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Este extracto del libro 'las voces de la historia y otros estudios subalternos' explora las ideas de ranajit guha y el movimiento 'subaltern studies'. Guha critica la historiografía colonial y nacionalista por su enfoque elitista y su falta de atención a las voces de las clases subalternas. El texto analiza la importancia de la historia desde la perspectiva de los grupos marginados y la necesidad de una nueva historiografía que reconozca la complejidad de las relaciones de poder en la india colonial.
Tipo: Resúmenes
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Ranahit Guha nació en 1922 en un poblado de Bengala occi- dental, en una familia de propietarios medios. Su abuelo le enseñó bengalí, sánscrito e inglés, y su familia le envió a estudiar a Calcuta. Durante estos años se hizo marxista, ingresó en el Partido comunis- ta de la India y se entregó a un activismo que perjudicó su rendi- miento en los estudios. De hecho, las actividades políticas marcaron su vida desde 1942 a 1956: viajó por Europa, por África del norte y por el Oriente próximo, pasó por China después de la revolución y, de retorno a la India, en 1953, actuó en los medios obreros, a la vez que empezaba a trabajar en el campo de la enseñanza. En 1956, a consecuencia de los acontecimientos de Hungría, abandonó el par- tido comunista. Marchó a Gran Bretaña en 1959, donde permanecería veintiún años, trabajando en las universidades de Manchester y de Sussex. En Manchester escribió su primera obra histórica importante, A rule of property for Bengal. An essay on the idea of Permanent Settlement (Una regla de propiedad para Bengala), publicada por Mouton en 1963. En 1970-1971 volvió a la India, con motivo de disfrutar de un año sabático en su trabajo. Había firmado un contrato con una edi- torial para escribir un libro sobre Gandhi, pero su contacto con es- tudiantes maoístas le hizo cambiar de idea y decidió dedicarse a in- vestigar a fondo las revueltas campesinas. El primer resultado de esta línea de trabajo fue un artículo que apareció en la India en 1972 y, en una versión ampliada, en el Journal of peasant studies en 1974: «Neel Darpan: La imagen de una revuelta campesina en un espejo
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liberal».^1 Esta investigación culminaría en su segundo libro, Ele- mentary aspects of peasant insurgency in colonial India (Aspectos elementales de la insurgencia campesina en la India colonial) (1983), que escribió mientras enseñaba en la Universidad de Sussex, sin ningún tipo de beca ni ayuda. Al propio tiempo mantenía reuniones y debates con un grupo de jóvenes historiadores indios que vivían en Gran Bretaña, de los cua- les surgió el proyecto de editar una serie de volúmenes que respon- derían al título de Subaltern studies. Writings on South Asian his- ory and society. Su idea era publicar un total de tres volúmenes, el primero de los cuales apareció en la India en 1982 y el tercero en
El éxito alcanzado —de cada uno de estos volúmenes se hi- cieron unas cinco reediciones— les llevó a continuar la serie con nuevos volúmenes, que Guha dirigió hasta el sexto, publicado en 1989, y que ha seguido después con equipos de dirección diversos.^2 A fines de 1980 Guha se incorporó como investigador a la Research School of Pacific Studies de la Australian National University, de Canberra, donde llegó a profesor emérito del departamento de An- tropología. Lo que me interesa, más que seguir su vida, es referirme a las lí- neas principales de su pensamiento, comenzando por su primer li- bro sobre el «Permanent Settlement» en Bengala.^3 De este libro dirá Guha en el prólogo a su segunda edición que fue «concebido en un clima académico hostil en su suelo nativo y declarado indeseable antes de su nacimiento», puesto que rompía con ideas establecidas en la historiografía india: ideas demasiado simplistas de enfrentamiento entre dominadores ingleses movidos tan sólo por el interés, contra indios explotados. Guha mostraba que los administradores ingleses de la compañía de las Indias, guiados por el pensamiento fisiocrático, quisieron transportar a la India las normas que en Inglaterra habían servido para combatir el feudalis-
«Neel Darpan: The image of a peasant revolt in a liberal mirror», Journal of peasant studies, 2, nº 1 (octubre de 1974), pp. 1-46.
Todos han sido publicados en Delhi por Oxford University Press.
A rule of property for Bengal. An essay on the idea of Permanent Settlement, París, Mouton, 1963; segunda edición, Nueva Delhi, Longmann Orient, 1982; tercera, Durham, Duke University Press, 1996, con una introducción de Amartya Sen. Esta tercera edición es la que he usado.
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Su obra posterior llevó esta desmitificación de la historia nacio- nalista india en otra dirección más amplia y más interesante para nosotros. En el primer volumen de los Subaltern studies apareció una especie de manifiesto, «On some aspects of the historiography of colonial India» (Sobre algunos aspectos de la historiografía de la India colonial), que es el primero de sus trabajos que se ha escogi- do para integrar este volumen, en que denuncia el carácter elitista —«elitismo colonial y elitismo nacionalista burgués»— que domi- naba en una historia nacionalista india que heredó todos los prejui- cios de la colonial, con la única diferencia de que en la colonial los protagonistas eran los administradores británicos y en la naciona- lista lo eran unos sectores determinados de la sociedad india. Esta clase de historia era, sin embargo, incapaz de mostrar «la contribu- ción hecha por el pueblo por sí mismo, esto es, independientemen- te de la élite», y de explicar el campo autónomo de la política india en los tiempos coloniales, en que los protagonistas no eran ni las au- toridades coloniales ni los grupos dominantes de la sociedad indí- gena, «sino las clases y grupos subalternos que constituían la masa de la población trabajadora, y los estratos intermedios en la ciudad y el campo: esto es, el pueblo». La política de estos grupos difería de la de las élites por el hecho de que, si ésta promovía una moviliza- ción vertical, la de los subalternos se basaba en una movilización horizontal y se expresaba sobre todo en las revoluciones campesi- nas, con un modelo que seguirían en algunos momentos otros mo- vimientos de masas de los trabajadores y de la pequeña burguesía en áreas urbanas. La ideología de estos movimientos reflejaba, considerada glo- balmente, la diversidad de su composición social, pero tenía como componente permanente una noción de resistencia a la domina- ción de la élite, que procedía de la subalternidad común a todos los integrantes sociales de este campo y la distinguía netamente de la política de las élites, por más que en algunas ocasiones el énfa- sis en algunos intereses sectoriales desequilibrase los movimientos, crease escisiones sectarias y debilitase las alianzas horizontales de los subalternos. Por otra parte, una de las características esenciales de esta política era el hecho de que reflejaba las condiciones de ex- plotación a que estaban sometidos campesinos y trabajadores, pero también los pobres urbanos y las capas inferiores de la pequeña
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burguesía. Unas condiciones que daban a esta política unas nor- mas y valores que la separaban netamente de la de las élites. Aun- que esto no signifique que en determinadas acciones, en especial las dirigidas contra el imperialismo, los dos sectores no pudiesen coincidir. Las iniciativas surgidas de los sectores subalternos no tuvieron la fuerza necesaria para transformar el movimiento nacionalista en una lucha de liberación nacional y no pudieron protagonizar una misión en que también la burguesía había fracasado. «El resultado sería que las numerosas revueltas campesinas del período, algunas de un alcance masivo y ricas de conciencia anticolonial, aguardaron en vano una dirección que las elevase por encima del localismo y las transformase en una campaña nacional antimperialista». Es preci- samente «el estudio de este fracaso el que constituye la problemá- tica central de la historiografía de la India colonial».^4 El análisis de los sesgos e insuficiencias de la historiografía india lo desarrollaría Guha en un trabajo fundamental publicado en el tomo segundo, «La prosa de la contrainsurgencia» —que es el ter- cero y el más extenso de los que se han incluido en este volumen—, a la vez que en su segundo libro, Aspectos elementales de la insur- gencia campesina en la India, cuya introducción cierra esta selec- ción de textos, estudiaba los movimientos mismos.^5 El problema del sesgo de las fuentes le llevaba a plantearse la di- ficultad de llegar a la historia propia de los subalternos. Las fuentes primarias dan pie al mito de que las insurrecciones campesinas «son puramente espontáneas e impremeditadas. La verdad es casi lo con- trario. Sería difícil citar un levantamiento de escala significativa que no estuviese precedido de hecho por formas de movilización menos militantes» y por intentos previos de negociación. Cuando se les busca explicación se hace con una «enumeración de causas —de, por ejemplo, factores de privación económica y política que no tie- nen nada que ver con la conciencia del campesino o que lo hacen negativamente— que desencadenan la rebelión como una especie de
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En un trabajo que publicaría en el volumen VI, en el momento de su retirada de la dirección de Subaltern studies, Guha estudiaba la «Dominación sin hegemonía y su historiografía».^6 Seguía de nuevo la construcción de una historiografía colonial británica que se apro- pió el pasado de la India, corriendo el riesgo de que esta construcción se la apropiase más tarde un proyecto nacionalista nativo. Dos bur- guesías, la colonial británica y la 'independentista' india, usarían los mismos modelos para fines distintos. Las dos compartirían la falacia de la neutralidad científica, cuando está claro que «no es posible es- cribir o hablar sobre el pasado sin usar conceptos o presuposiciones derivadas de la propia existencia y comprensión del presente». La historiografía liberal no sólo comparte sino que propaga las ideas fundamentales con que la burguesía representa y explica el mundo. «La función de esta complicidad es, dicho brevemente, hacer que la historiografía liberal hable desde dentro mismo de la conciencia burguesa», lo cual incapacita a quienes la practican para criticarla. Ningún discurso puede plantear una crítica a una cultura dominante mientras sus parámetros sean los mismos que los de esa cultura. En el caso de la India la historiografía colonial, al transportar a un me- dio distinto los análisis válidos para la Gran Bretaña de la revolución industrial, se equivocó y confundió lo que sólo era dominación con hegemonía. Porque el papel del capital no era todavía dominante en la India y las relaciones de poder se basaban aquí en el complejo do- minación-subordinación. La burguesía que había conseguido esta- blecer su dominio hegemónico en Europa, fracasó en Asia, donde tuvo que confiar más en la fuerza que en el consenso. Para disimular este fracaso recurrió una vez más a la trampa de la universalización, con la historiografía colonial contribuyendo, más que ninguna otra disciplina, a fabricar una hegemonía espuria. Pero tal vez sea en un trabajo más breve y más maduro «Las vo- ces de la historia»,^7 con el que hemos querido iniciar esta compila- ción, donde la potencia generalizadora de las ideas de Guha resulta más evidente.
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Su análisis deja ahora de tomar la relación colonial como punto de partida para plantearse el problema más general de una ideolo- gía «para la cual la vida del estado es central para la historia». Una ideología que Guha denomina 'estatismo' y que es la que asume la función de escoger por nosotros, y para nosotros, determinados acontecimientos como 'históricos', como dignos de ocupar un lugar central en el trabajo de investigación de los historiadores. Un 'estatismo' que en la mayoría de los casos implica aceptación y defensa del orden establecido: que convierte el curso entero de la historia en una genealogía del sistema político y social, los valores y la cultura del entorno del propio historiador. Pero que también apa- rece entre quienes se oponen al sistema y pugnan por reemplazarlo por otro en su opinión mejor y más justo, aunque en este caso el ob- jetivo a legitimar no sea un estado real y existente, sino un sueño de poder, el proyecto de un estado a establecer que, una vez superada la contradicción dominante, transformará la visión de poder en su sustancia. Aceptar esta elección que otros hacen por nosotros implica quedarnos sin opción de establecer nuestra propia relación con el pasado. La voz dominante del estatismo ahoga el sonido de una miríada de protagonistas que hablan en voz baja y nos incapacita para escuchar estas voces que tienen otras historias que explicar- nos, que por su complejidad resultan incompatibles con los modos simplificadores del discurso 'estatista'. Guha lo ilustra con la his- toria de la revuelta de Telangana, dirigida por el partido comunis- ta entre 1946 y 1951. Su principal dirigente escribió años después una historia de estas luchas en que el objetivo central resultaba ser el poder anticipado de su propio proyecto de estado. «Pero ¿era esto, esta historia estatista dominante, todo lo que había en el mo- vimiento?». Algunas de las mujeres que participaron en la revuel- ta hablan hoy de cómo sus esperanzas de liberación, fundamenta- das en las promesas de los dirigentes, se vieron frustradas. Para éstos, que pertenecían en su totalidad al sexo masculino, se trataba de promesas de reforma que quedaban para más adelante, cuando «la contradicción principal» hubiese sido superada con la toma del poder. La historia oficial de la insurrección no toma en cuenta este problema, porque lo que la ocupa es una perspectiva estatista. Y con toda la simpatía que muestra por el valor y el esfuerzo de las
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ción directa, para repensar las bases mismas de nuestro trabajo, con el fin de contribuir a elaborar un día esta historia que no habrá de ser una mera genealogía del poder, real o soñado, sino que se esfor- zará en hacernos escuchar polifónicamente todas las voces de la his- toria.
JOSEP FONTANA Barcelona, febrero de 2002
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Hay expresiones en muchos idiomas, no sólo en los de la India, que hablan de acontecimientos y hechos históricos. Estas expresio- nes se consideran de sentido común y se da por supuesto que los miembros de las respectivas comunidades lingüísticas las com- prenden. Sin embargo la corteza del sentido común comienza a resquebrajarse en cuanto se pregunta qué significa el adjetivo «his- tórico» en estas expresiones. Su función es, evidentemente, la de consignar determinados acontecimientos y determinados hechos a la historia. Pero, en primer lugar, ¿quién los elige para integrarlos en la historia? Porque está claro que se hace una cierta discrimi- nación —un cierto uso de valores no especificados y de criterios implícitos— para decidir por qué un acontecimiento o un acto de- terminados deben considerarse históricos y no otros. ¿Quién lo decide, y de acuerdo con qué valores y criterios? Si se insiste lo su- ficiente en estas preguntas resulta obvio que en la mayoría de los casos la autoridad que hace la designación no es otra que una ide- ología para la cual la vida del estado es central para la historia. Es esta ideología, a la que llamaré «estatismo», la que autoriza que los valores dominantes del estado determinen el criterio de lo que es histórico. Por esta razón puede decirse que, en general, el sentido común de la historia se guía por una especie de estatismo que le define y evalúa el pasado. Ésta es una tradición que arranca de los orígenes del pensamiento histórico moderno en el Renacimiento italiano. Para los grupos dirigentes de las ciudades-estado del siglo xv, el es-
I. Texto de una conferencia pronunciada en Hyderbad el 11 de enero el 1993.
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gurar una base estable al estatismo dentro de las disciplinas acadé- micas y de promover hegemonía. Fue, pues, como un conocimiento muy institucionalizado y es- tatista que los británicos introdujeron la historia en la India del si- glo XIX.Sin embargo, en un contexto colonial, ni la institucionali- zación ni el estatismo podían representar lo mismo que en la Gran Bretaña metropolitana. Las relaciones de dominio y subordinación creaban diferencias sustanciales en ambos aspectos. La educación, el instrumento principal utilizado por el Raj^3 para «normalizar» el estudio de la historia en la India, se limitaba a una pequeña mino- ría de la población, y en consecuencia, el público lector era de es- casa entidad, igual que la producción de libros y revistas. La insti- tucionalización fue, por tanto, de poca ayuda para los gobernantes en su intento por conseguir la hegemonía. Significó, por el contra- rio, una simple medida para limitar este conocimiento a los miem- bros de la élite colonizada, que fueron los primeros en beneficiar- se de la educación occidental en nuestro subcontinente. El estatismo en la historiografía india fue una herencia de esta educación. La intelectualidad, sus proveedores dentro del campo académico y más allá de él, había sido educada en una visión de la historia del mundo, y especialmente de la Europa moderna, como una historia de sistemas de estados. En su propio trabajo dentro de las profesiones liberales encontraron fácil acomodarse a la inter- pretación oficial de la historia india contemporánea como, simple- mente, la de un estado colonial. Pero había una falacia en esta in- terpretación. El consenso que facultó a la burguesía para hablar en nombre de todos los ciudadanos en los estados hegemónicos de Europa era el pretexto usado por estos últimos para asimilarse a las respectivas sociedades civiles. Pero tal asimilación no era facti- ble en las condiciones coloniales en que un poder extranjero go- bierna un estado sin ciudadanos, donde es el derecho de conquista más que el consenso de los súbditos lo que representa su constitu- ción, y donde, por lo tanto, el dominio nunca podrá ganar la hege- monía tan codiciada. En consecuencia no tenía sentido alguno equiparar el estado colonial con la India tal y como estaba consti-
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tuida por su propia sociedad civil. La historia de esta última so brepasaría siempre a la del Raj, y por consiguiente, a una historio grafía india de la India le sería de escasa utilidad el estatismo. La falta de adecuación del estatismo para una historiografía propiamente india deriva de su tendencia a impedir cualquier in terlocución entre nosotros y nuestro pasado. Nos habla con la voz de mando del estado que, con la pretensión de escoger para no sotros lo que debe ser histórico, no nos deja elegir nuestra propia relación con el pasado. Pero las narraciones que constituyen el discurso de la historia dependen precisamente de tal elección. Es coger significa, en este contexto, investigar y relacionarnos con el pasado escuchando la miríada de voces de la sociedad civil y con versando con ellas. Estas son voces bajas que quedan sumergidas por el ruido de los mandatos estatistas. Por esta razón no las oí mos. Y es también por esta razón que debemos realizar un es fuerzo adicional, desarrollar las habilidades necesarias y, sobre todo, cultivar la disposición para oír estas voces e interactuar con ellas. Porque tienen muchas historias que contarnos —historias que por su complejidad tienen poco que ver con el discurso esta tista y que son por completo opuestas a sus modos abstractos y simplificadores.
Permítaseme considerar cuatro de estas historias.^4 Nuestra fuen te es una serie de peticiones dirigidas a las comunidades locales de sacerdotes brahmanes en algunos pueblos del oeste de Bengala pi diendo la absolución del pecado de tribulación. El pecado, que se suponía demostrado por la propia enfermedad, exigía en cada caso unos rituales de purificación que sólo los brahmanes podían pres cribir y realizar. La ofensa, tanto espiritual como patológica, se identificaba por el nombre o por el síntoma, o por una combinación de ambos. Había dos casos de lepra, uno de asma y otro de tubercu losis —todos ellos diagnosticados según parece sin la ayuda y con sejo de un especialista, que en aquellos momentos, en la primera mi tad del siglo XIX,no debía estar fácilmente al alcance de los pobres rurales. Los afligidos eran todos agricultores de casta, en la medida en
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rante las décadas finales del sigloXIX. Era un registro en que la de- claración de buenas acciones servía a la vez como un anuncio de intenciones hegemónicas. Su objetivo, entre otros propósitos, era el de hacer el gobierno extranjero tolerable para la población sometida, y la ciencia tenía un papel a desempeñar en esta estrate- gia. La ciencia —la ciencia de la guerra y la ciencia de la explora- ción— había ganado para Europa sus primeros imperios de ultra- mar durante la era mercantil. Ahora, en el sigloXIX,sería otra vez la ciencia la que estableciese un imperio de segundo orden al suje- tar los cuerpos de los colonizados a las disciplinas de la medicina y de la higiene. Las voces bajas de los enfermos en la India rural hablan de un cierto grado de resistencia al proyecto imperial. Demuestran cuán difícil resultaba aún para la medicina confiar en la objetivación del cuerpo, tan esencial para su éxito en la diagnosis y en la curación. Aunque ya se había institucionalizado durante este período me- diante el establecimiento de un colegio de médicos y de un cierto número de hospitales en Calcuta, la mirada clínica no había pe- netrado todavía en los distritos vecinos. La sintomatología conti- nuaría durante algún tiempo conformando la patología y ninguna interpretación laica de la enfermedad, aunque fuese necesaria, bastaría, a menos que estuviese respaldada por una explicación trascendental.
Es en este contexto en el que la ciencia tropezó con la tradición en una controversia cultural. El resultado fue que quedó sin resol- ver mientras los pacientes recurrían a la ayuda de los preceptos de la fe, más que a los de la razón, con la convicción que el cuerpo era, simplemente, un registro en el que los dioses inscribían sus vere- dictos contra los pecadores. Lo que los peticionarios buscaban, por tanto, eran las prescripciones morales para su absolución más que las médicas para su curación, y la autoridad a la que recurrían no eran los médicos sino los clérigos. Lo que les persuadía a hacerlo no era tanto su opinión individual como el consejo de sus respecti- vas comunidades. Las peticiones estaban avaladas por firmantes procedentes del mismo pueblo o de pueblos vecinos, y en tres de cada cuatro casos por los que pertenecían a la misma casta. De he- cho, los peticionarios no eran necesariamente los enfermos mis- mos, sino que en un caso se trataba de un pariente y en otro de un
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cierto número de vecinos del mismo pueblo.^5 La absolución era para ellos tan importante como la curación. De aquí su sentido de urgencia acerca de la expiación ritual (prayaschitta). Ésta era do- blemente eficaz. Su función no era sólo la de absolver a un peca- dor del efecto contaminante de su pecado, sino también a otros que habían incurrido en impureza por asociación (samsarga). Como algunos tipos de enfermedades, tales como la lepra, se con- sideraban extremadamente contaminantes, la necesidad de purifi- cación ritual era una preocupación comunitaria. Esta preocupación tiene mucho que decirnos sobre la historia del poder. En un primer nivel, sirve de evidencia de las limitacio- nes del colonialismo —es decir, de la resistencia que su ciencia, su medicina, sus instituciones civilizadoras y su política administrati- va, en resumen, su razón, encontraron en la India rural, incluso tan tarde como en la década de 1850. Éste es un nivel accesible al dis- curso estatista, que se siente feliz cuando a su tendencia globaliza- dora y unificadora se le permite tratar la cuestión del poder a gran- des rasgos. Es un nivel de abstracción en que las diversas historias que nos explican estas peticiones son asimiladas a la historia del Raj. El efecto de esta asimilación es el de simplificar en exceso las contradicciones del poder al reducirlas a una singularidad arbitra- ria —la llamada contradicción principal, la que existe entre coloni- zador y colonizado.
Pero ¿qué sucede con la contradicción entre los sacerdotes y los campesinos en la sociedad rural, con la contradicción entre los dispensadores de prohibiciones para quienes es inapropiado tocar un arado y sus víctimas, para quienes trabajar los arrozales se con- sidera adecuado, con la contradicción entre una asociación de cas- ta encabezada a menudo por su élite y aquellos enfermos de entre sus miembros que son sometidos a la autoridad sacerdotal como gesto de subordinación complaciente al brahmanismo y a los te- rratenientes? Cuando Abhoy Mandal de Momrejpur, que se consi- deraba contaminado por los ataques de asma que sufría su suegra, se somete a expiar ante el consejo local de sacerdotes y dice: «Me
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transformaría la visión de poder en su sustancia. Entre las dos, es la segunda la que resulta considerablemente más compleja en su articulación del estatismo y me concentraré en ella en el resto de mi intervención, aunque no sea más que porque el reto intelectual para el crítico es mucho más complejo, y por ello más difícil, que el del discurso nacionalista. Es bien sabido que, para muchos académicos y activistas preo- cupados por el problema del cambio social en el subcontinente, la experiencia histórica de la insurgencia campesina ha sido el ejem- plo paradigmático de una anticipación del poder. Este hecho apa- rece ampliamente documentado en la monumental historia de la insurrección de Telangana de P. Sundarayya.^9 Éste fue un levanta- miento de las masas de campesinos y de trabajadores agrícolas en la región del sudeste de la península india, llamada Telangana, que forma parte actualmente de Andhra Pradesh. La insurrección, en- cabezada por el partido comunista, tomó la forma de una lucha ar- mada dirigida primero contra el estado principesco del Nizam de Hyderabad, y después contra el gobierno de la India, cuando éste anexionó el reino a la nueva república. La rebelión se desarrolló de 1946 a 1951 y logró algunas victorias importantes para los po- bres rurales antes de ser liquidada por el ejército indio. P. Sunda- rayya, el jefe principal de la insurrección, publicó veinte años más tarde una descripción autorizada del acontecimiento en su libro Telangana People 's Struggle and its Lessons. El elemento unificador en la descripción de Sundarayya es el poder —una visión del poder en que la lucha por la tierra y por unos sueldos equitativos aparece significativamente determinada por ciertas funciones administrativas, judiciales y militares. Éstas eran, hablando con propiedad, funciones cuasi-estatales, pero esta- ban reducidas en este caso al nivel de la autoridad local como con- secuencia del carácter y del alcance de la lucha. Pero ésta, con to- das sus limitaciones, se dirigía a una confrontación por el poder del estado, tal como lo reconocían sus adversarios —el estado terrate- niente del Nizam y el estado burgués de la India independiente. Los órganos de su autoridad y la naturaleza de los programas pre-
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vistos para las áreas bajo su control dan también testimonio de esta orientación. El poder así anticipado había de ganarse en la forma de un estado embrionario por la solución de esa «contradicción principal» que, aparentemente, no era la misma bajo el régimen del Nizam que bajo el de Nehru. Sea como fuere —y los teóricos del Partido se enzarzaron en interminables disputas sobre el tema— su solución de modo favorable al pueblo sólo podía alcanzarse, se- gún ellos, por medio de la resistencia armada. De ello resultaba, en consecuencia, que los valores más apreciados en esta lucha —va- lores tales como heroísmo, sacrificio, martirio, etc.— fuesen los que informaban esta resistencia. En una historia escrita para defender el carácter ejemplar de esta lucha uno esperaría que fuesen estos valores, y los hechos y sentimientos correspondientes, los que do- minasen. Estos tres aspectos del movimiento de Telangana —una antici- pación de poder estatal, las estrategias y programas diseñados para su consecución, y los valores correspondientes— se integran neta- mente en la narrativa de Sundarayya. Resulta significativo, sin em- bargo, que la condición para esta coherencia sea una singularidad de objetivos que se ha dado por supuesta en la narración de la lu- cha y que le proporciona unidad y enfoque discursivo. ¿Qué les su- cedería a la coherencia y al enfoque si se cuestionase esta singula- ridad y se preguntase si fue esta única lucha todo lo que le dio al movimiento de Telangana su contenido?
Esta perturbadora cuestión ha sido, en efecto, formulada. Lo ha sido por algunas de las mujeres que participaron activamente en el alzamiento. Escuchadas en una serie de entrevistas, éstas se han registrado como material para una lectura feminista de esta histo- ria por otras mujeres de una generación más joven. Dos de ellas, Vasantha Kannabiran y K. Lalita, han ilustrado para nosotros algunas de las implicaciones de esta cuestión en su ensayo «That Magic Time».^10 La cuestión, nos dicen, tiene algo común en todas las variantes que aparecen en las entrevistas: se trata de «una sen- sación contenida de acoso» y «una nota de dolor» que las voces de