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Nochlin-cap1_lanaturalezadelrealismo, Transcripciones de Historia del Diseño

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Tipo: Transcripciones

2024/2025

Subido el 10/06/2025

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- El realismo a Nochlin AETANZA FORMA Y 1. La naturaleza del realismo El realismo, en tanto movimiento histórico en las artes figurativas y la literatu- ra, alcanzó su formulación más coherente y sólida en Francia, con ecos, paralelis- mos y variantes en otros lugares del Continente, en Inglaterra y en los Estados Unidos. Precedido por el romanticismo y seguido por lo que es hoy habitual denominar simbolismo, constituyó el movimiento dominante desde aproximada- mente 1840 a 1870-80. Su propósito consistió en brindar una representación verídica, objetiva e imparcial del mundo real, basada en una observación meticulo- sa de la vida del momento. Esta definición, que determinará la dirección del estudio presente, suscita, sin embargo, inevitablemente, una serie de cuestiones, pues, mientras que términos tales como «manierismo», «barroco» o «neoclasicis- mo» —cualesquiera que sean las dificultades que puedan presentar— se emplean generalmente para definir categorías estilísticas, propiamente para las artes visua- les, la voz «realismo» se halla asimismo íntimamente vinculada a temas filosóficos cruciales. A fin de aislar las peculiaridades del realismo considerado como un movimiento o corriente estilística en las artes, hemos de considerar primeramente algunos de los problemas que surgen a partir de los sentidos diferentes, a veces hasta diametralmente opuestos, en que puede usarse el término. El realismo y la realidad Una de las causas básicas de la confusión que rodea a la noción de realismo es su relación ambigua con el sumamente problemático concepto de realidad. Por ejemplo, una reciente exposición celebrada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y en la Tate Gallery de Londres se denominó «El arte de lo real», pero no comistió —como bien podría haber esperado el no iniciado— en repre- sentaciones reconocibles de personas, cosas o lugares, sino en grandes lienzos raya- dos o manchados y construcciones gigantescas de madera contrachapada, plastico o metal. El título escogido por el organizador no quería ser ni mistificador ni caprichoso. Se trataba de la manifestación contemporanea de una larga tradición filosófica que forma parte de la corriente principal del pensamiento occidental y que desde la época de Platón contrapone ar... idud verdaderas a «mera apariencia». 14 El realismo (fig. 1), de Courbet, por ejemplo, se basó claramente en un prototipo de represen- taciones populares (fig. 2): sin embargo, Courbet tomó nota del paisaje Próximo a Montpellier prestando escrupulosa atención a sus peculiaridades, y dejó constancia de la flora local, de la claridad luminosa de la atmósfera del Midi, así como de sí mismo, de Bruyas y su sirviente, con asombrosa y convincente precisión, Es más, consiguió cumplir su propósito: crear una imagen que parece y se consideró du- rante mucho tiempo un documento objetivo, casi fotográfico, de un aconteci- miento real. 1. Bonjour, Monsieur Courbet, 1854. Gustave Courbet. Si se toma la oposición entre convención y observación empírica existente en el arte como un criterio relativo y no absoluto, puede verse que en el realismo la observación desempeña un papel mayor, siendo el de la convención menor. Los estudios de nubes de John Constable de 1821-22 son un buen ejemplo (fig. 3). Como ha mostrado Ernst Gombrich, se basan en parte en grabados realizados por el acuarelista del siglo xvi Alexander Cozens. Pero se encuentran aún más ínti- mamente vinculados a las observaciones que del cielo realizó el propio Constable, tanto como molínero como pintor, y se vieron influidos asimismo por el meteoró- logo Luke Howard, que investigó y clasificó las formas de las nubes. Por mucho que puedan haber dependido de los schemata preexistentes suministrados por Co- zens —como pretende Gombrich—, Constable hizo uso de los prototipos de Cozens no como fórmulas preconcebidas que con unas pocas alteraciones sensatas La naturaleza del realismo TOS les bourgeois de la ville 2. Le vrai portrait du juif errant, s. £. Estampa popular de Le Mans. 2 $ 3. Estudio de nubes, 1822. John Constable. 15 16 El realismo pudieran servir para rellenar la parte superior de un paisaje, sino como aides mé- moires —o, mejor, aides recherches— para sus propias representaciones, observadas con mucha mayor precisión. De hecho sus estudios de nubes se clasifican como formaciones de cirros o estratocúmulos y en muchos casos se registra el momento y lugar de su realización. Es posible que las pretensiones de Constable no se limitaran a la exactitud científica, pero, al aceptar los fenómenos naturales como tema apropiado de repre- sentación en sus estudios de nubes, al restringir su experiencia al fenómeno mismo y no interpretarlo simbólicamente ni usarlo como medio para expresar un état d'áme, fue en gran medida un artista del siglo XIX y uno de los que señaló el camino a desarrollos posteriores dentro del movimiento realista. No es casual que paisajistas franceses avanzados, como Corot y Huet, lo admirasen en los años treinta y cuarenta. Según Gombrich, Degas «rechazó la charla entusiasta de sus amigos impresio- nistas con la observación de que la pintura era un arte convencional y que harían mejor dedicando su tiempo a copiar dibujos de Holbein». Pero esto constituye tan sólo parte de la historia. En sus cuadernos de apuntes Degas reiteró tanto en palabras como en bocetos su pasión por la observación concreta y directa y por la anotación de la experiencia ordinaria y cotidiana: «Haz todo tipo de objeto gasta- do... corsés que se acaban de quitar... series sobre instrumentos y cantantes... por ejemplo, hinchando los carrillos y ahuecándolos en fagotes, oboes, etc. En la panadería, el pan: series sobre oficiales panaderos, vistos en el mismo sótano o a través de los respiraderos de la calle. Nadie ha representado nunca monumentos o casas desde abajo mirando hacia arriba, tal y como uno los ve al pasar a su lado por calle» (fig. 4).» Para Degas no existía forzosamente contradicción entre copiar a Holbein y dejar constancia de los temas nuevos de su propia época a su manera. Tampoco tenía por qué haber conflicto alguno entre el interés por el dibujo o los na OS AS % A a l al put A ERD ARA SON Ad O A, RE O Covas ey do A pub Er 4, Falificio vasto desde abajo, ca. 1874-1883. Llar Depa. La naturaleza del realismo 17 grandes maestros del pasado, y la preocupación por el presente y el desarrollo de un sistema de notación apropiado para él. Como señaló George Moore, Degas escogió temas poco habituales, tales como la bailarina de ballet, la lavandera, el ama de casa bañándose (fig. 5), precisamente porque «el dibujo de la bailarina de - ballet y el ama de casa es menos conocido que el de la ninfa y el joven espartano». Y añadió: «Los pintores entenderán lo que pretendo decir al aseverar que el dibujo es “menos conocido”: ese conocimiento de la forma que sostiene el artista como una muleta en su examen del modelo, y que dicta, como si dijéramos, al ojo lo que debe ver». Moore y otros críticos simpatizantes de los realistas consideraban la convención y los schemata tan sólo muletas, no componentes necesarios del arte, y 5. Le tub, ca. 1886. Edgar Degas. muletas, además, de las que se podía prescindir y a veces se prescindía. Esto puede ser parte del mito realista; sin embargo, es también parte de la realidad realista. La historia del arte de finales del siglo xVIn y el siglo xIX es, como dice Gom- brich, la historia de la lucha contra los schemata, y el arma más importante en esta lucha fue la investigación empírica de la realidad. Cuando Constable dijo que al sentarse a pintar del natural intentaba olvidar que alguna vez había visto un cua- dro, o cuando Monet decía que descaría haber nacido ciego y haber recibido de golpe la visión, no estaban sólo estimulando la originalidad. Subrayaban la impor- tancia de afrontar la realidad de nuevo, de desnudar conscientemente sus mentes y pinceles de todo conocimiento de segunda mano y fórmulas preconcebidas. Enfo- 20 El realismo un arte esencialmente concreto y sólo puede consistir en la presentación de cosas reales y existentes. Trátase de un lenguaje completamente físico, cuyas palabras constan de todos los objetos visibles; un objeto que sea abstracto, no visible, no existente, no se halla dentro del ámbito de la pintura.» No resulta paradójico que la era en que se canonizó como disciplina científica (20 pseudocientífica?) a la historia contemplase asimismo el fin de la pintura de historia, la consagrada afirmación pictórica de los valores permanentes y los ideales eternos centrada en torno al nexo de la Antigiiedad heroica. No se trata de que los pintores dejasen de pintar basándose en temas de la historia romana y griega; en absoluto. Ciertos críticos insistieron en una vuelta al debido «gran estilo». Mas lo que ahora producían era, en su mayor parte, cuadros de género histórico: escenas de la vida cotidiana de Grecia y Roma, escrupulosamente minuciosas en cuanto a vestimenta y ambientación, pero carentes tanto de sentimientos elevados como de noble forma. En otras palabras, los pintores de historia se habían convertido en pintores de historia anecdótica, y la mayor parte de los mismos hallaron una mayor afinidad con el decorado y las pintorescas vestimentas de la Edad Media o el Renacimiento que con las del mundo antiguo. Delacroix, que también había ampliado su ámbito de fuentes históricas y literarias, criticaba a los pintores mo- dernos que «se autodenominan pintores de historia. Tal pretensión ha de ser enteramente rechazada», escribió. «El pintor de historia es quien representa haza- ñas heroicas, y tales elevadas hazañas han de encontrarse tan sólo en la historia griega y romana... los temas extraídos de otras eras no producen sino pintura de género.» Si la pintura de los temas históricos se había degradado o, por el contrario, enriquecido debido a este nuevo concepto de la historia, es cuestión abierta a l polémica; lo que no puede negarse es que hacia mediados del siglo xIXx se había alterado irrevocablemente. Y, ciertamente, algunos pintores académicos se vieron afectados por él no menos que sus oponentes, los realistas. Tanto La muerte de César, de Géróme (fig. 8), como La muerte de Germánico, de Poussin, están situa- 8. La muerte de César, 1865 (?). Jean Léon Géróme. La naturaleza del realismo 21 dos eu el mundo antiguo; pero la veracidad fotográfica de Géróme y su insistencia en la concreción de un acontecimiento histórico específico no podrían estar más miento moral de Poussin. Prescin- lejos de la elevada generalización y el distane diendo del tema elegido y de su postura en relación con la naturaleza del arte, y basandonos en lo que su obra revela parecería que Géróme compartía la opinión de Courbet de que la pintura era esencialmente un art concret que exigía un lenguaje v: mente concret. Desde este punto de vista, cs tan sólo la insistencia de Courbet en la contemporancidad como condición necesaria de lo conereto lo que separa al artista académico del innovador. A medida que el tratamiento de asuntos históricos fue haciéndose hacia media- dos del siglo más objetivo y terreno, el ámbito cronológico disponible para los artistas también fue ampliándose. Gradualmente, los límites del tiempo fueron remontándose hasta el juicioso punto de partida de Archibald Ussher, en el 4004 a.C. El relativismo fluido de una hipótesis científica perpetuamente revisada reemplazó a la historia de la Creación y el absoluto metafísico que entrañaba. Historia y valor, historia y fe, que habían sido inseparables ya desde los primeros mitos de la Creación y que habían sido integrados en la doctrina de la Iglesia cristiana, se vieron irremediablemente despedazados por la Alta crítica y la Nueva Geología. Lo que quedó fue la historia como conjunto de hechos en un vasto paisaje que se extendía desde las brumas de la prehistoria a los dominios comteanos de la experiencia presente. La Edad de Piedra de Fernand Cormon, el Apodyterium, de Alma-Tadema, el Luis XIV y Moliere almorzando, de Géróme, y el Baile en el Moulin de la Galette de Renoir (figs. 9, 10, 11 y 12), por muy diferentes que puedan ser desde un punto de vista estético, constituyen ejemplos patentes de este sentido histórico recién ampliado. Las cuatro obras tienen en común la intención de situar en un medio objetiva y convincentemente preciso la vida cotidiana de un período cronológico dado. El realista, claro está, insistía en que sólo el mundo del momento constituía tema apropiado para el artista, pues, como dijo Courbet, «el arte de la pintura sólo puede consistir en la representación de objetos que sean visibles y tangibles para el artista», y los artistas de un siglo eran por tanto «básica- mente incapaces de reproducir el aspecto de un siglo pasado o futuro». Con todo, los artistas que se aferraron a temas del pasado no se vieron en absoluto libres de consideraciones relativas a la exactitud de los hechos y la libertad de elección del tema muy similares a las de Courbet. Como ha señalado Gerald Ackerman, mu- chos pintores de temas históricos de mediados del xIX intentaron satisfacer la demanda de actualidad que Taine formuló como condición sine qua non de la historia mediante un sentido de la probabilidad, pintándolos como si ellos mismos hubieran estado presentes. Es la demanda de contemporancidad y nada más que de contemporancidad lo que separa en este caso a los realistas de sus compañeros artistas. Si la obra de Alma-Tadema podría llamarse una «pintura de genero de la Antiguedad», la de Courbet podría considerarse «ua pintura histórica de La vida contemporánea». Hacia mediados del siglo x1x, la distinción había llegado a ser muy tenue, pero como veremos, era la distinción crucial para los realistas. Los realistas sostenían que el único tema válido que podi tratar el artista contemporáneo era el mundo del momento, «ll faut ¿tre de son tempso se convirtió en su grito de guerra. «Sostengo que el artista de un siglo es basicamente incapaz 22 Bl realismo 10. Apodyterium, 1886. Lawrence Alma-Tadema. de reproducir el aspecto de un siglo pasado o futuro», escribió Courbet, «Es en este són A ego a posibilidad de un arte histórico aplicado al pasado. Bl arte la expresen y la empor ¡neo por naturaleza. Cada época debe tener sus artistas que o y la reproduzcan para el futuro... La historia de una era concluye con a era y con aquellos de sus representantes que la han expresado.» Asimismo su La naturaleza del realismo 23 12. Baile en el Moulin de la Galete, 1876. Auguste Renoir. más importante valedor en la «bataille réaliste», Champfleury, sostenía que «la representación seria de las personalidades actuales, los sombreros hongos, los ne- gros fracs, los relucientes zapatos o los zuecos de los campesinos» poseía mucho mayor interés que las frívolas baratijas del pasado. Las implicaciones morales de la «contemporaneidad» las esbozó el crítico Cas- tagnary, quien, en su Salón de 1863, alabó a los «naturalistas» por «situar de nuevo al artista en medio de su época, con la misión de reflejarla», y a la sociedad francesa por producir una pintura «que describe sus propias apariencias y costumbres y ha 26 El realismo tradicionales en las obras realistas. Sus enemigos se Apresuraron a acusar a log realistas de producir obras carentes de continaida y coherencia emocionales y morales, tanto como formales. La aceptación de lo que se experimenta en el acto —y de nada más allá de esto-— como significado completo del acontecimiento intado —característico, por ejemplo, de La ejecución de Maximiliano, de Manet (fig. 14)— condujo a los críticos a acusar al artista de falta de sentimiento, de incapacidad de captar, O al menos de crear, un equivalente pictórico de las reso. nancias morales y psicológicas de un tema escalofriantemente brutal, como había Al qe es 14. La ejecución de Maximiliano, 1867. Edouard Manet. hecho Goya en Los fusilamientos del tres de mayo (fig. 15). Sin embargo, el sentido de desapego, la ausencia de sugerencias metafísicas en la obra de Manet no obede- cían a un desinterés moral por el acontecimiento, y menos aún a la indiferencia política o a la ineptitud artística. Manet debió de reaccionar ante la atrocidad como cualquier otro leal republicano. Su sentido de la importancia del mismo se revela simplemente en su cuidadosa atención a los detalles efectivos de la ejecución, su laborioso acopio de información procedente de testigos presenciales y fotografías, y sus repetidas recreaciones a gran escala de la escena que hizo en su estudio tomada, dl rara Manet, a diferencia de Goya, logró insertar cuidadosamente a cie nificado» de su obra en hechos firmes y concretos —la imagen momentánea ee la ejecución del emperador, un acontecimiento histórico concreto y documen 2, antes que convertirlo en un comentario más generalizado acerca de la e y e el hombre para con el hombre, como Los fusilamientos del La naturaleza del realismo 27 15. Los fusilamientos del tres de mayo, 1814. Francisco Esta diferencia se debe, al menos en parte, a la diferencia en la actitud respecto al tiempo que controla cada obra. Para Goya, el significado se despliega, dentro del mundo pictórico, en el tiempo y en el espacio, progresando desde el fondo gris e indiferenciado del «antes» al intenso momento cumbre revelado por la luz de los hombres que están siendo ejecutados —el «ahora» — y las figuras caídas, inertes, cubiertas de sangre, que se hallan al borde mismo del mundo pictórico: el «des- pués». Este avance en el tiempo —enfatizado por la luz, por la intensificación de L saturación del color y por el grado de materialidad de la propia superficie pictórica— se vincula a una convicción moral subyacente de la falta de sentido y la bestialidad de tales acontecimientos. La insinuación de que nos hallamos frente al mismo grupo de víctimas en tres estadios de su agonía intensifica el patetismo de L obra y nuestra sensación de inevitabilidad e irremediabilidad. Hay algo más que una vaga reminiscencia de las Estaciones de la Cruz en estas figuras anónimas, como lo sugiere, además, el hombre con los brazos abiertos del centro. Los rebel- des de Madrid, abatidos por sus ejecutores grises y sin cara, son asimilados a una humanizada y actualizada Pasión de Cristo. Los contrastes entre luz y sombra, . entre el desorden humano y la regularidad mecanizada, de izquierda a derecha, intensifican el impacto moral y metafísico de la obra maestra de Goya. _En el cuadro de Manet no hay nada de este despliegue temporal-emocional, ningún sentido de enfrentamiento a un decisivo momento cumbre preparado por insinuaciones casi rudimentarias y seguido por un horrendo final dentro del mis- mo cuadro, nada de las analogías o contrastes pictóricos que hacen que la obra de Goya sea paradigma de una situación humana eterna y recurrente, La muerte de Maximiliano tiene lugar en un tiempo histórico antes que metafísico, Bl tiempo es el presente; el lugar, Querétaro, en México; las víctimas no son ni más ni menos 28 El realismo humanas que sus ejecutores; los espectadores son observadores anónimos, como nosotros, los que observamos el cuadro. El acontecimiento es terrible, pero Manet, el pintor, rehúye cualquier juicio pictórico abierto: es lo que es, cuando es, donde es, nada más. El horror está contenido en el hecho, como una fotografía instantá- nea de noticias de guerra. Para el realista, el horror —como la belleza o la misma realidad — no puede universalizarse: está vinculado a una situación concreta en un momento dado del tiempo. La nueva variedad de temas Si bien los realistas constriñeron su campo de visión en términos temporales y emocionales, lo expandieron a fin de que asumiera una variedad mucho más amplia de experiencia. Una exigencia nueva de democracia en el arte, contempo- ránea de la demanda de democracia política y social, dio paso a todo un nuevo espacio temático hasta entonces ignorado o considerado carente de interés repre- sentativo, pictórica o literariamente, Aunque los pobres hayan estado siempre con nosotros, apenas se les había prestado atención artística seria antes del advenimien- to del realismo —y lo mismo se puede decir de las clases medias, que eran enton- ces la fuerza dominante de la sociedad —. Para los realistas, las situaciones y los objetos ordinarios de la vida cotidiana constituían algo no menos valioso que los héroes antiguos o los santos cristianos: de hecho, a la hora de representarlos para el «peintre de la vie moderne» lo noble y hermoso era menos apropiado que lo común y mediocre. La misma línea divisoria entre lo feo y lo hermoso había de ser borrada por el artista avanzado. ¿Acaso podía considerarse algún tema en y por sí mismo feo, y por tanto rechazarse? «Si un pintor se halla poseído por un sentimiento original respecto a la natura- leza y por un modo de proceder personal», declaró el brillante crítico de izquierdas Théophile Thoré, «aun cuando lo aplica a los objetos más inferiores, es maestro de su arte y en su arte, Murillo es tan magistral en su Joven mendigo como en su Asunción de la Virgen. Brouwer y Chardin son tan maestros pintando pucheros como Rafael pintando vírgenes.» Y, en una reseña del Salon des Refusés de 1863, comentó el mismo crítico: «Es bueno descender, o, si se prefiere, ascender de nuevo a las clases que casi nunca tuvieron el honor de ser estudiadas y llevadas a luz por la pintura... El retrato del obrero con su blusa es en verdad tan valioso como el retrato de un príncipe con sus dorados vestidos.» Para los realistas no existían temas literarios o artísticos previamente determinados. Uno de sus más importantes proselitistas, Duranty, declaró: «En la realidad nada es espantoso; al sol, los harapos son tan buenos como los vestidos imperiales». Claude Lantier, protagonista-artista realista de Zola, prefería un montón de berzas a todo el pinto- resco medievalismo de los románticos y proclamaba que un manojo de zanahorias directamente observado y pintado con toda ingenuidad sobre el terreno valía por todos los artificios externos de la école —«llegará el día en que una sola zanahoria original estará preñada de revolucióm— y encontró un «tableau tout fait» en un grupo de obreros engullendo su sopa de mediodía bajo el tejado de hierro y cristal de Les Halles. La naturaleza del realismo 29 Los realistas valoraban positivamente la representación de lo bajo, lo humilde y lo común, de los sectores socialmente desposeídos o marginales tanto como de los más prósperos. Se dirigían buscando inspiración al obrero, el campesino, la lavan- dera, la prostituta, al café o bal de clase media u obrera, el ámbito prosaico del tratante en algodón o la modista, a sus propios foyers y jardines o los de sus amigos, contemplándolos franca y cándidamente en toda su miscria, familiaridad o vulga- ridad. Courbet afirmó que la meta del realista consistía en traspasar las costumbres, las ideas, la apariencia de su propia época a su arte; de este modo, la dimensión social adquiría importancia automáticamente, ya fuera el artista, como el propio Courbet, un radical consciente o un cínico antidemócrata igualmente consciente, como Jules o Edmond Goncourt, De hecho, fueron los Goncourt los que formu- laron la cuestión con mayor intensidad en su famoso prefacio a Germinie Lacer- teux, en 1864: Viviendo en el siglo xix, en una época de sufragio universal, democracia, liberalismo, nos preguntamos si acaso lo que se lama «las clases bajas» no tiene derecho a la Novela; si esta sociedad por debajo de la sociedad, la gente corriente, había de permanecer bajo el peso del interdicto literario y el desprecio de los escritores que, hasta la fecha, han guardado silencio sobre el corazón y el espíritu que podía albergar. Nos preguntamos si deberían existir aún, para el escritor o para el lector, en estos tiempos de igualdad, clases demasiado poco dignas, sufrimientos demasiado bajos, tragedias demasiado malsonantes, catástrofes cuyo terror no es lo suficientemente noble. Empezamos a preguntarnos si... en un país sin aristocracia legal o de casta los sufrimientos de los pobres y humildes podrían afectar nuestro interés, nuestra piedad, nuestras emociones, tan intensamente como los sufrimientos de los ricos y podero- SOS. En Inglaterra, Walter Bagehot afirmó que «el carácter de los pobres es un tema inadecuado para el arte continuo», y atacó a Dickens porque sus pobres gentes eran «pobres conversadores y pobres vividores y en todos los sentidos po- bres como lectura». De modo similar el crítico Ernault condenó a los personajes de la obra de Courbet Entierro en Ornans (fig. 39) tachándolos de «corrientes, trivia- les y grotescos». Mas, a pesar de toda la oposición, tanto en Inglaterra como en el resto de Europa, los realistas continuaron defendiendo el derecho de las clases bajas a alcanzar un estatus literario y artístico. Picapedreros, traperos, mendigos, vaga- bundos, lavanderas, empleados de ferrocarril y mineros empezaron entonces a figurar en cuadros y novelas, no en calidad de fondo pintoresco, sino como figuras centrales. Pero un artista, claro está, no se hacía realista por pintar un campesino con una azada O una pastora con un cordero; su compromiso era más profundo: decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Esta exigencia se convirtió en imperativo moral tanto como epistemológico o estético. Con palabras de G. H. Lewes, que escribió sobre el Realismo en el arte en 185: El realismo cs... la base de todo arte, y su antítesis no es el idealismo, sino el falsismo. Cuando nuestros pintores representan campesinos de rasgos regulares y ropa blanca irrepro- chable; cuando sus lecheras tienen el aspecto de bellezas propias de libro de lujo, cuyos vestidos son pintorescos y nunca viejos o sucios; cuando se hace expresar al rústico senti- 32 El realismo OS dad. Mas esto raya ya en el mito realista. Para la mayor parte de los realistas, la necesaria tarea de liberación de las ideas preconcebidas y fórmulas clásicas consti- tuía un doloroso y difícil preludio a la creación de una obra sincera y veraz. «Busco sobre todo dar cuenta de mis impresiones sinceramente en el lenguaje más sim- ple», escribió Champfleury, uno de los espíritus rectores de los primeros estadios del realismo francés, en su prefacio a sus Contes domestiques de 1852. «Lo que veo en mi cabeza desciende hasta mi pluma y se convierte en lo que he visto. El método es sencillo, al alcance de cualquiera. Pero, ¡cuánto tiempo es necesario para despojarse de los recuerdos, las imitaciones, el medio en que uno vive, y redescu- brir la propia naturalezal» Para Jules Laforgue, unos treinta años después, el im- presionista triunfante era una persona que «olvida do los cuadros acumulados durante siglos en los museos, olvidando su formación óptica de la Academia de Bellas Artes —línea, perspectiva, color—, a fuerza de vivir y ver franca y primiti- vamente... ha logrado rehacer para sí mismo un ojo natural, ver con naturalidad y La naturaleza del realismo 33 18. Estudio de desnudo, fotografía ca. 1853. mistas (detalle), 1853, 17. Las bañistas (detalle) del ¡SE8 Gustave Courbet. 19. Le déjenner vur Pherbe, 1865. Edouard Manet. 34 El realismo pintar con tanta sencillez como ve». En 1852, Flaubert le decía a Louise Colet: «creo... que todas las reglas están en vía de extinción, que las barreras se están desmoronando, que una obra general de demolición está en marcha», pero añadía en la misma carta: «¡Cuántos problemas me está causando mi Bovary! Nunca en mi vida he escrito nada tan difícil como lo que hago ahora: un diálogo trivial.» Se cuenta de Courbet que era capaz de pintar un objeto sin saber siquiera de qué objeto se trataba —su amigo Francis Wey dejó constancia de que una vez se trató de una pila de haces de leña distante—, pero la mayor parte de los artistas encontraba la tarea de capturar en el lienzo la apariencia directa de la naturaleza de forma espontánea e inmediata muchó más difícil y frustrante. «Miro constante- mente a la naturaleza sin verla», se quejaba el primer mentor de Monet, Eugéne Boudin, quien hablaba del «tormento de tener que reproducir», «la imposibilidad de recrear en la pintura con medios tan restringidos», los esplendores del firma- mento y de la tierra. Monet nos comunica una y otra vez las contrariedades que entraña capturar la realidad externa en el lienzo. «Quiero luchar, raspar, comenzar de nuevo», dice a un colega en 1864. «Me parece que cuando veo la naturaleza, la veo ya hecha, completamente escrita... pero ¡intenta hacerlo!» En 1890 seguía quejándose: «He vuelto a enfrentarme con cosas que no pueden hacerse; agua con hierba serpenteando en el fondo... Es maravilloso de ver, pero enloquecedor inten- tar pintarlo.» Para hacer frente a las demandas más sutiles de cada nueva situación, los realistas tenían que reinventar su lenguaje. La pugna intolerable con los medios materiales y formales se vio cargada de tanto significado como la lucha de Jacob con el ángel: la derrota constituía literalmente la muerte artística. El realismo, lejos de ignorar la forma, o las posibilidades y limitaciones técnicas de su medio, era muy consciente de las mismas, pero en su calidad de medios y no de fines en sí mismas. Pues en el arte realista, a diferencia de lo que ocurre en la política, los fines son la única justificación de los medios, de los cuales son en última instancia inseparables. Cuando Flaubert dijo que «para cualquier cosa que se quiera decir hay tan sólo una palabra que lo exprese, un verbo que lo anime y un adjetivo que lo califique», no estaba hablando acerca de la pura belleza de expresión o de la palabra por la palabra. Como señala Harry Levin, estaba intentando «aclarar deta- lles y especificar matices que novelistas más despreocupados señalan con generali- Zaciones torpes y vagos estereotipos». El logro de Flaubert vino marcado por una «devoción a la palabra, no como dogma, sino como medio a través del que el artista crea y mediante el cual se aproxima a la realidad». Con un leve cambio en las palabras, lo mismo puede decirse de todos los grandes artistas realistas. El realismo y la ciencia ¿Qué relación hubo entre el realismo y los métodos y conquistas de la ciencia de la época? No es posible una respuesta simple e inequívoca. En sentido estricto. Por supuesto, no puede calificarse a ninguna forma de arte o literatura de verdade- ramente «científica», entendiendo por ello que se limita al método cientifico, es decir, a la formulación de hipótesis susceptibles de confirma ión mas o menos rigurosa sobre la base de una observación objetiva pertinente. Con su búsqueda de La naturaleza del realismo 35 una «fórmula de pintura óptica» basada en una observación repetida y sistemática de la actividad del color y la luz, Seurat, sin duda, se aproximó más que los realistas e impresionistas a los métodos hipotético-deductivos de las ciencias naturales. No obstante, en un sentido más general, los realistas, si bien no estrictamente científicos en cuanto a sus métodos, sí lo eran en lo tocante a sus actitudes hacia la naturaleza y la realidad. Al hacer de la verdad la meta del arte —la verdad respecto a los hechos, a la realidad percibida y experimentada —, su punto de vista revelaba las mismas fuerzas que conformaron la actitud científica en sí. Sobre todo, compartían el respeto del científico por los hechos en tanto fundamento de la verdad. «El viento sopla en la dirección de la ciencia», declaró Zola en el Salón de 1866. «A pesar de nosotros mismos, nos vemos empujados hacia el estudio exacto de los hechos y de las cosas.» Y al año siguiente, en su largo estudio de Manet, afirmó una vez más el carácter universal de las implicaciones de la revolución científica de la época: «Desde que la ciencia exigió una fundamentación sólida y volvió a la observación exacta de los hechos, todo se ha cuestionado. Este movi- miento se ha dado tan sólo en el mundo científico. Todos los ámbitos del conoci- miento, todas las empresas humanas buscan principios constantes y precisos en la realidad.» o Resulta difícil darse cuenta actualmente de la ambición y atrevimiento de la revolución científica en el siglo xIx, tantas son las temeridades que ha absorbido hasta la fecha la invisible subestructura de nuestras asunciones relacionadas con el mundo. En el siglo pasado, la ciencia era más optimista, más generalmente ambi- ciosa y más radicalmente universal en la amplitud de sus metas y aspiraciones que las diversas disciplinas especializadas de hoy. De hecho, podríamos decir que hom- bres como Comte, Taine, Zola o Renan, acabaron confundiendo la ciencia con el cientismo y el materialismo, reemplazando la antigua metafísica por otra: la con- fianza religiosa en la ciencia. Para Taine, la ciencia brindaba un conocimiento directo de la realidad misma y, de este modo, como corolario, la realidad era tan sólo lo que la ciencia podía conocer y nada más; poco más o menos como Courbet, que, con una frialdad lógica similar, proclamó que, dado que la pintura había de ocuparse tan sólo de la representación de cosas reales y existentes, nada abstracto (es decir, no visible o no existente) debería o podría entrar en su dominio. Tanto Comte como John Stuart Mill quisieron hacer de todas las áreas de la experiencia humana un tema de ciencia empírica exacta, basada en lo observable, y el mismo Mill admitió en 1854 que la meta última de su Lógica iba mucho más lejos de s propósito declarado y consistía en fundar «la ciencia metafísica y moral en la experiencia analizada, en oposición a la teoría de los principios innatos». La posi- ción de Comte, analítica e histórica, se basaba en la asunción previa de que todo el conocimiento general ha de ser científico, fundado sobre la observación y la pe riencia, concepción que fue ampliamente divulgada por Littré, el propagandista más importante del positivismo durante el Segundo Imperio. . Como Zola señaló, no hubo un solo ámbito de actividad que no se viese afectado por el punto de vista científico. Para Comte y Taine, incluso al hombre había de estudiarse desde el exterior, con los métodos fríos del análisis, y diseccio- nar los fenómenos mentales del mismo modo que los físicos. Renan y los partida- rios de la Alta crítica de Alemania e Inglaterra confrontaron la fe cristiana y las 38 El realismo por su «método fotográfico» y por daguerrotipar» A SUS Personajes, y se acusó A los realistas en conjunto de llevar a cabo «una especie de contraprueba de la vida cotidiana al estilo de Daguerre», o de simplemente fotografiar la naturaleza. Nj que decir tiene que Baudelaire condenó abiertamente al fotógrafo Y a su impasib;. lidad mecánica y científica considerándola una amenaza para la genuina creación artística. Realistas e impresionistas usaron fotografías —al igual que el perfecto pintor imaginativo a juicio de Baudelaire, Delacroix—, pero a modo de ayuda en sus tentativas de capturar la apariencia de la realidad. Courbet, por ejemplo, hizo uso de fotografías para la ejecución de la mujer de pie de Las bañistas (fig. 17) y en Estudio de artista (fig. 71), para sus ilustraciones de la obra de Baudry Le Camp des bourgeois (1868) y para su retrato póstumo de Proudhon (fig. 115); Manet empleó retratos fotográficos para sus aguafuertes de Baudelaire y Poe, y requirió por lo menos cuatro pruebas fotográficas para documentar su Ejecución de Maximiliano (fig. 14), y Degas, fascinado como estaba por todo el proceso de la fotografía, hizo uso abundante de ella. Fue Degas, más que cualquier otro realista, quien valoró la fotografía no sólo como un medio de documentación, sino más bien como fuente de inspiración: evocaba el espíritu de su propio mundo imaginativo, hecho a base de lo espontáneo, lo fragmentario y lo inmediato. De este modo, en cierto sentido, los críticos del realismo tenían mucha razón cuando equiparaban el procedimiento objetivo distante y científico de la fotografía y su insistencia en lo descriptivo antes que en lo imaginativo o valorativo, con las cualidades básicas del propio realismo. Como señaló Paul Valéry en un importante aunque poco conocido artículo: «En el instante en que apareció la fotografía, el género descriptivo empezó a invadir las Letras. Tanto en verso como en prosa, la decoración y los aspectos exteriores de la vida adquirieron una preponderancia casi excesiva... Con la fotografía... el realis- Ino se pronuncia en nuestra literatura», y también, podía haber añadido, en nues- tro arte. Todas estas manifestaciones de la actitud científica podrían quizá considerarse también parte de aquella perspectiva más amplia conocida como «agnosticismo enológico», con la que Gyórgy Lukács caracteriza la ideología occidental a omo un todo. Pues uno de los modos en que el realismo dior A Siguiente, importa precede lentes que se preocuparon de la veros) 0 o lares no fue posible cy abarcador aspecto: el realismo de este tipo y en lo pi des los Arnolfira o Po concebible, hasta el siglo XIX. Van Eydl era A sentían Com Un Corazón, HONOR la experiencia visual, miraban € e impregnados en un A ñ an con un cerebro y pintaban con une A los simples hechos externos y 4 le con la realidad de algo diferente y más ndo Ciertos artistas como VA z angil s que observaban ante ellos Y nata e representación previos e z hi ermeer intentaron liberarse de s Vd. fin de mirar la maturale que de hecho hicieron, en mayor O menor me las limitaciones ideológicas Por sí mismos—, todavía se hallaban vinculados pos Lo estaban, ciertamente Le a menudo inconscientes de su propia era, ast lo sax la ideología de la poca Pd smos. realistas del siglo xIx. Pero sólo en el sig] de 80 a equiparar la fe en los hechos con el contenido 10 La naturaleza del realismo 39 la fe misma: en esto consiste la diferencia crucial entre el realismo del siglo XIX y todos sus predecesores. El realismo y la cuestión social ¿Qué grado de relación hubo entre el realismo y las cuestiones políticas y sociales de su época? Es ésta una cuestión tan compleja y delicada como la de la relación entre el realismo y la ciencia, Todo arte es, por supuesto, parte integral de la estructura social; pero afirmar esto es decir todo y nada. Las catedrales de la Edad Media, los pasajes más recónditos de Euphues, la Antigiedad idealizada de Rafael o Poussin, las creaciones herméticas de índole onírica de Redon o los surrealistas, la página en blanco de Mallarmé o el lienzo negro de Ad Reinhardt; se hallan todos imbricados tan inextricablemente en la estructura social de la que forman parte como la machine más descaradamente propagandística de un esbirro literario de un partido soviético. Con todo, es evidente que un arte cuya meta explícita es pintar y analizar la vida contemporánea y cuyo punto de referencia lo constituyen las cambiantes aunque concretas apariencias del mundo de su época se encontrará comprometido más directa y materialmente en las condiciones sociales de su tiempo de lo que un arte que se centrara en los ideales y los símbolos. Nacido tras el levantamiento progresista de 1848 y habiendo adquirido madu- rez en el período de cinismo social y desilusión política que lo siguió —el período del Segundo Imperio—, el movimiento realista francés, con su carácter dual de protesta en una sociedad predominantemente burguesa de la cual, no obstante, era expresión, estaba marcado internamente con la impronta de la ambivalencia. Por una parte podía considerárselo —y así fue en sus comienzos— como expresión de las nuevas fuerzas sociales radicales desencadenadas por la misma revolución. Para Courbet y sus partidarios, por ejemplo, el realismo era la «democracia en el arte»; para Castagnary, el naturalismo brotó «de nuestra política, la cual, al estable- cer como principio la igualdad de los individuos y como desideratum la igualación de las condiciones, ha conseguido que las falsas jerarquías y las diferencias engaño- sas desaparezcan de la mente», y un crítico, escandalizado por la malograda obra de teatro de los Goncourt Henriette Maréchal, llegó a decir que el realismo condu- cía «al materialismo y al socialismo de Proudhon», graves palabras en los días en que el espectro del anarquismo o cosas peores amenazaba las almenas protegidas por la censura del imperio «liberal» de Luis Napoleón. . Sin embargo, cuando nos volvemos hacia las obras realistas en sí, la conexión entre arte y actitudes sociales específicas se hace más amorfa. Hasta qué punto las obras más importantes que hizo Courbet en los años cincuenta reflejan efectiva mente sus convicciones políticas izquierdistas, se presta a discusión. Para su amigo y partidario P.-J. Proudhon, el anarquista, filósofo y creador de la expresión «la propiedad es un robo» (y béte-noire tanto de Marx como de la burguesía), Los picapedreros (fig. 58) podía ser una «ironía dirigida contra nuestra civilización in- dustrial» y Las bañistas (fig. 17) una crítica de la «burguesía obesa y acomodada», pero es poco verosímil que Courbet tuviese en mente una propaganda tan abierta cuando los pintó. Obras como Escena de París de Jeanron, con su hambriento 40 El realismo 20. La parada forzosa, 1855. Alexandre Antigna. obrero mendigando para su familia, los numerosos lienzos de Alexandre Antigna dedicados a calamidades en las capas bajas de la sociedad —inundaciones, incen- dios, desahucios y mendicidad (fig. 20) — o las melancólicas representaciones de Tassaert de suicidios en fétidos desvanes, niños enfermos y desnutridos y huérfa- nos ateridos de frío suscitaron la cuestión social y atacaron las injusticias sociales de ha época mucho más explícitamente que los picapedreros o las bañistas de Cour- Los cuadros de Courbet eran socialmente incendiarios, no tanto por lo que decían —no contienen mensaje explícito alguno—, sino por lo que no decían. Sus representaciones desidealizadas, insólitamente directas y prosaicas, de temas relacionados con las clases humildes de la época, totalmente carentes del encanto de La pequeña escala y del pintoresquismo protector, que habían hecho de la Pintura de género de temas similares algo aceptable por poco que fuera teóricamente admirable, a los ojos de los franceses bien Pensantes, se presentaron por primera vez en un Salón en 1850-51, en el mismo momento en que la burguesía triunfan- te había privado a esas mismas clases humildes de la mayor parte de las ventajas que habían conquistado en las barricadas de 1848. En 1851, la amenaza socialista constituía todavía un recuerdo aterrador, incluso una posibilidad amenazadora. El defensor de Courbet, Castagnary, nos da una idea de la situación en ese tiempo: «Habían disuelto los Talleres Nacionales, habíañ derrotado al proletariado en las calles, de París. habían purgado el sufragio universal: ... ¡y ahí estaba esa “vil multitud” expulsada de la Política, reapareciendo en la pintura! ¿Qué significaba ese descaro? ¿ ii ed od pode provenían sos campesinos y picapedreros, esos seres famé- o os Ermua quienes se veía avanzar silenciosamente entre las adoradas es de Grecia y los caballeros empenachados de la Edad Media? ¿No eran acaso la siniestra vanguardia de aquellos “Jacques” a quienes un público asustado imaginaba lanzándose, antorcha en mano y mochila 2 la espalda. al asalto de las La naturaleza del realismo 41 elecciones de 1852?» Así, los cuadros de Courbet del Salón de 1850-51, sólo por su tamaño, su estilo y tema, se vieron como amenazas al todavía vacilante restableci- miento del poder de las clases medias. Pese a estar lejos de ser afirmaciones con- tundentes de principios sociales, estaban íntimamente vinculados al punto de vista de izquierdas de su época debido a sus radicales innovaciones pictóricas. Como señaló Thoré, no sólo tomaban au sérieux temas coetáneos referentes a las clases bajas, sino que los consideraban dignos de una escala monumental. Además, esta- ban relacionados directamente con el «arte del pueblo» mismo, pues Courbet había ido a buscar inspiración en el arte popular y las tradiciones populares de Holanda, España y Francia, formas recientemente «descubiertas» por críticos de arte social- mente conscientes de París. A los ojos de sus partidarios, Courbet satisfacía de este modo la demanda de un arte que fuera simultáneamente significativo en lo social e innovador en lo estilístico. Un reflejo de los ideales sociales de 1848 podía verse en la misma estructura pictórica de una obra como el Entierro en Ornans (fig. 39). Por su disposición aparentemente informal y fortuita —sin comienzo, mitad o fin—, por su carencia de selectividad, y por ello rechazo implícito de cualquier jerarquía admitida de valores, por su riqueza uniforme de detalle que tiende a enfatizar igualmente cada elemento y produce de este modo, como si dijéramos, una democracia pictórica, un égalitarisme compositivo, por su sencillez, desmañamiento y ausencia de toda retórica establecida, podía verse como un paradigma del mismo ideal quarante- huitard. Tal y como se ejemplificaba en tales obras, tanto el realismo como la democracia eran expresiones del mismo enfrentamiento —y desafío — ingenuo e intenso del statu quo. No hace falta decir que, desde el campo opuesto, la libertad artística y falta de decoro de Courbet fueron equiparadas inmediatamente por sus enemigos con la ilegalidad y el radicalismo políticos. Todas las manifestaciones del realismo sufrie- ron la misma condena. Walter Bagehot, por ejemplo, en una crítica severa del pragmatismo dominante y el creciente materialismo de la sociedad moderna, iden- tificó el realismo con lo que denominó «utilitarismo» social. «El réalisme impitoya- ble que los buenos críticos encuentran en una parte muy característica de la litera- tura del siglo xix también puede hallarse en su política. Una utilidad no ostentosa debe caracterizar sus creaciones», escribió en The English Constitution (1867). Aproximadamente por las mismas fechas, Baudelaire condenaba en Francia la «universal bestialidad» de su época —una sociedad «embrutecida y glotona» «ena- morada tan sólo de las posesiones materiales»— y, a renglón seguido, «un cierto método literario llamado realismo, un repugnante insulto arrojado a la cara de todo ser racional, una palabra vaga y elástica que significa para el vulgo no un nuevo método de creación, sino una minuciosa descripción de trivialidades». No todos los realistas compartían las precisas opiniones radicales de Courbet. Mas su oposición a la creciente democratización —algunos la habrían llamado envilecimiento— de la sociedad no les impedía pintarla en toda su vivida objetivi- dad. Pues, como había anunciado proféticamente Alfred de Vigny en sus Refle- xions sur la vérité dans Part: «Loy, en las letras, no es menos necesario un estudio jedades que un análisis del corazon humano». Flau- del destino general de las soci , bert, que negó cualquier afiliación al movimiento realista —«odio eso que con- 44 El realismo Rauschenberg—, nos vemos obligados a admitir que la conciencia y la resolución de sus practicantes hizo del realismo de mediados del siglo xIx tanto un hito como un paradigma para todas las empresas subsiguientes. Prescindiendo de su tiempo y lugar, todas las formas del realismo están caracterizadas por un deseo de verosimi- litud de un tipo u otro. Con todo, no hay percepción en un vacío cultural, y ciertamente tampoco sistema notacional para dar cuenta de la misma, que no se vea afectada por las variantes, de las más toscas a las más sutiles, del período, la personalidad y el medio. Dentro incluso del mismo movimiento del siglo x1x, el deseo sincero de reproducir las verdades de la naturaleza en plein air llevó a Monet a transmitir sus percepciones a base de pinceladas abiertas y contornos imprecisos, mientras que casi por la misma época, en Inglaterra, Ford Madox Brown estaba entregado al mismo empeño bajo las mismas condiciones, pero mediante contor- nos definidos y una facture minuciosa. El empeño de los realistas en ver las cosas como son era inseparable de sus creencias generales, su mundo, su herencia y aquello mismo de lo que se despoja- ban y frente a lo que se rebelaban. Las revoluciones se configuran a partir tanto del statu quo contra el que se levantan como de las presuntas metas hacia las que tienden. Incluso si damos por sentado lo que queremos demostrar diciendo que un estilo —cualquier estilo— no es por definición nada más que una serie de con- venciones, hemos de admitir que los realistas hicieron un riguroso esfuerzo por liberarse de las ya existentes y lucharon por llegar a nuevas formulaciones menos manidas y más radicalmente empíricas de su experiencia. Sin embargo, como hemos visto, debemos ser cautelosos a la hora de admitir totalmente el mito realista de una concepción del mundo libre de valores, junto con su corolario, el estilo libre de estilos o estilo transparente, prescindiendo de la frecuencia o la insistencia con que sus coetáneos, tanto favorables como hostiles al movimiento, puedan haberlos proclamado. Constituye objetivo declarado de ciertos historiadores del arte actuales «permi- tir que la época hable por sí misma» y aceptar en consecuencia las valoraciones de los contemporáneos de un artista como inherentemente más valiosas que el juicio de estudiosos posteriores de su obra. Tal noción posee cierto atractivo falso, una «aureola de objetividad científica que oscurece oportunamente el hecho, más pedes- tre, de que aquello a que se dedican esos historiadores no es en verdad la historia del arte, sino una versión actualizada del coleccionismo de antigiiedades. Los dis- cursos teóricos de un período o sus diatribas más encendidas no son para el histo- riador del arte otra cosa que materia prima similar a sus artefactos o estadisticas. por más importantes que puedan ser como materia prima. Una época no «habla de sí misma» en el sentido de autoexplicarse, más que lo puede hacer el cuadro o el poema producido en su seno. Si lo hace, sus declaraciones se ven envueltas gene- ralmente en una opacidad délfica, cuyo pleno significado sólo puede ser aprehen- dido o comprobado en lo tocante a su validez por interpretes que hayan adquirido cierta perspecuva merced al puro paso del tiempo: aquel sentido del contexto y la coherencia esencial a la tarea del historiador. Aceptar, por ejemplo, las opiniones de un teórico del siglo xv1 en lo tocante a la naturaleza y los fines de la maniera como la unica explicacion suficiente del complejo fenómeno del manterisno es tan imsatistactorto como aceptar la explica- La naturaleza del realismo 45 ción del obseso que se lava continuamente las manos consistente en que lo único que desca es mantenerse muy, muy limpio. En ambos casos, las afirmaciones brindan puntos de partida necesarios, pero difícilmente ofrecen una explicación completa, que requeriría ulterior investigación bajo la superficie, así como un examen de la misma superficie. Del mismo modo, podemos aceptar sin reservas la afirmación de Max Buchon relativa a que Courbet pintó su retrato en 1845 durante una visita a Suiza, pero sin duda seremos más escépticos en lo referente a su aseveración de que Courbet no había recibido ningún adiestramiento formal y producía sus obras tan espontáneamente como un manzano da manzanas. La in- vestigación ulterior revela que esta afirmación forma parte de la estructura de la «ideología» realista en la misma medida que los cuadros o novelas producidos por el movimiento y, como tal, ha de someterse al mismo tipo de examen y análisis critico. En realidad, a veces el portavoz coctáneo de un movimiento está en consi- derable desventaja a la hora de juzgarlo, simplemente porque es un coetáneo y se encuentra de este modo inevitablemente influido tanto por sus pasiones conscien- tes como por sus asunciones inconscientes acerca de la naturaleza de su asunto. Un ejemplo que hace al caso es el de ciertos escritores modernos que parecen aceptar la opinión decimonónica —normalmente generalizada tanto entre los partidarios de los realistas como, en tonos más amortiguados y oscuros, entre sus oponentes— de que su época era una época sin valores, carente de un sistema de creencias cohesivo, una época que había perdido el pasado y no había aún logrado erigir de nuevo un presente o poner las bases del futuro, a pesar de su innegable progreso material y técnico. Algunos, como los Goncourt, aceptaron esta desgracia con cinismo y nostalgia. Baudelaire bramaba contra ella con desesperación apoca- líptica. Pissarro y Manet apreciaron la apertura de posibilidades que ofrecía al artista. Otros, como Comte o Fourier, se entregaron con ganas a erigir sistemas de valores complejos, mejorados y laicos, que consideraban más apropiados que los ajados credos religiosos para las necesidades de la época. En Inglaterra, Alemania y Francia se hicieron tentativas notablemente coherentes de establecer nuevas «reli- giones seculares» o sistemas ideológicos con un fundamento racional, pero tam- bién emocionalmente satisfactorios: el positivismo, el socialismo, el anarquismo, el fourierismo. Con éstos y el fervor de Carlyle, la radical transmutación de los valores de Nietzsche, el celo misionero de Ruskin y Morris, ¿hubo alguna vez un siglo que insistiera tanto, y con tanta conciencia y tanta vehemencia en los valores y en su restablecimiento sobre bases racionales, alternativa o simultáneamente, más satisfactorias humanamente que las precedentes? Si el período del realismo vio el triunfo de la ciencia y el método histórico-crítico, también vio la creación de la religión de la humanidad y el materialismo dialéctico, cosmovisiones que se fun- dan en la premisa de que la observación crítica y la comprobación por la experien- cía son valores en sí mismos, y medios conducentes a más libertad humana y mayor riqueza de posibilidad. La ausencia de credos abiertamente formulados en la obra creativa o de pro- nunciamientos teóricos no indican necesariamente la carencia de un sistema de valores o creencias subyacentes. Como las de cualquier artesano medieval o huma- nista del Renacimiento, las obras de los impresionistas se relacionan con una cos- movisión, un contexto de creencias e ideas interdependientes acerca de lo que es 46 El realismo bueno y malo, verdadero y falso, la naturaleza de la existencia y los medios para investigarla. En la historia humana no hay «vacíos valorativos» ni «períodos inter- medios», sólo hay períodos más o menos unificados, más o menos reducibles a los procedimientos, y los temperamentos, de los historiadores. Los años de mediados del siglo xix constituyen un momento especialmente complejo. Pero esta comple- jidad no debe forzarnos a aceptar de modo poco crítico la materia prima de la historia en tanto historia. En la realidad histórica no hay tabulae rasae, ni siquiera para aquellos que más deseaban que las hubiese o pudiese haberlas, como Monet cuando deseaba haber nacido ciego o Pissarro cuando pedía la destrucción del Louvre. La mera expresión de este deseo implica toda una serie de presupuestos subyacentes que, aunque no expresados y quizá sin sistematizar, no son menos relevantes para la obra de arte en cuestión que la creencia de Fra Angelico en la divinidad de Cristo. El silencio de un artista o el carácter incompleto de la expre- sión de un punto de vista no son prueba ni de neutralidad o falta de acabamiento. También es cierto que muy a menudo, al artista no le resultaba fácil plasmar directamente con mediano grado de suficiencia estética o intelectual los nuevos valores criptorreligiosos y de otros tipos propios del siglo xIx. Las representaciones alegóricas de la Electricidad pueden ser manifestaciones más directas del espíritu científico que un paisaje impresionista, pero no son mucho más felices. De modo semejante, una novela violentamente partidista sobre obreros famélicos no es nece- sariamente una expresión más afortunada de las realidades sociales que Madame Bovary. La situación se complica aún más si recordamos que las obras realistas (y la perspectiva realista) son parte en sí de la estructura social de su época, emblemas de las creencias de entonces y no meros efectos de una causa abstracta. Madame Bovary y el paisaje impresionista son parte de la realidad social del siglo xrx en la misma medida que la revolución de 1848 o el Manifiesto Comunista y configura- ron de modo similar el modo en que los hombres pensaban de sí mismos y veían la realidad. De hecho, es muy difícil imaginar el siglo xIX sin representarnos la visión de París de un Monet o un Renoir, una descripción de Dickens de un suburbio londinense o un campesino de Courbet o Millet. El problema de por qué los realistas decidieron pintar lo que pintaron recha- zando otras posibilidades y por qué decidieron pintar lo que pintaron del modo como lo hicieron es crucial. No se debió meramente a que las escenas callejeras, los campesinos o los temas cotidianos estuvieran ahí; al fin y al cabo la cocina papal también había estado ahí para Rafael. Tampoco se debió a que los temas antiguos, más tradicionales, estuvieran «agotados» o «ya no fueran relevantes»: esto no es más que una forma fácil de decir que ya no se los pintaba. Los pintores decidieron lo que decidieron debido a ciertas actitudes mentales, manifestadas O no, a menudo asimiladas de forma inconsciente, como si flotaran en el mismo aire de la época. Los pintores avanzados de los años cincuenta y sesenta no buscaban ninguna doctrina metafísica o mitología coherentemente formulada que brindase inmediatamente wa iconografía hecha de antemano, Un determinismo de esca crudeza, ya peligroso cuando se aplica a épocas anteriores, es enteramente inapro- piado para medidados del siglo x1x, época en que la desconfianza hacia las generas hizaciones abstractas y un rechazo desdeñoso de las fórmulas intelectuales en tanto que «imsinceras» cran inherentes a la perspectiva realista. La naturaleza del realismo 47 22. Mujeres en el jardín, 1866-1867. Claude Monet. La cuestión de por qué Monet insistió en pintar su Mujeres en el jardín (fig. 22) de 1866-67 completamente al aire libre no está menos íntimamente vinculada a la hístoria intelectual de mediados del siglo xix que el erudito y arcano esquema de palingenesía social que Chenevard elaboró en sus bocetos para los murales del Panteón, aunque a primera vista el cuadro de Monet no posea contenido intelec- tual en absoluto, Sin embargo, ¿por qué llegó a ser tan importante en este momen- to pintar un lienzo de gran tamaño en plein-air, para crear un efecto de luz unifica- do y preciso de figuras y decorado, haciendo uso tan sólo de amigos o parientes próximos como modelos? Ni que decir tiene que, para responder a esta pregunta, es esencial saber mucho más acerca del carácter interno del mundo artístico de la , así como de la trayectoria previa de Monet, Mas estas importantes fuentes información no cortarán toda la historia, ni pueden ofrecer una respuesta completamente satisfactoria, Todavía nos preguntaremos por qué la percepción y