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La casa que da cuerda al mundo: Una historia de amor y resiliencia en Envigado, Apuntes de Diseño Arquitectónico

Este artículo periodístico narra la historia de amor de gloria y santiago, una pareja que ha superado las adversidades y ha construido una vida juntos en envigado. La historia destaca la resiliencia de la pareja, su capacidad de superar obstáculos y su compromiso con el amor y la familia. El artículo también explora la historia de envigado, un pueblo con una rica tradición y cultura.

Tipo: Apuntes

2024/2025

Subido el 31/03/2025

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33–34, enero-diciembre 2015. Facultad de Comunicaciones, Universidad de Antioquia
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LA CASA QUE DA CUERDA AL MUNDO
Carolina Chavarría Olarte
Abogada de la Universidad Pontificia Bolivariana.
La Casa de la Piedritas
Santiago Rojas es un personaje solitario que se conformaría con la amistad de
una piedra; sí, de cualquier piedra, no tiene que ser una piedra preciosa, porque
cualquier cosa puede ser tocada por la poesía, como su casa, La Casa de las
Piedritas. Una edificación de tapia estructurada íntegramente con piedras y
materiales reciclados, madera, vidrio quebrado, corozos, bambú, hierro forjado,
e incluso plástico. Más que una construcción arquitectónica, parece un collage.
En algún momento esta casa era solo de tapia, e hizo parte de una parcela familiar
que a través de un solar comunicaba a tres generaciones, los Rojas. En otro
tiempo, albergó un reconocido restaurante llamado “El Otro Lao”; su estilo y
decoración atrajo visitas, medios de televisión y prensa que encontraban en él
una obra artística y un lugar de visita imperdible en Envigado. Cinco años duró
su construcción a manos de Santiago; dos años, su vigencia. El restaurante dejó
de existir para darle paso a una construcción residencial moderna a la que apenas
le alcanzó el presupuesto para destruir el restaurante y el terreno contiguo a La
Casa de las Piedritas. Sin embargo, en La Casa de las Piedritas, o lo que quedó de
ella, cada piedrita reivindica la imaginación de un ser humano capaz de fusionar
lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa.
***
Habitaciones, patios, escalas y corredores para perderse y volverse a encontrar.
Una casa surreal se abre como un oasis en medio del barrio San José, llena
de historias, de pasado, de un Envigado lejano de arrieros y caminos largos,
montañosos y verdes, de familias tradicionales; y con ellas, historias que nos
recuerdan porque Tolstoi bien decía que no todas las familias se parecen entre sí.
Pero sobre todo, llena de presente, sostenida en una historia de amor y en alguien,
Gloria, quien decidió creer en Santiago.
Ella
Mientras revolotea por toda la casa, suena el timbre, en el fogón se calienta un
chocolate, una arepa amenaza con quemarse, y se fritan a fuego alto chorizos
de ternera. Entra un vecino atravesando la cocina; busca a Santiago. Suena el
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124 f olios 33–34, enero-diciembre 2015. Facultad de Comunicaciones, Universidad de Antioquia

LA CASA QUE DA CUERDA AL MUNDO

Carolina Chavarría Olarte

Abogada de la Universidad Pontificia Bolivariana.

La Casa de la Piedritas

Santiago Rojas es un personaje solitario que se conformaría con la amistad de una piedra; sí, de cualquier piedra, no tiene que ser una piedra preciosa, porque cualquier cosa puede ser tocada por la poesía, como su casa, La Casa de las Piedritas. Una edificación de tapia estructurada íntegramente con piedras y materiales reciclados, madera, vidrio quebrado, corozos, bambú, hierro forjado, e incluso plástico. Más que una construcción arquitectónica, parece un collage.

En algún momento esta casa era solo de tapia, e hizo parte de una parcela familiar que a través de un solar comunicaba a tres generaciones, los Rojas. En otro tiempo, albergó un reconocido restaurante llamado “El Otro Lao”; su estilo y decoración atrajo visitas, medios de televisión y prensa que encontraban en él una obra artística y un lugar de visita imperdible en Envigado. Cinco años duró su construcción a manos de Santiago; dos años, su vigencia. El restaurante dejó de existir para darle paso a una construcción residencial moderna a la que apenas le alcanzó el presupuesto para destruir el restaurante y el terreno contiguo a La Casa de las Piedritas. Sin embargo, en La Casa de las Piedritas, o lo que quedó de ella, cada piedrita reivindica la imaginación de un ser humano capaz de fusionar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa.


Habitaciones, patios, escalas y corredores para perderse y volverse a encontrar. Una casa surreal se abre como un oasis en medio del barrio San José, llena de historias, de pasado, de un Envigado lejano de arrieros y caminos largos, montañosos y verdes, de familias tradicionales; y con ellas, historias que nos recuerdan porque Tolstoi bien decía que no todas las familias se parecen entre sí. Pero sobre todo, llena de presente, sostenida en una historia de amor y en alguien, Gloria, quien decidió creer en Santiago.

Ella

Mientras revolotea por toda la casa, suena el timbre, en el fogón se calienta un chocolate, una arepa amenaza con quemarse, y se fritan a fuego alto chorizos de ternera. Entra un vecino atravesando la cocina; busca a Santiago. Suena el

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teléfono; atiende, es para ella. Vuelve a sentarse frente a su máquina de coser, husmea en su agenda mental, vacilante; rechaza una invitación, sonríe y cuelga.

Una mujer de rostro dulce y seguro, da la impresión de tener siempre las manos ocupadas, pero saluda y se despide con la sonrisa. Ella tiene todo bajo control.

—Cuando era niña vivía al lado de la quebrada en El Salado. Siempre fui inquieta, era sonámbula, y después de jugar todo el día en la quebrada, me levantaba a buscar la quebrada y tirarme del puente, hasta que papá me despertaba.

A sus 58 años, Gloria teje su memoria al hablar; de cada fragmento recuerda los colores, los aromas, como dando puntadas en su mente. El color azul celeste de la cama, que compartía con una de sus hermanas, porque de ocho mujeres siempre dormían de a dos. El color blanco de los zapatos de Santiago, que se ponía sin medias, como símbolo del hipismo y la rebeldía que a ella tanto le atraían; y el amarillo de la camisa tejida que él nunca se abotonaba. El exacto sabor del chocolate cuando se enfría y le recuerda su infancia en la época de escuela; el olor de la bolsa de cinco centavos con mamoncillos o mangos de azúcar ya reventados que compraba a la salida de la escuela, y el olor de la carne cocinada, “porque éramos muy pobres, pero nunca, dejamos de comer carne”.

Gran parte de los adornos y la decoración de la casa son tejidos por ella. La influencia de coser, reforzada por el colegio La Normal de Señoritas de Envigado, al que asistió cuando niña, es un oficio que también heredó de su mamá. Tuvo que abandonar sus estudios para poder cederle el puesto en el colegio a la hermana menor; lo mismo había sucedido con sus hermanas mayores: si una estudiaba, la otra trabajaba, y así. Siempre la envolvieron los retazos; cuando su papá trabajaba en la fábrica textil Rosellón de Envigado, cada dos meses la fábrica les vendía a los trabajadores un kilo de tela por cinco centavos, y así se vestían las ocho hermanas. Desde la ropa interior hasta los vestidos, las polleras, las blusas, nunca pantalones porque no era decente, eran diseñados y hechos por ellas. Por eso las hermanas iban heredando de mayor a menor el oficio de coser de mamá.


A partir de ese momento, la tela ha sido su lienzo privilegiado, y la máquina de coser, su aliada: Gloria es una modista consagrada en el barrio.

—Todo aquí es de retazos, aquí no se compra nada, con lo que tenemos trabajamos. Él empezó a hacer la casa de retazos y yo decidí complementar con pedacitos míos también.

El taller se lo construyó Santiago en un rincón privilegiado de la casa, al fondo después de atravesar el patio central. Es justo ahí donde la casa se divide en dos; más adelante y hacía arriba, uno se da cuenta de que la casa se divide en tres, si

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—Se volvieron tan amigos que ella pensaba que Santiago era su novio, y como allá sí lo querían…

Para el papá de Gloria, Santiago no tenía ni la más mínima posibilidad de casarse con su hija. No estudiaba, se la pasaba caminando o en la cantina jugando billar con los amigos. Eran la Barra del Entrerriano. No se sabía cuál era más lindo — cuenta Gloria—. Camisas medio abotonadas, pecho descubierto, pantalón de pana botacampana, zapatos blancos sin medias, miradas intensas, coquetos, peludos.

—Era eso o tener un novio de los que llegaban de zapatilla, pantalón de vestir y camisa planchada, ¡qué horror! Yo me enamoré desde que lo vi; pero según papá, Santiago era un hippie mariguano.

En cambio, cuando el papá de Santiago conoció a Gloria, fue todo lo contrario. Al hacerle la pregunta obligada de la época, “¿De los Ochoa de dónde, de los Giraldo de dónde?”, descubrieron que gracias al abuelo paterno de Gloria, Manuelito Giraldo, los papás de Santiago se habían enamorado y casado.

Manuelito Giraldo era arriero, todos los días recorría las montañas de Envigado hasta llegar al Oriente antioqueño, su labor era conectar tierras logrando transportar a lomo de mula lo que era imposible llevar a lugares remotos de otras maneras. En tiempos en que las montañas secuestraban ciertos lugares, la arriería comunicaba, trasportaba vida y alimento, y en una de esas hasta el amor. Todos los días al salir de Envigado, llevaba consigo una carta de amor para Mercedes, la mamá de Santiago, que vivía en el Retiro; al regresar, ella le enviaba a Luis Emilio la respuesta, y además le deba almuerzo a Manuelito, quien con su mula se convirtieron en los celestinos de ese amor que se construyó a través de la correspondencia.

Ni esa historia bastó para que el papá de Gloria aceptara a Santiago.

— “Sépalo Gloria que si se casa con este hijuetantas aquí no me vuelve a entrar”, fue lo que me dijo papá cuando Santiago le pidió mi mano. Aun así yo siempre confíe en Santiago, es que yo me enamoré. Un día antes del matrimonio lo convencí para que me entregara en el altar; lo que pasa es que él creía que yo estaba embarazada, y yo sin conocer a un hombre… Claro que al mes sí quedé en embarazo.

Él

— Soy un soñador: desde niño soñé con la casa, desde los ocho años le dije a mi tía Gertrudis que le iba a comprar la casa cuando fuera grande y trabajara en Rosellón; pero pasó el tiempo y nunca trabajé en Rosellón ni me volví grande.

Le decían “Centavito” porque en esa época era la moneda más pequeña; pero a pesar de ser el más pequeño, siempre estaba de primero en la fila de la escuela.

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Santiago se siente muy orgulloso de no haber terminado el bachillerato, es crítico cuando habla del sistema educativo, no se consideraba mal estudiante, es solo que tenía otras habilidades, y la escuela no era el lugar para cultivarlas.

—Cuando el profesor me ponía problemas de esos en lo que un señor tiene 30 vacas, y va a una feria y vendió 17 le robaron 3… yo le decía que esos no eran problemas míos y que no tenía por qué resolverlos. Si el profesor me preguntaba yo le contestaba, pero si me ponían a escribir y resolver problemas de otros no lo hacía; no es porque fuera rebelde, sino que no le encontraba sentido.

La voz lozana de Santiago contrasta con su apariencia. A sus 60 años es casi imposible determinar cuántos trabajos ha tenido; ha sido operario en una fábrica, zapatero, pintor, albañil, extra de películas, panadero, vendedor ambulante, jardinero, artesano, escultor, mojado cuando cruzó el Rio Grande para introducirse a los Estados Unidos, cleaner en Nueva York, papá, abuelo…

— ¡Hasta monaguillo! Si quieres que sea un pillo déjalo ser monaguillo, decían en esa época. Nunca fui pillo, pero fui monaguillo porque no me gustaba ir a estudiar. Le decía a mi mamá: “Cuando yo sea grande seré constructor”, y jugaba con el agua, la arena y las piedras. Hacía casitas, con habitaciones pequeñitas.

Habla de manera tajante sobre lo que no le gusta y lo que sí le gusta, y hace las mismas apreciaciones sobre el pasado. Por ejemplo, lo que más le gustó toda la vida fue estar en el solar, el lugar que durante medio siglo comunicó a los Rojas, pues cuando uno de los hijos se casaba, su abuelo les daba un pedacito de tierra para c la casa, que era construida en materiales de la región: eran un derroche de tapia, ladrillo cocido y teja de barro. Pero a él la que lo enamoró fue la casa de la tía Gertrudis, porque se le veían las piedras que la edificaban.

—Mi papá sembraba plátanos, yuca, maíz… el solar siempre nos alimentó, no era necesario ir a la tienda por cebolla ni tomate. Recoger la cosecha era hermoso, poner en la mesa todo lo recogido y repartir para cada familia, las tías, los tíos. Yo no le decía papá, sino Luis Emilio, porque creía que él se sentía bacano si yo le decía así.

En esa época había que estudiar hasta bachillerato para poder entrar a trabajar a Rosellón, la fábrica. Se empezaba barriendo —según él—, luego lo iban a ascendiendo, y así el trabajador podía comprar casa y conseguir esposa.

— Quien trabajaba en Coltejer o en Rosellón se ganaba la lotería, y las suegras inmediatamente le decían a uno: “Bien pueda mijo, qué se toma”. Después, el destino era jubilarse, y el que más duraba, libre, después de trabajar toda la vida, duraba dos o tres años y se moría, como le pasó a Luis Emilio.

Su hermano estudiaba artes en la universidad de Antioquia, y siempre que había manifestaciones, Santiago lo recuerda llegar con una pedrada en la cabeza. Así

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González, el escritor, se mantenía muy contento con esos ladrones, decía que eran dignos del crucificado y que ninguna otra iglesia se daba ese lujo.

Su bisabuelo, Andrés Rojas, era de La Mina, vivió toda su vida y allí murió en

  1. Fue dibujante, tallador y escultor. Construía sus propias herramientas, y pintaba con sus propios pigmentos, colores minerales que él investigaba y desarrollaba. Su abuelo Francisco Eladio Rojas toda su vida estuvo obsesionado con la talla y la escultura, al igual que su padre. Trabajó para muchos talleres; de ahí que Santiago sea un perseguidor de su propia obsesión artística y personal.

Nunca sale de casa, ve poca televisión, no es capaz, siente que se va a morir ahí sentado. No le interesa el mundo externo —hace poco me llevaron a votar por el presidente e hice trampa, voté por nadie—, cuenta entre risas.

— Yo soy el presidente, el alcalde, el gobernador y el rey de mi propio mundo. Desde niño he sido libre. Tengo sesenta años y hasta me estorba la ropa, me siento disfrazado, yo solo necesito una pantaloneta y mis herramientas.

En una cosa tan inerte y trivial como una piedra, Santiago encuentra algo que fascina su imaginación. Se muestran como una revelación. Ellas tienen edad, su propia personalidad y su propia historia. Cada una cuenta si alguna vez estuvo en un camino o si pasó mucho tiempo enterrada o bailando bajo el agua.

— Las piedras no son galletas o ladrillos que usted hornea con la formita que quiere. Ya tienen su propia forma, no hay que picarlas o alterarlas sino sentirlas para saberlas ubicar. Cuando pego piedras, todo me llega, nunca hago un trazo, siempre empiezo jugando.

1 + 1 = Un collage

— ¿Me regalás esa trenza?, le dijo él agarrándole la punta de su pelo largo.

—Llévesela.

Esas fueron las primeras palabras que se dijeron Santiago y Gloria.

Según ella, a él lo enamoró el pelo. Según él, ella pasó con el morral lleno de llaveros colgando, le sonaban como un cascabel al caminar y lo único que vio fue el lunar debajo del ojo izquierdo. Se quedó mirándola, ella volteó y él sólo pensó “ya cayó, esta ya es mía”.

La primera vez que ella lo vio él estaba pintando el pilar de la casa de la tía Gertrudis. No existían bermudas, entonces el blue jean lo cortó y a la camisa le cortó las mangas. Eso fue lo que a ella más le gustó. Estaba descalzo, el pelo largo y subido encima de una silla. Él tenía 19 y ella 17. Verlo ahí todos los días

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causaba en Gloria unas ganas tremendas de que el tiempo corriera más rápido los fines de semana. A pesar de que el lunes no le gustaba ir al colegio porque daban biología, desde el día que lo vio esperaba el lunes para volverlo a ver. —Él se sentaba a ondear los pies en un muro, a veces con camisa, a veces sin camisa—, recuerda ella. Pero siempre que pasaba por su lado y volteaba la cabeza, él la estaba mirando.

Meses después Santiago se fue con dos amigos a caminar a La Mina, decidido a conocer a la del lunar. Las visitas eran cada vez más frecuentes, desde el principio hubo complicidad; fumaban Lucky Dtrike e inventaban cualquier excusa para irse a caminar por las mangas de Envigado y tomar manzana Postobón en Ancón 70, el bar de un amigo. Desde entonces se volvió el novio de Gloria, y aunque incumplido, era el oficial.

Cuando Santiago no visitaba a Gloria, se iba para donde Ángela, la de la tienda, a conversar hasta media noche y a tomar aguardiente con los del Entrerriano. Lo que él no sabía es que Gloria y Ángela eran primas.

—Yo tenía muchas noviecitas. Y cada tanto se las llevaba a mi papá. “Luis Emilio, le traje una amiguita”, le decía yo, pero con Gloria fue diferente.

Cuando Luis Emilio murió, Santiago decidió con quién quería pasar el resto de la vida. “Si algún día se piensa casar, se casa con Gloria’’, fueron las últimas palabras que le dijo. Un mes después de que murió, Santiago le dijo a su familia que se quería casar con Gloria, y ella sin dudar aceptó. “Eso sí Gloria, no tengo un peso, solo le prometo que vamos a tener una casa de piedritas y le voy a dar una flor todos los días”. Como él no trabajaba y ella sí, destapó una alcancía con todos sus ahorros, y en menos de ocho días, un sábado de enero se casaron en contra de la opinión de todo el mundo.

Como era obvio, toda la familia estaba invitada, incluida Ángela, la prima. Al terminar la ceremonia ella buscó a Santiago en el solar, donde ofrecieron un desayuno, y entre sollozos le dijo: “La que me hiciste Santiago… pero sabe qué, si usted se casó con Gloria, yo me caso con cristo”. Gloria y Santiago llevan 38 años de casados, y Ángela, 38 años de monja.

Los primeros años de matrimonio fueron los más difíciles. El suegro no le hablaba al yerno porque este a su vez no tenía una casa propia, además se le había llevado una hija. Gloria trabajaba, estaba embarazada y a duras penas tenían para comer.

—Nos fuimos a vivir a la casa de la mamá de Santiago. Como nos casamos tan a disgusto de todo el mundo, yo dije: “voy a sacar esto adelante y soy capaz de vivir una vida bien con Santiago”. Y desde el día que él me dijo que su promesa de matrimonio era hacerme una casa de las piedritas y darme una flor todos los días, yo creí en lo nuestro. Nosotros empezamos al revés, a enamorarnos después de casados.

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precio. Fue un trabajo en equipo; en pocos meses el lugar se transformó a manos de los dos. Cuando Santiago se iba a trabajar las niñas sacaban arena del río para cuando en la noche él regresara pudiera pegar adobes y cemento.

—Yo por eso quiero tanto a Gloria, por aguantar tanto juntos cuando no teníamos nada.

Santiago comenzó a sembrar árboles y no era raro ver una culebra mapaná merodeando por el jardín. La casa se transformó tanto que un italiano que vivía cerca les propuso comprárselas. “Venderla para comprarle a mi tía la casa de piedras y comenzar a convertirla”, era lo que él pensaba, otra vez el sueño, pero cada vez más cerca. Todo cambió con una llamada a Medellín. El hermano de Gloria había muerto y Mercedes, la mamá de Santiago, estaba muy enferma y se quería despedir. La estadía temporal en Envigado duró seis meses, dejaron un amigo encargado de vigilar la nueva casa en Venezuela y de cuidar el jardín.

Santiago regresó solo, dispuesto a venderle al italiano y volver con el dinero suficiente para comprar el lote de la casa de piedra de su tía. Encontró que el jardín estaba seco y rodeado de una montaña de latas de cerveza. La casa, vacía. Al buscar al italiano, no le ofreció ni la quinta parte de la oferta inicial. No le interesaba agrandar su terreno con tierra muerta. Santiago decidió venderle incluso por menos a un amigo y su familia, con la promesa de que nunca le vendería al italiano.


La primera vez que se fue a Estados Unidos se fue por el hueco.

—Yo sí pasé bien mojado, cuando estaba pasando el río me aferré a esos coyotes, llega un momento en el que el único recurso es confiar en los demás. Sólo pensé: ya tengo la casa de las piedritas, ya estoy en Estados Unidos.

Durante tres años trabajó de cleaner, limpiando en oficinas y restaurantes. Vivía en casa de un hermano y llevaba juiciosamente las cuentas para gastar lo necesario. El resto se lo enviaba a Gloria, quien a su vez iba guardando el ahorro.

—El amor a distancia se mantiene con confianza. Es tan bueno cuando uno se vuelve a ver, todo se revive, las separaciones hacen falta, para poder mirar al otro con otros ojos y que ese otro lo descubra a uno —dice ella, para quien la distancia no es una fatalidad.

Un día de madres llamó a Gloria. “Vaya pregúntele a mi tía en cuánto nos vende la casa”. Tenían la plata, compraron la casa y un amigo de Envigado comenzó a hacer las reformas. Al mes de estar en obra la casa, le enviaron una foto a Santiago. “¡Así no es la casa de la piedritas!”, pensó al ver las fotos, y se devolvió para Colombia.

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— “Espérate a que tengas dos taxis y una finca”, me decían mis hermanos. Ni taxis ni finca, dije, y salí y me vine. Y comencé a construir hasta que se nos acabó la plata. Ahí fue cuando me volví a ir por el hueco, pero esa vez me tocó por Guatemala hasta México. Dos meses andando por todo Centroamérica, aguantando hambre, calor, detenido, pero sobornaban a la policía para que dejara pasar a los inmigrantes.

Tres años después volvió y la casa pudo tener segundo piso.

Las piedras saben todo del mundo

El día que Santiago cumplió veinticinco años le mandó un dibujo de la casa a Gloria, desde Venezuela. A pesar de que en esa época era zapatero, sabía lo que estaba buscando. A sus sesenta años la promesa de construir la casa de las piedritas sigue vigente, como una torre de babel erigiéndose constantemente al cielo, ahora va por el cuarto piso y la coherencia de la casa de las piedritas con aquel dibujo es alucinante. A pesar de las distancias, Santiago y Gloria lograron permanecer unidos; los cambios causados por las presiones del tiempo no los separaron, sino que, como en el caso de las rocas sedimentarias, en lograr de fragmentarse se unieron.

—Esta casa la hice con todo mi corazón. En la vida hay que decidirse por un sueño, y trabajarle con fuerza hasta lograrlo. Uno no necesita tantas cosas, tanta plata ni tantas posesiones como le hacen creer. El principal ingrediente de la felicidad es la tranquilidad, no desear: soñar es diferente a desear.

Casi todos los materiales son reciclados, los amigos y cercanos viven encantados de darle a Santiago piedras y material que él transforma y Gloria cuida y mantiene en equilibrio.

—Me defino como el rey de mi mundo, la casa es lo más lindo que tiene el mundo mío.

Gran parte del terreno se lo compró un hermano de Santiago a las tías beatas, como las llamaban. Ideó varios maneras para que fuera rentable: como hacer un parqueadero, un lavadero, y le encargó a Santiago un restaurante que albergaba sus mayores creaciones. Por malos manejos administrativos, las deudas y los intereses terminaron por hundir el ideal y el resto del terreno que hacía parte de la herencia de los hermanos Rojas. Para salvar el patrimonio, el terreno terminó repartido en expectativas de un proyecto inmobiliario que intentó a toda costa comprar la casa de las piedritas, porque según el arquitecto y los ingenieros estorbaba.

— “Santiago, te damos tres apartamentos a cambio de tu rancho”, y yo les respondí: “Ustedes no tiene plata para comprarme esta casa. Esta casa es de mis

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El mundo del que hablan, su mundo, nace de las piedras. En esta casa ellas se dejan moldear como en los caminos, sin seguir indicaciones. La casa se estira gracias al reposo con el que encajan unas con otras. Santiago y Gloria imitan su quietud y su fuerza, y le permiten al visitante contemplar su amor, como maestros que reivindican la amabilidad de manera incondicional, cada vez que la puerta de su casa se abre. Es fácil sentir eso que él dice, que tal vez estos minerales tienen algo de vida. La profundidad de tantos colores recarga. De pie en el centro de ese lugar se comprende, las piedras saben todo del mundo.