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Análisis de la obra de Juan David Nasio
Tipo: Apuntes
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Este libro presenta los casos más célebres de psicosis en la historia del psicoanálisis —aquellos que suscitaron importantes innovaciones teóricas— comentados por destacados psicoanalistas de la actualidad. El caso Schreber , de Freud, que le permitió a este último profundizar en los mecanismos de la paranoia y el narcisismo; el caso Dick , niño autista a partir de cuyo análisis Melanie Klein elaboró su hipótesis sobre el sadismo como componente sano; el de la pequeña Piggle , niña desestructurada que puso a Winnicott en la senda del concepto de ‚madre suficientemente buena‛; así como otros casos famosos como el de Dominique y la niña del espejo , tratados por Françoise Dolto; el joven Joey , por Bruno Bettelheim, y las hermanas Papin , cuya locura fue analizada por Jacques Lacan.
Cada capítulo está organizado en tres partes: la vida del paciente, sus síntomas y el desarrollo de la cura. Asimismo se examina la importancia que tiene el caso para la teoría y se incluye una selección bibliográfica que remitirá al lector a los trabajos más destacados sobre el tema. Todo ello acompañado de una revisión de la teoría psicoanalítica sobre la psicosis. Testimonio excepcional de la cura psicoanalítica, esta obra colectiva se propone como un estímulo para pensar los nuevos casos de psicosis, perturbación mental que constituye aún hoy un auténtico desafío para la teoría y la práctica psicoanalíticas.
Juan David Nasio, psiquiatra y psicoanalista argentino residente en Francia, es autor de numerosos libros, entre los que se cuentan El dolor de la histeria (1991), Cómo trabaja un psicoanalista (1996), Los gritos del cuerpo (1996).
Bajo la dirección de Juan David Nasio
Con las contribuciones de
A.-M. Arcangioli, D. Berthon, A. Coriat, Y. François,
T. Garcia-Fons, A. Lefèvre, F.-X. Moya-Plana,
J.-D. Nasio, Ch. Pisani, M. Varieras,
M.-C. Veney-Perez, G. Vialet-Bine y L. Zolty
La preparación de esta obra estuvo supervisada por Liliane Zolty.
consultar directamente los documentos originales donde se consignan las observaciones clínicas aquí comentadas.
Cada uno de los capítulos presentados se organiza en tres partes: la vida del paciente, sus síntomas y el desarrollo de la cura; la importancia que tiene el caso para la teoría y, por último, una selección bibliográfica relativa al caso.
Además, este volumen incluye un capítulo sobre la teoría psicoanalítica de las psicosis y otro, que cierra el libro, sobre un caso clínico de psicosis transitoria estudiado a la luz del concepto de forclusión local , concepto que yo mismo acuñé en continuidad con la obra de Freud y de Lacan. Finalmente, decidí presentar, a modo de introducción de nuestra obra colectiva, un texto que muestra cómo un psicoanalista, en el ejercicio de la escucha, se siente impulsado a producir ese escrito singular que se llama ‚un caso clínico‛.
Los capítulos dedicados a los casos son la versión profundamente modificada de los textos de las conferencias pronunciadas durante el ciclo de enseñanza —‚Los grandes casos de psicosis‛— organizado por los Seminarios Psicoanalíticos de París.
J.-D. N.
J.-D. Nasio
‚Yo mismo me sorprendo al comprobar que mis observaciones de enfermos se leen como novelas y que no llevan, por así decirlo, el sello de la seriedad, propio de los escritos de los hombres de ciencia‛.
S. FREUD
En su acepción m{s común, la expresión ‚un caso‛ designa para el practicante el interés particular que deposita en alguno de sus pacientes. Con gran frecuencia ese interés lo impulsa a compartir su experiencia con sus colegas (supervisión, grupos clínicos, etcétera), pero a veces, tal interés da lugar a una observación escrita que constituye entonces lo que llamamos verdaderamente un caso clínico.
Recordemos, no obstante, que, en el discurso médico, la palabra ‚caso‛ adquiere un sentido muy diferente y hasta opuesto al sentido psicoanalítico que le daremos en este libro. Mientras en medicina la idea de un caso remite a un sujeto anónimo representativo de una enfermedad —se dice, por ejemplo, ‚un caso de listeriosis‛—, para nosotros, en cambio, un caso expresa la singularidad misma del ser que sufre y de la palabra que nos dirige.
Así es como, en psicoanálisis, definimos un caso como el relato de una experiencia singular, escrita por un terapeuta para dar testimonio de su encuentro con un paciente y apoyar una innovación teórica. Ya sea que se trate del informe de una sesión o del desarrollo de una cura, ya sea que constituya la presentación de la vida y de los síntomas del analizando, un caso es siempre un escrito que apunta a ser leído y discutido. Un escrito que, en virtud de su modo narrativo, pone en
desarrollarse en el exterior su conflicto interior. El principio del fenómeno catárquico puede resumirse en la siguiente fórmula: lo semejante se trata mediante lo semejante. Las pasiones que agitan en silencio el inconsciente del espectador se apaciguan cuando este último ve desencadenarse en el escenario esas mismas pasiones; la violencia de las pasiones reprimidas queda así exorcizada por la violencia de las pasiones teatralizadas. Gracias a identificaciones imaginarias con los personajes de la tragedia, el espectador participa activamente de la intriga; de espectador pasa a ser actor. Ahora bien, este mismo principio es lo que confiere a la lectura del caso clínico su poder sugestivo. Para nuestro lector, transformado en actor, lo semejante se aprende mediante lo semejante; al leer el informe de las sesiones, imagina que sufre lo que sufre el paciente e interviene como interviene el terapeuta.
Pero aquí surge una pregunta: ¿De qué manera facilita la lectura figurativa el acceso al pensamiento abstracto? ¿Cómo, partiendo de una observación clínica, puede el lector deducir la teoría? Dejando de lado el placer narcisista de leer un caso —verdadero espejo que remite al lector a sí mismo—, ¿cómo explicar, por ejemplo, que el relato de La pequeña Piggle nos permita comprender tan acabadamente el concepto winnicottiano de ‚madre lo suficientemente buena‛? Hemos dicho que el caso —visto en la perspectiva de quien lo redacta— es una puesta en imágenes de un concepto, un paso de lo abstracto a lo concreto, pero ahora queremos saber cómo se da el movimiento inverso. Queremos saber cómo se produce en el espíritu del lector el trayecto que va desde el texto ilustrado al concepto pensado, de la escena a la idea, de lo concreto a lo abstracto.
Nuestra respuesta puede resumirse mediante el siguiente encadenamiento. En un primer momento, y a fin de apoyar una proposición teórica, el terapeuta redacta el informe del desarrollo de una cura, describiendo la vida y los síntomas de su paciente. Luego, el lector aborda ese texto y se identifica con los personajes principales de la historia del sujeto, después generaliza el caso al compararlos con otras situaciones análogas para extraer, por último, el concepto que hasta ahora no aparecía formulado. Sólo entonces, se aparta de la escena clínica y, guiado por el concepto emergente, barre su espacio mental poblado por otros conceptos conocidos y otras experiencias vividas.
En suma, cuando nuestro lector da vuelta la última página de ese célebre diario de cura que es La pequeña Piggle , comprende que uno de los ejes del libro es la noción de ‚madre lo suficientemente buena‛. Comprende que la ‚madre lo suficientemente buena‛ es la madre simbólica, es decir, la ‚doble‛ psíquica de la persona real de la madre, una representación mental que la niña puede maltratar y
agredir sin destruirla ni destruirse a sí misma. Por lo tanto, al lector sólo le resta dar un último paso: extender el concepto de ‚madre lo suficientemente buena‛ al terreno más general de la relación transferencial entre paciente y analista. Teniendo presente esta noción y observando cómo concluye el análisis de Piggle, nuestro lector sabe ya que, según los principios winnicottianos, la meta última de la acción del psicoanalista en procura de la cura es crear en el analizando la certeza de que ha podido amar y agredir a su terapeuta de manera simbólica, es decir, sin haberlo poseído ni destruido realmente. Partiendo de la experiencia concreta de la pequeña Piggle los lectores tenemos acceso al concepto de ‚madre lo suficientemente buena‛ y, desde ese trampolín, podemos saltar hacia un nuevo concepto más amplio que llamaré, parafraseando a Winnicott, analista lo suficientemente simbolizable. Lo suficientemente simbolizable para sobrevivir, en su condición de representación psíquica, a las proyecciones pulsionales del analizando; un analista que haya obrado en la realidad de la cura de manera lo suficientemente pertinente para imprimir en la psique del paciente la figura simbólica de un terapeuta inalterable, condición esencial para que el analizando termine su análisis sin culpa respecto de aquel que se sometió a la influencia de la transferencia.
En suma, el valor didáctico de un caso estriba en el poder irresistible que tiene una historia clínica de atrapar al ser imaginario del lector y de llevarlo sutilmente, casi sin que éste lo advierta, a descubrir un concepto y a elaborar otros.
Dramatizar el concepto
Sin embargo, debo precisar aquí —siempre refiriéndome a la función didáctica del caso— que existe otro modo de poner en escena un concepto sin tener que recurrir por ello al testimonio de un caso clínico. ¿Cómo? Ya no se trata de una ilustración en la que el concepto ‚obra‛ dentro de una escena humana, sino de ver cómo el concepto mismo se hace humano, cobra vida, se trata de antropomorfizarlo, de hacerlo hablar y actuar como hablaría y actuaría un ser que quiere hacerse entender. Así ocurre que, movido por mi pensamiento visual, me pongo a expresar con gestos las nociones más abstractas y formales. Cuando debo enseñar en un marco restringido como el de mi seminario cerrado, a veces siento el impulso de expresar la significación de una noción mediante, además, mímicas y entonaciones. Pero, fuera de esas situaciones particulares, cuando debo exponer por escrito una entidad formal, me esfuerzo por presentar sus articulaciones sinuosas y con frecuencia complicadas, a la manera de un director de teatro que convirtiera un concepto teórico en el personaje central de una intriga que se anuda, culmina y llega
pienso aquí sobre todo en los célebres casos del psicoanálisis— que la observación clínica y el concepto del que constituye la ilustración estén tan íntimamente imbricados que la observación sustituya el concepto y se transforme en su metáfora. El hecho de que los analistas hayan recurrido repetidamente a algunos grandes casos, siempre los mismos, para ejemplificar un concepto dado, ha provocado, con el transcurso de los años, un desplazamiento de significación. El sentido primero de una idea se ha transformado poco a poco en el sentido mismo de su ejemplo; y esto es hasta tal punto así que la sola mención del nombre propio del caso ( Joey, las hermanas Papin, Dominique , etcétera) basta para hacer surgir instantáneamente la significación conceptual. También el ejemplo llega a ser un concepto.
Cuando estudiamos la psicosis en términos abstractos, solemos evocar espontáneamente tal episodio de la historia del delirante presidente Schreber y, al evocarlo, estamos teorizando sin saber que lo hacemos. Pienso aquí en el momento preciso en que estalla el delirio paranoico del célebre presidente. Ésta es la escena: todavía en una duermevela, después de una noche de sueños, Schreber imagina que sería muy agradable ser una mujer en el momento del coito. Ya esta sola evocación hace que se presente la hipótesis freudiana que equipara la paranoia masculina con la expresión mórbida de una fantasía infantil e inconsciente de contenido homosexual: la de ser poseído sexualmente por el padre y gozar de esa posesión. En su ensoñación erótica, Schreber es una mujer embriagada por la voluptuosidad de la penetración, pero en su fantasía subyacente es en verdad un niño que goza al librarse al deseo sexual de su padre. Además, que un psicoanalista evoque ese clisé, este episodio decisivo de la dolencia de nuestro presidente paranoico, equivale a afirmar una de las principales proposiciones que explican el origen de la paranoia: el amor inconsciente por el padre ha sido proyectado hacia afuera en la persona de un hombre acosador a quien uno odia y teme. La causa de la paranoia es la reactivación aguda de una fantasía homosexual edípica. Bien se ve que el concepto de proyección paranoica se desvanece ante el ejemplo que llega a ocupar su lugar.
Hasta puede ocurrir que el caso-metáfora se estudie, comente y retome tan incansablemente en la comunidad de los terapeutas que adquiera un valor emblemático y hasta fetiche. ¿Qué son Schreber, Dora y Hans sino historias consagradas por la tradición psicoanalítica como los arquetipos de la psicosis, de la histeria y de la fobia?
¿Hace falta agregar que las numerosas observaciones clínicas que pueblan la teoría analítica recuerdan la imposibilidad del pensamiento conceptual de expresar lo verdadero de la experiencia recurriendo sólo al razonamiento formal?
Función heurística
Sucede además que el caso excede su rol de ilustración y de metáfora emblemática para llegar a ser en sí mismo generador de conceptos. Esto es lo que yo llamo ‚la función heurística de un caso‛. La fecundidad demostrativa de un ejemplo clínico es a veces tan fructífera que vemos proliferar nuevas hipótesis que enloquecen y consolidan la trama de la teoría. Para retomar la figura del presidente Schreber, señalemos que, gracias a las sorprendentes Memorias de un neurópata comentada por Freud, Lacan pudo concebir por primera vez la noción de significante del ‚nombre del padre‛ y la noción correlativa de forclusión, conceptos que, desde entonces, renovaron la comprensión del fenómeno psicótico.[2]^ Para completar esta referencia, recordemos el papel que desempeñó el célebre caso del hombre de los lobos (episodio de la alucinación del dedo cortado) en el nacimiento del concepto lacaniano de forclusión.
Pero, que un caso tenga una función didáctica —por ser un ejemplo que respalda una tesis—, una función metafórica —porque es la metáfora de un concepto— y hasta una función heurística , como destello que está en el origen de un nuevo saber, no impide que el informe de un encuentro clínico nunca sea el reflejo fiel de un hecho concreto y que sea en cambio su reconstitución ficticia. El ejemplo nunca es un acontecimiento puro; siempre es una historia modificada.
Un caso se define, pues, como el relato hecho por un practicante cuando reconstruye el recuerdo de una experiencia terapéutica destacada. Tal reconstrucción sólo puede ser una ficción, puesto que el analista recuerda el encuentro con el analizando a través del filtro de su vivencia como terapeuta, lo reajusta de acuerdo con la teoría que quiere validar y, no olvidemos este punto, lo redacta siguiendo las leyes restringidas de la escritura. El analista participa de la experiencia misma con su deseo, luego la recupera de su recuerdo, la piensa mediante su teoría y la escribe en el lenguaje común. Bien se ve hasta qué punto todos esos planos sucesivos deforman el hecho real que termina por transformarse en otro.
indispensable para que, en el momento más vivo de la escucha, justo antes de interpretarla, el analista pueda representarse la fantasía del inconsciente del paciente. Ahora bien, ese momento, favorecido por la existencia previa del esquema conceptual, puede resultar tan conmovedor que incite al practicante a escribir.
Expliquemos esto un poco más. Me presento a la escucha de mi paciente teniendo en un segundo plano, casi olvidado —pero siempre dispuesto a presentarse en mi espíritu— el esquema dinámico de sus conflictos pulsionales, más exactamente, el esbozo de sus fantasías dominantes. Pero, y esto es lo esencial, ese esquema, elaborado en mí desde la primera entrevista y luego olvidado, parece sufrir una fermentación psíquica que lo lleva a convertirse, en el transcurso de la escucha, en una serie de imágenes que se imponen a mi espíritu. Las fantasías reconstruidas intelectualmente se transforman en un momento dado en fantasías imaginadas, casi alucinadas, en el espíritu del terapeuta. Dicho de otro modo, el esquema del análisis, madurado largamente, llega a convertirse, en el instante de la escucha en una escena impresa de gran nitidez.
Además, el psicoanalista debe comenzar por preguntarse cuáles son las fantasías dominantes de su paciente y, una vez establecida su elaboración, ya no pensar en ella esperando que se precipite en una escena imaginada. La consigna que le transmitiría yo al psicoanalista sería, pues: ‚Reconstruya las fantasías primordiales, olvide la reconstrucción y déjela actuar en usted hasta que —gracias a una manifestación del paciente— se transforme en im{genes animadas‛.
Por supuesto, la aparición de esas imágenes en el espíritu del terapeuta depende ante todo de la fuerza de las proyecciones transferenciales del analizando. Si bien es cierto que el esquema del análisis se forjó gracias al saber consciente del analista, también es cierto que la aparición de la escena imaginada sólo es posible gracias al inconsciente del psicoanalista. Para elaborar su esquema, el practicante se sirvió de su saber consciente; en tanto que para visualizar la escena, se sirve de su inconsciente, entendido como instrumento perceptivo; más exactamente, utiliza su inconsciente como una placa sensible expuesta a las proyecciones inconscientes del analizando. En resumidas cuentas: la fantasía imaginada es la aparición en el espíritu del analista de lo reprimido del paciente.
Ahora bien, la significación de la fantasía imaginada, y con esto me refiero a la lógica de la escena fantasmática,[3]^ está regida por la elaboración conceptual del esquema del an{lisis, esquema que funciona a semejanza de una ‚micro-teoría‛ que dicta el guión de la escena percibida. Por consiguiente se comprende por qué razón nuestro esquema permite al psicoanalista representarse adecuadamente la fantasía , es
decir, ver emerger en él una fantasía que expresa verdaderamente la transferencia de su analizando y no una ilusión personal.
En suma, ese esquema no es ni un resumen de los principios generales del psicoanálisis, ni la puesta en imágenes propiamente dicha qué se me impone en el momento de la interpretación. Ni teoría general, ni fantasía visualizada, sino una elaboración conceptual ajustada a cada paciente en particular que, una vez olvidada, se convierte en una escena imaginada. En este sentido, definiremos la interpretación psicoanalítica como la representación en palabras, hecha por el analista, de la escena imaginada tal como se dibuja en su espíritu. Interpretación que, según las circunstancias, el terapeuta comunicará al paciente o, por el contrario, guardará para sí.
Quisiera dar aquí un ejemplo, tomado de mi propia práctica, que muestra el paso del esquema a la imagen. Pienso en Antoine, un hombre de 40 años que me consulta a causa de su impotencia sexual. Después de algunas sesiones, me entero de que, cuando era niño, recibía frecuentes castigos corporales de su padre, un hombre violento que también aterrorizaba a su mujer. Como hago con la mayor parte de mis pacientes, progresivamente logro elaborar un esquema conceptual que orienta la escucha. Construyo, pues, la fantasía que supuestamente explicaría la impotencia de Antoine. Partiendo de una hipótesis con la que estoy familiarizado, a saber, que siempre debemos buscar la causa del sufrimiento neurótico en la relación edípica con el padre del mismo sexo,[4]^ me dije —y éste es el esquema del análisis— que en su inconsciente nuestro analizando había tomado, en relación con su padre, el lugar de la madre. Se había, pues, identificado con una mujer golpeada que sufre la brutalidad de un hombre. De modo que para él la virilidad sería sinónimo de violencia, y la femineidad, sinónimo de sufrimiento.
Esta secuencia fantasmática, que construí sesión tras sesión según diferentes variantes, es, en mi opinión, la escena inconsciente y patógena que indujo la impotencia. En realidad Antoine es impotente porque, dominado por su fantasía, se prohíbe penetrar a una mujer por temor a hacerle daño o a hacerle daño a su propia madre. Como está identificado con su madre, cree sentir el dolor que sentiría una mujer cuando es penetrada. Le basta con acariciar el cuerpo de una mujer deseada para que, inmediatamente, sin darse cuenta, se inhiba sexualmente.
Ahora bien, un día, durante una sesión difícil, teniendo en mi espíritu todas estas ideas en estado latente, fui sorprendido por el llanto súbito del paciente. Tuve hasta tal punto la impresión de oír los sollozos de una mujer que inmediatamente se me apareció el rostro desconsolado de una madre que gemía en lo más profundo de
brevemente, un problema mayor, el de la confidencialidad en lo que atañe a la identidad del paciente que está en el origen del escrito clínico. Hay dos reglas intangibles que el psicoanalista autor de un ‚caso‛ debe respetar rigurosamente. En primer lugar, es indispensable enmascarar todos los datos y los detalles que permitan identificar a la persona del analizando. En segundo lugar, en mi opinión, es igualmente indispensable hacerle leer el documento al paciente objeto del estudio y solicitarle su aprobación para una eventual comunicación y hasta publicación. A fin de no perturbar el curso normal de la cura y de poder redactar el informe partiendo del conjunto de los materiales, es preferible plantearle esta cuestión al paciente una vez terminado el análisis.
La estricta observancia de estas reglas éticas es una condición necesaria para que casos clínicos ricos en enseñanzas continúen favoreciendo la transmisión viva del psicoanálisis.
Las líneas en bastardilla que presentan las citas de Freud y de Lacan son de J.-D. Nasio.
FREUD
Freud siempre se sintió presionado entre el respeto deontológico por la intimidad del paciente y el deber ineludible de comunicar a todos su experiencia y de teorizarla con miras a fundar esta nueva ciencia que es el psicoanálisis. Las dos citas siguientes muestran este antagonismo entre la preocupación por preservar el secreto profesional y el deseo de constituir un saber universal.
*<+ Es cierto que los enfermos nunca habrían hablado si hubiesen imaginado la posibilidad de una explotación científica de sus confesiones y, seguramente, también habría sido en vano pedirles su autorización para publicarlas.[5]
Sin embargo, entre discreción y publicación, Freud no duda, elige la publicación.
*<+ La discreción es incompatible con una buena exposición de an{lisis; hay que carecer de escrúpulos, exponerse, entregarse plenamente, traicionarse, conducirse como un artista que compra los colores con los ahorros domésticos y quema los muebles para dar calor a su modelo. Sin algunas de estas acciones criminales, nada se puede lograr acabadamente.[6]
Para Freud, la transmisión del saber es una exigencia moral.