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Este documento explora la representación de Dios en la historia y la literatura europea desde el Siglo XIII hasta el Siglo XVII. Se discuten referencias a Dios en obras como el Roman de la Rose, la Enciclopedia Speculum Triplex, las obras de John Donne, Milton, Glanvill y Robert South, entre otras. Además, se analizan las opiniones de filósofos y escritores sobre la existencia de Dios y su relación con el mundo material. El texto también incluye referencias a la literatura rioplatense y la figura de Rosas.
Qué aprenderás
Tipo: Resúmenes
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A Margot Guerrero
He, whose long wall the wand’ring Tartar bounds…
DUNCIAD, II, 76
Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi in- finita muralla china fue aquel primer Emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones —las quinientas o seiscientas leguas de pie- dra para opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado— procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta Plancha.
Históricamente, no hay misterio en las dos medidas. Contemporá- neo de las guerras de Aníbal, Shih Huang Ti, rey de Tsin, redujo bajo su poder a los Seis Reinos antes existentes y borró el sistema feudal; erigió la muralla, porque las murallas eran defensas; quemó los libros, porque la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores. Que- mar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes; lo úni- co singular en Shih Huang Ti fue la escala en la que obró. Así lo hacen entender algunos sinólogos, pero yo siento que los hechos que he refe- rido son algo más que una exageración o una hipérbole de disposiciones triviales. Cercar un huerto o un jardín es común; no lo es cercar un im- perio. Tampoco es baladí pretender que la más tradicional de las razas renuncie a la memoria de su pasado, mítico o verdadero. Tres mil años de cronología tenían los chinos (y en esos años, se incluyen el Empera- dor Amarillo y Chuang Tzu y Confucio y Lao Tzu), cuando Shih Huang Ti ordenó que la historia empezara con é
Shih Huang Ti había desterrado a su madre por libertina; en su dura justicia, los ortodoxos no vieron otro cosa que una impiedad; Shih Huang Ti, tal vez, quiso abolir todo el pasado para abolir un solo recuer- do: la infamia de su madre. Esta conjetura es atendible, pero nada nos dice de la muralla, de la segunda cara del mito. Shih Huang Ti, según los historiadores, prohibió que se mencionara la muerte y busco el elixir de la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que constaba de tantas habitaciones como hay días en el año; estos datos sugieren que la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mági- cas destinadas a detener la muerte. “Todas las cosas quieren persistir en su ser”, ha escrito Baruch Spinosa; quizá el Emperador y sus magos
revelación, que no se produce, es quizá, el hecho estético.
Buenos Aires, 1950
Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas. Bosquejar un capítulo de esa historia es el fin de esta nota.
Seis siglos antes de la era cristiana, el rapsoda Jenófanes de Colo- fón, harto de los versos homéricos que recitaba de ciudad en ciudad, fustigó a los poetas que atribuyeron rasgos antropomórficos a los dioses y propuso a los griegos un solo Dios, que era una esfera eterna. En el Timeo, de Platón, se lee que la esfera es la figura más perfecta y más uniforme, porque todos los puntos de la superficie equidistan del centro; Olof Gigon ( Ursprung der griechischen Philosophie , 183) entiende que Jenófanes habló analógicamente; el Dios era esferoide, porque esa for- ma es la mejor, o la menos mala, para representar la divinidad. Parmé- nides, cuarenta años después, repitió la imagen (“el Ser es semejante a la masa de una esfera bien redondeada, cuya fuerza es constante desde el centro en cualquier dirección”); Calogero y Mondolfo razonan que in- tuyó una esfera infinita, o infinitamente creciente, y que las palabras que acabo de transcribir tienen un sentido dinámico (Albertelli: Gli Elea- ti , 148). Parménides enseñó en Italia; a pocos años de su muerte, el siciliano Empédocles de Agrigento urdió una laboriosa cosmogonía; hay una etapa en que las partículas de tierra, de agua, de aire y de fuego, integran una esfera sin fin, “el Sphairos redondo , que exulta en su sole- dad circular”.
La historia universal continuó su curso, los dioses demasiado hu- manos que Jenófanes atacó fueron rebajados a ficciones poéticas o a demonios, pero se dijo que uno, Hermes Trismegisto, había dictado un número variable de libros (42, según Clemente de Alejandría; 20.000, según Jámblico; 36.525, según los sacerdotes de Thoth, que también es Hermes), en cuyas páginas estaban escritas todas las cosas. Fragmen- tos de esa biblioteca ilusoria, compilados o fraguados desde el siglo lll, forman lo que se llama el Corpus Hermeticum ; en alguno de ellos, o en el Asclepio, que también se atribuyó a Trismegisto, el teólogo francés Alain de Lille —Alanus de Insulis— descubrió a fines del siglo XII esta fórmula, que las edades venideras no olvidarían: “Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en nin- guna”. Los presocráticos hablaron de una esfera sin fin; Albertelli (como antes, Aristóteles) piensa que hablar así es cometer una contradictio in
adjecto , porque sujeto y predicado se anulan; ello bien puede ser ver- dad, pero la fórmula de los libros herméticos nos deja, casi, intuir esa esfera. En el siglo XIII, la imagen reapareció en el simbólico Roman de la Rose, que la da como de Platón, y en la enciclopedia Speculum Tri- plex ; en el XVI, el último capítulo del último libro de Pantagruel se refi- rió a “esa esfera intelectual, cuyo centro está en todas partes y la cir- cunferencia en ninguna, que llamamos Dios”. Para la mente medieval, el sentido era claro: Dios está en cada una de sus criaturas, pero ninguna Lo limita. “El cielo, el cielo de los cielos, no te contiene”, dijo Salomón ( Reyes, 8, 27); la metáfora geométrica de la esfera hubo de parecer una glosa de esas palabras.
El poema de Dante ha preservado la astronomía ptolemaica, que durante mil cuatrocientos años rigió la imaginación de los hombres. La tierra ocupa el centro del universo. Es una esfera inmóvil; en torno giran nueve esferas concéntricas. Las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el Empíreo, que está hecho de luz. Todo este laborioso aparato de esferas huecas, tras- parentes y giratorias (algún sistema requería cincuenta y cinco), había llegado a ser una necesidad mental; De hipothesibus motuum coeles- tium commentariolus es el tímido título que Copérnico, negador de Aris- tóteles, puso al manuscrito que trasformó nuestra visión del cosmos. Para un hombre, para Giordano Bruno, la rotura de las bóvedas estela- res fue una liberación. Proclamó, en la Cena de las cenizas, que el mun- do es efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está cerca, “pues está dentro de nosotros más aun de lo que nosotros mismos es- tamos dentro de nosotros”. Buscó palabras para declarar a los hombres el espacio copernicano y en una página famosa estampó: “Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia” ( De la causa, prin- cipio de uno, V ).
Esto se escribió con exultación, en 1584, todavía en la luz del Re- nacimiento; setenta años después, no quedaba un reflejo de ese fervor y los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en algún lugar; nadie sabe el tamaño de su cara. En el Renacimiento, la humanidad creyó haber alcanzado la edad viril, y así lo declaró por boca de Bruno, de Campanella y de Bacon. En el siglo XVII la acobardó una sensación de vejez; para justificarse, exhumó la creencia de una lenta y fatal degeneración de todas las criaturas, por obra del pecado de Adán.
fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe ( A Defence of Poetry , 1821).
Esas consideraciones (implícitas, desde luego, en el panteísmo) permitirían un inacabable debate; yo, ahora, las invoco para ejecutar un modesto propósito: la historia de la evolución de una idea, a través de los textos heterogéneos de tres autores. El primer texto es una nota de Coleridge; ignoro si éste la escribió a fines del siglo XVIII, o a principios del XIX. Dice, literalmente:
“Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”.
No sé que opinará mi lector de esa imaginación; yo la juzgo perfecta. Usarla como base de otras invenciones felices, parece previamente imposible; tiene la integridad y la unidad de un terminus ad quem , de una meta. Claro está que lo es; en el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor.
El segundo texto que alegaré es una novela que Wells bosquejó en 1887 y reescribió siete años después, en el verano de 1894. La primera versión se tituló The Chronic Argonauts (en este título abolido, chronic tiene el valor etimológico de temporal ); la definitiva, The Time Machine. Wells, en esa novela, continúa y reforma una antiquísima tradición literaria: la previsión de hechos futuros. Isaías ve la desolación de Babilonia y la restauración de Israel; Eneas, el destino militar de su posteridad, los romanos; la profetisa de la Edda Saemundi , la vuelta de los dioses que, después de la cíclica batalla en que nuestra tierra perecerá, descubrirán, tiradas en el pasto de una nueva pradera, las piezas de ajedrez con que antes jugaron… El protagonista de Wells, a diferencia de tales espectadores proféticos, viaja físicamente al porvenir. Vuelve rendido, polvoriento y maltrecho; vuelve de una remota humanidad que se ha bifurcado en especies que se odian (los ociosos eloi , que habitan en palacios dilapidados y en ruinosos jardines; los subterráneos y nictálopes morlocks , que se alimentan de los primeros); vuelve con las sienes encanecidas y trae del porvenir una flor marchita. Tal es la segunda versión de la imagen de Coleridge. Más increíble que una flar celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.
La tercera versión que comentaré, la más trabajada, es invención de un escritor harto más complejo que Wells, si bien menos dotado de esas
agradables virtudes que es usual llamar clásicas. Me refiero al autor de La humillación de los Northmore , el triste y laberíntico Henry James. Este, al morir, dejó inconclusa una novela de carácter fantástico, The Sense of the Past , que es una variación o elaboración de The Time Machine^1. El protagonista de Wells viaja al porvenir en un inconcebible vehículo que progresa o retrocede en el tiempo como los otros vehículos en el espacio; el de James regresa al pasado, al siglo XVIII, a fuerza de compenetrarse con esa época. (Los dos procedimientos son imposibles, pero es menos arbitrario el de James.) En The Sense of the Past , el nexo entre lo real y lo imaginativo (entre la actualidad y el pasado) no es una flor, como en las anteriores ficciones; es un retrato que data del siglo XVIII y que misteriosamente representa al protagonista. Este, fascinado por esa tela, consigue trasladarse a la fecha en que la ejecutaron. Entre las personas que encuentra, figura, necesariamente, el pintor; éste lo pinta con temor y con aversión, pues intuye algo desacostumbrado y anómalo en esas facciones futuras… James, crea, así, un incomparable regressus in infinitum , ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje.
Wells, verosímilmente, desconocía el texto de Coleridge; Henry James conocía y admiraba el texto de Wells. Claro está que si es válida la doctrina de que todos los autores son un autor^2 , tales hechos son insignificantes. En rigor, no es indispensable ir tan lejos; el panteísta que declara que la pluralidad de los autores es ilusoria, encuentra inesperado apoyo en el clasicista, según el cual esa pluralidad importa muy poco. Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos. George Moore y James Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde solía regalar argumentos para que otros los ejecutaran; ambas conductas, aunque superficialmente contrarias, pueden evidenciar un mismo sentido del arte. Un sentido ecuménico, impersonal… Otro testigo de la unidad profunda del Verbo, otro negador de los límites del sujeto, fue el insigne Ben Jonson, que empeñado en la tarea de formular su testamento literario y los dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le merecían, se redujo a ensamblar fragmentos de Séneca, de Quintiliano, de Justo Lipsio, de Vives, de Erasmo, de Maquiavelo, de Bacon y de los dos Escalígeros.
Una observación última. Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese
(^1) No he leído The Sense of the Past , pero conozco el suficiente análisis de Stephen Spender, en su obra The Destructive Element (páginas 105-110). James fue amigo de Wells; par su relación puede consultarse el vasto Experiment in Autobiography de éste. (^2) Al promediar el siglo XVII, el epigramista del panteísmo Angelus Silesius dijo que todos los bienaventurados son uno ( Cherubinischer Wandersmann , V,7) y que todo cristiano debe ser Cristo (op. cit., V,9).
inspiración verbal de Coleridge es la que Beda el Venerable atribuye a Caedmon ( Historia ecclessiastica gentis Anglorum , IV, 24). El caso ocurrió a fines del siglo VII, en la Inglaterra misionera y guerrera de los reinos sajones. Caedmon era un rudo pastor y ya no era joven; una noche, se escurrió de una fiesta porque previó que le pasarían el arpa, y se sabía incapaz de cantar. Se echó a dormir en el establo, entre los caballos, y en el sueño alguien lo llamó por su nombre y le ordenó que cantara. Caedmon contestó que no sabía, pero el otro le dijo: “Canta el principio de las cosas creadas.” Caedmon, entonces, dijo versos que jamás había oído. No los olvidó, al despertar, y pudo repetirlos ante los monjes del cercano monasterio de Hild. No aprendió a leer, pero los monjes le explicaban pasajes de la historia sagrada y él “los rumiaba como un limpio animal y los convertía en versos dulcísimos, y de esa manera cantó la creación del mundo y del hombre y toda la historia del Génesis y el éxodo de los hijos de Israel y su entrada en la tierra de promisión, y muchas otras cosas de la Escritura, y la encarnación, pasión, resurrección y ascensión del Señor, y la venida del Espíritu Santo y la enseñanza de los apóstoles, y también el terror del Juicio Final, el horror de las penas infernales, las dulzuras del cielo y las mercedes y los juicios de Dios.” Fue el primer poeta sagrado de la nación inglesa; “nadie se igualó a él —dice Beda—, porque no aprendió de los hombres sino de Dios.” Años después, profetizó la hora en que iba a morir y la esperó durmiendo. Esperemos que volvió a encontrarse con su ángel.
A primera vista, el sueño de Coleridge corre el albur de parecer menos asombroso que el de su precursor. Kubla Khan es una composición admirable y las nueve líneas del himno soñado por Caedmon casi no presentan otra virtud que su origen onírico, pero Coleridge ya era un poeta y a Caedmon le fue revelada una vocación. Hay, sin embargo, un hecho ulterior, que magnifica hasta lo insondable la maravilla del sueño en que se engendró Kubla Khan. Si este hecho es verdadero, la historia del sueño de Coleridge es anterior en muchos siglos a Coleridge y no ha tocado aún a su fin.
El poeta soñó en 1797 (otros entienden que en 1798) y publicó su relación del sueño en 1816, a manera de glosa o justificación del poema inconcluso. Veinte años después, apareció en París, fragmentariamente, la primera versión occidental de una de esas historias universales en que la literatura persa es tan rica, el Compendio de Historias de Rashid ed-Din, que data del siglo XIV. En una página se lee: “Al este de Shang-tu, Kubla Khan erigió un palacio, según un plano que había visto en un sueño y que guardaba en la memoria”. Quien esto escribió era visir de Ghazan Mahmud, que descendía de Kubla.
Un emperador mogol, en el siglo XIII, sueña un palacio y lo edifica conforme a la visión; en el siglo XVIII, un poeta inglés que no pudo saber
que esa fábrica se derivó de un sueño, sueña un poema sobre el palacio. Confrontadas con esta simetría, que trabaja con almas de hombres que duermen y abarca continentes y siglos, nada o muy poco son, me parece, las levitaciones, resurrecciones y apariciones de los libros piadosos.
¿Qué explicación preferiremos? Quienes de antemano rechazan lo sobrenatural (yo trato, siempre, de pertenecer, a ese gremio) juzgarán que la historia de los dos sueños es una coincidencia, un dibujo trazado por el azar, como las formas de leones o de caballos que a veces configuran las nubes. Otros argüirán que el poeta supo de algún modo que el emperador había soñado el palacio y dijo haber soñado el poema para crear una espléndida ficción que asimismo paliara o justificara lo truncado y rapsódico de los versos^3. Esta conjetura es verosímil, pero nos obliga a postular, arbitrariamente, un texto no identificado por los sinólogos en el que Coleridge pudo leer, antes de 1816, el sueño de Kubla^4. Más encantadoras son las hipótesis que trascienden lo racional. Por ejemplo, cabe suponer que el alma del emperador, destruido el palacio, penetró en el alma de Coleridge, para que éste lo reconstruyera en palabras, más duraderas que los mármoles y metales.
El primer sueño agregó a la realidad un palacio; el segundo, que se produjo cinco siglos después, un poema (o principio de poema) sugerido por el palacio; la similitud de los sueños deja entrever un plan; el período enorme revela un ejecutor sobrehumano. Indagar el propósito de ese inmortal o de ese longevo sería, tal vez, no menos atrevido que inútil, pero es lícito sospechar que no lo ha logrado. En 1691, el P. Gerbillon, de la Compañía de Jesús, comprobó que del palacio de Kublai Khan sólo quedaban ruinas; del poema nos consta que apenas se rescataron cincuenta versos. Tales hechos permiten conjeturar que la serie de sueños y de trabajos no ha tocado a su fin. Al primer soñador le fue deparada en la noche la visión del palacio y lo construyó; al segundo, que no supo del sueño del anterior, el poema sobre el palacio. Si no marra el esquema, alguien, en una noche de la que nos apartan los siglos, soñará el mismo sueño y no sospechará que otros lo soñaron y le dará la forma de un mármol o de una música. Quizá la serie de los sueños no tenga fin, quizá la clave esté en el último.
Ya escrito lo anterior, entreveo o creo entrever otra explicación. Acaso un arquetipo no revelado aún a los hombres, un objeto eterno (pa- ra usar la nomenclatura de Whitehead), esté ingresando paulatinamente en el mundo; su primera manifestación fue el palacio; la segunda el poe-
(^3) A principios del siglo XIX o a fines del XVIII, juzgado por lectores de gusto clásico, Kubla Khan era harto más desaforado que ahora. En 1884, el primer biógrafo de Coleridge, Traill, pudo aún escribir: “El extravagante poema onírico Kubla Khan es poco más que una curiosidad psicológica.” (^4) Véase John Livingston Lowes: The Road to Xanadu , 1927, págs. 358, 585.
agrega que esos innumerables sujetos íntimos no caben en las tres dimensiones del espacio pero sí en las no menos innumerables dimensiones del tiempo. Antes de aclarar esa aclaración, invito a mi lector a que repensemos lo que dice este párrafo.
Huxley, buen heredero de los nominalistas británicos, mantiene que sólo hay una diferencia verbal entre el hecho de percibir un dolor y el hecho de saber que uno lo percibe, y se burla de los metafísicos puros, que distinguen en toda sensación “un sujeto sensible, un objeto sensígeno y ese personaje imperioso: el Yo” ( Essays , tomo sexto, página 87). Gustav Spíller ( The Mind of Man , 1902) admite que la conciencia del dolor y el dolor son dos hechos distintos, pero los considera tan comprensibles como la simultánea percepción de una voz y de un rostro. Su opinión me parece válida. En cuanto a la conciencia de la conciencia, que invoca Dunne para instalar en cada individuo una vertiginosa y nebulosa jerarquía de sujetos, prefiero sospechar que se trata de estados sucesivos (o imaginarios) del sujeto inicial. “Si el espiritu —ha dicho Leibniz— tuviera que repensar lo pensado, bastaría percibir un sentimiento para pensar en él y para pensar luego en el pensamiento y luego en el pensamiento del pensamiento, y así hasta lo infinito” ( Nouveaux essais sur l'entendement humain , libro segundo, capítulo primero.)
El procedimiento creado por Dunne para la obtención inmediata de un número infinito de tiempos es menos convincente y más ingenioso. Como Juan de Mena en su Labyrintho^6 , como Uspenski en el Tertium Organum , postula que ya existe el porvenir, con sus vicisitudes y pormenores. Hacia el porvenir preexistente (o desde el porvenir preexistente, como Bradley prefiere) fluye el río absoluto del tiempo cósmico, o los ríos mortales de nuestras vidas. Esa traslación, ese fluir, exige como todos los movimientos un tiempo determinado; tendremos pues, un tiempo segundo para que se traslade el primero; un tercero para que se traslade el segundo, y así hasta lo infinito...^7 Tal es la máquina propuesta por Dunne. En esos tiempos hipotéticos o ilusorios tienen interminable habitación los sujetos imperceptibles que multiplica el otro regressus.
No sé qué opinará mi lector. No pretendo saber qué cosa es el tiempo (ni siquiera si es una “cosa”) pero adivino que el curso del tiempo y el tiempo son un solo misterio y no dos. Dunne, lo sospecho, comete un error parecido al de los distraídos poetas que hablan (digamos) de la luna
(^6) En este poema del siglo XV hay una visión de “muy grandes tres ruedas”: la primera, inmóvil, es el pasado; la segunda, giratoria, el presente; la tercera, inmóvil, el porvenir. (^7) Medio siglo antes de que la propusiera Dunne, “la absurda conjetura de un segundo tiempo, en el que fluye, rápida o lentamente, el primero”, fue descubierta y rechazada por Schopenhauer, en una nota manuscrita agregada a su Welt als Wille und Vorstellung. La registra la pág. 829 del segundo volumen de la edición histórico-crítica de Otto Weiss.
que muestra su rojo disco, sustituyendo así a una indivisa imagen visual un sujeto, un verbo y un complemento, que no es otro que el mismo sujeto, ligeramente enmascarado… Dunne es una víctima ilustre de esa mala costumbre intelectual que Bergson denunció: concebir el tiempo como una cuarta dimensión del espacio. Postula que ya existe el porvenir y que debemos trasladarnos a él, pero ese postulado basta para convertirlo en espacio y para requerir un tiempo segundo (que también es concebido en forma espacial, en forma de línea o de río) y después un tercero y un millonésimo. Ninguno de los cuatro libros de Dunne deja de proponer infinitas dimensiones de tiempo^8 , pero esas dimensiones son espaciales. El tiempo verdadero, para Dunne, es el inalcanzable término último de una serie infinita.
¿Qué razones hay para postular que ya existe el futuro? Dunne suministra dos: una, los sueños premonitorios; otra, la relativa simplicidad que otorga esa hipótesis a los inextricables diagramas que son típicos de su estilo. También quiere eludir los problemas de una creación continua… Los teólogos definen la eternidad como la simultánea y lúcida posesión de todos los instantes del tiempo y la declaran uno de los atributos divinos. Dunne, asombrosamente, supone que ya es nuestra la eternidad y que los sueños de cada noche lo corroboran. En ellos, según él, confluyen el pasado inmediato y el inmediato porvenir. En la vigilia recorremos a uniforme velocidad el tiempo sucesivo, en el sueño abarcamos una zona que puede ser vastísima. Soñar es coordinar los vistazos de esa contemplación y urdir con ellos una historia, o una serie de historias. Vemos la imagen de una esfinge y la de una botica e inventamos que una botica se convierte en esfinge. Al hombre que mañana conoceremos le ponemos la boca de una cara que nos miró antenoche… (Ya Schopenhauer escribió que la vida y los sueños eran hojas de un mismo libro, y que leerlas en orden es vivir; hojearlas, soñar).
Dunne asegura que en la muerte aprenderemos el manejo feliz de la eternidad. Recobraremos todos los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca. Dios y nuestros amigos y Shakespeare colaborarán con nosotros.
Ante una tesis tan espléndida, cualquier falacia cometida por el autor, resulta baladí.
(^8) La frase es reveladora. En el capítulo XXI del libro An Experiment with Time , habla de un tiempo que es perpendicular a otro.
la que Alguien podría deducir todo el porvenir y todo el pasado—. Mili no excluye la posibilidad de una futura intervención exterior que rompa la serie. Afirma que el estado q fatalmente producirá el estado r; el estado r, el s; el estado s, el t; pero admite que antes de t, una catástrofe divi- na —la consummatio mundi, digamos— puede haber aniquilado el pla- neta. El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos.
En 1857, una discordia preocupaba a los hombres. El Génesis atri- buía seis días —seis días hebreos inequívocos, de ocaso a ocaso— a la creación divina del mundo; los paleontólogos impiadosamente exigían enormes acumulaciones de tiempo. En vano repetía De Quincey que la Escritura tiene la obligación de no instruir a los hombres en ciencia al- guna, ya que las ciencias constituyen un vasto mecanismo para desarro- llar y ejercitar el intelecto humano… ¿Cómo reconciliar a Dios con los fósiles, a sir Charles Lyell con Moisés? Gosse, fortalecido por la plegaria, propuso una respuesta asombrosa.
Mili imagina un tiempo causal, infinito, que puede ser interrumpido por un acto futuro de Dios; Gosse, un tiempo rigurosamente causal, in- finito, que ha sido interrumpido por un acto pretérito: la Creación. El es- tado n producirá fatalmente el estado v, pero antes de v puede ocurrir el Juicio Universal; el estado n presupone el estado c, pero c no ha ocurri- do, porque el mundo fue creado en f o en b_._ El primer instante del tiem- po coincide con el instante de la Creación, como dicta san Agustín, pero ese primer instante comporta no sólo un infinito porvenir sino un infinito pasado. Un pasado hipotético, claro está, pero minucioso y fatal. Surge Adán y sus dientes y su esqueleto cuentan treinta y tres años; surge Adán (escribe Edmund Gosse) y ostenta un ombligo, aunque ningún cordón umbilical lo ha atado a una madre. El principio de razón exige que no haya un solo efecto sin causa; esas causas requieren otras cau- sas, que regresivamente se multiplican^10 ; de todas hay vestigios concre- tos, pero sólo han existido realmente las que son posteriores a la Crea- ción. Perduran esqueletos de gliptodonte en la cañada de Lujan, pero no hubo jamás gliptodontes. Tal es la tesis ingeniosa (y ante todo increíble) que Philip Henry Gosse propuso a la religión y a la ciencia.
Ambas la rechazaron. Los periodistas la redujeron a la doctrina de que Dios había escondido fósiles bajo tierra para probar la fe de los geó- logos; Charles Kingsley desmintió que el Señor hubiera grabado en las rocas “una superflua y vasta mentira”. En vano expuso Gosse la base metafísica de la tesis: lo inconcebible de un instante de tiempo sin otro instante precedente y otro ulterior, y así hasta lo infinito. No sé si cono-
(^10) Cf. Spencer: Facts and Comments, págs. 148-151, 1902.
ció la antigua sentencia que figura en las páginas iniciales de la antolo- gía talmúdica de Rafael Cansinos Assens: “No era sino la primera noche, pero una serie de siglos la había ya precedido”.
Dos virtudes quiero reivindicar para la olvidada tesis de Gosse. La primera: su elegancia un poco monstruosa. La segunda: su involuntaria reducción al absurdo de una creatio ex nihilo, su demostración indirecta de que el universo es eterno, como pensaron el Vedanta y Heráclito, Spinoza y los atomistas… Bertrand Russell la ha actualizado. En el capí- tulo IX del libro The Analysis of Mind (Londres, 1921) supone que el pla- neta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que “recuerda” un pasado ilusorio.
Buenos Aires, 1941
P OSDATA : En 1802, Chateaubriand ( Génie du christianisme, I, 4, 5) for- muló, partiendo de razones estéticas, una tesis idéntica a la de Gosse. Denunció lo insípido, e irrisorio, de un primer día de la Creación, pobla- do de pichones, de larvas, de cachorros y de semillas. “Sans une viei- llesse originaire, la nature dans son innocence eût été moins belle qu 'elle ne l'est aujourd'hui dans sa corruption”, escribió.
La palabra problema puede ser una insidiosa petición de principio. Ha- blar del “problema judío” es postular que los judíos son un problema; es vaticinar (y recomendar) las persecuciones,la expoliación, los balazos, el degüello, el estupro y la lectura de la prosa del doctor Rosenberg. Otro demérito de los falsos problemas es el de promover soluciones que son falsas también. A Plinio ( Historia natural , libro octavo) no le basta ob- servar que los dragones atacan en verano a los elefantes: aventura la hipótesis de que lo hacen para beberles toda la sangre que, como nadie ignora, es muy fría. Al Doctor Castro ( La peculiaridad lingüística , etcéte- ra) no le basta observar un “desbarajuste lingüístico en Buenos Aires”: aventura la hipótesis del “lunfardismo” y de la “mística gauchofilia”. Para demostrar la primera tesis —la corrupción del idioma español en el Plata—, el doctor apela a un procedimiento que debemos calificar de sofístico, para no poner en duda su inteligencia; de candoroso, para no dudar de su probidad. Acumula retazos de Pacheco, de Vacarezza, de Lima, de Last Reason , de Contursi, de Enrique González Tuñón, de Pa- lermo, de Llanderas y de Malfatti, los copia con inutil gravedad y luego los exhibe, urbi et orbi como ejemplos de nuestro depravado lenguaje.
(^11) La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (Losada, Buenos Aires, 1941)
por Castilla; he vivido un par de años en Valldemosa y uno en Madrid; tengo gratísimos recuerdos de esos lugares; no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda.) El doctor Castro nos imputa arcaísmos. Su método es curioso: descubre que las personas más cultas de San Mamed de Puga, en Orense, han olvidado tal o cual acepción de tal o cual palabra; inmediatamente resuelve que los argen- tinos deben olvidarla también… El hecho es que el idioma español adole- ce de varias imperfecciones (monótono predominio de las vocales, exce- sivo relieve de las palabras, ineptitud para formar palabras compuestas) pero no de la imperfección que sus torpes vindicadores le achacan: la dificultad. El español es facilísimo. Sólo los españoles lo juzgan arduo: tal vez porque los turban las atracciones del catalán, del bable, del ma- llorquín, del galaico, del vascuence y del valenciano; tal vez por un error de la vanidad; tal vez por cierta rudeza verbal (confunden acusativo y dativo, dicen le mató por lo mató, suelen ser incapaces de pronunciar Atlántico y Madrid , piensan que un libro puede sobrellevar este cacofóni- co título: La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico). El doctor Castro, en cada una de las páginas de este libro, abunda en supersticiones convencionales. Desdeña a López y venera a Ricardo Rojas; niega los tangos y alude con respeto a las jácaras; piensa que Rosas fue un caudillo de montoneras, un hombre a lo Ramírez o Artigas, y ridículamente lo llama “centauro máximo (Con mayor estilo y juicio más lúcido, Groussac prefirió la definición: “Miliciano de retaguardia”.) Proscribe –entiendo que con toda razón— la palabra cachada, pero se resigna a tomadura de pelo, que no es visiblemente más lógica ni más encantadora. Ataca los idiotismos americanos, porque los idiotismos es- pañoles le gustan más. No quiere que digamos de arriba; quiere que di- gamos de gorra… Este examinador “del hecho lingüístico bonaerense” anota seriamente que los porteños llaman acridio a la langosta, este lec- tor inexplicable de Carlos de la Púa y de Yacaré nos revela que taita, en arrabalero significa padre. En este libro, la forma no desdice del fondo. A veces el estilo es comercial: “Las bibliotecas de Méjico poseían libros de alta calidad” (pá- gina 49); “La aduana seca… imponía precios fabulosos” (página 52). Otras, la trivialidad continua del pensamiento no excluye el pintoresco dislate: “Surge entonces lo único posible, le tirano, condensación de la energía sin rumbo de la masa, que él no encauza, porque no es guía si- no mole aplastante, ingente aparato ortopédico que mecánicamente, bestialmente, enredila el rebaño que se desbanda” (páginas 71, 72). Otras, el investigador de Vacarezza intenta el mot juste : “Por los mis- mos motivos por los que torpedea la maravillosa gramática de A. Alonso y P. Henríquez Ureña” (página 31).
Los compadritos de Last Reason emiten metáforas hípicas; el doc- tor Castro, más versátil en el error, conjuga la radiotelefonía y el foot- ball: “El pensamiento y el arte rioplatense son antenas valiosas para cuanto en el mundo significa valía y esfuerzo, actitud intensamente re- ceptiva que no ha de tardar en convertirse en fuerza creadora, si el des- tino no tuerce el rumbo de las señales propicias. La poesía, la novela y el ensayo lograron allá más de un “goal” pefecto. La ciencia y el pensar filosófico cuentan entre sus cultivadores nombres de suma distinción” (página 9). A la errónea y mínima erudición, el doctor Castro añade el infati- gable ejercicio de la zalamaería, de la prosa rimada y del terrorismo. P.S. — Leo en la página 136: “Lanzarse en serio, sin ironía a escribir como Ascasubi, Del Campo o Hernández es asunto que da que pensar”. Copio las últimas estrofas del Martín Fierro:
Cruz y Fierro de una estancia Una tropilla se arriaron; Por delante se la echaron Como criollos entendidos Y pronto sin ser sentidos, Por la frontera cruzaron.
Y cuando la habían pasao Una madrugada clara, Le dijo Cruz que mirara Las últimas poblaciones; Y a Fierro dos lagrimones Le rodaron por la cara.
Y siguiendo el fiel del rumbo, Se entraron en el desierto, No sé si los habrán muerto En alguna correría Pero espero que algún día Sabré de ellos algo cierto.
Y ya con estas noticias Mi relación acabé, Por ser ciertas las conté, Todas las desgracias dichas: Es un telar de desdichas Cada gaucho que usté ve.
Pero ponga su esperanza