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El rótulo “terapia sistémica”, que incluye retrospectivamente áreas que fueron y tal vez siguen siendo llamadas “terapia familiar”, “terapia de pareja”, “enfoques psicoeducativos”, “terapias breves” y probablemente otros nombres más, denota un territorio multifacético con una historia de corta data –no más de 60 años– y una evolución extraordinaria. La difícil tarea de trazar un mapa de ese territorio, que ha llevado a cabo con éxito Alicia Moreno Fernández en este Manual, para el que ha convocado a un vasto y sólido grupo de colaboradores, ha requerido explorar múltiples puntos de vista, énfasis y modelos, dar cuenta de múltiples desarrollos, reverenciar algunos de quienes contribuyeron a darle substancia, y esbozar derroteros que se vislumbran para el futuro.
Tipo: Transcripciones
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Índice de contenidos
Desde 1959 el Mental Research Institute (Palo Alto, California) convocó a talentosos estudiosos de la comunicación e interacción humanas, tales como Don Jackson, William Fry, Virginia Satir, Antonio Ferreira, John Weakland y Jay Haley, estimulando la investigación y conceptualización de ideas en el campo de los estudios interaccionales/sistémicos, incluyendo individuos, parejas y familias. Gregory Bateson y sus estudios sobre la comunicación humana fueron una importante fuente nutriente para el grupo de afiliados a la institución.
Asimismo, un enorme respeto a las ideas de Don Jackson y Milton Erickson en el campo de la terapia familiar, sirvió de estímulo e inspiración para el desarrollo de ideas, ya más específicas, en la clínica. En 1966, Richard Fisch funda el Brief Therapy Center del MRI, alrededor de la tarea profesional de investigar y desarrollar un modo de practicar la terapia, con el claro objetivo de solucionar en poco tiempo los problemas presentados. Desde el inicio integraron este grupo dedicado a la investigación y práctica de la psicoterapia reconocidos autores de las obras más importantes y difundidas internacionalmente, tales como Janet Beavin, Paul Watzlawick, John Weakland y Lynn Segal.
Como bien expresaron Fisch, Weakland y Segal (1984) en La táctica del Cambio. Cómo abreviar la terapia, no era su intención hacer una distinción entre terapias breves y prolongadas, o terapias apropiadas para una u otra clase de problemas, sino replantear la naturaleza de los problemas humanos dejando de lado una comprensión psicopatológica tradicional, conceptualizándolos de manera diferente, e impulsando deliberadamente al cambio a fin de lograr su resolución de forma efectiva y eficiente. El planteamiento inicial, fue considerar un máximo de 10 sesiones para este objetivo, a razón de una por semana. Ya en ese momento, avizoraban que los conceptos y herramientas desarrolladas por el grupo podrían ser transferidos desde el contexto psicoterapéutico a otros campos de las relaciones humanas.
Carlos Sluzki –quien venía participando como Asociado de investigación desde 1965 y Director de training entre 1976 y 1980– asumió la Dirección del Mental Research Institute desde 1980 hasta 1983. Probablemente su origen argentino, y seguramente su destacada capacidad de organización y de facilitar vínculos entre los colegas, lo llevó a establecer conexiones con América Latina, organizando y dirigiendo cursos anuales de formación intensiva en habla hispana. Sin duda esta decisión y puesta en acto, facilitó la expansión del modelo en numerosos países de América y Europa, a través de terapeutas de habla hispana que se sumaron a tantos otros formados en Palo Alto, y que luego
intervención.
Asimismo, el modelo resalta la responsabilidad del terapeuta en la orientación hacia el cambio deseado por los consultantes, con un enorme respeto por lo que éstos consideran tanto el problema a trabajar como las soluciones a materializar, enfatizando la observancia de sus propias posiciones, cultura, y supuestos básicos de vida.
2.2. Conceptos fundamentales del modelo
Lo fascinante del modelo MRI es la novedosa conceptualización que sus autores hicieron para definir lo que es un problema para psicoterapia, cómo se explica su presencia, y en qué consiste el cambio posible. Todo esto, con una claridad y simplicidad admirables, especialmente si lo ubicamos en el contexto histórico de la psicopatología y psicoterapia de entonces.
Tal como Weakland et al. (1974) exponen en el artículo “Brief Therapy: Focused Problem Resolution”, el modelo que proponen, basados en la investigación de varios años, se sustenta en dos principios básicos:
Desde mi punto de vista, estos principios aducen a tal nivel de abstracción, que podríamos hoy afirmar que sus autores fundamentaron un meta-modelo teórico para la visión y acción psicoterapéuticas sistémicas: ¿qué terapeuta, con óptica contextual, podría no considerarlos? De hecho, los diversos modelos que se desarrollaron a posteriori los respetaron, si bien cada uno de ellos especificó cuál interacción es la significativa (si la estructura, las historias narradas o los diálogos a producir), y qué intervenciones el terapeuta necesita poner en práctica para elicitar el cambio (si directivas, reflexiones, el diálogo novedoso, etc.).
Lo que le da las cualidades específicas al modelo MRI es lo que definen como problema para psicoterapia, cómo lo explican y en dónde reside el cambio significativo o resolución del problema de modo breve. Esta brevedad no debe interpretarse como producto de poner en práctica una versión abreviada de un tratamiento prolongado, sino que es consecuencia de la forma de conceptualizar el problema y el tratamiento, y también, de la creencia del terapeuta en que establecer límites temporales ayuda a los participantes del sistema terapéutico a acortar el plazo de trabajo conjunto.
A continuación se detallan los conceptos teóricos específicos.
2.2.1. Qué es un problema
Un problema es una dolencia concreta que refieren alguna o algunas personas, se trate
de quien lo porta o no. “No se trata simplemente de una conducta ordinaria, sino de una conducta indeseada” (Fisch, Weakland y Segal, 1984). Este sufrimiento es lo que generalmente estimula a la consulta profesional, y salvo excepciones –como sucede por ejemplo cuando un consultante sólo necesita hacer catarsis– motiva a emprender acciones para aliviarlo.
En otras palabras, un problema es siempre construido en la significación que se le otorga a alguna/s conducta/s, como un malestar para alguien o varias personas que se hallan significativamente relacionadas: una familia, una pareja, un grupo de trabajo, etc. Desde esta asunción, no se podría hablar de problemas “objetivos”, allí afuera, sino de aquellos que cobran esta naturaleza por la significación de indeseable que se les otorga.
Ejemplos de esta clase serían un niño que se niega a ir a la escuela, y los padres y posiblemente también el maestro, significan a esta conducta como problema porque consideran que el temor le impide aprender y evolucionar. O bien, una pareja que considera tener un problema de comunicación, ya que viven discutiendo con la percepción de no ser capaces de llegar a decisiones consensuadas necesarias para afrontar la vida común. En algunos casos, es solamente el paciente que lo porta y sufre quien construye algo como problema: insomnio o temor a tener un accidente cuando viaja, por ejemplo.
Pero además, un problema tiene una historia de ocurrencia. No es una simple dificultad que aparece imprevistamente en la vida, frente a la cual se ponen en funcionamiento nuevas conductas para afrontarla, y se genera adaptación, restableciendo bienestar. Un problema se ha mantenido en el tiempo lo suficiente, como para generar intentos de solución.
Como dicen Fisch, Weakland y Segal (1984, pág. 32), “cuando no se soluciona una dificultad, y se aplica una dosis más elevada de la misma “solución”, queda potenciada la dificultad original mediante un proceso que sigue un círculo vicioso, convirtiéndose en un problema que puede llegar a adquirir unas dimensiones y una naturaleza que se parezcan muy poco a la dificultad original”.
En el ejemplo mencionado del niño con temor a la escuela, éste se resiste a entrar una mañana, dificultad que se presenta comúnmente en niños pequeños. La madre que lo acompaña se angustia, y decide por ese día llevarlo de vuelta a la casa, con lo cual el niño se calma. Ocupa parte de la tarde en explicarle lo bueno que es para él ir a la escuela. Cuando el padre llega de su trabajo y se entera del episodio, comienza a criticar a la madre porque no se puso firme en dejarlo en la institución, y también le habla al hijo para convencerlo de que al día siguiente tiene que asistir. A la mañana siguiente se repite la resistencia del niño –quizás aumentada con dolores estomacales–
fijación de las mismas, aunque no provoquen la solución deseada de aliviar la situación- problema.
Si volvemos al ejemplo descrito, es claro que la madre y la maestra adjudican al niño una cualidad de “pobrecito, cuánto sufre”, mientras el padre cree que la madre es una mala educadora y el niño un desobediente. En consecuencia, todos actúan en relación a lo que piensan o creen. Cuanto más intensifican sus reacciones y ven el producto (el niño se sigue resistiendo), más reconfirman que están en lo cierto y necesitan una dosis de “más de lo mismo” (conductas de la misma clase más intensas, más frecuentes) para obtener éxito.
Los intentos fallidos de solución pueden ser llevados a la práctica solamente por la persona portadora del problema –entendiendo al “paciente identificado” como un sistema de relaciones consigo mismo–, o pueden también incluir a quienes están significativamente relacionados con él, como en el ejemplo expuesto.
Weakland et al. (1974) consideran a los problemas que se traen a psicoterapia como “dificultades situacionales entre personas, problemas de interacción”. Es lógico aceptar esta apreciación, desde la premisa de que “toda conducta es comunicación” (Watzlawick, Beavin & Jackson, 1981), y por lo tanto transmite mensajes a los involucrados en los sistemas de relación cercanos, estimulando respuestas que a su vez alimentan otras nuevas, generando y manteniendo entre todos –paciente identificado y otros significativos– el círculo vicioso.
Y esto es así en la gran mayoría de los casos. De todos modos, en aquellos problemas donde sólo se desarrollan “soluciones” individuales, la óptica sistémica nos permite aceptar la visión de que los seres humanos somos un sistema de interacciones o comunicaciones que se retroalimentan mutuamente, aunque éstas puedan darse en el ámbito exclusivamente personal. De esto se deriva la posibilidad de implementar el modelo para problemas individuales o en las relaciones sociales, siempre considerando el anclaje en algún contexto, sea social o personal.
Un ejemplo de cómo las soluciones ensayadas pueden mantener un problema en quien lo sufre, lo veríamos en el caso de alguien que no se anima a hablar en público sin sonrojarse, a raíz de lo cual piensa que lo mejor sería evitar exponerse en reuniones sociales, lo que lo lleva a inventarse justificaciones diversas cada vez que recibe una invitación, y a medida que pasa el tiempo decide más evitaciones con justificaciones más elaboradas, hasta el posible punto de aislarse y deprimirse.
Cuando se trata de pacientes identificados (PI) niños o adolescentes, por sus posiciones de dependencia natural respecto a otros –especialmente adultos– es prácticamente imposible no pensar en interacciones sociales con las personas significativas,
fundamentalmente del contexto familiar, escolar o de pares, que se involucran en los significados e interacciones como integrantes del “sistema de mantenimiento de los problemas” (Casabianca, 2012).
Pero consideremos que los adultos también vivimos generalmente en situaciones de involucración social, lo que conlleva la cualidad de retroalimentar conductas de otros significativos que pueden percibir una situación como problema (a veces incluso aunque el PI no coincida con la percepción de conducta indeseable, como sucede a menudo con los adolescentes o los adictos), y sean otros quienes la signifiquen como problema e intenten ayudar a resolverlo.
Aún en los casos en que el problema pueda tener una implicación física o funcional (por ejemplo una conducta crónicamente cíclica, que hoy diagnosticaríamos como “trastorno bipolar”), es dable observar la cadena de retroalimentaciones mutuas entre PI y otros significativos: una esposa que percibiera que su marido cada tanto repite conductas de desorden económico que ponen en riesgo la estabilidad familiar, seguramente respondería a éstas con angustia, enojo, o algún intento de control crítico, a las que el esposo reaccionaría, y así sucesivamente, más allá de la coexistencia de una disfunción química.
2.2.3. Dónde reside el cambio o la solución de los problemas
Modificando los intentos fallidos de solución –por parte del paciente identificado y/o de los otros involucrados en la resolución– el problema pierde el anclaje que lo sostiene: un pequeño cambio significativo en el sistema de mantenimiento del problema puede poner en funcionamiento un circuito de retroacciones positivas que lo interrumpa, o bien que incluya una alternativa de acción diferente, evolucionando, en consecuencia, hacia una “verdadera” solución: conductas que alivien o lleven a la desaparición del problema presentado.
Es evidente que, basados en conceptos cibernéticos (Maruyama, 1963; Wender, 1968), sus propias investigaciones (Weakland et al., 1974), y también en la relevancia que le dan al valor de economía, los autores apoyan la idea de que no es necesario modificar todo el funcionamiento del sistema de relación significativo (familia, pareja u otros grupos). Como bien afirman: “el objetivo primordial de un terapeuta no tiene por qué consistir en solucionar todas las dificultades, sino en iniciar un proceso de reversión (…); aun los problemas graves, complejos y crónicos se hallan potencialmente abiertos a una solución efectiva, mediante un tratamiento breve y limitado” (Fisch et al., 1984, pág. 37).
Con estas afirmaciones, este modelo se diferencia de otros de terapia familiar centrados en la re-estructuración amplia de los sistemas de interacción, a la vez que explican la brevedad del tratamiento que proponen, posiblemente el más breve en su concepción
Con esto quiero significar que –con la mejor de las intenciones– los terapeutas podemos convertirnos en un eslabón más del circuito de mantenimiento de los problemas, en vez de ser verdaderamente terapéuticos. Sin un motivo de consulta bien construido, sin un diagnóstico del circuito de mantenimiento del mismo, sin inclusión de “verdaderas novedades o soluciones”, y sin una evaluación y corrección permanentes del efecto de nuestras intervenciones en relación al motivo de consulta, muy probablemente terminemos fracasando.
Estos puntos mencionados se refieren a los factores específicos del modelo aquí descrito, que hoy sabemos que no son suficientes para el éxito terapéutico, pero sí
imprescindibles[1]. Veamos más en detalle los pasos del proceso terapéutico:
3.1. Definición del problema
Definir el problema específico para aliviarlo en plazos breves, requiere necesariamente de una tarea de focalización en la/las conductas indeseables que el/los consultantes traen para solucionar en el aquí y ahora, y también de convertirlo en conductas concretas, lo más observables posibles, que permitan una evaluación de su transformación o no, a lo largo de la terapia. De hecho, cuando hay más de un consultante, esta focalización y concreción requieren de consenso entre ellos y con el terapeuta respecto a cuál es el problema para terapia, mencionado precedentemente.
El consenso con el terapeuta es necesario, básicamente, porque él es quien tendrá la responsabilidad de dirigir el proceso que terminará en la inclusión de soluciones. El terapeuta no es el absoluto responsable del cambio –cuyos ingredientes y potencial residen en los consultantes– pero sí lo es respecto a las acciones y reacciones que ayuden a disparar las potencialidades de los consultantes que puedan materializarse en alternativas novedosas, bloqueando los círculos viciosos.
Para que esto sea posible, el terapeuta necesita un motivo de consulta que pueda ser resuelto en el ámbito psicoterapéutico, y maniobrabilidad suficiente para operar en un sentido diferente al que vienen implementando los consultantes: ése es el juego interaccional de todo sistema terapéutico, que siempre implica un “con qué” y un “hacia allá vamos” de parte de quienes consultan, y un “cómo” lograrlo inspirado en el conocimiento experto del consultado.
Una importante disquisición a esta altura: no es lo mismo percibir o significar una situación como problema, que ser consultante. Ser un consultante requiere no sólo de construir una situación como problema indeseable, sino de tener motivación y poder de influencia para modificarlo.
En general coinciden estas tres conductas (“ver, querer y poder”) en algún o algunos
participantes: por ejemplo cuando los padres, autoridades naturales, quieren que un hijo modifique una conducta-problema para ellos, y están dispuestos y tienen recursos para poner en funcionamiento soluciones. Pero podría suceder que una abuela muy preocupada por alguna conducta del nieto, no tuviera cabida o habilitación en la familia para cambiar nada. Algo semejante sucede con la mujer que quiere que su marido deje de ser alcohólico, pero cree que sólo él puede modificar su “patología”, mientras que éste no lo percibe como problema, o no está dispuesto a modificarlo.
De lo inmediatamente antedicho se deriva que cuando el terapeuta trabaja para la construcción de un motivo de consulta, necesita tener claro no sólo de qué se trata lo traído a terapia, sino para quién o quiénes constituye un problema, y si tienen motivación suficiente y recursos para afrontar su solución. De lo contrario, sólo nos encontraremos con gente que se queja fervorosamente, y queda de brazos cruzados esperando que el terapeuta haga magia.
Retomando el proceso de construcción del motivo de consulta, a veces nos encontramos con tipos de problemas que no son conductas directamente observables, como angustia o depresión, por ejemplo. Si no resulta posible ponerlas en términos de cómo se manifiestan (lo cual las concretiza), se hace necesario darles alguna cualidad de mensurables: por ejemplo de 1 a 10 en qué punto se ubican. Esto permite al terapeuta, al PI y/o consultantes, tener algún índice “objetivo” de si disminuyen con el tratamiento, permanecen igual, o empeoran.
Como hemos explicitado con Hugo Hirsch (Casabianca & Hirsch, 2009), los pacientes identificados (PI) o los consultantes, no siempre traen situaciones claras, concretas, u observables para ser tratadas y evaluadas en su evolución: “El proceso que construye un foco implica necesariamente desechar información, pero a la vez se hace necesario considerar que el problema sea relevante (en relación a los afectos desagradables que genera), pertinente (es decir, que encaje con las visiones/cogniciones de quien consulta), que respete la urgencia (el riesgo, el tiempo o los plazos) y de solución factible (que encaje con las acciones o conductas posibles, tanto de los consultantes como del terapeuta)” (pág. 32).
Desde el momento de presentación del problema o de “queja inicial” de los consultantes, hasta su focalización y definición concreta, puede haber todo un proceso más o menos largo, dependiendo de las cualidades cognitivas de quien/es consulta/n, y también de las aproximaciones cognitivas y habilidades de los terapeutas para comprenderlos y simplificarlos de manera suficiente, como para no “dejar afuera” la molestia de los consultantes.
Un motivo de consulta así co-construido, es lo que luego le permitirá al terapeuta hacer
inconsistente del padre sonriendo frente a esa situación, el disgusto que le producía a la madre la actitud de su marido como un problema de pareja, la falta de autoridad y la consiguiente sensación de impotencia frente a la decisión del hijo de irse de la casa, la resistencia del padre a la terapia, etc.
El finalizar en el motivo de consulta de “cómo lograr evitar que Pedro maltrate a los padres y hermanos”, se co-construyó entre lo que los padres percibían como molestia seria, y las intervenciones del terapeuta para focalizar en algún aspecto de lo expuesto, lo suficientemente indeseable como para moverlos a cambiar, también lo suficientemente concreto como para ser diagnosticado en las soluciones fallidas intentadas durante un largo tiempo, y previendo la posibilidad de incluir acciones diferentes a las que vienen poniendo en práctica.
Posiblemente se hubiera podido co-construir cualquiera de los otros problemas mencionados, siempre y cuando los padres lo hubieran aceptado como lo que quieren solucionar en terapia, y el terapeuta hubiera tenido la posibilidad de diagnosticar las soluciones intentadas, avizorando algún pequeño cambio posible y evaluable.
Hay situaciones más o menos difíciles para construir un motivo de consulta focal y concreto. Entre las menos fáciles están:
satisfecho?”, o “¿Ud. cree que podría hacer algo diferente con su ex–marido para conseguir el dinero?”. Si esto no resulta posible, es necesario derivar la búsqueda a otro tipo de soluciones no psicoterapéuticas (un abogado, una agencia de empleo, etc.). También es cierto que en algunos casos los PI y/o consultantes, vienen “hechos a medida” para este modelo. Ejemplos de esta clase encontramos en los padres que quieren que su hijo deje de orinarse de noche en la cama, o cuando una pareja plantea que no pueden negociar respecto al tiempo que compartirán con cada familia de origen los fines de semana.
El énfasis puesto en la construcción del motivo de consulta (o problema para la terapia) tiene que ver con que la experiencia recogida como terapeutas, docentes y supervisores, nos ha llevado a la conclusión de que gran parte de los fracasos en terapia para resolver problemas se asienta en que éstos no están claramente definidos o no contemplan las posibilidades terapéuticas de consultantes y terapeutas, lo que deriva en acciones erráticas por parte de los terapeutas, e insatisfacción de parte de los primeros.
3.2. Diagnóstico del circuito de mantenimiento del problema
Una vez establecido entre consultantes y terapeuta cuál será el motivo de consulta a tratar, éste necesita realizar un diagnóstico de qué visiones o creencias respecto al problema, y qué acciones derivadas de ellas, están retroalimentando el círculo vicioso de mantenimiento.
Este paso del proceso se refiere a que el terapeuta necesita conocer cuál es el problema con el que se enfrenta para resolver en la terapia, o lo que hemos expresado con Hugo Hirsch, cuál es el “verdadero problema para el terapeuta”: aquello que es disfuncional en el sistema consultante y necesita ser modificado. Esta tarea implica el requerimiento de información específica respecto a por qué creen que el problema está presente (o cómo perciben el problema), y qué han hecho concretamente quienes intentaron solucionarlo: PI y/u otros.
El hecho de solicitar esta información, pone en contexto al problema en varios sentidos. Por un lado, ayuda al PI individual y/o a los otros relacionados a expandir la mirada hacia la significación lógica en la que encuadran al motivo de consulta (sostén cognitivo), a la vez que los lleva a percibir que se han hecho intentos bienintencionados de solucionarlo tanto en el ámbito personal del PI como en las interacciones con los cercanos (sostén sistémico individual o social reactivo). Adicionalmente ayuda a consultantes y terapeutas a percibir que el problema no es un “mal general” de una persona o un sistema de relaciones, sino que es una conducta molesta específica y recortada, que tiene un cuándo, dónde, con quién/es, y cómo tener lugar.
Madre: No, pero parece un loco con los ojos desorbitados. Él (refiriéndose al padre) nunca me defendió (lágrimas en los ojos).
Padre: A mí también me ha amenazado pero yo lo desafié a que me pegue una vez y no se animó. Yo creo que ella se muestra débil y es peor. Además yo no estoy nunca, y cuando estoy trato de llevarme bien con él y los otros… ahora dice que va a estudiar Medicina, como yo. Cuando era pequeño le hicimos un electroencefalograma a pedido de la escuela, y dio todo bien.
Terapeuta: Y los hermanos, ¿se defienden?
Madre: No, me buscan a mí. Le tienen miedo porque es grandote. Juega al baloncesto muy bien, y el entrenador dice que tiene muy buena relación con el equipo, aunque a veces “se calienta” y grita, pero nunca pegó a nadie.
Terapeuta: ¿Y la abuela ha intervenido?
Padre: Para mi mamá siempre fue su nieto preferido, es el mayor. Por eso ahora se fue allá; ella siempre cedió a sus caprichos: desayuno en la cama, comidas especiales. De todos modos ahora nos habló cuando se apareció en su casa, y nos preguntó si queríamos que lo mandara de vuelta. Todavía no le contestamos.
Terapeuta: ¿Intentaron algo más para frenarlo?
Padre: Hace unos seis meses que le pegó al hermano porque quería la computadora que estaba usando, para jugar él; le prohibí ir a un torneo de baloncesto ese fin de semana, y ahí fue cuando de la rabia rompió una puerta… finalmente fue al viaje porque nos prometió que no volvería a molestar a los hermanos. Pero volvió a hacerlo (sonríe).
Madre: Sí, al final él siempre logra lo que quiere y no cumple con sus promesas.
Terapeuta: ¿Qué creen Uds. que le pasa a Pedro? ¿Con qué creen que tiene que ver este descontrol?
Padre: Yo no entiendo. Posiblemente está celoso de sus hermanos. Siempre comparó lo que le dábamos a uno y a otro, desde chico.
Madre: Yo creo que nunca vio que el padre me defendiera, y fui perdiendo autoridad. Además (solloza), a esta altura no sé si nos quiere. Haciendo una revisión de las soluciones intentadas, se percibe que a pesar de los años transcurridos desde que apareció el problema, básicamente intentaron conductas de clases semejantes: la madre intentar defender a los otros hijos y esperar que el padre la defienda a ella, los hermanos buscar refugio en la madre, y el padre no tomando conductas activas de control, con un lenguaje contradictorio de enojo y complacencia, volviéndose atrás en sus castigos, y criticando a la madre. Cuando se puso firme logró
que Pedro depusiera su actitud amenazante, pero no lo mantuvo.
Asimismo, es también claro que la interpretación que le están dando al problema se relaciona con determinadas adjudicaciones de significado desde los padres: celos (en el padre), y pérdida de la autoridad, con posible falta de cariño, para la madre. Este circuito diagnosticado como disfuncional es el “blanco” hacia el que el terapeuta necesita dirigir las consecuentes intervenciones estrictamente terapéuticas, contando hasta acá con los padres como consultantes.
3.3. Implementación de intervenciones específicamente terapéuticas
Cuando el terapeuta ya tiene construido el motivo de consulta para la terapia y el diagnóstico del circuito de mantenimiento (en el caso descrito, claramente interaccional), necesita accionar en el sentido de su modificación para actuar terapéuticamente. El cambio específico en el circuito disfuncional se convierte en el objetivo del terapeuta, mientras que el alivio del problema es el objetivo de la terapia.
Hay dos caminos generales para modificar el circuito de mantenimiento del problema: bloquearlo, y/u ofrecer conductas alternativas para su manejo –de clase diferente a las intentadas y factibles de ser implementadas– de manera que se conviertan en verdaderas soluciones.
Si pensamos que las conductas con que se intentaron resolver las dificultades primarias se relacionan con opiniones o creencias de que esas situaciones requerían de ese tipo de soluciones intentadas, se desprende por lógica que es necesario introducir una novedad en la visión o interpretación que se ha hecho del problema, con el fin de facilitar la introducción de acciones diferentes, sean éstas individuales o interaccionales.
En algunos pocos casos se hace posible simplemente modificar las acciones con que afrontan el problema, esperando que –a consecuencia del cambio obtenido– el PI o los otros consultantes modifiquen su modo de interpretar el problema. Esta posibilidad aparece con consultantes que le otorgan al terapeuta una confianza ciega y lo siguen, aun en contra de sus propias creencias, y también cuando están absolutamente focalizados en qué hacer frente al problema, no otorgando relevancia al anclaje cognitivo.
3.3.1. Tipos de intervenciones
Fisch, Weakland y Segal (1984) recalcan la necesidad de planificar cuidadosamente las intervenciones, clasificándolas en principales y generales.
Las principales –que requieren de un motivo de consulta consensuado y un diagnóstico claro, según lo antedicho– se dirigen a modificar específicamente el circuito de mantenimiento, revirtiendo lo que estos autores encontraron como intentos básicos de solución en la práctica clínica. Los más frecuentes, en su experiencia, fueron: forzar algo
Terapeuta: Se me ocurre que podría ser útil, Carlos, que le diera a su mujer algún mensaje que pudiera ser interpretado por ella como una clara necesidad suya de tener algo especial con ella, un momento de encuentro que no fuera de los acostumbrados cotidianos: una cena en algún restaurante acogedor o una escapada corta a un spa, no sé…algo diferente pero íntimo, de Uds. dos.
Carlos: Sí, pienso en que si la invito a mi próximo viaje de trabajo, y le propongo quedarnos dos días después en la maravillosa ciudad de Buenos Aires, sería una buena idea. Le encanta el teatro y allí tenemos para elegir. Este ejemplo muestra el tipo de lenguaje proposicional utilizado en las sugerencias por el terapeuta, como asimismo la propuesta del consultante no coincidente estrictamente con lo sugerido, pero que sigue la dirección buscada por aquél.
El tercer tipo de intervenciones para modificar el patrón de conductas disfuncionales se refiere a las prescripciones, sean directas (para ser obedecidas) o paradojales (para ser desobedecidas). Como su nombre indica, están enunciadas en lenguaje prescriptivo, como recetas a seguir u oponerse (en el caso de las paradojas), y pueden adoptar la forma de una acción simple, una tarea específica, o un ritual más elaborado.
Un ejemplo de prescripción simple, en el mencionado caso de Pedro –el adolescente descontrolado– sería expresarles a los padres: “con un hijo tan fuerte y auto- determinado, no veo otra opción más que unirse con firmeza entre Uds., sentarse en el mismo banco, para darle un claro mensaje de que no tolerarán otra amenaza de su parte ni contra Uds. ni contra los hermanos, sin una consecuencia dolorosa. De lo contrario, este hijo seguirá “bailando” sobre la cabeza de ambos, sin darse cuenta por la inmadurez propia de su edad, de que se está arruinando el futuro”.
Un ritual podría relacionar varias conductas de los padres, los hermanos y la abuela, antes de forzarlo a volver a su casa. En esa oportunidad cada miembro de la familia podría decirle que lo quieren mucho, que admiran su capacidad de luchar por sus objetivos, y le transmitirían –con palabras propias de cada uno– su necesidad de que no quedara desmembrado de la familia. A continuación cada uno debería expresarle un deseo intenso de que rescate la fortaleza y valores escondidos detrás de la falsa apariencia de “loco descontrolado”, que ya nadie cree. Recién entonces, padre y madre le darían el mensaje propuesto para la prescripción simple antes mencionada.
Las prescripciones paradojales, son implementadas básicamente cuando el terapeuta percibe una marcada “resistencia” por parte de los consultantes a seguir sus directivas o la dirección necesaria para el cambio. En este sentido es que se espera que las desobedezcan, como manera de cooperar con dicha dirección. Generalmente ponen
énfasis en las desventajas del cambio, como una prescripción del “no cambio”, explicando detalladamente por qué no conviene, a la vez que se da un mensaje de beneficio del cambio en otro nivel. Requieren de un estilo de comunicación no agresivo (ni sarcástico, ni burlón), y de la evaluación de que no exista riesgo para el PI ni los otros significativos, en caso de tomarse “al pie de la letra” (por ejemplo no conviene en intentos de suicidio, a menos que el terapeuta estuviera muy seguro de que se trata sólo de conductas amenazantes de manipulación).
Una prescripción paradojal posible a los padres de Pedro (el adolescente), podría consistir en indicar al padre no modificar la actitud de “doble mensaje”, con la ventaja de seguir manteniendo un vínculo ambiguo con el hijo, aunque esta forma de comunicación posiblemente modele al hijo, impidiéndole aprender a enfrentar conflictos en la vida y solucionarlos. A la madre, se le podría indicar que mantuviera una imagen de mujer débil, de manera de facilitarle a Pedro la búsqueda de una pareja con tendencia a someterse, ya que probablemente encontrará en su camino a alguien de esa clase, aunque la relación pudiera terminar en los Tribunales por violencia. De todos modos, ella se ahorraría el esfuerzo de mostrarse firme, dispuesta a tolerar el enojo circunstancial de Pedro.
En los últimos años –probablemente por influencia de las terapias narrativas– Richard Fisch (2004) introdujo las preguntas como intervenciones terapéuticas, también posibles de ser implementadas para modificar el circuito de mantenimiento del motivo de consulta. Estas preguntas pueden adquirir la forma de interrogaciones directas: “¿Cómo consigue Ud. Pablo estar enojado, y a la vez mostrarse sonriente frente a los descontroles de Pedro?”; o reflexivas: “Me pregunto, ¿qué hará sentirse a Pedro autorizado a descalificar la autoridad materna?”; o circulares: “¿Cómo creen que Pedro percibe a sus hermanos y a sí mismo, cuando la madre debe interponerse entre él y ellos cuando se descontrola?”.
Como mencioné precedentemente, los terapeutas incluimos a lo largo del proceso terapéutico otras intervenciones que no están planificadas estrictamente para la ruptura del circuito de mantenimiento del motivo de consulta, pero que también son “terapéuticas” en el sentido de facilitar una actitud hacia el cambio por parte de los consultantes. A esta clase pertenecen las conductas de establecimiento y mantenimiento de la alianza terapéutica desde el principio hasta el final del vínculo, y todas aquellas – verbales o no verbales– que abren pequeñas “ventanas de novedad” en las visiones o interacciones disfuncionales.
Por ejemplo, si a los padres de Pedro se les dijera bastante rápidamente “¡qué hijo fuerte que tienen!”, o “¡lo que debe estar sufriendo este chico sintiéndose el demonio de