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Los miserables los miserables, Resúmenes de Historia

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Tipo: Resúmenes

2024/2025

Subido el 07/04/2025

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Los Miserables
Victor Hugo
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Los Miserables

Victor Hugo

PRIMERA PARTE. Fantina

el Emperador fue también a visitarlo, el digno cura que esperaba en la antesa-la se halló al paso de Su Majestad Imperial. Napo-león, notando la curiosidad con que aquel ancia-no lo miraba, se volvió, y dijo bruscamente:

¿Quién es ese buen hombre que me mira?

Majestad —dijo el señor Myriel—, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira.

Esa misma noche el Emperador pidió al carde-nal el nombre de aquel cura y algún tiempo des-pués el señor Myriel quedó sorprendido al saber que había sido nombrado obispo de D.

Llegó a D. acompañado de su hermana, la se-ñorita Baptistina, diez años menor que él. Por toda servidumbre tenían a la señora Maglóire, una cria-da de la misma edad de la hermana del obispo.

La señorita Baptistina era alta, pálida, delgada, de modales muy suaves. Nunca había sido bonita, pero al envejecer adquirió lo que se podría llamar la belleza de la bondad. Irradiaba una transparencia a través de la cual se veía, no a la mujer, sino al ángel.

La señora Magloire era una viejecilla blanca, gorda, siempre afanada y siempre sofocada, tanto a causa de su actividad como de su asma.

A su llegada instalaron al señor Myriel en su palacio episcopal, con todos los honores dispues-tos por los decretos imperiales, que clasificaban al obispo inmediatamente después del mariscal de campo.

Terminada la instalación, la población aguardó a ver cómo se conducía su obispo.

II. El señorMyriel se convierte en monseñor Bienvenido

El palacio episcopal de D. estaba contiguo al hos-pital, y era un vasto y hermoso edificio construido en piedra a principios del último siglo. Todo en él respiraba cierto aire de grandeza: las habitaciones del obispo, los salones, las habitaciones interiores, el patio de honor muy amplio con galerías de arcos según la antigua costumbre florentina, los jardines plantados de magníficos árboles.

El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín atrás.

Tres días después de su llegada, el obispo visi-tó el hospital. Terminada la visita, le pidió al direc-tor que tuviera a bien acompañarlo a su palacio.

—Señor director —le dijo una vez llegados allí—: ¿cuántos enfermos tenéis en este momento?

Veintiséis, monseñor.

—Son los que había contado —dijo el obispo.

—Las camas —replicó el director— están muy próximas las unas a las otras.

—Lo había notado.

—Las salas, más que salas, son celdas, y el aire en ellas se renueva difícilmente.

—Me había parecido lo mismo.

—Y luego, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, el jardín es muy pequeño para los conva-lecientes.

También me lo había figurado.

—En tiempo de epidemia, este año hemos teni-do el tifus, se juntan tantos enfermos; más de ciento, que no sabemos qué hacer.

—Ya se me había ocurrido esa idea.

—¡Qué queréis, monseñor! —dijo el director—: es menester resignarse.

Esta conversación se mantenía en el comedor del piso bajo.

El obispo calló un momento; luego, volvién-dose súbitamente hacia el director del hospital, preguntó:

¿Cuántas camas creéis que podrán caber en esta sala?

—¿En el comedor de Su Ilustrísima?? exclamó el director estupefacto.

— Suplemento a la asignación de los maestros de escuela de la diócesis 2000

— Cooperativa de los Altos Alpes 100

— Congregación de señoras para la enseñanza gratuita de niñas pobres 1500

— Para los pobres 6000

— Mi gasto personal 1000

Total 15000

Durante todo el tiempo que ocupó el obispa-do de D., monseñor Myriel no cambió en nada este presupuesto, que fue aceptado con absoluta sumisión por la señorita Baptistina. Para aquella santa mujer, monseñor Myriel era a la vez su her-mano y su obispo; lo amaba y lo veneraba con toda su sencillez.

Al cabo de algún tiempo afluyeron las ofren-das de dinero. Los que tenían y los que no tenían llamaban a la puerta de monseñor Myriel, los unos yendo a buscar la limosna que los otros acababan de depositar. En menos de un año el obispo llegó a ser el tesorero de todos los beneficios, y el cajero de todas las estrecheces. Grandes sumas pasaban por sus manos pero nada hacía que cam-biara o modificase su género de vida, ni que aña-diera lo más ínfimo de lo superfluo a lo que le era puramente necesario.

Lejos de esto, como siempre hay abajo más miseria que fraternidad arriba, todo estaba, por decirlo así, dado antes de ser recibido.

Es costumbre que los obispos encabecen con sus nombres de bautismo sus escritos y cartas pastorales. Los pobres de la comarca habían elegi-do, con una especie de instinto afectuoso, de to-dos los nombres del obispo aquel que les ofrecía una significación adecuada; y entre ellos sólo le designaban como monseñor Bienvenido. Haremos lo que ellos y lo llamaremos del mismo modo cuando sea ocasión. Por lo demás, al obispo le agradaba esta designación.

—Me gusta ese nombre —decía: Bienvenido suaviza un poco lo de

monseñor.

III. Las obras en armonía con las palabras

Su conversación era afable y alegre; se acomoda-ba a la mentalidad de las dos ancianas que pasa-ban la vida a su lado: cuando reía, era su risa la de un escolar.

La señora Magloire lo llamaba siempre "Vues-tra Grandeza". Un día monseñor se levantó de su sillón y fue a la biblioteca a buscar un libro.

Estaba éste en una de las tablas más altas del estante, y como el obispo era de corta estatura, no pudo alcanzarlo.

—Señora Magloire —dijo—, traedme una silla, por-que mi Grandeza no alcanza a esa tabla.

No condenaba nada ni a nadie apresurada-mente y sin tener en cuenta las circunstancias; y solía decir: Veamos el camino por donde ha pasado la falta.

Siendo un ex pecador, como se calificaba a sí mismo sonriendo, no tenía ninguna de las aspe-rezas del rigorismo, y profesaba muy alto, sin cuidarse para nada de ciertos fruncimientos de cejas, una doctrina que podría resumirse en estas palabras:

"El hombre tiene sobre sí la carne, que es a la vez su carga y su tentación. La lleva, y cede a ella. Debe vigilarla, contenerla, reprimirla; mas si a pesar de sus esfuerzos cae, la falta así cometida es venial. Es una caída; pero caída sobre las rodillas, que puede transformarse y acabar en oración".

Frecuentemente escribía algunas líneas en los márgenes del libro que estaba leyendo. Como éstas:

"Oh, Vos, ¿quién sois? El Eclesiástico os llama Todopoderoso; los Macabeos os nombran Crea-dor; la Epístola a los Efesios os llama .Libertad; Baruch os nombra Inmensidad; los Salmos os llaman Sabiduría y Verdad; Juan os llama Luz; los reyes os nombran Señor; el Éxodo os apellida Providencia; el Levítico, Santidad; Esdras, Justi-cia; la creación os llama Dios; el hombre os llama Padre; pero Salomón os llama Misericordia,

Su comida diaria se componía de algunas le-gumbres cocidas en agua, y de una sopa.

Ya dijimos que la casa que habitaba tenía sólo dos pisos. En el bajo había tres piezas, otras tres en el alto, encima un desván, y detrás de la casa, el jardín; el obispo habitaba el bajo. La primera pieza, que daba a la calle, le servía de comedor; la segunda, de dormitorio, y de orato-rio la tercera. No se podía salir del oratorio sin pasar por el dormitorio, ni de éste sin pasar por el comedor. En el fondo del oratorio había una alcoba cerrada, con una cama para cuando llega-ba algún huésped. El obispo solía ofrecer esta cama a los curas de aldea, cuyos asuntos parro-quiales los llevaban a D.

Había además en el jardín un establo, que era la antigua cocina del hospital, y donde el obispo tenía dos vacas. Cualquiera fuera la cantidad de leche que éstas dieran, enviaba invariablemente todas las mañanas la mitad a los enfermos del hospital. "Pago mis diezmos", decía.

Un aparador, convenientemente revestido de mantelitos blancos, servía de altar y adornaba el oratorio de Su Ilustrísima.

—Pero el más bello altar —decía— es el alma de un infeliz consolado en su infortunio, y que da gracias a Dios.

No es posible figurarse nada más sencillo que el dormitorio del obispo. Una puerta—ventana que daba al jardín; enfrente, la cama, una cama de hospital, con colcha de sarga verde; detrás de una cortina, los utensilios de tocador, que revelaban todavía los antiguos hábitos elegantes del hombre de mundo; dos puertas, una cerca de la chimenea que daba paso al oratorio; otra cerca de la biblio-teca que daba paso al comedor. La biblioteca era un armario grande con puertas vidrieras, lleno de libros; la chimenea era de madera, pero pintada imitando mármol, habitualmente sin fuego. Enci-ma de la chimenea, un crucifijo de cobre, que en su tiempo fue plateado, estaba clavado sobre ter-ciopelo negro algo raído y colocado bajo un dosel de madera; cerca de la puerta—ventana había una gran mesa con un tintero, repleta de papeles y gruesos libros.

La casa, cuidada por dos mujeres, respiraba de un extremo al otro una exquisita limpieza. Era el único lujo que el obispo se permitía. De él decía: "Esto no les quita nada a los pobres".

Menester es confesar, sin embargo, que le que-daban de lo que en otro tiempo había poseído seis cubiertos de plata y un cucharón, que la señora Magloire miraba con cierta satisfacción to-dos los días relucir espléndidamente sobre el blanco mantel de gruesa tela. Y como procuramos pintar aquí al obispo de D. tal cual era, debemos añadir que más de una vez había dicho: " Renunciaría difícilmente a comer con cubiertos que no fuesen de plata".

A estas alhajas deben añadirse dos grandes candeleros de plata maciza que eran herencia de una tía abuela. Aquellos candeleros sostenían dos velas de cera, y habitualmente figuraban sobre la chimenea del obispo. Cuando había convidados a cenar, la señora Magloire encendía las dos velas y ponía los dos candelabros en la mesa.

A la cabecera de la cama del obispo, había pequeña alacena, donde la señora Magloire guardaba todas las noches los seis cubiertos de plata y el cucharón. Debemos añadir que nunca quitaba la llave de la cerradura.

La señora Magloire cultivaba legumbres en el jardín; el obispo, por su parte, había sembrado flores en otro rincón. Crecían también algunos árboles frutales.

Una vez, la señora Magloire dijo a Su Ilustrísi-ma con cierta dulce malicia:

—Monseñor, vos que sacáis partido de todo, tenéis ahí un pedazo de tierra inútil. Más valdría que eso produjera frutos que flores.

—Señora Magloire —respondió el obispo—, os engañáis: lo bello vale tanto como lo útil.

Y añadió después de una pausa: Tal vez más.

y reír ruidosa-mente en la pieza inmediata. Al oír abrirse la puerta preguntó sin apartar la vista de sus cace-rolas:

—¿Qué ocurre?

—Cama y comida —dijo el hombre.

—A1 momento —replicó el posadero.

Entonces volvió la cabeza, dio una rápida ojea-da al viajero, y añadió:

—Pagando, por supuesto.

El hombre sacó una bolsa de cuero del bolsi-llo de su chaqueta y contestó:

—Tengo dinero.

—En ese caso, al momento os atiendo.

El hombre guardó su bolsa; se quitó el morral, conservó su palo en la mano, y fue a sentarse en un banquillo cerca del fuego. Entretanto el dueño de casa, yendo y viniendo de un lado para otro, no hacía más que mirar al viajero.

—¿Se come pronto? —preguntó éste.

—En seguida —dijo el posadero.

Mientras el recién llegado se calentaba con la espalda vuelta al posadero, éste sacó un lápiz del bolsillo, rasgó un pedazo de periódico, escribió en el margen blanco una línea o dos, lo dobló sin cerrarlo, y entregó aquel papel a un muchacho que parecía servirle a la vez de pinche y de cria-do; después dijo una palabra al oído del chico y éste marchó corriendo en dirección al Ayunta-miento.

El viajero nada vio.

Volvió a preguntar otra vez:

—¿Comeremos pronto?

—En seguida.

Volvió el muchacho: traía un papel. El hués-ped lo desdobló apresuradamente como quien está esperando una contestación. Leyó atenta-mente, movió la cabeza y permaneció pensativo. Por fin dio un paso hacia el viajero que parecía sumido en no muy agradables ni tranquilas re-flexiones.

—Buen hombre —le dijo—, no puedo recibiros en mi casa.

El hombre se enderezó sobre su asiento.

—¡Cómo! ¿Teméis que no pague el gasto? ¿Que-réis cobrar anticipado? Os digo que tengo dinero.

—No es eso.

—¿Pues qué?

—Vos tenéis dinero.

—He dicho que sí.

—Pero yo —dijo el posadero— no tengo cuarto que daros.

El hombre replicó tranquilamente:

—Dejadme un sitio en la cuadra.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque los caballos la ocupan toda.

—Pues bien —insistió el viajero—, ya habrá un rincón en el pajar, y un poco de paja no faltará tampoco. Lo arreglaremos después de comer.

—No puedo daros de comer.

Esta declaración hecha con tono mesurado pero firme, pareció grave al forastero, el cual se levantó y dijo:

—¡Me estoy muriendo de hambre! Vengo cami-nando desde que salió el sol; pago y quiero co-mer.

ver si descubría alguna humilde taberna donde pasar la noche.

Precisamente ardía una luz al extremo de la calle y hacia allí se dirigió. Era en efecto una taberna. El viajero se detuvo un momento, miró por los vidrios de la sala, iluminada por una pequeña lámpara colocada sobre una mesa y por un gran fuego que ardía en la chimenea. Algu-nos hombres bebían. El tabernero se calentaba. La llama hacía cocer el contenido de una marmi-ta de hierro, colgada de una cadena en medio del hogar.

El viajero no se atrevió a entrar por la puerta de la calle. Entró en el corral, se detuvo de nuevo, luego levantó tímidamente el pestillo y empujó la puerta.

—¿Quién va? —dijo el amo.

—Uno que quiere comer y dormir. Las dos cosas pueden hacerse aquí.

Entró. Todos se volvieron hacia él. El taberne-ro le dijo:

—Aquí tenéis fuego. La cena se cuece en la marmita; venid a calentaros.

El viajero fue a sentarse junto al hogar y ex-tendió hacia el fuego sus pies doloridos por el cansancio.

Dio la casualidad que uno de los que estaban sentados junto a la mesa antes de ir allí había estado en la posada de La Cruz de Colbas.

Desde el sitio en que estaba hizo al tabernero una seña imperceptible. Este se acercó a él y hablaron algunas palabras en voz baja.

El tabernero se acercó a la chimenea, puso bruscamente la mano en el hombro del viajero y le dijo:

—Vas a largarte de aquí.

El viajero se volvió, y contestó con dulzura:

—¡Ah! ¿Sabéis...?

—Sí.

—¿Que no me han admitido en la posada?

—Y yo lo echo de aquí.

—Pero, ¿dónde queréis que vaya?

—A cualquier parte.

El hombre cogió su garrote y su morral y se marchó. Pasó por delante de la cárcel. A la puerta colgaba una cadena de hierro unida a una campa-na. Llamó. Abriose un postigo.

—Buen carcelero —le dijo quitándose respetuo-samente la gorra—, ¿queréis abrirme y darme aloja-miento por esta noche?

Una voz le contestó:

—La cárcel no es una posada. Haced que os prendan y se os abrirá.

El postigo volvió a cerrarse.

Entró en una callejuela a la cual daban mu-chos jardines. El viento frío de los Alpes comenza-ba a soplar. A la luz del expirante día el forastero descubrió una caseta en uno de aquellos jardines que costeaban la calle. Pensó que sería alguna choza de las que levantan los peones camineros a orillas de las carreteras. Sentía frío y hambre. Esta-ba resignado a sufrir ésta, pero contra el frío que-ría encontrar un abrigo. Generalmente esta clase de chozas no están habitadas por la noche. Logró penetrar a gatas en su interior. Estaba caliente, y además halló en ella una buena cama de paja. Se quedó por un momento tendido en aquel lecho, agotado. De pronto oyó un gruñido: alzó los ojos y vio que por la abertura de la choza asomaba la cabeza de un mastín enorme.

El sitio en donde estaba era una perrera.

Se arrastró fuera de la choza como pudo, no sin agrandar los desgarrones de su ropa. Salió de la ciudad, esperando encontrar algún árbol o alguna pila de heno que le diera abrigo. Pero hay momentos en que hasta la naturaleza parece hostil; volvió a la ciudad. Serían como las ocho de la noche. Como no conocía las calles, volvió a comenzar su paseo a la ventura. Cuando pasó por la plaza de la catedral, enseñó el puño a la iglesia en señal de amenaza. Destrozado por el cansancio, y no esperando ya nada se echó sobre un banco de piedra. Una anciana salía de la iglesia en aquel momen-to, y vio a aquel hombre tendido en la oscuridad.

cajón colocado junto a la cama.

Poco después el obispo, sabiendo que su her-mana lo esperaba para cenar, cerró su libro y entró en el comedor. En ese momento, la señora Magloire hablaba con singular viveza. Se refería a un asunto que le era familiar, y al cual el obispo estaba ya acostumbrado. Tratábase del cerrojo de la puerta principal.

Parece que yendo a hacer algunas compras para la cena había oído referir ciertas cosas en distintos sitios. Se hablaba de un vagabundo de mala catadura; se decía que había llegado un hom-bre sospechoso, que debía estar en alguna parte de la ciudad, y que podían tener un mal encuentro los que aquella noche se olvidaran de recoger-se temprano y de cerrar bien sus puertas.

—Hermano, ¿oyes lo que dice la señora Magloire? —preguntó la señorita Baptistina.

—He oído vagamente algo —contestó el obispo.

Después, levantando su rostro cordial y fran-camente alegre, iluminado por el resplandor del fuego, añadió:

—Veamos: ¿qué hay? ¿Qué sucede? ¿Nos ame-naza algún peligro?

Entonces la señora Magloire comenzó de nue-vo su historia, exagerándola un poco sin querer y sin advertirlo. Decíase que un gitano, un desarrapa-do, una especie de mendigo peligroso, se hallaba en la ciudad. Había tratado de quedarse en la po-sada, donde no se le quiso recibir. Se le había visto vagar por las calles al obscurecer. Era un hombre de aspecto terrible, con un morral y un bastón.

—¿De veras? —dijo el obispo.

—Y como monseñor nunca pone llave a la puerta y tiene la costumbre de permitir siempre que entre cualquiera...

En ese momento se oyó llamar a la puerta con violencia.

—¡Adelante! —dijo el obispo.

III. Heroísmo de la obediencia pasiva

La puerta se abrió. Pero se abrió de par en par, como si alguien la empujase con energía y resolución. Entró un hombre. A este hombre lo conocemos ya. Era el viajero a quien hemos visto vagar buscando asilo. Entró, dio un paso y se detuvo, dejando detrás de sí la puerta abierta. Llevaba el morral a la espalda; el palo en la mano; tenía en los ojos una expresión ruda, audaz, cansada y violenta. Era una aparición siniestra.

La señora Magloire no tuvo fuerzas para lan-zar un grito. Se estremeció y quedó muda a inmó-vil como una estatua.

La señorita Baptistina se volvió, vio al hombre que entraba, y medio se incorporó, aterrada. Lue-go miró a su hermano, y su rostro adquirió una expresión de profunda calma y serenidad.

El obispo fijaba en el hombre una mirada tran-quila.

Al abrir los labios sin duda para preguntar al recién llegado lo que deseaba, éste apoyó ambas manos en su garrote, posó su mirada en el ancia-no y luego en las dos mujeres, y sin esperar a que el obispo hablase dijo en alta voz:

—Me llamo Jean Valjean: soy presidiario. He pasado en presidio diecinueve años. Estoy libre desde hace cuatro días y me dirijo a Pontarlier. Vengo caminando desde Tolón. Hoy anduve doce leguas a pie. Esta tarde, al llegar a esta ciudad, entré en una posada, de la cual me despidieron a causa de mi pasaporte amarillo, que había presen-tado en la alcaldía, como es preciso hacerlo. Fui a otra posada, y me echaron fuera lo mismo que en la primera. Nadie quiere recibirme. He ido a la cárcel y el carcelero no me abrió. Me metí en una perrera, y el perro me mordió. Parece que sabía quién era yo. Me fui al campo para dormir al cielo raso; pero ni aun eso me fue posible, porque creí que iba a llover y que no habría un buen Dios que impidiera la lluvia; y volví a entrar en la ciudad para buscar en ella el quicio de una puer-ta. Iba a echarme ahí en la plaza sobre una pie-dra, cuando una buena mujer me ha señalado vuestra casa, y me ha dicho: llamad ahí. He llama-do: ¿Qué casa es ésta? ¿Una posada? Tengo dinero. Ciento nueve francos y quince sueldos que he ganado en presidio con mi trabajo en diecinueve años. Pagaré. Estoy muy cansado y tengo hambre: ¿queréis que me quede?