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RESUMEN
El 21 de junio de 1929 finalizó la Guerra Cristera. Este conflicto armado
también recibió el nombre de Guerra de los Cristeros o Cristiada y comenzó
en agosto de 1926. Los cristeros fueron aquellos mexicanos católicos y
conservadores que resistieron con su levantamiento la aplicación de la ley
impulsada por el presidente Plutarco Elías Calles.
Conocida como Ley Calles, se expidió el 14 de junio de 1926 con el fin de
acotar el culto y sacerdocio católico en México conforme a lo establecido en
la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en 1917: no
reconocimiento de personalidad jurídica a las iglesias ni de su derecho a
poseer bienes raíces, no participación del clero en la política y prohibición de
impartir culto fuera de los templos. También planteaba la reducción del
número de sacerdotes.
El sucesor de Calles fue Emilio Portes Gil (1928-1930), quien ocupó el cargo
con carácter de interino, pues el presidente electo, Álvaro Obregón, había sido
asesinado en julio de 1928. Ante la crisis nacional por los tres años de la
guerra ―cuyo costo humano alcanzó las cifras de 250 mil muertos y similar
cantidad de refugiados hacia los Estados Unidos―, tanto el mando cristero
como la Santa Sede, su aliada, y los gobiernos de México y los Estados
Unidos, aliado éste del mexicano, decidieron poner fin a la contienda.
Así, el 21 de junio de 1929 se firmaron unos acuerdos redactados por Dwight
W. Morrow, quien era embajador estadounidense en México. Carecían de
valor oficial, debido a la falta de personalidad jurídica de la Iglesia, pero no de
voluntad conciliatoria. Además del embajador, los firmantes fueron el
presidente Portes Gil, el arzobispo de Michoacán y delegado apostólico
Leopoldo Ruiz y Flores, y el obispo de Tabasco Pascual Díaz[1].
Nada cedió el Estado en estos tratados, el único condicionante fue la salida del
país de los prelados que habían apoyado abiertamente el levantamiento ―José
María González y Valencia, arzobispo de Durango, y José de Jesús Manríquez
y Zárate, obispo de Huejutla, Hidalgo― y Francisco Orozco y Jiménez,
arzobispo de Guadalajara, quien si bien se mantuvo oculto durante toda la
guerra era considerado líder de los cristeros.
A cambio se ofreció lo siguiente: amnistía a todo cristero que rindiera las
armas y devolviera a la nación templos o casas no pertenecientes a alguna
administración gubernamental. Los batallones cristeros estaban formados
mayoritariamente por campesinos de Jalisco, Guanajuato. Colima, Nayarit y
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RESUMEN

El 21 de junio de 1929 finalizó la Guerra Cristera. Este conflicto armado también recibió el nombre de Guerra de los Cristeros o Cristiada y comenzó en agosto de 1926. Los cristeros fueron aquellos mexicanos católicos y conservadores que resistieron con su levantamiento la aplicación de la ley impulsada por el presidente Plutarco Elías Calles. Conocida como Ley Calles, se expidió el 14 de junio de 1926 con el fin de acotar el culto y sacerdocio católico en México conforme a lo establecido en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en 1917: no reconocimiento de personalidad jurídica a las iglesias ni de su derecho a poseer bienes raíces, no participación del clero en la política y prohibición de impartir culto fuera de los templos. También planteaba la reducción del número de sacerdotes. El sucesor de Calles fue Emilio Portes Gil (1928-1930), quien ocupó el cargo con carácter de interino, pues el presidente electo, Álvaro Obregón, había sido asesinado en julio de 1928. Ante la crisis nacional por los tres años de la guerra ―cuyo costo humano alcanzó las cifras de 250 mil muertos y similar cantidad de refugiados hacia los Estados Unidos―, tanto el mando cristero como la Santa Sede, su aliada, y los gobiernos de México y los Estados Unidos, aliado éste del mexicano, decidieron poner fin a la contienda. Así, el 21 de junio de 1929 se firmaron unos acuerdos redactados por Dwight W. Morrow, quien era embajador estadounidense en México. Carecían de valor oficial, debido a la falta de personalidad jurídica de la Iglesia, pero no de voluntad conciliatoria. Además del embajador, los firmantes fueron el presidente Portes Gil, el arzobispo de Michoacán y delegado apostólico Leopoldo Ruiz y Flores, y el obispo de Tabasco Pascual Díaz[1]. Nada cedió el Estado en estos tratados, el único condicionante fue la salida del país de los prelados que habían apoyado abiertamente el levantamiento ―José María González y Valencia, arzobispo de Durango, y José de Jesús Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla, Hidalgo― y Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara, quien si bien se mantuvo oculto durante toda la guerra era considerado líder de los cristeros. A cambio se ofreció lo siguiente: amnistía a todo cristero que rindiera las armas y devolviera a la nación templos o casas no pertenecientes a alguna administración gubernamental. Los batallones cristeros estaban formados mayoritariamente por campesinos de Jalisco, Guanajuato. Colima, Nayarit y

Michoacán, pero cualquier católico que se alzara en defensa de su Iglesia pertenecía al movimiento, sin distinción de estrato social, género o edad[2]. En su informe presidencial ante el Congreso el 1 de septiembre de 1929, Emilio Portes Gil informó de la situación a favor del movimiento cristero: reanudación del culto católico en las iglesias, siempre y cuando los sacerdotes de ese credo se sometieran a las leyes del país, por lo cual 858 templos ya habían sido entregados a la Iglesia Católica. Al iniciarse el movimiento, los cristeros tenían la esperanza de tomar el territorio norte de México y, con el apoyo de distintas organizaciones católicas en distintos países, incluido los Estados Unidos, ser reconocidos como parte beligerante y obtener los derechos internacionales que tal condición les permitía: acceder al poder como contendientes en una guerra civil, desconociendo a la autoridad gubernamental y controlando una parte del territorio, donde podrían tener su propio gobierno, ejército y planteamiento político No lo lograron, y después de tres años de guerra estaban agotados y diezmados. Eso fue lo que los llevó a aceptar la paz. Sin embargo, esta sería temporal. Aunque oficialmente la Cristiada terminó el 21 de junio de 1929, durante más de diez años siguieron los alzamientos de grupos católicos armados contra el laicismo gubernamental mexicano. Los conflictos amainaron realmente cuando el Estado mexicano asumió, después del gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, la libertad de cultos, la extinción de una educación con fundamentos socialistas y la apertura de las iglesias a culto público. Era la década de 1940. Pasaron casi cinco décadas más para que estos puntos se asumieran a nivel constitucional. La Guerra Cristera, que se prolongó durante tres años, ocasionó unas 250. muertes, entre civiles y combatientes. También se generó una oleada de refugiados hacia EEUU que alcanzó la misma cifra, pero de ciudadanos no combatientes en su mayoría. Como en muchos conflictos locales de la época, diversos intereses locales se vieron involucrados, como fueron los Estados Unidos y en particular el , en apoyo del Ejército Mexicano, o la Santa Sede del Vaticano y los Caballeros de Colón, en apoyo del bando cristero. En cuanto a las decisiones políticas, la guerra forzó al Estado a modificar sus reformas laicas en materia educativa, a postergar la aplicación de sus leyes en