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La Educación del Niño: Un Análisis Filosófico de Rousseau, Apuntes de Pedagogía

Este documento explora las ideas de jean-jacques rousseau sobre la educación infantil, destacando su enfoque en la naturaleza del niño y la importancia de la educación natural. Rousseau argumenta que la educación debe respetar la naturaleza del niño, permitiéndole desarrollarse de forma libre y espontánea, sin la influencia de la sociedad.

Tipo: Apuntes

2023/2024

Subido el 03/11/2024

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Emilio o De la Educación

Jean-Jacques Rousseau

textos.info

biblioteca digital abierta

Prefacio del autor

Esta colección de reflexiones sin orden y casi sin enlace, fue comenzada por complacer a una buena madre que sabe pensar. Primeramente sólo proyecté una memoria de pocas páginas; mas el asunto me arrastró, a pesar mío, y la memoria se fue haciendo poco a poco una especie de volumen, grande sin duda por lo que contiene, pequeño por la materia de que trata. Vacilé mucho tiempo entre publicarlo o no; trabajando en él he visto que no basta haber escrito algunos folletos para saber componer un libro. Después de algunos esfuerzos inútiles para hacerlo mejor, tengo que dejar mi obra como está, porque entiendo que es preciso atraer la atención pública hacia estos asuntos, y aunque mis ideas sean malas, con tal que inspiren otras mejores no habré perdido el tiempo. Un hombre que desde su retiro, sin encomiadores ni partidarios que los defiendan ofrece sus impresos al público, sin saber siquiera lo que de ellos se piensa o lo que de ellos se dice, no puede temer que puesto caso de equivocarse vayan a pasar sus errores sin examen.

Poco diré de la importancia que tiene una educación buena. Tampoco me detendré a demostrar que la usada hoy es mala: mil lo han demostrado ya, y no he de pararme a rellenar un libro de cosas que todo el mundo sabe. Únicamente observaré que desde hace infinito tiempo no hay más que una voz contra la práctica establecida, sin que a nadie se le ocurra proponer otra que sea mejor. La literatura y el saber de nuestro siglo más tienden a destruir que a edificar. Censúrase con tono de maestro; mas para proponer se debe tomar otro tono, y esto ya complace menos a la elevación filosófica a pesar de tantos escritos que, según dicen, sólo tienen por objeto la utilidad pública, todavía sigue olvidado el arte de formar a los hombres, que es la primera de todas las utilidades. Mi tema era por completo nuevo, aun después del libro de Locke, mucho temo que siga siéndolo también después del libro mío.

No es conocida, en modo alguno, la infancia; con las ideas falsas que se tienen acerca de ella, cuanto más se adelanta, más considerable es el extravío. Los de mayor prudencia se atienen a lo que necesitan saber los

hombres, sin tener en cuenta lo que pueden aprender los niños. Buscan siempre al hombre en el niño, sin considerar lo que éste es antes de ser hombre. He aquí el estudio a que me he aplicado con preferencia, para que, aun suponiendo mi método enteramente falso, se obtenga siempre beneficio de mis observaciones. Puedo haber visto mal aquello que es necesario hacer, pero me parece que he visto bien el objeto sobre el que debe obrarse. Comenzad, pues, por estudiar mejor a vuestros alumnos, seguramente no los conocéis. Si leéis este libro con ese propósito, tengo para mí que ha de seros útil.

Lo que sin duda sorprenderá más al lector es la parte que pudiéramos llamar sistemática, que en este caso no es otra cosa sino el mismo desarrollo de la naturaleza. Probablemente me atacarán por esto, y quizás no dejen de tener razón. Pensarán que más bien que un libro acerca de la educación leen las fantasías de un visionario sobre ese mismo asunto. ¿Cómo evitarlo? No escribo yo sobre las ideas de otro sino sobre las mías. No veo como los demás hombres: hace tiempo que me lo han censurado. Mas ¿depende de mí el adquirir otra vista o el impresionarme con otras ideas? No. De mí depende el no abandonarme a mi modo de sentir, el no creerme más sabio que todo el mundo; de mí depende no el cambio de sentimiento, sino la desconfianza del mío; he aquí lo que puedo hacer y lo que hago. Si alguna vez tomo el tono afirmativo, no es para imponerme al lector; es para hablarle como pienso. ¿Por qué he de proponer en tono de duda lo que para mí no es dudoso? Yo digo exactamente cuanto pasa en mi espíritu.

Al exponer con libertad mi pensamiento, tan lejos estoy de suponerlo autorizado, que siempre lo acompaño de mis razones, conforme a las cuales debe juzgárseme. Pero aunque no quiera obstinarme en la defensa de mis ideas, pienso hallarme obligado a proponerlas. Las máximas acerca de las cuales tengo una opinión contraria a la opinión de los demás, no son materia indiferente: de su verdad o de su falsedad depende la dicha o la desgracia del género humano.

Proponed lo que es factible, me dicen a cada momento. Es lo mismo que si me dijeran: proponed que se haga lo que ahora se hace o, por lo menos, algo bueno compaginable con lo malo existente. En ciertas materias eso es menos práctico que lo por mí propuesto: con esa alianza se echa a perder el bien y no se cura el mal. Más quisiera seguir en todo la práctica establecida que tomar a medias una buena: habría en ello menos

Libro Primero

Todo es perfecto cuando sale de las manos de Dios, pero todo degenera en las manos del hombre. Obliga a una tierra a que dé lo que debe producir otra, a que un árbol dé un fruto distinto; mezcla y confunde los climas, los elementos y las estaciones, mutila su perro, su caballo y su esclavo; lo turba y desfigura todo; ama la deformidad, lo monstruoso; no quiere nada tal como ha salido de la naturaleza, ni al mismo hombre, a quien doma a su capricho, como a los árboles de su huerto.

De otra forma, todo sería peor, ya que nuestra especie no quiere ser formada a medias. En el estado en que están las cosas, un hombre abandonado desde su nacimiento a sí mismo sería el más desfigurado de los mortales; las preocupaciones, la autoridad, la necesidad, el ejemplo, todas las instituciones sociales, en las que estamos sumergidos, apagarían en él su natural modo de ser y no pondrían nada en su lugar que lo sustituyese. Sería como un arbolillo que el azar ha hecho nacer en medio de su camino y que los transeúntes, sacudiéndolo en todas direcciones, lo matan.

Es a ti a quien me dirijo, tierna y prudente madre, que has sabido evitar la gran ruta y librar del choque de las opiniones humanas al naciente arbolillo. Cultiva y riega la tierna planta antes de que se muera; de ese modo, sus frutos ya sazonados serán un día tu delicia. Forma a su debido tiempo un círculo alrededor del alma de tu hijo; luego puedes levantar otro, pero sólo tú debes poder apartar la valla.

Se consiguen las plantas con el cultivo, y los hombres con la educación. Si el hombre naciera grande y fuerte, su talla y su fuerza le serían inútiles hasta que aprendiera a servirse de ellas y, luego, abandonado a sí mismo, se moriría de miseria antes de que los demás comprendiesen sus necesidades. Hay quien se queja del estado de la infancia, y no se da cuenta de que la raza humana habría perecido si el hombre no hubiese empezado siendo un niño.

Nacemos débiles, necesitamos ser fuertes, y al nacer carecemos de todo y

se nos debe proteger; nacemos torpes y nos es esencial conseguir la inteligencia. Todo esto de que carecemos al nacer, tan imprescindible en la adolescencia, se nos ha dado por medio de la educación.

La educación nos viene de la naturaleza, de los hombres o de las cosas. El desenvolvimiento interno de nuestras facultades y de nuestros órganos es la educación de la naturaleza; el uso que aprendemos a hacer de este desenvolvimiento o desarrollo por medio de sus enseñanzas, es la educación humana, y la adquirida por nuestra propia experiencia sobre los objetos que nos afectan, es la educación de las cosas.

Cada uno de nosotros está formado por tres clases de maestros. El discípulo que en su interior tome las lecciones de los tres de forma contradictoria, se educa mal y nunca está de acuerdo consigo mismo; sólo cuando coinciden y tienden a los mismos fines logra su meta y vive consecuentemente. Sólo éste estará bien educado.

Según esto, de las tres diferentes educaciones, la de la naturaleza no depende de ningún modo de nosotros; la de las cosas está en parte en nuestra mano, y sólo en la de los hombres es donde somos los verdaderos maestros, aunque únicamente por suposición, porque, ¿quién puede esperar que ha de dirigir por completo los razonamientos y las acciones de todos cuantos a un niño se acerquen?

Por lo mismo que la educación es un arte, casi es imposible su logro, puesto que de nadie depende el concurso de causas indispensables para él. Todo cuanto puede conseguirse a fuerza de diligencia es aproximarse más o menos al propósito, pero se necesita suerte para conseguirlo.

¿Qué propósito es éste? Pues el mismo que se propone la naturaleza, lo que ya hemos indicado. Puesto que el concurso de las tres educaciones es necesario a su perfección, nosotros no podemos hacer nada que dirija a las otras dos sobre la primera, la que nos ofrece la naturaleza. Mas como la palabra «naturaleza» puede tener un sentido muy vago, conviene que la fijemos con claridad.

La naturaleza, nos dicen, no es otra cosa que el hábito. ¿Qué significa esto? ¿No existen hábitos adquiridos forzosamente y que nunca ahoga la naturaleza? Tal es, por ejemplo, el de aquellas plantas que se evita su crecimiento vertical. La misma planta obedece la inclinación a la que fue obligada, mas la savia no cambia su primitiva dirección, y si continúa la

importarles el bien de sus vecinos.

El hombre de la naturaleza lo es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto, que no tiene más relación que consigo mismo o con su semejante. El hombre civilizado es una unidad fraccionaria que determina el denominador y cuyo valor expresa su relación con el entero, que es el cuerpo social.

Las buenas instituciones sociales son aquellas que poseen el medio de desnaturalizar al hombre, quitarle su existencia absoluta para reemplazarla por otra relativa, y transportar el yo dentro de la unidad común; de tal manera que cada particular no se crea un entero, sino parte de la unidad, y sea sensible solamente en el todo. Un ciudadano de Roma no era ni Cayo ni Lucio; era un romano que amaba exclusivamente a su patria por ser la suya. Por cartaginés se reputaba Régulo, como un bien que era de sus amos, y en calidad de extranjero se resistía a tomar asiento en el senado romano; fue preciso que se lo ordenara un cartaginés. Se indignó de que se le quisiera salvar la vida. Venció y regresó triunfante a morir en el suplicio. Me parece que esto no tiene mucha relación con los hombres que conocemos.

El lacedemonio Paderetes se presentó para ser admitido en el Consejo de los trescientos, y, rechazado, se volvió a su casa, contento de que hubiese en Esparta trescientos hombres de más mérito que él. Supongo que esta demostración fue sincera, y no hay motivo para no creerlo. He aquí un ciudadano.

Una espartana tenía cinco hijos en el ejército, y aguardaba noticias de la batalla. Llega un ilota, y ella le pregunta temblando. «Vuestros cinco hijos han muerto». «Vil esclavo, ¿te pregunto yo eso? Nosotros hemos alcanzado la victoria». La madre corre hacia el templo y da gracias a los dioses. He aquí una ciudadana.

Aquel que, en el orden civil, quiere conservar la primacía de los sentimientos naturales, no sabe lo que quiere. Siempre en contradicción consigo y fluctuando entre sus propensiones y sus deberes, no será jamás ni hombre ni ciudadano, ni será bueno para él ni para los demás. Será uno de los hombres actuales, un francés, un inglés, un burgués; no será nada.

Para ser algo, y para ser uno propio y siempre el mismo, importa decidir el partido que uno debe tomar, hacerlo resueltamente y seguirlo con firmeza.

Yo espero que se me presente este prodigio para saber si es hombre o ciudadano, o cómo se las apaña para ser a la vez ambas cosas.

De estos objetos necesariamente opuestos devienen dos formas de instituciones contrarias: la una pública y común, la otra particular y doméstica.

Si queréis formaros una idea de la educación pública, leed la República, de Platón. No es, pues, una obra de política, como piensan los que juzgan los libros por su título, sino es el más excelente tratado de educación que se haya escrito.

Cuando quieren hablar de un país fantástico, se cita con frecuencia la institución de Platón; mucho más quimérica me parecería la de Licurgo si nos la hubiera dejado solamente en un escrito. Platón ha depurado el corazón del hombre; Licurgo lo ha desnaturalizado.

La institución pública tampoco existe, y no puede existir, pues donde no hay patria, tampoco puede haber ciudadanos. Los dos vocablos patria y ciudadano deben borrarse de las lenguas modernas. Yo sé la razón, pero no quiero expresarla, porque no importa para mi tema.

No considero institución pública esos establecimientos irrisorios llamados colegios. Tampoco tengo en cuenta la educación del mundo, porque, como se propone dos fines contrarios, ninguno de los dos consigue; no sirve más que para hacer dobles a los hombres, que con la apariencia de proporcionar beneficios a los demás, jamás hacen nada que no sea en provecho propio. Pero como estas muestras son comunes a todo el mundo, a nadie engañan, y son, por lo tanto, trabajo perdido.

De estas contradicciones nace aquella que experimentamos continuamente en nosotros mismos. Llevados por la naturaleza y por los hombres por caminos contrarios, y forzados a distribuir nuestra actividad en distintas proyecciones, tomamos una dirección compuesta que ni a una ni a otra resolución nos lleva. De tal modo combatidos y fluctuantes durante el curso de nuestra vida, la terminamos sin haber podido ponernos de acuerdo con nosotros mismos y sin haber sido buenos para nosotros ni para los demás.

Falta por último la educación doméstica o la de la naturaleza. Pero ¿qué reportará a los demás un hombre educado cínicamente para él? Si los dos

educación consiste menos en preceptos que en ejercicios. Desde que empezamos a vivir, comienza nuestra instrucción; nuestra educación se inicia simultáneamente con nosotros; nuestro primer preceptor es nuestra nodriza. Por eso la palabra educación tenía antiguamente un significado que ya ha desaparecido; quería decir alimento. Educit obstetrix , dice Varrón; educat nutrix, instituit paedagogus, docet magister. Así la educación, la institución y la instrucción son tres cosas tan diferentes en su objeto como institutriz, preceptor y maestro. Pero estas distinciones son mal entendidas, ya que el niño, para ser bien conducido, no debe tener más que un guía.

Esto, pues, hace generalizar nuestros puntos de vista y considerar en nuestro discípulo el hombre abstracto, el que está expuesto a todas las eventualidades de la vida humana. Si los hombres nacieran ligados al suelo de un país, si la misma estación durara todo el año, si cada uno dispusiera de su fortuna de tal modo que jamás pudiera cambiar, la práctica establecida sería buena para ciertos modos de ver. El niño educado para su estado, no saliendo jamás del mismo, no se vería expuesto a los inconvenientes de otro distinto. Mas teniendo en cuenta la inestabilidad de las cosas humanas, mirando el espíritu inquieto y revoltoso de este siglo, que lo trastorna todo a cada generación, ¿puede concebirse un método más insensible como el de educar a un niño como si jamás hubiese de salir de su habitación y tuviera que vivir siempre rodeado de su gente? Si este desgraciado da un solo paso en la tierra, sí baja un escalón, está perdido. Esto no es enseñarles a soportar el dolor, sino ejercitarle a sentirlo.

Se sueña en conservar al niño, pero eso no es suficiente; debieran enseñarle a conservarse cuando sea hombre, a soportar los golpes de la desgracia, a arrastrar la opulencia y la miseria, a vivir, si es necesario, en los hielos de Islandia o en las ardientes rocas de Malta. Inútil es tomar precauciones para que no muera, pues al fin tiene que morir, y aunque no sea su muerte un resultado de vuestros cuidados, aun serán éstos mal entendidos. Se trata menos de impedir morir que de hacerle vivir. Vivir no consiste en respirar, sino saber hacer uso de nuestros órganos, de nuestros sentidos, de nuestras facultades, de todas las partes de nosotros mismos que dan el sentimiento de nuestra existencia. El hombre que más ha vivido no es el que tiene más años, sino el que más aprovechó la vida. Uno que murió al nacer se le enterró a los cien años; mejor le hubiera sido morir en su juventud si por lo menos hubiera vivido hasta este tiempo.

Toda nuestra sabiduría consiste en preocupaciones serviles; todos nuestros usos no son otra cosa que sujeción, tormento y violencia. El hombre civilizado nace, vive y muere en la esclavitud. Cuando nace se le cose en una envoltura; cuando muere se le mete en un ataúd, y en tanto que él conserva la figura humana vive encadenado por nuestras instituciones.

Se dice que algunas parteras pretenden dar una forma más conveniente a la cabeza de los recién nacidos apretándosela, ¡y se lo permiten! Tan mal están nuestras cabezas del modo como Dios las formó que nos las modelan las parteras por fuera y los filósofos por dentro. Los caribes son la mitad más felices que nosotros.

Apenas el niño ha salido del vientre de su madre, y apenas disfruta de la facultad de mover y extender sus miembros, cuando se le ponen nuevas ligaduras. Le envuelven, le ponen a dormir con la cabeza fija, las piernas estiradas y los brazos colgando; le cubren de lienzos y vendajes de toda especie que le privan del cambio de posición. Feliz si no le han apretado hasta el punto de privarle de respirar y si se ha tenido la precaución de acostarle de lado con el fin de que los líquidos que debe sacar por la boca, ya que no le queda libertad de mover la cabeza de lado, para facilitar la salida de los mismos.

El niño recién nacido tiene necesidad de extender y mover sus miembros para sacarlos del adormecimiento en que han estado, a causa del envoltorio, durante tanto tiempo. Los estiran, es verdad, pero les impiden el movimiento; sujetan hasta la cabeza con capillos, como si tuviesen miedo de que den señales de vida.

Así el impulso de las partes internas del cuerpo que tienden al crecimiento encuentran un obstáculo insuperable a los movimientos que esas partes requieren.

El niño hace continuamente esfuerzos inútiles que apuran sus fuerzas o retardan su progreso. Estaba menos estrecho, menos ligado, menos comprimido dentro del vientre de la madre que en sus pañales. No veo lo que ha ganado con nacer.

La inacción, la presión en que retienen los miembros de un niño, no pueden favorecer en nada la circulación de la sangre y de los humores, es

perder la vida, pero temo que está muy cerca de perderla. He aquí, según yo creo, una de las mayores utilidades del fajado.

Se opina que los niños en libertad pueden adquirir malas posiciones y hacer movimientos que perjudiquen a la buena conformación de sus miembros. Éste es uno de tantos vanos razonamientos de nuestra falsa sabiduría, y que ninguna experiencia ha confirmado.

Entre multitud de niños de los pueblos, que son más sensatos que nosotros, son criados con toda la libertad de sus miembros, y no se ve ni uno que se hiera ni se estropee, pues no podrían dar a sus movimientos la fuerza que les resultase peligrosa, y cuando toman una posición violenta, el dolor les advierte en seguida que la cambien.

Nosotros aún no hemos pensado en fajar a los perritos ni a los gatos. ¿Observamos algún inconveniente en esta negligencia? Los niños son más pesados, de acuerdo, pero también son en proporción más débiles. Si casi no se pueden mover, ¿cómo se han de estropear? Si se les tendiese de espaldas, se morirían en esta postura, como la tortuga, sin que consiguieran girarse.

No contentas con haber dejado de amamantar a sus hijos, las mujeres ya no quieren en adelante concebir y la consecuencia es natural. Tan pronto como es fatigoso el estado de madre, se encuentra el modo de librarse de él; quieren hacer una obra inútil para retornar continuamente a ella, y es en perjuicio de la especie el atractivo dado para la multiplicación: Este uso, junto a otras causas de despoblación, nos indica la próxima suerte de Europa. Las ciencias, las artes, la filosofía y las costumbres que ésta engendra no tardarán en convertir a Europa en un desierto; será poblada de animales feroces, y con esto no habrá cambiado mucho la clase de habitantes.

Yo veo algunas veces el pequeño manejo de algunas mujeres jóvenes que fingen un deseo de criar ellas mismas a sus hijos; pero saben lograr que se les insista para lo contrario, haciendo intervenir a los esposos, a los médicos y especialmente, a las madres. Un marido que se atreva a consentir que su esposa nutra a su hijo, es hombre perdido; le tildarán como a un asesino que quiere deshacerse de ella. Hay maridos prudentes que sacrifican el amor paterno en aras de la paz. Gracias a que se hallan en las aldeas mujeres más abnegadas que las vuestras, más agradecidas debéis estar si el tiempo que les queda libre a esas esposas no lo llenan

complaciendo a otros hombres.

El deber de las mujeres no es dudoso, pero se discute si es igual para los niños que los críe una u otra mujer.

Esta cuestión, de que son jueces los médicos, la tengo yo resuelta a satisfacción de las mujeres; pienso que vale más que mame el niño la leche de una nodriza sana que la de una madre achacosa, si hubiese de temer nuevos males de la misma sangre de que procede.

No obstante, ¿puede mirarse esta cuestión solamente bajo el aspecto físico? ¿Necesita menos el niño del cuidado de su madre que de su pecho? Otras mujeres, y hasta animales, le podrán dar la leche que ésta le niega, pero la solicitud maternal no hay nada que pueda suplirla. La que cría el niño ajeno en vez del suyo, es mala madre; ¿cómo, pues, puede ser una buena nodriza? Podrá llegar a serlo, pero paulatinamente; será necesario que el hábito corrija la naturaleza, mientras que el niño mal cuidado tendrá ocasión de morirse cien veces antes de que su nodriza le tome el cariño de madre.

De esta última ventaja nace un inconveniente que por sí solo sería suficiente para quitar a toda mujer sensible el propósito de que su hijo lo críe otra, pues es ceder parte del derecho de madre, el dejar que su hijo quiera a otra mujer tanto como a ella o más, porque, ¿no debo yo el afecto de hijo a la que tuvo para mí los afanes de madre?

La forma cómo se remedia este inconveniente consiste en inspirar a los niños el desprecio de sus nodrizas y tratarlas como a simples sirvientas. Finalizado el servicio, les quitan la criatura o las despiden, y a fuerza de desaires la privan de que vaya a ver a su hijo de leche, para que, al cabo de algunos años, si lo ve, no lo conozca. Se engaña la madre que piensa que puede ser sustituida y que con su crueldad repara su negligencia, y así, en lugar de criar un hijo tierno, cría un hijo de leche despiadado, enseñándole la ingratitud e induciéndole a que un día abandone a la que le dio la vida, como a la que le alimentó con la leche de sus pechos.

¡Cuánto machacaría yo sobre este punto si no perdiera el ánimo al tener que insistir vanamente en tan útiles consejos! Esto tiene conexión con muchas más cosas de lo que uno cree. ¿Queréis volver a cada uno hacia sus primeros deberes? Comenzad por las madres y quedaréis sorprendidos de los cambios producidos. Todo deviene sucesivamente de

consecuencias, una salud fuerte y vigorosa, y, por último, el placer de verse un día imitadas por sus hijas y citadas como ejemplo.

El sitio de la madre es el lugar del niño. Entre ellos los deberes son recíprocos, y si son mal desempeñados de un lado, serán descuidados del otro. El niño debe amar a su madre antes de que sepa que es su obligación amarla. Si la voz de la sangre no está fortificada por el hábito y los cuidados, se extingue en los primeros años y el corazón muere antes de nacer, por así decirlo. He ahí cómo desde los primeros pasos nos apartamos de la naturaleza.

Uno se sale todavía por una ruta opuesta cuando las madres, en vez de desatender los cuidados maternales, los toman con exceso, cuando hace de su niño su ídolo, que ella aumenta y nutre su debilidad para impedir que la sienta, con la esperanza de sustraerle de las leyes de la naturaleza aparta todo choque penoso, sin pesar cuánto, por cualquiera de las incomodidades que ella le ha preservado un momento, acumula para el futuro accidentes y peligros sobre su cabeza, y cuán bárbara es esta preocupación de prolongar la flaqueza de la infancia bajo las fatigas de los hombres formados. Thetis, para hacer a su hijo invulnerable, dice la fábula, «le sumió en las aguas de la laguna Estigia». Esta alegoría es bella y clara. Las crueles madres de que yo hablo hacen lo contrario: a fuerza de sumergir a sus niños en la blandura, los preparan para el sufrimiento; abren los poros a toda especie de males, que seguirán sufriendo cuando sean adultos.

Observad la naturaleza y seguid el camino trazado por ella. La naturaleza ejercita continuamente a los niños; endurece su temperamento con todo género de pruebas y les enseña muy pronto qué es pena y qué dolor. Los dientes que les nacen les dan fiebre, violentos cólicos les dan convulsiones, y tienen accesos de tos, los gusanos les atormentan, la plétora les corrompe la sangre, en la que fermentan varias levaduras y son la causa de peligrosas erupciones. Casi toda la primera edad es enfermedad y peligro; la mitad de los niños mueren antes de los ocho años. Hechas las pruebas, el niño ha ganado fuerzas, y tan pronto como puede hacer uso de la vida, tiene más vigor al principio.

Si ésta es la regla de la naturaleza, ¿por qué se hace oposición a ella? ¿Cómo no nos damos cuenta de que queriendo corregirla se destruye su obra y se obstaculiza la eficacia de sus afanes? Hacer en lo exterior lo que realiza ella en lo interior, dicen que es redoblar el peligro, mientras que,

por el contrario, es hacer burla de él y agotarlo. La experiencia nos muestra que mueren más niños criados con delicadeza que los otros. Mientras no sean rebasadas sus fuerzas, menos se arriesga con ejercitarlas que con no ponerlas a prueba.

Acostumbradlos por tanto a sufrir golpes que se verán obligados a soportar un día; endureced sus cuerpos habituándolos a la inclemencia de los climas y los elementos, al hambre, a la sed, a la fatiga. Antes de que el cuerpo haya contraído costumbres, se les dan sin riesgo las que se quieran, pero una vez que toma consistencia, toda alteración es peligrosa. Un niño soportará cambios que no resistiría un hombre; sus fibras, blandas y flexibles, toman sin esfuerzo la forma que se les da; más endurecidas las del hombre, no cambian sin violencia. Se puede, pues, hacer robusto a un niño sin exponer su vida y su salud, y aun cuando corriese algún peligro, no se debería vacilar. Puesto que los peligros son inseparables de la vida humana, ¿qué mejor cosa podemos hacer que arrostrarlos en la época en que menos inconvenientes presentan? Un niño es más precioso a medida que crece. Al precio de su vida se unen los de los cuidados que ha costado; a la pérdida de su existencia se junta el sentimiento de la muerte. Por tanto, vigilando sobre su conservación debe pensarse particularmente en el tiempo venidero y armarle contra los males de la juventud: antes de que llegue a ella, puesto que si aumenta el valor de la vida hasta la edad en que es útil, ¿no sería una locura apartar algunos peligros durante la infancia, para que tenga que defenderse de ellos, muy aumentados, en la edad de la razón? ¿Son ésas las lecciones del maestro?

El destino del hombre es el de sufrir siempre. El cuidado mismo de su conservación va unido al sufrimiento. Feliz es el que en su infancia no conoce otros males que los físicos; males mucho menos crueles, menos dolorosos que los otros, y que con mucha menos frecuencia nos obligan a renunciar a la vida. Nadie se mata por los dolores de gota; solamente los del ánimo nos producen la desesperación. Sentimos compasión por la suerte de la infancia, cuando tendríamos que llorar por la nuestra. Nuestros males más graves nos vienen de nosotros mismos.

Grita un niño al nacer y pasa su primera infancia llorando. Tan pronto se le mueve o halaga para acallarle como se le amenaza o castiga para imponerle silencio. O hacemos lo que le place o exigimos de él lo que queremos; o nos sujetamos a sus antojos o lo sujetamos a los nuestros; o ha de dictar leyes o ha de obedecerlas. De esta forma son sus primeras