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Principios generales del Código Civil y Comercial de Argentina - Prof. Mesa, Apuntes de Derecho Cambiario

El documento analiza la asistematicidad y la falta de arraigo del nuevo código civil y comercial de argentina, destacando la importancia de que los operadores jurídicos, especialmente los jueces, apliquen de manera adecuada los principios generales del derecho que inspiran dicho código. Se explican en detalle los principales principios, como el de buena fe, autodeterminación, autorresponsabilidad, centralidad de la persona humana, certeza del derecho y tutela del derecho. Se advierte sobre los peligros de una aplicación ideologizada de las normas y se resalta la necesidad de una interpretación coherente y armónica de los principios. Un análisis profundo y crítico sobre los desafíos que enfrenta la implementación del nuevo código en el sistema jurídico argentino.

Tipo: Apuntes

2022/2023

Subido el 21/07/2024

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Los principios del derecho privado patrimonial en el Código Civil y Comercial
Por Marcelo J. López Mesa[1]
https://ar.ijeditores.com/articulos.php?
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I) El Código Civil y Comercial y su real configuración[arriba]
El Código instaurado por la Ley N° 26994 puede juzgarse –a estas alturas y acallada la
algarabía inicial, hija del entusiasmo desmedido y de la falta de reflexión serena–,
como un intento del legislador de dictar un código novedoso de derecho privado, a la
altura de las necesidades, tendencias y cambios que exhibía la sociedad argentina.
Desafortunadamente es innegable, ocho años después, que el objetivo no se logró y
que el malhadado Código flota desde el día de su vigencia en una suerte de limbo.
La asistematicidad es una característica comprobable y acendrada del Código Civil y
Comercial: se dispersan normas atinentes a una misma figura por diversos segmentos
y hasta diferentes libros del ordenamiento, haciendo muchas veces difícil encontrar –
dada su ubicación peculiar, por decir lo menos– algunas normas trascendentes[2]; se
suman a ella una serie de regulaciones insuficientes, en numerosos temas y, en el
otro extremo, una cantidad de vacíos normativos, que deben ser llenados por el juez,
a mérito de lo dispuesto por el art. 3 CCC.
Para peor, se reemplazó el valioso bagaje de los dogmas velezanos y la doctrina y
jurisprudencia largamente centenaria edificada sobre ellos, no por un ordenamiento
mejor, sino casi por la nada misma. Porque un texto precario vigente, sin una
exégesis solvente y sin libros y artículos sólidos construidos en su derredor, implica
haber reemplazado ideas y prácticas jurídicas de casi un siglo y medio por un vacío
indescriptible. Ya próximo a cumplir ocho años de vigencia el código, son las
descriptas realidades indisimulables.
Y después las mentes sencillas se preguntan por las causas de las desgracias
forenses argentinas del presente. Una de ellas es la falta de arraigo del
nuevo código, que se corporiza en el desconocimiento de las normas y
principios del mismo en la mente de los operadores jurídicos y en la aplicación
de normas sueltas o, peor aún, de fragmentos de ellas, lo que implica una aplicación
cuestionable del derecho al caso, es decir, todo lo contrario a lo que un buen operador
jurídico debe lograr, que es hallar la “norma total” aplicable al asunto que tiene que
encauzar jurídicamente, esto es, la cadena o concatenación normativa que reúne a
las diversas normas individuales en juego en el caso, para plasmar la voluntad
completa del legislador para asuntos como ese[3].
Otro síntoma de desarraigo es que muchos, la mayoría de quienes se valen del
código, siguen pensando los casos que se les presentan con los paradigmas y
normativa del Código de Vélez, porque es lo que conocen y luego, simplemente, les
cambian el número del artículo, para acomodar supuestamente esos criterios al
Código vigente. El problema es que tal proceder es profundamente erróneo y arroja
resultados despreciables, dada la falta de equivalencia de ambos ordenamientos.
Y otro gran problema que presenta el CCC es la recepción en él de ideologías
subterráneas, solapadas, como el profundo sentido anticapitalista y
socializante, que campa en algunas normas, arquetípicamente el art. 1757
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Los principios del derecho privado patrimonial en el Código Civil y Comercial Por Marcelo J. López Mesa [1] https://ar.ijeditores.com/articulos.php? Hash=d7eadeaa3a3e474bd234acb15cce4a84&hash_t=fa251219f0c3431dc1da9b 04c8b8f I) El Código Civil y Comercial y su real configuración [arriba] El Código instaurado por la Ley N° 26994 puede juzgarse – a estas alturas y acallada la algarabía inicial, hija del entusiasmo desmedido y de la falta de reflexión serena –, como un intento del legislador de dictar un código novedoso de derecho privado, a la altura de las necesidades, tendencias y cambios que exhibía la sociedad argentina. Desafortunadamente es innegable, ocho años después, que el objetivo no se logró y que el malhadado Código flota desde el día de su vigencia en una suerte de limbo. La asistematicidad es una característica comprobable y acendrada del Código Civil y Comercial: se dispersan normas atinentes a una misma figura por diversos segmentos y hasta diferentes libros del ordenamiento, haciendo muchas veces difícil encontrar – dada su ubicación peculiar, por decir lo menos – algunas normas trascendentes[2]; se suman a ella una serie de regulaciones insuficientes, en numerosos temas y, en el otro extremo, una cantidad de vacíos normativos, que deben ser llenados por el juez, a mérito de lo dispuesto por el art. 3 CCC. Para peor, se reemplazó el valioso bagaje de los dogmas velezanos y la doctrina y jurisprudencia largamente centenaria edificada sobre ellos, no por un ordenamiento mejor, sino casi por la nada misma. Porque un texto precario vigente, sin una exégesis solvente y sin libros y artículos sólidos construidos en su derredor, implica haber reemplazado ideas y prácticas jurídicas de casi un siglo y medio por un vacío indescriptible. Ya próximo a cumplir ocho años de vigencia el código, son las descriptas realidades indisimulables. Y después las mentes sencillas se preguntan por las causas de las desgracias forenses argentinas del presente. Una de ellas es la falta de arraigo del nuevo códig o, que se corporiza en el desconocimiento de las normas y principios del mismo en la mente de los operadores jurídicos y en la aplicación de normas sueltas o, peor aún, de fragmentos de ellas, lo que implica una aplicación cuestionable del derecho al caso, es decir, todo lo contrario a lo que un buen operador jurídico debe lograr, que es hallar la “norma total” aplicable al asunto que tiene que encauzar jurídicamente, esto es, la cadena o concatenación normativa que reúne a las diversas normas individuales en juego en el caso, para plasmar la voluntad completa del legislador para asuntos como ese[3]. Otro síntoma de desarraigo es que muchos, la mayoría de quienes se valen del código, siguen pensando los casos que se les presentan con los paradigmas y normativa del Código de Vélez, porque es lo que conocen y luego, simplemente, les cambian el número del artículo, para acomodar – supuestamente – esos criterios al Código vigente. El problema es que tal proceder es profundamente erróneo y arroja resultados despreciables, dada la falta de equivalencia de ambos ordenamientos. Y otro gran problema que presenta el CCC es la recepción en él de ideologías subterráneas , solapadas, como el profundo sentido anticapitalista y socializante, que campa en algunas normas, arquetípicamente el art. 1757

CCC verdadero eje del sistema de responsabilidad civil, cuya objetivización rampante de la responsabilidad es incompatible con los riesgos que exige tomar el desarrollo de una economía capitalista y desalienta las inversiones y el crecimiento del empleo. Cabe extraer una enseñanza de la realidad de los últimos cincuenta años: desde 1968 –a mérito de los excesos interpretativos del art. 1113 CC– al presente la economía argentina ha descendido por una pendiente inclinada, que se pronunció más aún desde 2015 a la fecha, dado el tenor y esfera de aplicación del art. 1757 CCC. ¿Nadie se puso a pensar que un país con problemas de trabajo, con multitud de desocupados y trabajadores informales que se cuentan por millones no puede tener como eje de su sistema de responsabilidad a un elemento que espanta a los empresarios y les hace asumir el menor riesgo posible, como es este factor tan peculiar creado en Argentina, al igual que el dulce de leche y la birome?¿Alguien sensatamente cree que va a fomentar la creación de empleos el texto actual del art. 1757 CCC y el riesgo creado como paradigma? Peor aún, hay conceptos tan evanescentes y normas tan líquidas en el CCC, que se prestan a su desnaturalización ideologizada. Conceptos sin real carnadura y que son auténticas “cajas de sastre”, porque admiten cualquier contenido, como el de personas vulnerables, perspectiva de género, y similares, confrontan a las normas vigentes y producen su desplazamiento, por parte de jueces sensibleros y sin profundidad técnica. Resulta que, ahora, según algún fallo reciente, hasta el valor del dólar estadounidense admite una perspectiva de género. Y ¿qué decir de los “vulnerables”? Hasta el sistema de privilegios del Código vigente ha sido modificado jurisprudencialmente para anteponer a los privilegios legales, uno jurisprudencial, el del crédito de una “vulnerable”[4], categoría que puede significar mucho o muy poco, según el criterio que se tenga. Es muy peligroso que se realice una aplicación ideologizada, que para peor no sea reconocida como tal, de las normas jurídicas y de sus conceptos; este tipo de procederes muestra la agudeza de dos frases señeras del maestro Karl Llewellyn: 1) “el legislador de los países de derecho continental da la impresión de ser un miope armado con un arma peligrosa”; y 2) los jueces con frecuencia ejercitan al fallar labores de ventriloquía, utilizando la Ley N° como el muñeco de un ventrílocuo, para lograr el predominio de su propia voluntad[5]. II) El juez y el pensamiento sobre la base de principios jurídicos [arriba] Todo lo expuesto hace que pensar las cuestiones a resolver sobre la base de principios sea una de las posibles soluciones, una de las mejores incluso, para evitar los callejones sin salida y los abismos en que puede caer el juez, cuando le faltan las normas directamente aplicables al caso, lo que vuelve endemoniada la resolución del asunto. La aceleración de los cambios de las tendencias, criterios y necesidades sociales vuelven rápidamente obsoleto lo que se pensó inconmovible, lo que también muestra como conveniente recurrir a los principios, al menos como guía para una solución certera[6]. Ergo, las soluciones para los problemas que nacen en esta realidad de nuestros días y de los que vendrán, están en manos de los operadores jurídicos, antes que de los legisladores. Los legisladores emiten normas abstractas y se encuentran muy alejados

sea un juez o un notario formado o un jurista en el cabal sentido de la palabra, pues no se trata de fórmulas fáciles de comprender y aplicar. Acudir a los principios cumple una doble función: por un lado, es un instrumento para el cumplimiento del “poder–deber del juez de decidir el caso que conoce no obstante el ‘defecto o deficiencia de la ley’; la señalación de los criterios que en tal caso el juez debe seguir en su decisión, y que por lo tanto constituyen una guía que debe observar en el ejercicio de ese poder–deber, respecto a la posibilidad de ejercitarlo recurriendo a otros métodos”[9]. Y, por el otro, echar mano a los principios del derecho implica una continuidad, que evita una ruptura: el derecho no puede permitirse resolver cuestiones novedosas con ideas perimidas o inadecuadas. Los principios son como un fuelle, que permite insuflar a los laberintos y pliegues del derecho nuevos aires, pudiendo un intérprete inteligente –como el que propiciaba Radbruch para hacer a la ley, más inteligente que al legislador –, extraer de ellos importantes consecuencias y matizaciones. III) Los principios [arriba] Hemos ya precisado que en el texto del art. 2 CCC caben tanto los principios generales del derecho, como otros –no tan conocidos como ellos– que son los principios rectores específicos de un ordenamiento particular. La palabra “principio” deriva etimológicamente del término latino principium , compuesto por la raíz pris– que significa “lo antiguo” y “lo valioso” y de la raíz cap– que aparece en el verbo capere –tomar– y en el sustantivo caput –cabeza– [10]. En consecuencia, el término principio posee etimológicamente un sentido histórico (“lo antiguo”) y un sentido axiológico (“lo valioso”). Los principios generales del derecho son verdades jurídicas notorias, indubitables, de carácter general, elaboradas o seleccionadas por la ciencia del Derecho y de aplicación a aquellos casos no reglados por una norma expresa, aplicable al supuesto[ 11]. En el derecho actual tiene gran importancia la utilización de los principios, los que permiten refrescar las viejas normas con nuevos significados que reflejen las también nuevas necesidades sociales, para así darles satisfacción. Un principio jurídico es un postulado o directriz que, dada su formulación general, debe admitirse como un mandato o pauta que orienta a un ordenamiento jurídico, que informa la totalidad de éste y al que remiten o responden múltiples y diferentes normas del mismo. No puede negarse el valor de la doctrina y de los operadores jurídicos para desentrañar los principios, pero debe tenerse especial cuidado en no utilizarlos como un comodín, para desplazar normas que no son del agrado del intérprete. Los principios solo entran en juego cuando no hay una norma para el caso o la hay, pero es oscura. Los principios son siempre enunciados generales, de formulación abierta y alcance indeterminado, que funcionan a la manera de super–conceptos jurídicos indeterminados. Si nuestros ordenamientos están plagados de conceptos

jurídicos indeterminados, que el juez debe precisar en su alcance al aplicarlos, estos principios generales configuran el máximo grado de abstracción posible del ordenamiento, lo que los hace por un lado muy útiles en manos hábiles y, por el otro, muy peligrosos, al alcance de personas de formación deficiente, o faltos de mesura y tino. Se trata de fórmulas polisémicas, que estuvieron ausentes del Código Civil (excepto la vaga referencia del art. 16 CC y algunas menciones aisladas y de rondón), hasta que con la reforma de 1968 adquirieron una mayor importancia. Estos principios son tanto las líneas directrices de una legislación escrita como las exigencias de un eventual derecho natural, espiritualista y laico [12]. Bien se ha apuntado que “un principio general del derecho es un componente operatorio del espíritu jurídico mismo, y tiende a pesar sobre la puesta en ejecución del derecho, cualquiera que sea el tipo de especie sometida al juez, y a veces hasta la materia de la que depende”[13]. “Los principios son verdades fundantes de un sistema de conocimiento, admitidas como tales por ser evidentes, por haber sido comprobadas, y también por motivos de orden práctico de carácter operacional, o sea, como presupuestos exigidos por las necesidades de investigación y de praxis”[14]. Un principio general es mucho más que un concepto jurídico indeterminado; él posee una gran indeterminación, pero constituye el fundamento mismo del sistema jurídico, a partir del cual se despliega todo el aparato de normas. El conseiller de la Corte de Casación francesa, Jean Pierre Gridel ha expresado su fascinación por estas “figuras grandiosas, pero complejas e inagotables[15], aunque a veces difíciles de determinar en sus alcances y hasta un tanto inasibles. Los principios generales son enunciados normativos muy generales que al integrarse al ordenamiento jurídico le sirven de fundamento a otros enunciados normativos particulares y permiten el desarrollo de novedosas interpretaciones para tales contenidos particulares. Estos principios favorecen una labor vivificante de las normas jurídicas, al permitir al intérprete insuflar a los viejos códigos el aire fresco de la vida. ¿Qué duda cabe acerca de la importancia del principio general de la buena fe, para plasmar en los casos concretos concreciones de él, que solo la especificidad del caso puede tornar evidentes? Estos principios son utilizados por jueces, doctrinarios, notarios y juristas –con diversos grados de acierto– para colmar las lagunas legales, superar estrecheces o imprevisiones del legislador, para adaptar las viejas normas a las nuevas realidades y para dar a ciertas normas jurídicas un alcance definido y objetivo, cuando su hermenéutica aislada resultaría dudosa o cuestionable. Pero, debe advertirse, que nunca debe degenerarse su aplicación, para servir a fines reprobables, como el corrimiento de una norma directamente operativa en el caso, pero que no es del gusto del intérprete. Los principios no son meras excusas para hallar lagunas legales, donde ellas no existen. En palabras del maestro García de Enterría,

Bien se ha puntualizado que la aplicación de estos principios“no es automática sino que exige el razonamiento judicial y la integración del razonamiento en una teoría, de manera que es el juez ante un caso difícil quien debe balancear los principios y decidirse por el que tiene más peso, razón por la cual cuando existen contradicciones o lagunas, el juez no tiene discreción porque está determinado por los principios. Pero… es posible identificar el rol constante de los principios generales del derecho, como reductores de complejidad en el sistema jurídico civil…”[23]. IV) Los principios rectores del Derecho privado patrimonial argentino [arriba] Además de los principios generales antes vistos, existen otros principios consagrados como tales por ordenamientos particulares y aplicables a ellos en principio y sólo por analogía a otros ordenamientos. Estos principios parcializados o de alcance acotado son, por caso y entre muchos otros, el principio de imposición de costas al vencido en materia procesal, el principio protectorio y el de primacía de la realidad, en Derecho Laboral, etc. Se los ha concebido como “mandamientos nucleares del sistema jurídico, que irradian sus efectos sobre diferentes normas y sirven de balizamiento para la interpretación e integración de todo el sector del ordenamiento en que se irradian”[24]. Estos principios no pueden ser pasados por alto al razonar jurídicamente en la rama que se esté aplicando, puesto que constituyen señales indicadoras del camino a seguir al interpretar un artículo dudoso o inducir una determinada regla, como sucede con el enriquecimiento sin causa. Pero si se pretendiese aplicar un principio de un ordenamiento a otro distinto, primero deberá analizarse la compatibilidad de las normas y principios de ambos y luego heteroaplicar el principio por analogía, esto es, con las adaptaciones lógicas de una norma pensada para una realidad fáctica diversa. Cabe advertir, a estas alturas, que así como las normas jurídicas individuales no pueden ser analizadas o interpretadas en forma aislada o solitaria, sino que debe buscarse la interpretación coherente de ellas o, mejor aún, la llamada “norma total”, es decir, el ensamble o conjunto normativo que reúne a todas las normas aplicables que cierto ordenamiento destina a determinado supuesto de hecho, lo propio cabe hacer con los principios, siendo disolvente y perturbadora una aplicación de principios que no apunte a su armonización y los haga ver como enfrentados o en conflicto. Por ello, bien ha dicho Larenz que “la armonía de principios significa que, en el conjunto de una regulación, no sólo se complementan, sino que también se limitan recíprocamente. Hasta qué punto sea éste el caso, es, en primer lugar, una cuestión de su orden jurídico interno siempre que esa armonía pueda ser deducida de la regulación legal; luego lo es de la concreción por medio de regulaciones particulares o por medio de la jurisprudencia de los tribunales. Para esto se requieren valoraciones complementarias en cada grado de concreción, que han de llevar a cabo, en primer lugar, el legislador y, sólo después, el juez, en el marco de un margen de libre enjuiciamiento que, de acuerdo con ello, le queda”[25]. Con tales aclaraciones preliminares, resta ahora conceptualizar y, luego, enumerar los principios rectores específicos de nuestro derecho privado patrimonial,

para lo cual cuadra aquí hacer algunas precisiones que el derecho argentino no ha hecho, desafortunadamente. En primer lugar, si los principios generales del derecho son muchas veces abstractos y perennes, rigiendo sin vinculación con un ordenamiento concreto, en cambio, los principios rectores del derecho civil y comercial son necesariamente concretos, temporales y positivos, ya que están atados a un ordenamiento jurídico particular y vigente, no siendo predicable su propia existencia, si no han sido recogidos por ese ordenamiento jurídico particular. La concreción de los principios rectores propios de un ordenamiento particular, como el derecho privado argentino, hace que ellos deban estar receptados expresa o implícitamente en una norma positiva vigente, a la que deben su existencia y en la que descansa su imperio. Dentro del cuadro de esos principios, debemos analizar, en primer término, aquellos que son los principios esenciales del ordenamiento civil, los que rigen a todo lo largo y ancho del mismo. A su respecto, se ha dicho que “en el ámbito de la categoría del principio jurídico son llamados principios fundamentales (o expresos) aquellos objetivos y valores enunciados expresamente por la Carta Constitucional o por el ordenamiento civil, con el objetivo de encauzar la interpretación, la aplicación y el desarrollo del derecho positivo; en este ámbito, una posición preeminente es reconocida al principio supremo, condicionante de la validez y la vigencia de toda otra norma y de todo otro principio. Son llamados, pues, principios comunes (o inexpresados) la regla que deriva racionalmente de la Constitución hacia el interior del sistema jurídico y que es recabada por inducción del sistema de la norma ordinaria”[26]. Se agregó luego que “es útil precisar que tras la norma ordinaria existen principios y valores, los que tienen una estrecha conexión lógica y están unidos por un prieto nexo de congruencia, constitutivo de la validez del derecho: la regla presupone un principio y el principio, a su vez, reenvía a un valor. Así, por ejemplo, la regla que limita los actos de disposición del propio cuerpo presupone el principio de intangibilidad de la dignidad de la persona y este último reenvía a la persona humana como valor; también la regla que establece la autodeterminación en materia de tratamiento sanitario presupone el principio de inviolabilidad de la libertad personal, el cual reenvía a la libertad como valor; por último la regla que veda la eutanasia se vincula estrechamente con el principio de la indisponibilidad de la vida humana y este principio reenvía a la vida como valor... Por tanto puede afirmarse que no existe una regla que no se corresponda con un principio ni un principio que no reenvíe a un valor, lo que significa que los principios son el medio que conduce a los valores y a las reglas”[27]. Certeramente se ha puntualizado que “la importancia del estudio de estos principios no sólo radica en que constituyen el fundamento del Derecho Civil, sino en que, además, son elementos esenciales a considerar para determinar el verdadero sentido y alcance de las normas jurídicas que se pretendan aplicar a un caso concreto particular, es decir,

otras normas de similar ideología, implica otorgar a la autodeterminación un rol extensísimo, excesivo incluso. En el plano personal, autodeterminación es la capacidad que todos poseemos de orientar la propia acción a partir de la experiencia y reflexión propias; y su resultado es la ampliación del ámbito en el que se desenvuelve la libertad personal. Claramente, no podemos dominar todo lo que sucede a nuestro alrededor y hasta incluso, pero la autodeterminación consiste en el ejercicio de elegir una, de entre las opciones que legítimamente tiene el individuo a su alcance y disponibilidad. La autodeterminación personal lleva a que cada quien tenga el poder de tomar las decisiones y determinar el propósito de su vida de acuerdo con su voluntad. Ella implica no solo un sentido de la libertad propia, sino de la responsabilidad ante las decisiones que toman y que le ayudan a crecer como persona. La CIDH ha resuelto que el derecho a la autodeterminación está vinculado a la libertad y esta lo está al derecho humano al desarrollo; básicamente relacionado con el umbral de las condiciones básicas que tornen posible tener un proyecto de vida. Todo derecho a la libertad tiene que tener relación con el desarrollo humano y con el derecho a la integridad, sobre todo moral. Si no, sucede como en la causa Villagrán Morales c/ Guatemala, en que los chicos nacidos en las villas miseria están condenados a vivir en ese entorno de pandillas, drogas, etc., sin poder tener un proyecto de vida propio[30]. De lo visto puede apreciarse que este principio es, tal vez, el que más ha cambiado respecto del código velezano[31]. El legislador que dictó la Ley N° 26994 ha llevado la autodeterminación a extremos impensables antes, afectando incluso el concepto de orden público, que anida en el art. 12 CCC[32], que es radicalmente diverso del que regía cuando nos formamos, hace casi cuarenta años. Vista la cuestión a la luz del prisma velezano, el hombre es –más que nada– una voluntad. Según el enfoque, propio del siglo XIX, que Vélez plasmó en su obra y que todavía sigue vigente en buena medida, no existe “el hombre” en su código, sino el poseedor, el anticresista, el declarante, el contratante, el solvens , el accipiens, el usucapiente, etc. Lo que unifica a todas estas facetas del hombre es la voluntad; por ende, en el sistema velezano está más presente la voluntad humana que el hombre en sí mismo. La voluntad es, a tal punto, materia de protección que, salvo que se encuentre ella viciada o sea antijurídica, la misma es protegida, por lo que el principio de autodeterminación rige en importante medida en el Código Civil y Comercial. El Código Civil y Comercial ha modificado el primer aspecto, al destinar al hombre en tanto tal –y no sólo en función jurídica– una serie de reglas, que van desde los arts. 19 a 103, especialmente, que exceden la crematística y que acogen un sentido humanista no visible en el ordenamiento velezano; a la par, se ha acotado un tanto la autodeterminación casi absoluta que éste consagraba, al reforzar institutos como la lesión, el abuso del derecho, la teoría de la imprevisión, la inalterabilidad de la cláusula penal, dándole una mayor incidencia a los jueces y al introducir otros como el abuso de posición dominante, el enriquecimiento sin causa, etc., y al sancionar normas como los arts. 54, 55 y 56 CCC.

Vinculada con este principio se encuentra la presunción de la plena capacidad del individuo, que campa en diversas normas del nuevo Código Civil y Comercial (cfr. arts. 31, inc. a, y 38). En los últimos años el derecho argentino presenta en materia de autodeterminación una ideología dual: por un lado, en lo concerniente al derecho de familia y de la persona se ha ampliado la autodeterminación sustancialmente, al permitir o convalidar, una serie de medidas extremas, como negarse a un tratamiento médico, cambiar de sexo en los documentos sin cambiar de sexo natural, etc., y por aplicación de las cuales la sola voluntad de una persona puede terminar con su vida (cfr. Ley N° 26.742, sanc. el 9/5/12 y prom. de hecho el 24/5/12 y Ley N° 26.743, sancionada el 9/5/12, prom. el 23/5/2012 y publ. en el B.O. del 24/5/12)[33]. En otros planos, como el de la autodeterminación económica, el derecho de los particulares ha sido recortado sensiblemente, lo que constituye toda una paradoja, pues por lo común, o se concede una amplia autodeterminación o se recorta el derecho de disposición sobre el propio cuerpo y derechos personalísimos, pero no se afectan las libertades crematísticas. La seria –y obvia contradicción– de que una persona puede auto– percibirse aborigen, o mujer, siendo varón o de género fluido o cambiar de sexo sin cambiar su genitalidad, pero no puede comprar o vender dólares a otro particular y ni siquiera a un banco, más allá de los U$A 200 mensuales, acaso demuestre que la autodeterminación que se ha concedido en el Código es aparente y es el precio a pagar, por una severa intervención en la economía de los particulares, que solo sería admisible en una dictadura, pero que es seriamente cuestionable en un régimen que presume de ser democrático, pero que sorprendentemente adhiere en foros internacionales a los postulados de dictaduras siniestras del mundo. Cada quien sacará las conclusiones que estime corresponder; nosotros sólo ponemos de resalto la contraposición evidente de la autodeterminación en esos diversos planos. b) Principio de autorresponsabilidad : Según tal principio, cada persona debe permanecer apegada a las consecuencias de sus actos anteriores, así como a las consecuencias que derivan de las mismas. El principio de autorresponsabilidad anida en el art. 1729 CCC, el que edicta:“Hecho del damnificado. La responsabilidad puede ser excluida o limitada por la incidencia del hecho del damnificado en la producción del daño, excepto que la ley o el contrato dispongan que debe tratarse de su culpa, de su dolo, o de cualquier otra circunstancia especial ”. Esta norma contempla el problema de la incidencia de la conducta del propio damnificado en el daño que él sufriera. Siempre nos hemos resistido a llamar víctimas a aquellos que actúan con culpa, porque conceptualmente no lo son: quien actúa con culpa y sufre un daño, a lo sumo es víctima de su propia torpeza o falta de previsión. Parece que ahora el nuevo ordenamiento nos ha dado la razón, ya que el art. 1729 CCC no habla de víctimas sino de damnificados, cuando se refiere a aquellos cuyos hechos han tenido incidencia en la producción del daño que sufrieran. Una norma distinta, pero que cumplía una función similar en cuando a receptar el principio de autorresponsabilidad –el art. 1111 CC–, no fue todo lo utilizada que debiera por la magistratura argentina, en razón de la excesiva conmiseración que

En otro voto dijimos que elaboraciones como la doctrina del peatón distraído, del ciclista desaprensivo y varias otras, han sido creaciones libres de jueces excesivamente imaginativos que han ido mucho más allá de lo que la ley vigente permite, tesitura que no compartimos y que vulnera la manda del art. 19 de la Constitución nacional – Nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda – en perjuicio de los derechos de quien cumplía con la ley vigente[38]. Sentado ello, cabría hacer una reflexión sobre la incidencia de la culpa de la víctima cuando está en vigencia una obligación de seguridad, como la del transportista u otro obligado a garantizar la indemnidad de la víctima. El principio de autorresponsabilidad se encuentra, en estos casos, en tensión dinámica con la obligación de seguridad; ello, ya que interactúan dos responsabilidades en pugna: la responsabilidad de la víctima por su negligencia y la del garante por su falta de cumplimiento de tal garantía de indemnidad, la culpa de la víctima, si fuera constatada debidamente en la causa, no será un factor de exoneración total de responsabilidad del garante, sino uno de excusación parcial o limitada. Bien se ha dicho en el derecho francés que, en estos casos, “la culpa de la víctima no es para el guardián una causa de exoneración total, salvo que ella presente los caracteres de la fuerza mayor. En las otras situaciones, la culpa de la víctima no es más que una causa de exoneración parcial de responsabilidad”[39]. Es que la obligación de seguridad que pesa sobre el obligado de garantía es una obligación de resultado; “ella debe ser combinada con aquella que asume la víctima, que es la obligación de velar por su propia seguridad”[40]. No puede darse prioridad absoluta a ninguna de las dos, sino que dependiendo de las circunstancias del caso, será uno u otra el que asuma mayor importancia y constituya la causa principal, asumiendo un mayor aporte causal. A falta de pautas para fijar la contribución de cada uno, será el criterio de la paridad causal (50–50) el que prime. Este criterio de la paridad de contribución en obligaciones de sujeto plural está establecido en diversas normas del nuevo ordenamiento (arts. 841, 848 y 821 CCC), siendo el eje de esta paridad contributoria, el art. 841 in fine CCC. Como dijo una lúcida jurista española, “la causa aportada en exclusiva por la víctima es, para el agente dañoso, una fuerza mayor que no ha podido resistir ni superar para evitar la producción del daño, pues aquélla y la estricta fuerza mayor son, en rigor, modalidades de una misma razón liberadora, expresivas de una circunstancia cualitativamente idéntica: la existencia de una causa extraña a la esfera de actuación del agente considerado dañoso, que impide otorgar relevancia jurídica al nexo físico causal entre su actuación y el daño producido”[41]. Como resolviera el Tribunal Supremo de España, “la culpa exclusiva de la víctima absorbe la culpa del demandado y lo exonera de responsabilidad, excluyendo toda compensación de culpas”[42].

Para cortar el nexo causal, la culpa de la víctima debe ser inexcusable y grave. Si no fuera grave, absorberá parte de esa imputación causal, pero la otra parte corresponderá que se impute al dañador. Bien se ha dicho que “para ser inexcusable, la culpa debe ser el objeto de una apreciación moral particularmente exigente, debe ser tan imperdonable que su autor no sea digno de ser indemnizado[43]. Se ha puntualizado asimismo que la culpa inexcusable puede caracterizarse como aquella culpa de una gravedad excepcional, derivada de un acto o de una omisión voluntaria, que lleva implícita la conciencia del peligro que coloca a su autor ante la ausencia de toda causa justificativa[44]. Aplicando jurisprudencialmente el principio de autorresponsabilidad, se ha indicado que quien se ha visto perjudicado por un daño originado en su propia conducta carece de derecho a reparación en virtud del principio de autorresponsabilidad que le impone asumir las consecuencias de su obrar no diligente[45]. El principio de autorresponsabilidad implica que el damnificado debe asumir las consecuencias de su obrar negligente o imprudente[46]. Si el “hecho de la víctima” ha sido la causa del daño, ello configura una causa de exoneración para el presunto responsable, pues se trata de un caso fortuito[47]. El “hecho de la víctima”, al tratarse de un menor de menos de 2 años de edad, excluye el nexo de causalidad sólo si constituye caso fortuito[48]. Correctamente se ha dicho que el peatón debe preservarse de los peligros del tránsito, debe actuar con cuidado y prudencia, ser diligente y tener conciencia de su fragilidad, así como que no debe prevalerse de la prioridad, que en ciertos casos tiene, para no observar elementales normas de cuidado[49]. En otro voto nuestro hemos dicho que el peatón no puede cruzar la calle a su libre arbitrio, y carece de prioridad, cuando no tiene habilitado el paso por la señal lumínica. Lo contrario implicaría el definitivo trastorno del tránsito –de por sí ya bastante caótico en nuestras calles y rutas– dado que –de admitirse ello– las señales lumínicas pasarían a ser meramente orientadoras o indicativas y estarían expuestas a ser permanentemente puestas en entredicho, por peatones que de improviso quisiesen hacer gala de un derecho de paso preferente sobre la senda peatonal, lo que resulta inadmisible. La senda peatonal es territorio de cuidado del peatón, pero no es un lugar donde el mismo pueda conducirse a su libre arbitrio o hacer gala de cualquier capricho, al circular por ella impunemente o con absoluta desatención por los eventuales resultados dañosos que pudiera provocar su irrupción[50]. En otro caso se resolvió rechazar la demanda de daños y perjuicios interpuesta por un ciclista a raíz del accidente que sufrió cuando impactó contra un colectivo que pertenecía a la demandada, pues resulta evidente que fue la actitud imprudente de la víctima, al intentar el cruce de la intersección de las calles sin la prioridad de paso respectiva, la causa eficiente del siniestro, desplazando de tal modo la responsabilidad de la accionada[51]. Como se viera, este principio de autorresponsabilidad se encuentra sin dificultad en el art. 1729 CCC, en la cuña subjetivista que significa la culpa de la víctima en un sistema de responsabilidad objetiva a ultranza, como el edificado con eje en el art. 1757 CCC.

“Este principio representa un principio basilar del ordenamiento, en cuanto expresa la esencia de la persona, su naturaleza compleja y transversal y como tal permea su contenido en las diferentes ramas del derecho, resultando de tal suerte improntas de los valores de personalismo y de solidaridad. Corolario del principio de centralidad de la persona humana es la idea de inviolabilidad y casi sacralidad de la esfera existencial del individuo que ha sido objeto de declaración en numerosas cartas y tratados internacionales. También se vincula con esto el principio del inviolabilidad de la intimidad de la persona y de preservación de su voluntad de decisión”[60].

  • De este principio deriva el de prohibición del entrometimiento en la intimidad ajena , receptado por los arts. 1770, 1740, 52, CCC). Sobre el particular, es bueno repasar la siguiente sistematización de jurisprudencia:
  • La enumeración de supuestos del art. 1770 CCC es no taxativa[61]. Ergo, el art. 1770 CCC expone cuatro supuestos específicos de intromisión arbitraria en la vida ajena, tales como publicar retratos, difundir correspondencia, mortificar a otros en sus costumbres o sentimientos, o perturbar de cualquier modo su intimidad, pero agrega uno genérico, el arbitrario entrometimiento en la vida ajena. De tal modo, la tutela del derecho a la intimidad debe ejercitarse frente a cualquier penetración, intención, atisbo u hostigamiento; dicho amparo tiende a resguardar la intangibilidad de la reserva de la vida privada del individuo y su entorno familiar, sustrayéndola del comentario público, de la curiosidad, de la revelación innecesaria[62].
  • La tutela del derecho a la intimidad posibilita el disfrute de la paz interior, proporcionando a la persona el ambiente adecuado para desenvolver su propia originalidad, sin injerencias que lo perturben[63].
  • El derecho a la intimidad es uno de los derechos personalísimos que tienen reconocimiento constitucional y supranacional, por lo que el daño moral sufrido cuando el mismo es violado debe ser reparado por el autor del ilícito[64].
  • El bien jurídico protegido por el derecho a la privacidad es una libertad, cabría decir soberana, a que el hombre es acreedor en el ámbito de lo íntimo[65].
  • El derecho a la privacidad e intimidad con fundamento constitucional en el art. 19 C.N., protege jurídicamente un ámbito de autonomía individual constituido por los sentimientos, hábitos y costumbres, las relaciones familiares, la situación económica, las creencias religiosas, la salud mental y física y, en suma, las acciones, hechos o datos que, teniendo en cuenta las formas de vida aceptadas por la comunidad, están reservadas al propio individuo y cuyo conocimiento y divulgación por los extraños significa un peligro real o potencial para la intimidad[66].
    • Íntimo es lo secreto, lo desconocido por los terceros, lo reservado al conocimiento del propio sujeto o al estrecho círculo de sus próximos, y no los hechos o situaciones producidos en lugares públicos y respecto de los cuales no hubo intención de mantener ocultos para los terceros[67]. La palabra “intimidad” ha de entenderse como sinónimo de “vida privada”, de “soledad total o en compañía”, esto es, lo interior, lo personal, la esfera de lo íntimo intransferible, o bien de lo privado que sólo se comparte con los más próximos[68].
  • Nadie puede inmiscuirse en la vida privada de una persona ni violar áreas de su actividad no destinadas a ser difundidas, sin su consentimiento o el de sus familiares autorizados para ello, y sólo por ley podrá justificarse la intromisión, siempre que

medie un interés superior en resguardo de la libertad de los otros, la defensa de la sociedad, las buenas costumbres o la persecución del crimen[69].

  • Son requisitos para la aplicación del art. 1770 CCC el entrometimiento en la vida ajena, que la intromisión sea arbitraria, que de acuerdo con las circunstancias de personas, tiempo y lugar la interferencia perturbe la intimidad personal y familiar del perjudicado[70].
  • Derivan también de él varios contenidos de la Ley N° 26.529, Ley de Derechos del Paciente en su relación con los profesionales e instituciones de la salud, tales como el derecho de ser informado debidamente previo a prestar el consentimiento a una práctica (arts. 2, 3 y 5 de dicha ley), a negarse de someterse a un determinado tratamiento o a poner límites al mismo (art. 2, inc. e, Ley N° 26.529), al trato digno y respetuoso, a la intimidad y confidencialidad (art. 2, ley citada), etc. d) Principio de certeza del derecho : Por certeza del derecho se entiende que “en determinada situación, o al verificarse determinado presupuesto el sujeto interesado puede tener confianza en base a una regla dotada de suficiente claridad, sobre la existencia de un derecho, o de una prohibición, o de una obligación jurídica y del correlativo derecho. Se parte entonces del presupuesto de que el derecho debe recibir una aplicación previsible; en otro término, frente a una violación de la norma debe seguirse la aplicación de la sanción que la norma ha establecido para su violación. La certeza del derecho asume la connotación de valor; el de promover y preservar en cuanto símbolo de eficiencia del sistema jurídico, la función de la previsibilidad y controlabilidad de la decisión jurídica” [71]. El principio de certeza es llamado en algunos segmentos principio de legalidad: es que, sin certeza, no hay legalidad. A poco que se piense que una regla normativa abstrusa, incomprensible, que efectúe una remisión en blanco o que establezca una obligación imposible, implica la lisa y llana negación del Estado de derecho, se comprenderá que certeza y legalidad son conceptos gemelos. Por ende, el principio de certeza –o el de legalidad, el nombre es indiferente – requiere para su vigencia, en primer lugar, la limitación que se impone a sí mismo el Estado, dejando de lado su poder omnímodo, para evitar la arbitrariedad o el abuso de poder, ejerciendo su potestad de crear deberes jurídicos en cabeza de los particulares a través de normas generales de rango legal, ejercicio que solamente resulta válido si los sujetos pasivos de la obligación tienen la posibilidad concreta de saber ex ante cuál es la conducta alcanzada por la norma y qué se exige de ellos; si la norma es defectuosa, retroactiva, capciosa, arrevesada, etc., no es legítimo el ejercicio del derecho de legislar por parte del Estado y la punición subsiguiente que se intente será irregular, arbitraria y pasiva de cuestionamiento constitucional. Ello, justamente, porque no se ha dado cumplimiento a uno de los objetivos fundamentales del Estado de derecho: el de proveer a la seguridad jurídica. Con el principio de certeza se relacionan diversas normas del nuevo Código Civil y Comercial; en especial y en primer término, el art. 3: “Deber de resolver. El juez debe resolver los asuntos que sean sometidos a su jurisdicción mediante una decisión razonablemente fundada”.

y estrechamente conexo con la esencia de la democracia, que influye y orienta de manera decisiva la interpretación y la aplicación de todas las demás normas”[75]. Claro que la igualdad de trato no constituye una paridad absoluta o indiscriminada, sino la equivalencia de quienes se hallan en igualdad de circunstancias[76]. Este principio de igualdad estaba muy presente en el Código de Vélez desde su sanción, sólo que en vez de parificar hacia abajo, el codificador pensó igualar hacia arriba, evitando introducir privilegios desproporcionados y limitaciones excesivas. Claro que la igualdad no es una paridad absoluta o indiscriminada, sino la equivalencia de quienes se hallan en circunstancias equiparables[77]. En similar línea circulaban los códigos del siglo XIX y, si se piensa que fue en los últimos tres decenios de ese siglo que nuestro país creció como nunca antes ni después, evidentemente la filosofía social imperante en el código no fue un lastre sino un acicate para el desarrollo de los individuos. De este principio de igualdad deriva el principio de igualdad de trato y el de no discriminación arbitraria[78], que el nuevo Código ha receptado en normas concretas (arts. 402 y 515 CCC para el ámbito matrimonial; art. 1098 CCC, trato de los proveedores hacia los consumidores, aunque también funge de pauta o criterio general; art. 2097 CCC, igualdad de los copropietarios de propiedad horizontal; art. 2610 CCC, igualdad en el derecho internacional privado. Derivan de este principio también dos corolarios directos, receptados normativamente en el Código Civil; los siguientes principios derivativos:

- El principio de la par condictio (arts. 841, 821, 838 CCC), en virtud del cual en un frente coacreedor o codeudor, si no existen determinaciones objetivas, legales, causales o convencionales que lo establezcan de otro modo, rige la regla de la paridad de contribución o de la paridad de beneficio, en las obligaciones conjuntas (50–50, si se trata de dos coacreedores o codeudores o partes iguales, si se trata de más de ellos).

  • El principio de interpretación restrictiva de los privilegios (arts. 2574, 2577, CCC). Un privilegio otorga una prelación de cobro al acreedor privilegiado, que desplaza al principio de prelación temporal. Es una figura que quiebra el principio de que todos los acreedores deben ser colocados en un pie de igualdad ( par conditio creditorum ). La ley brinda una especial consideración a ciertos créditos (como los salarios de un trabajador o los gastos de justicia), que es lo que fundamenta el establecimiento de privilegios y el orden, rango o prioridad de los mismos se corresponde con el criterio del legislador sobre su valor e importancia social. Los privilegios no son derechos reales, sino que conceden preferencias de carácter personal; sólo que a diferencia de las obligaciones, no emanan de la autonomía de la voluntad sino que su única y exclusiva fuente es la ley.
  • Del art. 2574 CCC surge el carácter de excepción de los privilegios; por ende, toda preferencia reclamada por un acreedor debe estar fundada sobre un texto expreso de la ley
  • No es posible avanzar en materia de privilegios cuando no existe norma expresa que lo consagre[79]. El carácter de privilegiado de un crédito supone su carácter excepcional, por lo que la interpretación es necesariamente restrictiva[80]. En

materia de privilegios, no corresponde aplicar criterios de interpretación analógica o extensiva[81].

  • Un privilegio no puede resultar sino de una disposición de la ley (art. 2574 CCC); la voluntad de las partes es impotente para crear privilegios. Tampoco puede darles nacimiento la autoridad de los jueces; el derecho de privilegio es excepcional y su interpretación restrictiva, no pudiendo extenderse de un caso a otro; no puede admitirse por analogía. El privilegio es indivisible (art. 2576 CCC). f) Principio de tutela del derecho : “Otro principio supremo es el de tutela del derecho, en virtud del cual está prevista toda una serie de remedios tendientes a hacer efectiva la aplicación de la norma de derecho sustancial... La expresión principio de tutela del derecho es una síntesis verbal, una fórmula resumida, que comprende en su interior toda una serie de principios específicos que resguardan la efectiva vigencia de la tutela jurisdiccional, así como el derecho de autotutela del individuo de sus propios derechos[82], dimensiones que interactúan entre sí en diferente medida según el ordenamiento de que se trate. A tenor de este principio, lo convenido es ley para las partes, en virtud de la regla de la autonomía de voluntad, siempre que lo pactado no infrinja el orden público, ni ofenda la moral y las buenas costumbres”. De este principio de tutela del derecho emergen cinco principios derivados: - El principio de legítima defensa de la persona, de los derechos y de la posesión (arts. 1718, inc. b, y 2240 CCC): La primera norma edicta: “Está justificado el hecho que causa un daño: … b. en legítima defensa propia o de terceros, por un medio racionalmente proporcionado, frente a una agresión actual o inminente, ilícita y no provocada…”. La segunda indica: “Defensa extrajudicial. Nadie puede mantener o recuperar la posesión o la tenencia de propia autoridad, excepto cuando debe protegerse y repeler una agresión con el empleo de una fuerza suficiente, en los casos en que los auxilios de la autoridad judicial o policial llegarían demasiado tarde. El afectado debe recobrarla sin intervalo de tiempo y sin exceder los límites de la propia defensa. Esta protección contra toda violencia puede también ser ejercida por los servidores de la posesión”. Entendemos que ambas normas conforman un ensamble normativo que acoge en el nuevo Código con toda amplitud el principio de defensa de la persona, los derechos y la posesión y significan un importante paso adelante, respecto de este tema en el Código de Vélez, que no contenía norma alguna sobre la causal excusatoria de legítima defensa y sólo una, que fue mal aplicada por la magistratura argentina sobre defensa de la posesión y es fuente del nuevo art. 2240 CCC. Siempre hemos pensado que hay una contradicción evidente en la magistratura argentina promedio que, por un lado, pontifica sobre el derecho a la vida, a la integridad física, a la intimidad, a la seguridad, etc., pero luego retacea a los particulares –y hasta a las fuerzas de seguridad– en los casos concretos los medios para hacer efectivos tales valores.