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Libro de vidas, importante leer
Tipo: Resúmenes
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Una noche del mes de abril de 1999 cuando me disponía a retirar de mi consultorio revisé, como es mi costumbre, la agenda de llamadas no urgentes que se habían realizado durante el día. Mi secretaria me refirió que sólo había una. Se trataba de una joven recomendada por una colega siquiatra quien atendía a la paciente por problemas de violación sexual. Me llamó la atención que la paciente comentara que ya estaba siendo atendida y solicitara cita conmigo. Pensé que a lo mejor requería de una segunda opinión sobre el caso, lo cual es relativamente frecuente, así que tomé nota del día y la hora de la cita. Al salir del consultorio olvidé el asunto. Abordé mi auto y me dirigí a casa, ubicada en los suburbios del sur de la ciudad. Mientras iba ascendiendo por las laderas a la zona montañosa, gigantes verdes aparecieron dando una apariencia campirana al paisaje. De noche el macizo de montañas boscosas resultan impresionantes. Mis cavilaciones terminaron. Había llegado a casa. No imaginaba, ni remotamente, que a partir de ese momento mis concepciones acerca de ciertos aspectos de la vida darían un vuelco sorprendente, una aventura mística apasionante estaba por comenzar y los primeros indicios estaban emergiendo como tiernos brotes. Llegó el jueves. El día de la cita de la joven que me remitía mi colega. Terminé de ver a mi paciente anterior y entonces apareció ante mí una chica de veintiún años. Se llamaba Cecilia y su naturaleza era dulce y atractiva. De piel morena, tenía cierto aire de las mujeres hindúes. En realidad provenía de la costa sureste del país. Su vestido era impecablemente blanco y calzaba sandalias de cuero. Adornaba su cuello con un lindo collar de obsidiana y turquesas. Daba la impresión de fragilidad y durante los primeros momentos se mostró algo reservada. Tras la angustia reflejada en su rostro. Sus ojos color miel dejaban traslucir una fina sensibilidad. Su trato era refinado y su discurso dejaba claro que era una persona con amplia cultura. Al preguntarle sobre su ocupación, me comentó que era estudiante universitaria que trataba de graduarse en la escuela de estudios superiores de pintura, escultura y pirograbado. Tenía la inquietud de
cuando terminé de leer ese párrafo me pregunté: ¿acaso estamos condenados a una angustiante resignación en la cual la vida parece carecer de sentido?
La creencia en la reencarnación del alma en la Tierra que yo profesaba había nacido en mi adolescencia y se fue cimentando mucho más sólidamente en mi juventud. Durante esos años había descubierto en mí mismo una veta de profundo misticismo. Me aficioné, por consecuencia, a las lecturas de Lobsang Rampa respecto a los poderes que desarrollaban los lamas tibetanos, entre ellos el viaje astral. Ésas y otras lecturas sobre las culturas orientales, en particular la budista y la hindú, me enriquecieron enormemente de manera espiritual. Desde ese entonces me dediqué, casi con obsesión a investigar el tema de una manera concienzuda. Recuerdo que durante muchos momentos en mi adolescencia me repetía que cómo era posible el que una vez muertos se acabase todo. ¿Sería ése el verdadero fin? Luego surgían otras preguntas como “¿Para qué existimos?” “¿Es ésta una existencia creada al azar o dirigida con algún propósito específico por algún ser superior?”. Una pregunta que particularmente me atormentaba era la de “¿Y si nunca hubiera existido nadie, nunca habría habido nada?” No pude, en ese entonces, responder a tales preguntas, y sin embargo me pareció, y sigo convencido de ello, que no hay una doctrina que explique mejor la evolución espiritual del ser humano que la de la reencarnación. Una vez que terminé mi formación como médico, e influido por la metodología científica propia de la carrera, quise saber si había una técnica que pudiera acercarse a la obtención de datos más sólidos sobre el tema. No lo logré. El método científico no resultaba ser el adecuado ya que está ideado para dar una explicación de los fenómenos naturales. La existencia del alma y su probable reencarnación en diferentes cuerpos no correspondía a este tipo de abordaje. Sin embargo, también sabía que esto no significaba que no existiera el fenómeno. Simplemente la forma de estudiarlo no era la adecuada. Con un fuerte propósito de búsqueda de la verdad me propuse encontrar las herramientas que sirvieran para corroborar o desechar esta fascinante teoría. Como parte de un interés y
curiosidad en los aspectos emocionales y espirituales de la naturaleza humana, pronto me vi impulsado a estudiar la sicología del hombre, así que me matriculé en la universidad para realizar la licenciatura en sicología y posteriormente la especialización en siquiatría. La naturaleza de estos estudios me permitió incursionar en importantes áreas del comportamiento humano mucho más allá de las limitaciones físicas. Pude entender que el método clínico, mediante hipnosis, incluso cuando no se apega a los lineamientos científicos por completo, era una forma más adecuada de acceder a los propósitos que me había planteado. Aún así sabía que pisaba en terreno resbaloso. Como una forma de búsqueda alternativa investigué el tema también en varias escuelas de tipo iniciático y fui descubriendo también que la meditación y la introspección suelen ser algunas de las maneras de acceder a los estados alterados de conciencia. Como éstas prácticas me parecieron aún menos rigurosas que la hipnosis, decidí probar con ésta, convencido de que era, si bien no la mejor forma, al menos la más prometedora. Fue de esta manera que decidí abordar el estudio de la reencarnación. Desde entonces y hasta el momento actual he practicado la hipnosis con fines de investigación y descubrimiento de vidas pasadas durante un periodo de quince años. En todo este tiempo he logrado recabar cierta experiencia en el tema. Uno de los aspectos más importantes que he podido observar es que no todos los pacientes pueden llegar al nivel de trance necesario para que se lleve a cabo la regresión y que otros imaginan algunas escenas, llevados por un fuerte deseo de “ver” algo. Sin embargo, un gran número de personas han podido recordar, no una, sino varias vidas pasadas. He podido notar, también, que es muy difícil poder inventar y sostener de manera reiterativa los datos de una regresión a vidas pasadas. Otro aspecto que al menos a mí me ha quedado claro es el relativo a que el dato crucial para saber si una regresión es auténtica o no radica en el hecho del alto contenido emocional de las regresiones reales. Es lo mismo que sucede con una hipnosis regresiva a un evento de la vida actual, el cual suele estar cargado de muchas emotividad y el paciente suele vivenciarlo recreándolo intensamente. El método, al menos por el momento, no es susceptible de cubrir todos los lineamientos científicos, como ya mencioné y no sé
inexorable con la muerte. Pero vale la pena detenernos a analizar este hecho que durante mucho tiempo se ha dado por sentado. Antropólogos y filósofos han ofrecido explicaciones de lo que ocurre después de la muerte, planteando que el hombre tiene la necesidad de contar con una figura paternal o protectora con la cual identificarse, con la cual dialogar. Dicen que el hombre necesita crear a Dios para calmar su angustia. Ésta es una explicación del porqué el hombre necesita esa figura. Es una explicación interesante, una más, pero en realidad no resuelve el problema. ¿En realidad existe dios? ¿Existe un mundo espiritual tal y como lo han planteado los santos, los místicos y los religiosos? Al no contar por el momento con una certidumbre absoluta, la postura más adecuada, a mi parecer, es la de la duda razonable. En este marco se inscribe lo que a continuación presentamos: una propuesta más, basada en los hallazgos realizados bajo hipnosis en un estado de trance profundo. Sé que al abordar temas como el de la reencarnación del alma en la Tierra me aventuro en áreas que pueden ser consideradas como de difícil comprobación y, por lo tanto, muy polémicas. Ésta más bien parecería una tarea propia de la filosofía y la religión. ¿Qué va a suceder cuando muera? ¿Volveré a vivir nuevamente? ¿Será el fin de todo? ¿Tengo un alma? ¿Sobrevive ésta a la muerte? Desde mi punto de vista, tales preguntas no sólo conciernen a la filosofía y a la religión. Nos afectan directamente a todos. Me parece que cualquier intento que trate de esclarecer estos cuestionamientos debe ser bienvenido. Desde hace siglos los argumentos que han impedido un avance de estas disciplinas provienen de dos grupos. Uno, de círculos científicos. Sus principales postulados son que no hay estudios que puedan demostrar que tal cosa sea cierta y que, por lo tanto, el tema no merece una consideración formal. En parte tienen razón. Que yo sepa, hasta el momento no hay investigación alguna concluyente que pruebe la existencia de la reencarnación. Pero evidenciemos una trampa implícita en ese argumento: no podemos concluir con sencillez simplona que, por lo tanto, la reencarnación no existe. Tan poco serio es afirmar algo sin tener las pruebas de
ello como descartarlo sin poseerlas. La ciencia misma no avanza así. Cuando descubre un problema trata de darle una explicación. Para pasar de las meras creencias a la obtención de datos sólidos se deben elaborar hipótesis, teorías y leyes. En todo este proceso no se puede ni se debe descartar ningún modelo que intente dar una explicación razonable. Hacerlo significaría privarse, en algunos casos, de la solución misma del problema. Ésta es la médula del proceso de construcción del conocimiento humano. Los juicios a priori son, por lo tanto, opuestos a la verdadera esencia del desarrollo científico. El segundo círculo es el de algunas religiones opuestas por completo a la posibilidad de la reencarnación. El dogma prevaleciente en cada una de ellas como fuente de fe ancla muchas veces el desarrollo del conocimiento. Es curioso observar que aun cuando su religión no permite una creencia en la reencarnación, muchos feligreses mantienen una opinión contraria y ello es debido a que en épocas recientes se ha venido generando una búsqueda espiritual cada vez más profunda. Después de haber terminado todo el proceso regresivo con Cecilia, mi visión de las cosas han cambiado de manera radical. Me queda absolutamente claro que el tema que se busca estudiar no es un fenómeno natural, así que en un sentido estricto su estudio no es competencia de la ciencia, aun cuando ciertos aspectos de la misma pueden ayudarnos a resolver algunas interrogantes, como más adelante veremos. Los datos aquí expuestos, por lo tanto, no pueden ser comprobados de manera rigurosa puesto que no pertenecen al ámbito de los fenómenos estudiados por la ciencia. Es preciso, pues, echar mano de los mejores recursos disponibles en la actualidad. Sé de antemano que muchas de las objeciones que surgen cuando se abordan estos temas se refieren a la gran dosis de subjetividad implícita: sin embargo, lo que pareciera constituirse en una limitante, a mi juicio se transforma en una circunstancia de excepcional riqueza: nos permite incursionar libremente en sectores de la sique poco explorados o casi desconocidos.
Miró el reloj. Eran las nueve y media de la noche de un 9 de mayo de 1999. Observó detenidamente su cuarto y volvió a su realidad por un momento. Se pudo ver como una de tantas chicas provincianas que vienen a la capital a proseguir sus estudios. Debido a su condición de estudiante sus ingresos eran bajos, pero se las había arreglado para encontrar un empleo en una galería de arte como vendedora a comisión. ¿Podía haberle sucedido algo más maravilloso? Había encontrado un trabajo dentro de una de las áreas de mayor interés para ella y así costeaba sus estudios. La casa de huéspedes donde vivía era una casa modesta, sin muchas pretensiones, pero romántica para un estudiante de su edad. En su pequeño cuarto, tenía todo a su alcance; una cama individual, un armario con su ropa, una mesita que servía para comer y para realizar sus trabajos de escultura, suficientes libros como para seis meses de lectura ininterrumpida. Bueno, tenía casi todo, lo único que realmente le faltaba era una computadora. Debido a su gran afición a escribir y a la necesidad de realizar los diseños de sus trabajos, la máquina le resolvería muchos problemas. Pero estaba esperanzada en que vendrían tiempos mejores. Vivir en la ciudad de México era un enorme reto para ella. Estaba prácticamente sola a excepción de un primo al cual visitaba con cierta frecuencia. Sus recuerdos cesaron de manera súbita. La crisis de angustia había vuelto. No acertaba a comprender lo que le estaba sucediendo. Aunque tenía algunas sensaciones extrañas. Sí. Eran tan extrañas que quizás eso era lo que la asustaba más. Pensó que quizá la responsable de sus estado era la persistente fatiga que desde hacía tiempo la acompañaba. Después de todo había estado trabajando de más. Se dispuso a dormir para alejar la sensación en ese momento se oyeron tres leves golpes en la puerta. Pensó en lo abrir. Recapacitó. Podría tratarse de una llamada de su familia desde provincia. Se levantó y algo molesta y preocupada dirigió sus temblorosos pasos hacia la puerta. Era
Gisela, una compañera de la casa de huéspedes. La visita la incomodó un poco, pero no tuvo las fuerzas suficientes para pedirle que se retirara. Sin embargo, no sospechaba que aquel encuentro resultaría providencial para la solución de sus problemas. La conversación con Gisela no hubiera tenido la mayor relevancia a no ser por el hecho de haber tocado el tema de la reencarnación. Conforme su compañera avanzaba en el relato algo empezó a gestarse en Cecilia. Un mortal escalofrío se fue anudando lentamente en su garganta. Calló durante un rato, sintiéndose, sin saber porque, terriblemente angustiada. No pudo más. Tenía que deshacerse de la amiga y estar a solas. La despidió argumentando que se hallaba exhausta. Antes de que se fuera, la detuvo en la puerta con una pregunta. —¿Tú crees e las regresiones? —No sé. Creo que sí. —Debo saber si una regresión me puede ayudar. ¿Podrás investigar algo? —Sí… yo te averiguo —dijo desconcertada la amiga—. ¡Ah!, se me olvidaba, te voy a traer una música que te va a gustar. Una vez que la amiga hubo salido. Ceci comenzó a entrar en pánico. A su mente acudieron escenas muy dolorosas de su infancia. Por alguna extraña razón, y sin saberlo con claridad, el relato de su amiga había despertado recuerdos remotos, recuerdos ancestrales, imágenes perdidas en el ayer de los tiempos. La música que le trajo la amiga era dulce y fluía con rítmicas ondulaciones. Entonces y aparentemente sin conexión alguna recordó y lloró por la vida de su tío Andrés, hermano de su madre, como si fuera la propia, pero ¿por qué acudía esta imagen a su mente? Fue entonces cuando algo la sobresaltó más aún. Comenzó a murmurar entre sollozos: “lo siento mucho, perdón, perdón. Estoy avergonzado de lo que hice, por favor perdónenme”. Se sorprendió enormemente al notar que estaba hablando en género masculino. ¿Qué significaba eso? ¿Cómo podía hablar de sí misma como si fuera varón? Quedó muy desconcertada, pero se prometió resolver este extraño pensamiento y el por qué venía arrastrando una culpa aparentemente sin sentido. Hizo un alto. Una llamarada intuitiva le
llegó a la casa le preparó un refrigerio, pero su desconcierto aumentó cuando observó asombrada que Cecilia dejaba escurrir hilillos de leche por su cuello hasta que rodaban pausadamente por su inmaculada blusa. La amiga, apesadumbrada preguntó: ¿Qué puedo hacer por ti? Cecilia con una mirada lejana sólo acertó a responder en un tono de abatimiento: “Sólo quiero paz”. Los siguientes dos días insistió con su terapeuta dejando recados cada seis horas, sin que ella se comunicara, y sin que Cecilia tuviera otra forma de localizarla. Los sentimientos de ese entonces quedaron plasmados en sus propias palabras: Ante la angustia que sentía, me aferré a un pedazo de meteorito que un guía de la Zona del Silencio me había obsequiado una tarde en la que intenté, sin éxito, llegar hasta esa región ubicada en el desierto de Mapimí. Con el meteorito acunado en mi mano izquierda, empecé a decorar mi habitación, la cual estaba desnuda de mi personalidad. Precisamente sobre la pared de color rosa mexicano, Cecilia había pegado un cartoncillo con una cita del Chilam Balam: ¿Quién soy yo? —Se preguntaba en su espíritu el hombre—. ¿Soy éste que soy? ¿Soy acaso un niño que llora? —dice en medio de la Tierra. ¿Revelaban estos cuestionamientos solamente un deseo de conocer algo más de sí misma o estaba empezando a perder la cordura? Los síntomas proseguían su inescrutable carrera: Alrededor de la frase del Chilam Balam coloqué mis identificaciones del trabajo y de la universidad, mi credencial de elector y mi cédula del registro federal de contribuyentes. Todo en un guiño amargo, irónico. Impulsiva, continúe mi decoración, sacando del ropero una muñeca pequeña a la que metí entre las ropas el fragmento de una fotografía mía, y la colgué del cuello con los cordones del recorredor de cortinas, dejando que oscilara con los pies rígidos. Ya imbuida en ese humor ácido, clavé un cuchillo sobre la puerta del ropero, busqué un moño rojo con él amarré el mango negro del arma blanca. Guardé un retrato mío que estaba sobre el buró; en su lugar puse un marco vacío, en cuyo vidrio pequé con cinta adhesiva mis lentes carentes de una mica. “Ahí está tu autorretrato”, me susurré con profundo desprecio. Me tendí sobre la alfombra, satisfecha por haber expresado algo de mi interior en las paredes de ese espacio. Pero también conteniendo la
impaciencia, ¿Cuánto tiempo más me iba a seguir agrediendo con ese odio en dique? ¿Y si ya no fuera posible contenerlo? ¿De qué sería capaz? ¿Acaso ahora en verdad empezaba a enloquecer? El miércoles 12 de mayo de 1999 en la casa de huéspedes le notificaron que tenía una llamada. Por fin, se comunicaba su terapeuta: —Hola, Ceci, anduve de viaje una semana. Hoy escuché todos tus recados, estoy preocupada por ti, ¿qué ha sucedido? —Estoy desesperada, es que descubrí algo… —¿De tu historia…? —No, de mi prehistoria (risas nerviosas). —Tienes que explicarme eso. Ve mañana al hospital. Nos vemos a la una de la tarde. Si tengo algún otro paciente, espérame un poco. A la 1:20 p.m. estaba ya dentro del consultorio de la terapeuta. Resumió. Ella escuchó con suma atención. — Yo sé que es por medio de ti que me llegará la persona indicada para hacerme la regresión. No es casualidad que, de entre todos los siquiatras del hospital, me tocara la mística. La siquiatra sonrió no sabía con exactitud cómo orientar a Cecilia. Titubeó. Finalmente tomó una decisión. —Curiosamente hace tiempo me interesé mucho en ese tema, pero lo dejé. Y justo en estas semanas me ha llegado la información de quién lo puede hacer. Déjame pedir los datos de esta persona y yo te hablo mañana en la noche. Si tienes la inquietud, es bueno que lo busques, sólo que no olvides que sigues necesitando terapia. Bueno, y que sea lo que dios quiera. Al día siguiente recibí la llamada de la siquiatra. tan pronto colgó, ésta se comunicó a mi consultorio. En su historia Cecilia se escribía un nuevo y conmovedor capítulo. Mi secretaria le dio una cita para el día siguiente, viernes 14, a la 1:00 p.m. esa noche Cecilia pudo conciliar el sueño durante algunas horas. Al día siguiente se concretaba la primera cita conmigo. Pocos minutos antes de la 1:00 p.m. estaba yo en la pequeña sala de espera. Tensa, sostenía un silencio tembloroso,
—Por fin me llamó mi siquiatra, me dio los datos de la persona que yo buscaba, hablé con él hace rato y me va a hacer la regresión mañana. —Qué bueno, porque tú ya estabas desesperada. Tengo miedo, pero está bien. Es mejor que ya sepas de una vez. —Sí, es mejor. quiero pedirte que mañana, cuando salga, estés esperándome cerca: no tengo la menor idea de cómo voy a salir y no me parece conveniente estar sola, ¿puedes? Regresó a su casa. En su habitación, el desasosiego volvió a invadirla. Lloró y lloró sin saber exactamente por qué, en una extraña mezcla de añoranza, dolor y deseos de mejoría. Esa noche logró conciliar el sueño durante escasas pero reconfortantes horas. Despertó sobresaltada. Eran las 8:05 a.m. Después de invertir unos cuantos minutos en su aseo personal, abordó precipitadamente un taxi; su respiración se hallaba entrecortada. Pronto estaba ya en el consultorio, donde me encontré a Tere. Saludé con nerviosismo a la recepcionista, entré al consultorio. A sugerencia del siquiatra, me senté sobre un cómodo sofá, mientras él preparaba una grabadora. —¿Estás nerviosa? —le pregunté —Sí —respondió todavía agitada. Comencé a platicar con ella durante unos momentos para crear un clima de tranquilidad. Una vez que se hubo relajado le pedí que se recostara sobre el sofá y comencé a guiarla en un proceso de relajación progresivamente profundo. Le pedí que se imaginara una playa con arena fresca y el sol cubriéndole por completo. Así lo hice, aunque demasiado a la expectativa, pues yo esperaba que una regresión fuera tan aparatosa como una sesión de juegos pirotécnicos mentales, o algo similar. Siguió dirigiéndome con una voz que me iba sedando. De pronto algo dentro de mí inició un camino de retroceso a través de espacio y tiempo. Se fueron mis pupilas hacia arriba, repiqueteaban sin sonido, punzaban sin dolor, hacían movimientos intermitentes desconocidos para mí. Aunque con dificultad al principio y bastante reticencia debido al aguijoneante miedo, tuve a mí la primera imagen de una vida anterior.
Comenzó a relatar la escena donde había un hombre de aproximadamente cincuenta años detrás de una especie de mesa plegable. El ambiente era algo brumoso. Lo más vívido eran las intensas emociones que podía percibir, mucho más que las escenas. Se pudo dar cuenta que sentía un gran enojo. Poco a poco se fueron presentando algunas imágenes. Se vio a sí misma como un varón de temperamento flemático, explosivo y con cierto desequilibrio mental. Pude reconocer que el hombre maduro era mi tío Andrés y que en aquella vida había sido mi padre. Teníamos una pésima relación con odios acumulados, así que, azuzado por mi falta de cordura, tomé una especie de martillo y lo estrellé contra su cráneo muchas veces, primero con rabia, con movimientos rápidos y contundentes, después de forma maquinal, casi sin percatarme de lo que seguía pasando entre ese cuerpo desplomado al lado de la mesa y yo. Al abandonar el cadáver me recorrió una oleada de liberación. Ya estaba harto de él. Quedé perdido por algunos segundos porque yo no sentía que la policía me hubiera apresado, y tampoco que me hubiera dado a la fuga. Sencillamente enloquecí después de aquel acto. Durante la regresión, Cecilia gritaba y lloraba llena de rabia. Su cuerpo se contorsionaba y las lágrimas afloraban incontenibles. El estrecho sofá pareció por momentos incapaz de poder contener su agitación. De acuerdo con su descripción, el joven que acababa de cometer este homicidio era de aspecto quebradizo, cabello ralo color miel. Se vio internado en un hospital para enfermos mentales hasta que finalmente murió en su pabellón. En la regresión, Cecilia había retrocedido hasta una época en la que los sentimientos de odio se tradujeron en una furia incontenible hacia el que era su padre, a quien terminó asesinando. Experimentó, en consecuencia, enormes sentimientos de culpa, los cuales parecían haberse “filtrado” hasta la presente vida. Estos hallazgos le daban sentido a algunos de los síntomas que previamente había presentado. Las imágenes cesaron. Una vez que se recuperara por completo de la regresión sabía que tendríamos que dedicar largos momentos a analizar la información obtenida como si se tratara de un hecho de esta vida. Así había trabajado durante años y me había funcionado muy bien.
esa otra vida. Pude ver como él era amigo mío y yo lo engañé con su esposa. Cuando él se enteró se puso fuera de sí y me estranguló. Reviví con intensidad la sensación de asfixia y luego mi muerte. Cuando terminó la regresión y me quedé solo comencé a reflexionar sobre el relato. Estos “seres de luz”, que más tarde se identificaron como maestros de sabiduría, habían aparecido en otros relatos. A mi memoria acudieron de inmediato los recuerdos de la monumental obra, en seis tomos, de La doctrina secreta de madame Blavatsky la cual, según ella, fue dirigida e inspirada por algunos de ellos. En iguales circunstancias se encuentra el libro Mensajes del sanctum celestial del filósofo Raymond Bernard. Otro libro relacionado en Cartas desde la luz de Elsa Barker. Más recientemente el siquiatra Brian Weiss da testimonio de estas enseñanzas en su libro Muchas vidas muchos maestros. Mientras tanto Cecilia, completamente recuperada de la regresión, había abordado junto con Tere el metro para reunirse con Karla, otra de sus amigas. Las vivencias después de la regresión fueron registradas por Ceci de esta manera: Una vez concluida la regresión y la plática posterior a ella, salí un poco débil, le hablé por teléfono a Karla, a quien había considerado mi otro “yo”. Le supliqué que suspendiera lo que estaba haciendo y nos viéramos afuera del palacio de Bellas Artes en una hora. Me trasladé allá en compañía de Tere. Al llegar a Bellas Artes la esperamos varios minutos con el ritmo de mi impaciencia. Cuando llegó compartimos un abrazo largo y profundo. Ya instaladas sobre el pasto de la Alameda, comencé a explicarle. Lloró en silencio ante mi relato, hasta que me interrumpió. Era el momento de las confesiones. Karla dijo: —¿Acaso yo era tu amante en la segunda vida? —Sí —dijo Cecilia—, tú eras ella —mientras bajaba la mirada con vergüenza. —Ahora comprendo —argumentó sorprendida Karla— por qué cada vez que hablabas de tu tío, yo no sentía que lo detestara ¿Se pueden experimentar remordimientos por hechos ocurridos en otras vidas? Al parecer esto es lo que estaba sucediendo.
Ante la dimensión que iba adquiriendo la reconstrucción de sus vidas pasadas, Cecilia requería de algunas sesiones a fin de poder “acomodar” estos recuerdos en su marco de vida presente. Resultó de mucho interés observar cómo los recuerdos de otras vidas, una vez traídos a la presente, mantenían las emociones generadas en ese entonces. Esto confirmaba una vez más lo que los sabios durante cientos de años han dicho respecto de la reencarnación del alma en la Tierra: lo que se busca es la comprensión de cada lección, merced a la toma de conciencia del hecho. En la doctrina de la reencarnación se asevera que en uno de los procesos las almas desarrollan un camino de ascenso hacia la perfección, “el regreso a la fuente original”, como muchos místicos le llamarían. Las diferentes vidas aportarían las experiencias necesarias para enriquecer al alma con todas las vivencias requeridas para alcanzar tal fin. De esta manera, los eventos considerados como negativos, tales como crímenes, odios y guerras, por sólo mencionar unos cuantos, son parte de un desarrollo inicial del alma y, más que “necesarios”, son comprensibles como parte de un plan maestro perfecta y amorosamente planeado. Uno se pregunta entonces ¿cómo puede un plan diseñarse con amor si contempla la destructividad y el mal? La respuesta de la doctrina de la reencarnación manifiesta que dios ha proporcionado al alma humana el mayor regalo de cuantos se puedan concebir: el libre albedrío. El alma, convertida en humano al encarnar, posee el poder de experimentar lo que ella desee, incluso el llamado mal. La destructividad, la crueldad, el egoísmo y demás aspectos considerados como aberrantes son parte de un proceso en el que una voluntad entrenada y evolucionada llegará eventualmente a transmutar. Pero es evidente que el proceso no puede circunscribirse a una sola vida. La reencarnación del alma le permitirá ir afinando estos aspectos. Al terminarlos, todas las almas regresarán a esa fuente primaria de vida, pero dotadas ahora de un conocimiento vivencial y, por lo tanto, más profundo y completo. Pero volvamos con Cecilia. Movida por un impulso nacido de lo profundo pidió a Tere que buscara una iglesia, la más cercana que hubiera. Tenía una imperiosa necesidad de realizar una introspección. “No importa que sea de la religión que sea —dijo— , sólo necesito entrar”.