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Ensayo, obra magistral de William Ospina una invitación a leer y una propuesta ambiciosa crear nuevos lectores sin importar la edad
Tipo: Monografías, Ensayos
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William Ospina
La ciudad de los libros
Mucho se discute cuándo comenzó la modernidad. Si comenzó con la instauración del individuo a partir de las dudas de Descartes, de los ensayos de Montaigne, de la invención de la novela y del arte del retrato; si comenzó con el Descubrimiento de América y el surgimiento del Globo; si comenzó con la Ilustración y la nueva conciencia que nos trajo de nuestra capacidad de modificar la historia; si comenzó con el Renacimiento, en el reencuentro de Occidente con la racionalidad griega, con la llegada del naturalismo y del racionalismo; o si comenzó con la Reforma protestante, que arrebató el trono de la moral a las iglesias y pretendió plantarlo en el corazón de los hombres. Lo más probable es que la modernidad, como los grandes ríos, tenga su nacimiento en muchos lugares y en muchos momentos distintos. Lo único indudable es que nada contribuyó tanto a su instauración como la invención de la imprenta, la transformación de los libros en objetos de uso cotidiano, al alcance de casi todos.
Desde la conquista de la escritura, pocas cosas modificaron tanto nuestra manera de vivir como la generalización de los libros. Alguien celebró alguna vez a la llamada sociedad de consumo afirmando que la industria había puesto en manos de cualquier ciudadano de clase media de nuestra época comodidades sólo comparables a las que tuvieron los emperadores de la antigüedad. Y es verdad que los vehículos familiares, los hogares climatizados, los alimentos refrigerados, los instrumentos de comunicación, las avalanchas de información, los sistemas de suministro de bienes de consumo, el diseño industrial y los estímulos del confort son ventajas notables para quienes pueden acceder verdaderamente a ellas, pero pocas cosas han sido tan radicalmente innovadoras como haber pasado de las bibliotecas medievales, que había que llevar en la memoria, a menos que se fuera obispo o abad, a la biblioteca personal o a la biblioteca pública cercana y accesible.
Ahora nos pasamos la vida discutiendo si se lee poco o mucho; si se lee bien o mal. A veces hasta oímos decir que en nuestra época se lee cada vez menos, que cada vez más el mercado sacrifica la calidad de los libros ante el mero éxito de ventas. Pero no podemos estar seguros de que en otras edades se leyera mucho. Shakespeare sólo fue conocido en su época por los pocos londinenses que tenían ocasión de asistir a sus funciones en El Globo, y el éxito de ventas de El Quijote debió de limitarse por mucho tiempo a las ciudades españolas del siglo XVII y a algunos círculos ilustrados de la América Hispánica. A lo largo de toda la Edad Media nadie leyó a Homero ni a Platón, y Aristóteles sólo volvió a inquietar las conciencias europeas después de que los filósofos árabes lo rescataron de las ruinas de la antigüedad. Tal vez esta calumniada época nuestra sea la primera en que hay muchos lectores en el mundo: en todo caso nunca se habían hecho ediciones tan numerosas de libros como ahora.
Pero la excelencia de las obras literarias nunca dependió de criterios cuantitativos. A comienzos del siglo XX un crítico inglés escribió más bien en su columna de un diario que W. B. Yeats era un gran poeta “porque seis o siete personas sabemos que lo es”. Hoy vivimos la extraña y fascinante edad de los grandes éxitos editoriales, pero también el peligro de que ese criterio cuantitativo se imponga sobre consideraciones más complejas y más sutiles. Paul Valery dijo que hay dos clases de autores: los que vienen
a satisfacer los gustos del público, y son por ello fácilmente reconocidos y apreciados, y los que vienen a cambiar los gustos del público, que tardan en ser reconocidos y a menudo no tienen éxito, porque en verdad vienen a crear un público nuevo, a inventar un nuevo lector. Estos suelen ser los creadores más poderosos, pero en todas las épocas han afrontado el duro destino de no ser reconocidos por sus contemporáneos, de necesitar otro tipo de estímulo y otro tipo de valoración.
Claro que hay libros mejores y libros peores. Claro que leer no es necesariamente una garantía de sensatez y de sabiduría. También es importante preguntar cómo se lee, porque los libros también encuentran lectores fanáticos, lectores dogmáticos, lectores que hacen de un texto su trinchera contra la experiencia y contra el mundo. Pero acceder a un tipo de lectura rico, reflexivo, crítico y creador, abre el camino no sólo para reconocer los libros mejores, sino para fortalecer ese fundamento de la democracia y de la civilización que es el individuo con criterio y con carácter. Mientras sigan rotos en el mundo los lazos de la memoria mítica, sólo una comunidad informada, madura y crítica, puede ser verdaderamente libre y verdaderamente civilizada. Por eso es tan importante reflexionar sobre el camino más adecuado para crear lectores.
La buena lectura no es una técnica sino un arte. Muchos confunden la capacidad de deletrear, de encadenar las sílabas, de descifrar un texto, con el arte de leer, pero la lectura verdadera consiste en liberar la carga de emoción, de sentido, de sensibilidad, de imaginación, de ritmo que hay en un texto, y los textos más ricos son precisamente los textos literarios. Toda lengua es inicialmente un ejercicio de sonidos y su origen se confunde con la música. La escritura es una invención tardía, ya que toda escritura consiste en dibujar sonidos. Por eso sentimos que todo texto, y principalmente todo poema, quiere ser dicho en voz alta, como si nos estuviera recordando que sólo cuando se escucha su sonido se está captando plenamente su significación. No pretendo negar que se pueda leer mentalmente, afirmo que esa lectura mental sólo es posible después de que hemos aprendido a leer y a deleitarnos con el sonido de las palabras: es imposible aprender a leer sólo mentalmente.
Por ello, mucho antes de la técnica de descifrar la escritura, somos criaturas orales, y se equivocan los que piensan que la tradición oral es una etapa superada de la cultura, que ahora estamos en la época de la memoria escrita. Esas dos tradiciones, la verbal y la escrita se complementan, y no podemos renunciar a ninguna de las dos, ya que siempre se necesitará del sonido de las palabras para gozar a cabalidad del placer de la lectura.
Ello es comprensible. La humanidad aprendió a hablar milenios antes de aprender a escribir. Toda la humanidad habla y sólo unos cuantos seres humanos se dedican a la escritura como actividad fundamental. Escribimos más para habladores que para escritores. Y los más grandes autores de la historia son aquellos que estuvieron en contacto con su público a través de la lengua hablada, ya fuera en el campo de la poesía épica, que se declamaba ante auditorios, de la poesía de los trovadores, que se cantaba en los patios de los castillos, o del teatro, que se representa ante públicos numerosos. Quiero decir que autores como Homero, como Sófocles, como Shakespeare, como Oscar Wilde, como Bernard Shaw, estaban en contacto continuo con un público, lo sentían vibrar al ritmo de sus creaciones, se alimentaban del lenguaje de ese público al que destinaban sus obras.
Con todo, algunas inquietudes perduran, y la más importante es que el soporte físico del libro de papel requiere un tal consumo de materia vegetal, que no parece deseable que en el porvenir se hagan ediciones gigantescas de cuanto libro aparezca. Tal vez llegará el día en que sólo los libros clásicos, es decir, de significación probada para gentes de muchas culturas y de muchas edades distintas, merezcan ediciones en papel, y para todo lo demás haya libros electrónicos, menos costosos en términos naturales, aunque también costosos en términos ambientales. Pero el libro, tal como lo conocemos, es tan bello, tan práctico, tan portátil, tan sencillo de usar, tan dócil, tan misterioso, que podemos decir que con su hallazgo la humanidad encontró un objeto mágico, algo a lo que le costará renunciar.
A partir del libro hizo Cervantes su personal elogio de la locura; a partir de él se convirtió Montaigne en el interlocutor de sí mismo; a través de él renació la cultura de la antigüedad, y los libros inventaron el Nuevo Mundo geográfico y mítico; por los libros se abrió camino la Ilustración; y fue la imprenta la que inspiró a Lutero la idea revolucionaria de dar otro tipo de comunión a sus fieles, de poner una Biblia en cada mano. Se entiende que el libro haya sido el instrumento de las grandes religiones que hoy llenan el mundo, porque nada religa tanto como un texto. Pero todo tiene por lo menos dos caras, y la generalización del libro también trajo egoísmo y soledad; si amplió la élite intelectual, también estimuló al pensador solitario, a veces aislado de la comunidad, estimuló al que lee a solas e incluso al que escribe o cree escribir sólo para sí, y trajo tras de sí la estela del mercado, la multiplicación de las aventuras editoriales, las supersticiones de actualidad, la pretensión mallarmeana e insensata de leer todos los libros. Pasamos, como insinuó festivamente Stanislás Lem, de la edad de la piedra, la edad del hierro y la edad del bronce, a la edad del papel, el más reciente y generalizado refugio del texto y de la cultura.
Todo había comenzado con el canto y con la plegaria, y todo continuó con el cuento. Es fácil creer que los primeros sonidos que articulamos estuvieron hechos para responder a los peligros del mundo, ya fuera en forma de conjuros, de talismanes para propiciar el buen rumbo de nuestras actividades, de amuletos verbales para protegernos de la adversidad, de ensalmos propiciatorios y de actos de gratitud. Rilke dijo que el destino del poeta consiste en celebrar, y su maestro Hölderlin sostuvo que la poesía nació para celebrar lo que existe, para guardar lo que permanece, y para descifrar su sentido.
Es posible que los primeros poemas que hicimos fueran oraciones. Hay un parentesco con la poesía en el hecho de que las oraciones también quieren ser dichas en voz alta. Aunque yo no soy católico, no ignoro que uno de los más hermosos y misteriosos poemas de la historia es el Padre Nuestro, la oración que enseñó Jesucristo a sus discípulos. Y Borges dijo que sólo Whitman y Francisco de Asís habían logrado el prodigio de hacer lo que los demás sólo intentamos: un poema perfecto. La “Oración de la Paz” de Francisco de Asis y las “Hojas de Hierba” de Walt Whitman son himnos de gratitud y ejercicios de aprobación de la vida verdaderamente extraordinarios.
Existe en todos la necesidad de celebrar y de agradecer, de hacer invocaciones y expresar sentimientos, la necesidad de hacer caber esas cosas en una armonía. Existen necesidades musicales, y por eso lo primero es el poema. Pero hay también en nosotros una inextinguible ansiedad de historias, de relatos. Pocas cosas agradan más que esos comienzos legendarios: “Este era un rey que tenía tres hijos…”, o “Había una vez, en una región muy distante…”, o “Voy a contar una historia de pasión y de muerte…”. No
sé qué nos cautiva tanto de esos comienzos, pero no hay ser humano que se resista a la promesa de un buen cuento. Y lo que buscan nuestros chismes, nuestros rumores, las noticias de la radio y de la televisión, las conversaciones domésticas sobre viejos sucesos familiares, es acuñar esas historias breves y condensadas que parecen convertir la realidad en fábula, la historia en leyenda, y nuestra vida cotidiana en un sueño. Así que el cuento es lo segundo, y tanto los poemas como los relatos han acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia.
No siempre podemos identificar a sus autores. Cuanto más antiguo es un poema o un cuento, tanto más difícil es saber quién lo inventó. Muchos de los grandes poetas de la antigüedad ahora son para nosotros figuras míticas, máscaras legendarias de seres perdidos, o el nombre que damos a legiones de creadores que inventaron y pulieron los versos. Homero, padre de los poetas de Occidente, puede no haber existido, puede no ser más que el nombre que le damos a una legión de poetas y de rapsodas que fueron amonedando en versos maravillosos los episodios de la guerra de Troya y entreverándolos con leyendas de la mitología, o que fueron puliendo en la memoria los relatos del regreso de los guerreros a sus tierras de origen después de una guerra muy cruel, las dificultades que tuvieron que sortear por los caminos.
La primera característica de la guerra de Troya es que ocurrió muy lejos, la segunda, que duró mucho. El pueblo griego no la vivió: sólo los guerreros, muchos de los cuales murieron en ella. Así que para vivir la guerra, la sociedad griega necesitó los relatos. Ellos traían a casa la guerra que libraron los hombres muy lejos. Explicaba la ausencia de los guerreros y por qué habían tenido que padecer tan largo exilio. Esa es una clave de los relatos: traen a nuestro presente historias que no hemos vivido pero que nos ayudan a entender nuestra vida.
Dice Marie Renault que del asombroso cortejo fúnebre de Alejandro Magno, cuyo cadáver fue llevado desde Babilonia hasta Alejandría por siete ejércitos, en un coche de cristal adornado de oro y arrastrado por mulas que iban coronadas de diamantes, un cortejo en el que desfilaban centenares de elefantes de la India, de dromedarios de Ecbatana y de Arabia, y en el que iban enlutados muchos reyes de Asia, príncipes de Egipto y generales macedonios, que de ese cortejo que recorrió medio mundo conocido y que acudían a ver con sus hijos las gentes de todas las provincias, nacieron “mil años de leyendas”. Pero todo hecho importante de nuestra vida aspira a convertirse en un relato, y pocas cosas causan tanto agrado como oír una buena narración de un hecho histórico o de un acontecimiento familiar.
Una de las funciones más importantes que cumplen los relatos es que desde siempre les han enseñado a los pueblos a conmoverse con cosas que les ocurrieron a otros, y esa me parece una gran labor de civilización. La civilización no comienza cuando somos capaces de compadecernos de lo que les ocurre a nuestros vecinos o a nuestros hermanos, sino cuando somos capaces de conmovernos o exaltarnos con cosas que les ocurren a seres desconocidos en tierras muy lejanas.
Quiero volver a Homero sólo para señalar que tal vez lo más hermoso que tiene la Ilíada es que, a pesar de ser un poema griego, sus más indudables héroes son los enemigos, los troyanos, y sobre todo Héctor, que defendió a Troya de la invasión de los griegos y murió protegiendo a su familia y a su patria con gran nobleza y con mucho valor. Ninguno de los héroes griegos lo iguala en abnegación y en lealtad, y sin embargo es el
el “Tristán e Isolda”, “En busca del tiempo perdido”; muchísimo más extensa que el “Éxodo” la novela de Thomas Mann “José y sus hermanos”, que narra un pequeño fragmento del “Éxodo”. Y paradójicamente esta época afanosa suele caracterizarse porque los libros que leen sus multitudes, los grandes best sellers norteamericanos, por ejemplo, son libros de varios centenares de páginas. Una gran lectora amiga mía me ha dicho que el libro ideal es aquel que no sólo sea maravilloso sino que no se acabe nunca, y Marcel Proust, si no lo logró, al menos tiene el mérito de haberlo intentado, porque uno sabe de qué trata todo su libro, pero cada frase trae una revelación, como si el autor estuviera tratando de darnos todo el universo a través de una sola conciencia, de una sola sensibilidad.
Una silla no es más que una silla, una rosa no es más que una rosa, pero un libro es siempre mucho más que un libro, mucho más que un objeto entre los otros, mucho más que un volumen compuesto por numerosos planos en los que hay impresos unos caracteres. Un libro puede ser viajes, crímenes, descubrimientos, guerras, incendios, amores inolvidables, naufragios, milagros, espantos, semanas enteras de belleza, de terror o de sabiduría.
Y digo que para formar lectores es necesario que se lea en voz alta porque sé que sólo el ejemplo, sólo la entonación nos enseñan a extraer todo el jugo de sensibilidad y de emoción que hay en los textos. Novalis decía que una conferencia es un libro oral. Oír leer bien un poema, asistir a una representación teatral, son caminos que nos aproximan a la lectura y que nos enseñan a leer, pero se diría que el ejemplo directo, cálido e inmediato, es insustituible en esa tarea. Porque un estilo es una entonación, un ritmo, una manera de respirar el idioma. Algunos piensan que es algo que se debe hacer principalmente con los niños, y algunos incluso sienten con tristeza que si no recibimos esa lección en la infancia ya estamos perdidos para la lectura. Pero si algo logran muchos poemas y relatos es devolvernos al asombro de la infancia, de manera que puede decirse que, al menos en cierto sentido esencial, a la hora de aprender a leer todos somos niños, y que eso puede vivirse a cualquier edad. Cuando a Marguerite Yourcenar, ya a los ochenta años, le preguntaron en qué edad se sentía, respondió con una sonrisa: “Yo diría que en una perpetua infancia”.
Aunque he dicho que no soy cristiano, porque me parece que esa es una filosofía muy exigente en términos de justicia y de generosidad, y hasta ahora no me siento digno de afirmar que profeso esa disciplina del amor, del perdón y de la humildad, noto que en estas reflexiones Cristo se me aparece a cada rato. Recuerdo esa sentencia suya que dice que el que no se convierta en un niño no entrará en el reino de los cielos. Podemos parafrasearlo y decir que el que no se convierta en un niño, con su capacidad de asombro y de juego, con su capacidad de creer en lo increíble, no entrará en el reino de los libros, en la gran biblioteca universal donde nos esperan algunas de las horas más bellas de nuestra vida. Y estoy lejos de pensar que la vida deba dedicarse exclusivamente a leer. En este mundo hay muchas cosas estupendas y la lectura sólo es una de ellas. Pero tal vez tiene la ventaja de que es una experiencia que puede hacer más intensas y más profundas muchas otras experiencias humanas.
¿Me atreveré a decir que leer es mejor que ver televisión? Claro que sí, leer es mejor. Porque leer es una actividad creadora y ver televisión no siempre lo es. Durante un breve tiempo, durante la hora y media que dura una película, y si la película es buena, ver televisión puede ser un ejercicio creador, pero el que ve televisión por horas muy
pronto se convierte en un ocioso receptor de informaciones que ni siquiera se procesan, y por eso la extraña sensación de vacío que uno tiene cuando lleva varias horas viendo televisión. Voltaire decía que la mejor forma de ser tedioso es decirlo todo, y ese es tal vez el problema de la televisión, que nos lo da todo, que no deja nada a la imaginación, a la creatividad personal. Nos da las palabras, los escenarios, los rostros, las acciones. En una película, todo eso logra ser controlado para que aportemos sutileza, emoción y sentido, pero en esos largos e inútiles programas que ni siquiera tienen la tentación de ser arte, que no son más que absurdas mercancías para llenar el tiempo ajeno, no se entra tan delicadamente en juego con nuestras facultades, se nos invade con trivialidades y torpezas sin el menor contenido artístico, a veces sin la menor preocupación estética.
Lo mejor que tienen los libros es que confían en nosotros, nacen de la convicción de que somos capaces de crear historias a partir de lo que ellos nos dan. Porque un libro es como una partitura, una serie de signos sobre un fondo blanco, y somos nosotros los que ponemos la música. Es bueno decir en homenaje nuestro que un buen lector es como un exquisito intérprete musical, como un pianista o un violinista que es capaz de convertir en sonidos gloriosos los signos inmóviles que hay sobre la página. Cuando cerramos el libro recordamos los barcos, los caballos, los castillos, los tesoros, las doncellas suspirando en los balcones, los enamorados que escalan esos balcones colgados de las enredaderas, recordamos las batallas, las lanzas perforando los pechos, los coches hundiéndose en el abismo, los incendios, los asesinatos, los tigres. Pero lo más asombroso es que en el libro no había nada de eso. En el libro había letras y palabras. Nosotros no recordamos letras y palabras, no recordamos una página impresa sino una sucesión de aventuras y de desventuras, de personas, escenarios, objetos y acontecimientos.
Si la televisión fuera un eficaz instrumento de enseñanza esta sería la generación más ilustrada de la historia, y todos nosotros seríamos eruditos. Día y noche estamos expuestos a información sofisticada sobre todos los temas, historia, biología, ingeniería, física, los programas sobre la naturaleza son de una minuciosidad y una belleza extraordinarias. Lo asombroso es que no recordamos casi nada de todo eso. En rigor, una cuña publicitaria debería bastar para que quedemos enterados de las virtudes de un producto. Pero los publicistas saben que aunque una marca de gaseosas lleve setenta años anunciándose, bastaría que deje de anunciarse un mes y las ventas descenderían dramáticamente. Tan débil parece ser a largo plazo el efecto de esas pantallas que a veces las almas ingenuas nos proponen como los educadores del futuro. Pero es que tal vez el verdadero secreto de las palabras está en su manera de fijar la memoria. Ustedes habrán advertido que sólo recordamos largo tiempo los sueños que hemos convertido en palabras. Los otros se borran con una facilidad milagrosa.
Al cerrar el libro no recordamos las palabras sino lo que las palabras contienen. Ya Platón había sugerido que el lenguaje es el mundo, y así nos cuenta Borges en sus versos el argumento de ese griego:
Si como el griego afirma en el Cratilo El nombre es arquetipo de la cosa, En las letras de rosa está la rosa Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Pero al menos la imagen del espejo somos nosotros mismos, nos obliga a vigilarnos, a pensarnos, nos muestra cómo enfermamos, cómo envejecemos, es una respuesta muy franca al ser que lo interroga. El televisor no habla para nosotros, no sigue nuestro ritmo, nos impone el suyo, y cuando nos descuidamos sigue hablando para nadie. En lo fundamental, la televisión, tal como hoy se la vive, está hecha para el olvido. Cada libro es un mundo distinto. Y dialoga con cada uno de sus lectores, y le dice a cada uno cosas que no podría decirles a los demás. En definitiva, lo que recordamos de los libros es, secretamente, lo que somos.
Hay una escuela filosófica que sostiene que el universo es fruto de nuestra percepción, que si vemos las cosas es porque ellas emanan de nosotros. Un escritor francés, León Bloy, llegó a decir alguna vez: “Si yo veo la Vía Láctea, es porque ella verdaderamente existe, en el alma”. De acuerdo con esa filosofía, cuando llegamos a una ciudad estamos inventándola, y un famoso escritor, jugando con esa idea, cuando vio por primera vez a Nueva York se volvió hacia la persona que lo acompañaba y le dijo: “Qué bien me quedó, ¿verdad?”. Esa teoría, que es indemostrable y escandalosa en el mundo físico, es en cambio rigurosamente verdadera en la ciudad de las palabras. “El que pronuncia una frase de Shakespeare, dijo Borges, es, literalmente, Shakespeare”. Y el que lee una obra de cualquier autor, y se conmueve, y conserva los sentimientos, los paisajes, los personajes, las maravillas de la obra, puede perfectamente exclamar, sin faltar a la verdad: “Qué bien me quedó”. Muchas gracias.