personas civiles, en especial a los internados civiles y a la población civil en las zonas ocupadas. Además, el CICR ha contribuido ampliamente, tras la Primera Guerra Mundial, a mejorar y a completar los Convenios de Ginebra; a su iniciativa se deben, esencialmente, las revisiones y las nuevas disposiciones, aprobadas en 1929 y en 1949, sobre las cuales todavía se volverá.
Inmediatamente después de 1863-1864, se fundaron Sociedades nacionales de la Cruz Roja en número considerable; más tarde, al ritmo de los conflictos registrados. Se evidencia el desarrollo del Movimiento fuera de Europa por el hecho de que, además de las Sociedades de la « Cruz Roja», se han fundado, con el emblema correspondiente, Sociedades de la «Media Luna Roja»y del «León y Sol Rojos». Hoy, la organización mundial de la Cruz Roja está integrada por 130 Sociedades nacionales, que totalizan unos 200 millones de miembros y de colaboradores. Por lo demás, en la Cruz Roja de la Juventud hay 50 millones de afiliados, que tienen de 10 a 18 años.
El campo de actividades de las Sociedades nacionales ha desbordado ampliamente el ámbito de las tareas previstas por Dunant y por el congreso de 1863. Partiendo de los socorros sanitarios «en favor de los militares heridos y enfermos», se ha desarrollado la asistencia a todas las víctimas de la guerra, asistencia de
la que actualmente se benefician los prisioneros, los civiles heridos y enfermos, internados y deportados, las personas evacuadas, las que carecen de vivienda, la población de territorios ocupados, los refugiados.
El aumento de trabajo realizado por la Cruz Roja en período de guerra ha originado un incremento de las tareas en tiempo de paz: los colaboradores de la Cruz Roja que prestan satisfactorios servicios en período de infortunio no quieren y no deben permanecer inactivos. Conviene, por el contrario, que puedan contribuir a realizar, tanto en los países industrializados como en los del Tercer Mundo, la cotidiana labor humanitaria. Así se ha organizado el «trabajo de paz » de las Sociedades nacionales y así se han desarrollado las respectivas actividades en favor de los enfermos, de los heridos y de los impedidos, así se han fomentado las obras en favor de los ancianos y de los niños, de las víctimas de catástrofes en el propio país o en el extranjero. A estas tareas médico-sociales de tiempo de paz se añadieron, tras la Primera Guerra Mundial, las actividades de la Cruz Roja de la Juventud, que prepara a los jóvenes para que ayuden y presten servicios, intentando, además, cultivar la comprensión y la amistad entre los adolescentes de toda nacionalidad.
Desde 1919, las Sociedades nacionales de la Cruz Roja son miembros de una federación mundial, la Liga de Sociedades de la Cruz Roja. A la inversa del Comité Internacional de la Cruz Roja (exclusivamente integrado por ciudadanos suizos -garantía de independencia, de neutralidad y de imparcialidad), la Liga es un foro en el que se encuentran, en pie de igualdad, para intercambiar sus experiencias y para ayudarse mutuamente, los representantes de la Cruz Roja de todos los países. Los principales cometidos de la Liga son: auspiciar el desarrollo de las Sociedades nacionales recién fundadas, así como estimular y coordinar las actividades de todas las Sociedades nacionales, especialmente los socorros en caso de catástrofe natural.
En 1928, el Comité internacional, la Liga y las Sociedades nacionales se reunieron en una organización «cimera» llamada Cruz Roja Internacional, en cuyos Estatutos se puntualizan las respectivas competencias del Comité y de la Liga, así como las recíprocas relaciones: se estipula que una «Conferencia Internacional», en la que participan representantes de las Sociedades nacionales reconocidas, del CICR, de la Liga y de los Estados Partes en los Convenios de Ginebra, garantiza la unidad de las actividades que despliegan todos los organismos de la Cruz Roja.
Así como estas organizaciones se han modificado, según las nuevas necesidades, al paso de los años, así también el Convenio de 1864 ha sido adaptado a las circunstancias, y nuevos instrumentos lo han completado. La primera Conferencia para la Paz de La Haya (1899) aprobó un nuevo Convenio para «La adaptación de los principios del Convenio de Ginebra de 1864 a la guerra marítima». Se revisó, en 1906, el Convenio de 1864 y, por primera vez, se menciona a las sociedades de socorro voluntarias. La segunda Conferencia para la Paz de La Haya (1907) aprobó el «Reglamento relativo a las leyes y costumbres de la guerra en tierra»; se prohibe, en este texto, recurrir a los medios de guerra que causen sufrimientos crueles e inútiles, se propugna, para los prisioneros de guerra, un trato humano, así como el respeto de ciertos derechos fundamentales por lo que atañe a los habitantes de territorios ocupados. Una Conferencia Diplomática celebrada, en 1929, por invitación del Consejo Federal suizo, revisó el Convenio de Ginebra de 1906 y aprobó el «Convenio de Ginebra relativo al trato debido a los prisioneros de guerra», en el que se completan y se puntualizan, teniendo en cuenta las experiencias de la Primera Guerra Mundial, las prescripciones contenidas en el «Reglamento de La Haya relativo a la guerra en tierra». Por último, en 1949, otra Conferencia Diplomática, reunida también por el Gobierno suizo, sometió a una detenida revisión los textos de Ginebra ya en vigor, añadiendo otro: el «Convenio relativo a la protección de las personas civiles en tiempo de guerra». También este Convenio remite al «Reglamento de La Haya relativo a la guerra en tierra», pero se tratan, en el mismo, cuestiones nuevas: hay, por ejemplo, disposiciones por lo que respecta a la protección de los hospitales civiles y de los transportes sanitarios civiles, a la designación de zonas sanitarias y de seguridad, al estatuto jurídico de los extranjeros en el territorio de una Parte en conflicto, al trato debido a los internados civiles y a la población de territorios ocupados. Otro factor importante es que los Estados contratantes deben aplicar los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 en todos los casos de conflicto armado, incluso cuando la guerra no haya sido declarada y cuando una de las Partes no haya reconocido el estado de guerra. Además, deben aplicarse, asimismo, algunas prescripciones fundamentales en los casos de conflicto armado no internacional (guerra civil) que tenga lugar en el territorio de una de las Partes contratantes.
A finales de junio de 1982, en los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 eran Partes 151 Estados, de los cuales todas las grandes potencias. En 1977, cuando finalizaron los trabajos de la Conferencia Diplomática sobre la reafirmación y el desarrollo del derecho internacional humanitario aplicable en los conflictos armados -reunida en Ginebra el año 1974, por invitación del Consejo Federal suizo- se completaron los Convenios de 1949 mediante dos Protocolos adicionales, relativos el primero a los conflictos armados internacionales, a los conflictos armados no internacionales el segundo.
Los Protocolos -integrados por un total de 130 artículos- contienen, junto con disposiciones acerca de la protección y la asistencia a los heridos, a los enfermos y a los prisioneros, normas referentes a la conducción de la guerra tendentes, en primer lugar, a evitar sufrimientos inútiles y a reforzar la protección debida a la población civil contra los efectos de la guerra. Los Protocolos adicionales entraron en vigor a comienzos de 1978; a finales de junio de 1982, los Protocolos habían sido ratificados por 25 Estados el I, por 22 Estados el II.
Las Sociedades nacionales de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, el CICR y la Liga tendrán ante sí, los próximos años, ingentes tareas y difíciles problemas. Para resolver éstos, requisito esencial será que las organizaciones de la Cruz Roja se guíen por el espíritu de los Convenios de Ginebra y de los Principios de la Cruz Roja: por el espíritu de humanidad, de conformidad con el cual la persona que sufre y que se ve privada de libertad recibe, sin discriminación de ninguna índole, protección y asistencia; será también de capital importancia que se aplique el principio de neutralidad, por el que se prohibe a la Cruz Roja inmiscuirse en hostilidades y en controversias político-ideológicas. Humanidad, imparcialidad y neutralidad garantizan la unidad y la universalidad del Movimiento de la Cruz Roja. Solamente como Movimiento unido y universal podrá la Cruz Roja cumplir su misión humanitaria, aportando así su contribución a la comprensión entre los seres humanos y los pueblos, su contribución también en pro de la paz.
Profesor Hans Haug ex presidente de la Cruz Roja Suiza Berna, octubre de 1982