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Tipo: Resúmenes
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Era una tarde de enero de comienzos de los años setenta. Christine Nilsson cantaba Fausto en el teatro de la Academia de Música de Nueva York. Aunque ya había rumores acerca de la construcción -a distancias metropolitanas bas- tante remotas, "más allá de la calle Cuarenta"- de un nuevo Teatro de la Opera que competiría en suntuosidad y esplendor con los de las grandes capitales europeas, al público elegante aún le bastaba con llenar todos los inviernos los raídos palcos color rojo y dorado de la vieja y acogedora Academia. Los más tradicionales le tenían cariño precisamente por ser pequeña e incómoda, lo que alejaba a los "nuevos ricos" a quienes Nueva York empezaba a temer, aun- que, al mismo tiempo, le simpatizaban. Por su
descubrir que los norteamericanos desean ale- jarse de sus diversiones aún con mayor pronti- tud que llegar a ellas. Cuando Newland Archer abrió la puerta del palco del club, recién subía la cortina en la escena del jardín. No había ningún motivo para que el joven llegara tarde, pues cenó a las siete, solo con su madre y su hermana, y después se quedó un rato fumando un cigarro en la biblio- teca gótica con estanterías barnizadas en nogal negro y sillas coronadas de florones, que era la única habitación de la casa donde Mrs. Archer permitía que se fumara. Pero, en primer lugar, Nueva York era una metrópolis perfectamente consciente de que en las grandes capitales no era "bien visto" llegar temprano a la ópera; y lo que era o no era "bien visto" jugaba un rol tan importante en la Nueva York de Newland Ar- cher como los inescrutables y ancestrales seres terroríficos que habían dominado el destino de sus antepasados miles de años atrás.
La segunda razón de su atraso fue de ca- rácter personal. Se le pasó el tiempo fumando su cigarro porque en el fondo era un gozador, y pensar en un placer futuro le daba una satisfac- ción más sutil que su realización, en especial cuando se trataba de un placer delicado, como lo eran la mayoría de sus placeres. En esta oportunidad el momento que anhelaba era de tan excepcional y exquisita calidad que incluso si hubiera cronometrado su llegada con el di- rector de escena no podría haber entrado en el teatro en un momento más culminante que cuando la prima donna comenzaba a cantar: "Me quiere, no me quiere, ¡me quiere!", dejando caer los pétalos de una margarita entre notas tan diáfanas como el rocío. Ella decía, por supuesto "¡Mama!" y no "me quiere", ya que una ley inalterable e in- cuestionable del mundo de la música ordenaba que el texto alemán de las óperas francesas, cantadas por artistas suecas, debía traducirse al italiano para mejor comprensión del público
Manson Mingott, cuya monstruosa obesidad la imposibilitaba, desde hacía tiempo, de asistir a la ópera, pero que en las noches de gala estaba siempre representada por los miembros más jóvenes de la familia. En esa ocasión, el palco estaba ocupado, en primer lugar, por su nuera, Mrs. Lovell Mingott, y su hija, Mrs. Welland; detrás, y un tanto retirada de aquellas matronas vestidas de brocado, se sentaba una joven con traje blanco, que miraba extasiada a los aman- tes del escenario. Cuando el "¡mama!" de Ma- dame Nilsson hizo vibrar el teatro silencioso (en los palcos siempre se dejaba de hablar du- rante el aria de la margarita), un cálido color rosa tiñó las mejillas de la joven, que se rubori- zó hasta las raíces de sus rubias trenzas; el ru- bor se extendió por la juvenil curva de su pecho hasta donde se juntaba con un sencillo escote de tul adornado con una sola gardenia. Bajó los ojos hacia el inmenso ramo de lirios silvestres que tenía en su regazo, y Newland Archer vio que las yemas de sus dedos, cubiertos por blan-
cos guantes, tocaban suavemente las flores. Sintiendo su vanidad satisfecha, Archer suspiró y volvió los ojos al escenario. No se había ahorrado gastos en la esce- nografía, que fue calificada de bellísima aun por quienes compartían con Archer su familia- ridad con la Opera de París y de Viena. El pri- mer plano, hasta las candilejas, estaba cubierto con una tela verde esmeralda. A media distan- cia, algunos montículos simétricos de un verde musgo de lana cercado por argollas de croquet hacía de base para arbustos que parecían na- ranjos y estaban salpicados de enormes rosas rosadas y rojas. Gigantescos pensamientos, muchísimo más grandes que las rosas y muy parecidos a los limpiaplumas florales que hací- an las señoras de la parroquia para los clérigos elegantes, sobresalían del musgo bajo los rosa- les; y aquí y allá una margarita injertada en una rama de rosa florecía con la exuberancia pro- fética de los remotos prodigios de Mr. Luther Burbank.
en una nebulosa el lugar de su planeada luna de miel con las obras maestras de la literatura que sería su privilegio varonil enseñar a su no- via. Fue recién esa tarde que May Welland le dejó entender que a ella "le importaba" (la con- sagrada frase neoyorquina de aceptación que dice una joven soltera), y ya su imaginación, pasando por el anillo de compromiso, el beso en la fiesta y la marcha nupcial de Lohengrin, la ponía a su lado en algún escenario embrujado de la vieja Europa. No deseaba por ningún motivo que la fu- tura Mrs. Newland Archer fuera una inocento- na. Quería que ella (gracias a su esclarecedora compañía) adquiriera tacto social y un ingenio rápido que le permitieran hacer frente a las mujeres casadas más admiradas del "mundo joven", en el que se acostumbraba atraer el homenaje masculino y rechazarlo en medio de bromas. Si hubiera escudriñado hasta el fondo de su vanidad (como casi lo hacía algunas ve- ces), habría descubierto el deseo de que su es-
posa fuera tan avezada en las cosas mundanas y tan ansiosa de complacer, como aquella dama casada cuyos encantos dominaron su fantasía durante dos años bastante agitados; por su- puesto que sin una pizca de la fragilidad que casi echó a perder la vida de ese ser infeliz, y que trastornó sus propios planes durante todo un invierno. Cómo crear aquel milagro de fuego y hie- lo y que perdurara en un mundo tan cruel, era algo que nunca se dio el tiempo de pensar; pero se alegraba de mantener este punto de vista sin analizarlo, ya que sabía que era el de todos aquellos caballeros cuidadosamente peinados, de chaleco blanco, flor en el ojal, que se sucedí- an en el palco del club, que intercambiaban amistosos saludos con él y volvían sus anteojos de teatro para mirar críticamente el círculo de damas. En asuntos intelectuales y artísticos, Newland Archer se sentía claramente superior entre esos escogidos especímenes de la antigua aristocracia neoyorquina; probablemente había
tremo de su esbelta y elegante silueta, para sen- tir que el conocimiento de las "formalidades" debía ser congénito en alguien que sabía usar ropa tan buena con tanta soltura y lucir tal esta- tura con una gracia tan lánguida. Como dijo una vez un joven admirador suyo: "Si hay al- guien que pueda decirle a otro cuándo debe usar corbata negra con traje de etiqueta y cuán- do no, ese es Larry Lefferts." Y en la controver- sia que hubo entre el uso de escarpines y zapa- tos Oxford de charol, su autoridad jamás fue discutida. -¡Dios mío! -suspiró, y en silencio le pasó los anteojos al anciano Sillerton Jackson. Newland Archer, siguiendo la mirada de Lafferts, vio con sorpresa que su exclamación era ocasionada por la entrada de una nueva persona al palco de Mrs. Mingott. Era una mu- jer joven y delgada, un poco más baja que May Welland, de cabello castaño peinado en rizos pegados a las sienes y sujeto por una fina ban- da de diamantes. El estilo de su peinado, que le
daba lo que entonces se llamaba "estilo Josefi- na", se repetía en el corte de su traje de tercio- pelo azul oscuro que se ceñía en forma bastante teatral bajo el busto con un cinto adornado con una enorme y anticuada hebilla. La mujer que llevaba este inusual vestido, y que parecía abso- lutamente inconsciente de la atención que atra- ía, se quedó parada un momento en medio del palco hablando con Mrs. Welland sobre la con- veniencia de tomar un lugar en el rincón frontal de la derecha; luego renunció con una sutil son- risa y se sentó junto a la cuñada de Mrs. We- lland, Mrs. Lovell Mingott, instalada al otro extremo del palco. Mr. Sillerton Jackson había devuelto los anteojos a Lawrence Lefferts. Todos los miem- bros del grupo se volvieron instintivamente a él, esperando escuchar lo que el anciano diría, pues Mr. Jackson era toda una autoridad en "familias", así como Lawrence Lefferts lo era en "formalidades". Conocía todas las ramificacio- nes de los parentescos neoyorquinos, y no sólo
pelusa de sus canas, un registro de la mayoría de los escándalos y misterios que ardieron bajo la superficie inalterable de la sociedad neoyor- quina durante los últimos cincuenta años. Realmente, su información era tan amplia y su memoria tan perfectamente retentiva, que pa- saba por ser el único hombre que podía decir quién era realmente Julius Beaufort, el banque- ro, y qué fue del distinguido Bob Spicer, padre de la anciana Mrs. Manson Mingott, que des- apareció misteriosamente (con una gruesa can- tidad de dinero en fideicomiso) apenas un año después de su matrimonio, el mismo día que una hermosa bailarina española, que había de- leitado a inmensas multitudes en el viejo Teatro de la Opera en Battery, se embarcaba rumbo a Cuba. Pero tales misterios, así como muchos otros, permanecían guardados bajo llave en el pecho de Mr. Jackson; pues no sólo su alto sen- tido del honor le prohibía repetir cosas tan pri- vadas, sino que estaba perfectamente conscien- te de que la reputación de su discreción le daba
mayores oportunidades de enterarse de lo que quería saber. Por eso, el grupo del palco esperaba con visible suspenso mientras Mr. Sillerton Jackson devolvía los anteojos de teatro a Lawrence Lef- ferts. Por un segundo escrutó al atento grupo con sus diáfanos ojos azules casi tapados por los párpados venosos; luego, retorciendo cui- dadosamente su bigote, dijo simplemente: Jamás pensé que los Mingott se atrevieran a pretender hacernos tragar el anzuelo.
Durante este breve incidente, Newland Archer cayó en un curioso estado de turbación. Era muy incómodo que el palco que atraía la
cher aplaudió de corazón aquella solidaridad familiar, y una de las cualidades que más admi- raba en los Mingott era su resuelta campaña en favor de las pocas ovejas negras que su inta- chable linaje había producido. No había una gota de mezquindad ni avaricia en el corazón del joven y se alegraba de que su futura esposa no se sintiera impedida, por falsas prudencias, de ser bondadosa (en privado) con su des- graciada prima; pero recibir a la condesa Olenska en el círculo familiar era algo muy di- ferente a presentarla en público, nada menos que en la Opera, y en el mismo palco con la joven cuyo compromiso con él, Newland Ar- cher, se anunciaría dentro de pocas semanas. No, sintió lo mismo que el viejo Sillerton Jack- son: ¡jamás pensó que los Mingott se atrevieran a pretender hacerlos tragar el anzuelo! Sabía, por supuesto, que Mrs. Manson Mingott, la matriarca de la familia, tenía la osa- día del varón más atrevido (dentro de los lími- tes de la Quinta Avenida). Siempre admiró a
esa anciana arrogante que, a pesar de haber sido sólo Catherine Spicer de Staten Island, con un padre misteriosamente desprestigiado y sin dinero ni posición suficiente para lograr que la gente lo olvidara, se unió en matrimonio con quien era la cabeza de la acaudalada familia Mingott, casó a dos de sus hijas con "extranje- ros" (un marqués italiano y un banquero in- glés), y coronó sus audacias construyendo una enorme casa de piedra color crema pálido (cuando el pardo arena parecía ser el único co- lor que se podía usar, al igual que la levita por la tarde) en una inaccesible tierra virgen cerca- na a Central Park. Las hijas extranjeras de Mrs. Mingott se convirtieron en una leyenda. Nunca volvieron a visitar a su madre, y como ella era -al igual que muchas personas dominantes y de mente acti- va- corpulenta y de hábitos sedentarios, con gran filosofía se quedó en su casa. Pero la casa color crema (supuestamente copiada de man- siones privadas de la aristocracia parisina) era