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Este extracto del libro "alteridad cultural entre utopía y ciencia" de krotz (1994) explora la construcción de la alteridad cultural a través de diferentes formas de contacto entre sociedades, desde el encuentro con grupos paleolíticos hasta la expansión imperial. El texto analiza cómo la percepción del "otro" se configura en función de la historia, la cultura y las relaciones de poder.
Tipo: Transcripciones
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n lo que sigue se trata de esclarecer el significado que tiene y que podría tener el término antropología des- de el punto de vista de las ciencias antropológicas como parte de las ciencias empíricas^3. Como es sabido, desde el surgimiento de las ciencias an- tropológicas como tales, a fines del siglo pasado, existe una gran maraña de denominaciones y, por ello, también mucha confusión sobre su delimitación con respecto a dis- ciplinas vecinas. Hasta el día de hoy, la palabra antropología tiene significados distintos en los diversos idiomas euro- peos. En alemán, por ejemplo, este nombre ha sido tradi- cionalmente sinónimo de una sola rama de las ciencias an- tropológicas, a saber, de la arqueología. Por esto, muchos tratados sistemáticos generales o históricos de las ciencias antropológicas contienen una discusión sobre nombres y definiciones de la disciplina que no es usual en otras disci- plinas científicas. A esto se agrega que en las diferentes áreas lingüísticas se han usado por largo tiempo denominaciones especiales –piénsese, por ejemplo, en la diferenciación habi- tual en Alemania entre Völkerkunde [ciencia de los pueblos] y Volkskunde [ciencia del pueblo], en las definiciones de et- nología y etnografía , en Rusia y en la antropología francesa (que, por cierto, se distinguen de modo diferente en cada caso) o muy especialmente en la contraposición que se con- formó entre las dos guerras mundiales entre la antropología social británica y la antropología cultural norteamericana. ¿Puede reconocerse o construirse un denominador co- mún a estas posiciones tan distintas? ¿Una perspectiva que unifique el pasado como un panorama con sentido y que al mismo tiempo permita vislumbrar el perfil de un futuro posible?
Hay muchas preguntas antropológicas , si esto significa: pre- guntas acerca del ser humano o sobre lo humano. Así, varias
disciplinas científicas y también ciertas áreas o corrientes de la filosofía y la teología pretenden tener como objetivo central una pregunta sobre el ser humano. A éstas perte- necen, por ejemplo, la psicología, la patología y la eco- logía, aún cuando a ellas tiene que agregárseles el prefijo humano para distinguirlas, como también la filosofía, la etología o la geografía, de áreas de investigación no refe- ridas primariamente al ser humano. Otras ciencias tales como la economía, la sociología o la politología son en un sentido más estricto antropología , lo que considerado desde el punto de vista etimológico, en primera instancia significa únicamente tratado sobre el ser humano o conoci- miento de los humanos. Por tanto, para la caracterización de las ciencias antropológicas, de las que aquí se trata, es nece- sario indicar bajo qué aspecto se ocupan del ser humano. De hecho hay una pregunta antropológica que ha sido formulada una y otra vez de nuevo desde el inicio de la vida humana en este planeta. Puede ser presentada a partir de las situaciones, a primera vista un tanto dispares, del en- cuentro de grupos humano paleolíticos , del viaje y de la ex- tensión imperial del poder. De acuerdo con lo poco que sabemos sobre la mayor parte de la historia de la especie humana, ésta consistía casi siempre de grupos relativamente pequeños, cuyos miem- bros estaban separados y al mismo tiempo interrelacio- nados ante todo según aspectos de género, de edad y de pa- rentesco. Su vida entera era marcada completamente por su comunidad. Durante miles de generaciones los así lla- mados cazadores-recolectores obtenían lo necesario para la vida –o sea, no sólo alimento sino también medicamentos, vestimenta y casa, y hasta para los adornos y los artefactos utilizados en el juego y ceremonias religiosas– a través de la caza, la pesca y actividades de recolección. Pero de nin- guna manera se trataba aquí de hordas que todo el tiempo estaban buscando alimento y apenas vegetaban en los már-
Introducción
1 En: Revista Alteridades , 4 (8), 1994. 2 Unidad de Ciencias Sociales, Universidad Autónoma de Yucatán 3 Se trata de una versión ligeramente modificada de una parte del capítulo segundo del libro Alteridad cultural entre utopía y ciencia (Krotz, 1994).
genes de la sobrevivencia física; así se ha querido presentar esta era de la humanidad, la más larga hasta ahora, desde la invención de la agricultura y más todavía desde la emer- gencia de la cultura urbana. Todo lo contrario: dejando de lado excepciones, parece que más bien se trataba de una forma de vida que enteramente puede ser caracterizada como buena vida. Incluso ha sido calificada como la pri- mera sociedad de abundancia^4 aquella época de la historia humana en la cual ciertamente no se creaban grandes al- macenamientos de provisiones ni se acumulaba otro tipo de bienes materiales –lo que no puede esperarse en un modo de vida nómada- en la cual, empero, normalmente ningún ser humano tenía que trabajar más de cinco horas, incluso más bien menos, para la procuración de la comida del día. Esta constatación es aquí importante también porque de esta manera se evidencia que estos cazadores y recolectores tenían, por así decirlo, “libre” la mayor parte de sus días para otras cosas (aunque, desde luego, no se daba una separación como la que existe en el presente, entre tiempo de trabajo y tiempo libre). Aunque carecería de sentido considerar pueblos exis- tentes todavía durante los siglos XIX y XX con tecnología paleolítica y economía de caza y recolección como relictos congelados de épocas prístinas de la humanidad (porque todas las sociedades humanas tienen su historia, aunque esta historia se encuentre presente de modo diverso en la historia colectiva [Lévi-Strauss, 1988:59]), el estudio de tales pueblos, empero, proporciona elementos útiles para el conocimiento de la época más temprana de la historia humana. Ante todo, de este modo queda comprobado que relaciones que suelen ser presentadas demasiado rápido como necesarias, no lo son. Así, por ejemplo, como lo ha demostrado de manera impresionante Claude Lévi-Strauss^5 , no existe ningún motivo para suponer una correlación necesaria, o incluso predominante, entre sen- cillez tecnológica o caza y recolección y capacidad del habla y del pensamiento rudimentario u orientado exclu- sivamente de modo utilitario. Visto de manera conjunta, parece bastante acertada la suposición de que la sociedad cazadora–recolectora nómada con su detallada y precisa observación de la naturaleza y sus desarrollados meca- nismos sociales de cooperación y coordinación exigía y, al mismo tiempo, impulsaba, una intensiva comunicación
entre sus miembros, a pesar de que sólo el hecho de la lengua misma, pinturas rupestres y adornos paleolíticos, así como restos de ofrendas mortuorias de aquel tiempo han permanecido como escasas y casuales huellas de todo ello. Esto significa que hay que suponer también para aquella época de la humanidad la existencia de una rica re- flexión y creación intelectual: tal vez incluso se daban de manera más constante y con una participación mucho más general de lo que es el caso hoy en día de las sociedades llamadas “desarrolladas”. Tal reflexión se ocupaba naturalmente también de un suceso quizás no demasiado frecuente pero que ocurría una y otra vez: el encuentro entre uno o varios miembros del grupo con miembros de otras comunidades humanas. Como lo documentan descripciones de este tipo de con- tactos de tiempos mucho más posteriores todavía, estas si- tuaciones constituían en primer lugar un problema cogni- tivo. Cuando los seres vivientes no pertenecientes al grupo propio no eran vistos de antemano como monstruos inin- teligibles, entonces había que aclarar si ellos o sus huellas eran realmente de naturaleza humana. De acuerdo con las clasificaciones muchas veces testimoniadas a lo largo de la historia de tales contactos, podía tratarse aquí tanto de seres vivos infrahumanos , por ejemplo, de una variedad de animales especiales, como también de seres suprahumanos , tales como espíritus, demonios o dioses. El paso decisivo en esta reflexión consistía siempre en ver a otros seres hu- manos como otros. Es decir, precisamente a pesar de las di- ferencias patentes a primera vista y a pesar de muchas otras, que emergen sólo con la observación detenida y que pueden referirse a cualquier esfera de la vida, siempre se trata de reconocer a los seres completamente diferentes como iguales. Exactamente este es el lugar de la pregunta antropoló- gica de la que aquí se trata: la pregunta por la igualdad en la diversidad y de la diversidad en la igualdad. Abundando un poco, este problema de identidad y diferencia humana también podría expresarse así: es la pregunta por los as- pectos singulares y por la totalidad de los fenómenos hu- manos afectados por esta relación, que implica tanto la al- teridad experimentada como lo propio que le es familiar a uno; es la pregunta por condiciones de posibilidad y lí- mites, por causas y significado de esta alteridad, por sus
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4 Véase Sahlins 1977:13 y ss. y Clastres 1981. 5 Lévi-Strauss, 1964. Por cierto que dos generaciones antes, su compatriota Emile Durkheim (1968) había quedado fascinado por las clasificaciones de parentesco y reglas matrimoniales de los aborígenes australianos que hasta el día de hoy suelen ser tildados despectivamente de “primitivos”; pero es comprensible que una civilización como la europea, que se estaba expandiendo ante todo con base en la violencia pura, siempre dirigía su atención a la tecnología de los pueblos por conquistar, por vencer y por volver tributarios. Sin embargo, los reportes etnográficos de todos los tiem- pos han enfatizado –especialmente en su comparación con la situación europea moderna– la franca abundancia de concepciones y rituales religio- sos y cosmológicos de las llamadas sociedades “tradicionales”, aun cuando éstas siempre parecían quedar rezagadas con respecto a filosofías y teologías basadas en textos escritos.
La pregunta antropológica de que se habla aquí no existe por sí sola. Más bien tiene que ser formulada. También por eso ella no existe de modo abstracto sino depende siempre también del o de los encuentros concretos de los que nace y de las configuraciones culturales e históricas siempre únicas, de las cuales estos encuentros son, a su vez, partes integrantes. También podría decirse que la pre- gunta antropológica es el intento de explicitar el contacto cultural, de volverlo consciente, de reflexionar sobre él, de resolverlo simbólicamente. Pero esta manera de expresarlo tiene valor sólo cuando puede evitarse el peligro de una doble reducción. Por un lado, esto no se refiere a la “eleva- ción al concepto”, tan para el racionalismo occidental que, dicho sea de paso, constituye sólo una entre muchas formas de tal reflexión (por ejemplo, al lado del ritual, de la imagen de la poesía y del mito). Por el otro lado, una co- munidad no siempre y no sólo se expresa a través de sus discursos, por lo que también en sus instituciones, pa- trones de conducta, formas comunicacionales y crea- ciones estéticas se puede encontrar, por así decirlo, de modo materializado tal reflexión. Pero en la medida en que sea posible de algún modo un enunciado general sobre los contactos culturales –al me- nos en el área cultural occidental–, éste consiste en la de- mostración de que la pregunta antropológica a tratar aquí tiene su momento decisivo en la categoría de la alteridad. Esta alteridad u otredad no es sinónimo de una simple y sencilla diferenciación. O sea, no se trata de la constatación de que todo ser humano es un individuo único y que siempre se pueden encontrar algunas diferencias en compa- ración con cualquier otro ser humano (dicho sea de paso que la misma constatación de diferencias pasajeras o inva- riantes de naturaleza física , psíquica y social depende am- pliamente de la cultura a la que pertenece el observador). Alteridad significa aquí un tipo particular de diferencia- ción. Tiene que ver con la experiencia de lo extraño. Esta sen- sación puede referirse a paisajes y clima, plantas y animales, formas y colores, olores y sonidos. Pero sólo la confrontación con las hasta entonces desconocidas singularidades de otro grupo humano –lengua, costumbres cotidianas, fiestas, cere- monias religiosas o lo que sea– proporciona la experiencia de lo ajeno, de lo extraño propiamente dicho; de allí luego tam- bién los elementos no humanos reciben su calidad caracterís-
ticamente extraña. El cazador paleolítico reconoce enseguida al extraño; el viajero medieval se sabe constantemente en el extranjero y a su regreso permite participar a otros de él me- diante su narración; conquistadores, lugartenientes y tropas de ocupación ligan penosa y violentamente pueblos mutua- mente extraños en una unidad renitente. Pero la experiencia del extranjero no es posible sin el extrañamiento de la siem- pre previa patria-matria^7 , que se recuerda justamente estando en el extranjero. Por ello, desde el comienzo el país extranjero se encuentra cargado de tensión inquietante: extraño es el ex- tranjero, son los extranjeros primero siempre. Pero esto no tiene que quedar así, la nostalgia es –al menos en la moder- nidad europea, época que proporciona la perspectiva en cuyos términos aquí se habla– algo tan difundido como el anhelo por lo lejano; el rechazo angustiado se encuentra tan testimoniado como la partida colmada de ansia e incluso el éxodo definitivo. Alteridad no es pues, cualquier clase de lo extraño y ajeno, y esto es así porque no se refiere de modo general y mucho menos abstracto a algo diferente , sino siempre a otros. Se dirige hacia aquellos seres vivientes que nunca quedan tan extraños como todavía lo quedan el animal más domesticado y la deidad vuelta familiar en la experiencia mística. Se dirige hacia aquellos que le parecen tan similares al ser propio que toda diversidad observable puede ser com- parada con lo acostumbrado, y que sin embargo son tan dis- tintos que la comparación se vuelve reto teórico y práctico. En esto, tanto la historicidad de la existencia del ser hu- mano individual como de las sociedades abre la dimensión del tiempo, a menudo sólo captada de modo poco claro y que se hace más visible en el caso del viajero: cuando repite su viaje, entonces frecuentemente llega a la conclusión de que el extranjero ha cambiado; además puede ser más fácil para él que para quienes se quedaron en casa percibir su propio tiempo de vida como transcurriendo. Alteridad, pues, “capta” el fenómeno de lo humano de un modo especial. Nacida del contacto cultural y permanente- mente referida a él y remitiendo a él, constituye una apro- ximación completamente diferentes de todos los demás intentos de captar y de comprender el fenómeno humano. Es la categoría central de una pregunta antropológica especí- fica^8. Contemplemos brevemente algunas de las caracterís- ticas más importantes de esta categoría, al mismo tiempo, si es lícito decirlo así, total y dinámica.
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7 Se usa aquí este compuesto para aproximarse al significado del término alemán “Heimat” que tiene importantes connotaciones en el habla popu- lar, el romanticismo y la filosofía de Bloch, por ejemplo, y que supera lo que usualmente suele estar contenido en la palabra patria. Este último pue- de complementarse mediante el significado de matria elaborado por L. González (1978) que se refiere a los aspectos menos marciales del terruño y de la patria chica. 8 Podría decirse también, que es la perspectiva específica que elabora la antropología como disciplina científica (independientemente de formas pre y extracientíficas) acerca de los fenómenos sociales; ésta la distingue de las demás ciencias sociales que se diferencian unas de las otras, como es bien sabido, no por tratar fenómenos empíricos diferentes, sino por tener maneras diferentes de enfocar estos fenómenos empíricos.
Un ser humano reconocido en el sentido descrito como otro no es considerado con respecto a sus particularidades altamente individuales y mucho menos con respecto a sus propiedades “naturales” como tal, sino como miembro de una sociedad, como portador de una cultura, como here- dero de una tradición, como representante de una colecti- vidad, como nudo de una estructura comunicativa de larga duración, como iniciado en un universo simbólico, como introducido a una forma de vida diferente de otras –todo esto significa también, como resultado y creador partícipe de un proceso histórico especifico, único e irrepetible. En esto no se trata de una sencilla suma de un ser humano y su cultura o de una cultura y sus seres humanos. Al divisar a otro ser humano, al producto material, institucional o es- piritual de una cultura o de un individuo-en-sociedad, siempre entra al campo de visión en conjunto de la otra cul- tura y cada elemento particular es contemplado dentro de esta totalidad cultural –lo que no quiere decir que se trate de algo integrado sin tensiones– y, al mismo tiempo, con- cebido como su parte integrante, elemento constitutivo y expresión. Contemplar el fenómeno humano de esta manera en el marco de otras identidades colectivas, empero, no sig- nifica verlo separado del mundo restante; al contrario, este procedimiento implica remitirse siempre a la perte- nencia grupal propia. De este modo se refuerza y se enri- quece la categoría de la alteridad a través de su mismo uso. Así, para el observador, para el viajero, incluso para el lugarteniente, las situaciones del contacto cultural pueden convertirse en lugar para la ampliación y profun- dización del conocimiento sobre sí mismo y su pa- tria-matria, más precisamente, sobre sí mismo como parte de su patria-matria y sobre su patria-matria como resultado de la actuación humana , o sea, siempre también de su propia actuación. Mirando más de cerca, esta bipolaridad de grupo pro- pio y grupo extranjero que constantemente es incluida en la perspectiva, se revela como tripolaridad –en caso de que esta formulación no evoque la imagen equivocada de una base común de un ser humano abstracto, que sólo “se ma- nifiesta” en las dos formas culturales diferentes, que mera- mente “aparece” en las situaciones de contacto cultural; se trataría de una representación que tendría mucho en co- mún con determinada idea sobre la relación entre sus- tancia y accidentes. Lo que tienen en común observadores y observados, cultura familiar y cultura extranjera no se encuentra, pues “en la base” o “encima” de las culturas, sino en ellas mismas y en su interjuego. De ahí que en vez de hablar de bi y tripolaridad, sea más conveniente el con- cepto de una pertenencia dinámico dialéctica que remite
al conjunto de los fenómenos socioculturales, el cual com- prende a ambas culturas. A pesar de que el hablar de los unos y los otros puede inducir a un modo estático de ver las cosas (que se ha condensado en los estereotipos que se pueden encontrar en todo el mundo acerca de los pueblos vecinos respec- tivos y hacia el cual parece tender desde hace mucho la lógica cognitiva occidental), la categoría de la alteridad introduce por principio el proceso real de la historia hu- mana. Pues, con el correr del tiempo se modifica el ser otro observado y experimentado de los otros; después de un cierto tiempo de recorrer el extranjero o de estadía en él, la patria-matria ha cambiado y el regreso se con- vierte en un nuevo inicio bajo condiciones modificadas; la relación entre los conquistadores y los pueblos domi- nados se transforma en complejos procesos de acultura- ción e innovación así como de resistencia. La valoración de los otros y la disposición de afectiva hacia ellos igual- mente acusan tales transformaciones, por más que éstas, fuera de determinados momentos de crisis, no suelen ser muy visibles. La alteridad tiene un alto precio: no es posible sin etno- centrismo. “Etnocentrismo es la condición humana de la alteridad” (Lewis, 1976:13) y tan sólo él posibilita el con- tacto cultural, la pregunta antropológica. Es la manera y la condición de posibilidad de poder aprehender al otro como otro propiamente y en el sentido descrito. Entre el grupo propio y el grupo extranjero existe, pues, una rela- ción semejante a la que hay entre lo conocido y lo desco- nocido en el acto cognitivo, donde lo último es accesible casi siempre sólo a partir de lo primero. Ahora, es intere- sante ver cómo el contacto cultural igualmente puede re- forzar y menguar el etnocentrismo; en esto, grado de dis- tancia y de cercanía, importancia de las diferencias y de los aspectos considerados centrales juegan un papel, al igual que disposiciones históricamente prefiguradas hacia en- capsulamiento o asimilación. La modernidad occidental muestra que en el interior de una sociedad se encuentran con respecto a todo esto bastantes tensiones –recuérdese sólo la fascinación y el pavor que siempre provocaron los pueblos y las culturas “orientales” en Europa o la imagen ampliamente difundida de los indios norteamericanos, que en todas partes inspiraban miedo por su carácter gue- rrero supuestamente innato y que al mismo tiempo susci- taban admiración a causa de su inocencia presuntamente natural. Finalmente, en esta presentación de la categoría alte- ridad hay que volver a recordar que los contactos cultu- rales nunca se dan en el espacio vacío, o sea, que no pueden aislarse de la dinámica de la historia universal de
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