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Habla de la etimología de la palabra pena, su naturaleza., Apuntes de Derecho Penal

Habla de la etimología de la palabra pena, su naturaleza. Hace mención de que hay que hacer distinguir las penas, entre más grave el delito pues más fuerte será la pena, ya que si no se hace esta distinción los hombre no podrán hacer diferencia de delitos. Fue cuando el hombre se convierte en vengativo y realizaban acciones crueles, incluso en la Lex Carolina todas las penas eran inhumanas, anteriormente para ellos era normal eso, porque el hombre es salvaje de naturaleza.

Tipo: Apuntes

Antes del 2010

Subido el 04/05/2023

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Manuel Lardizabal y Uribe
Discurso sobre las penas
2003 - Reservados todos los derechos
Permitido el uso sin fines comerciales
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Manuel Lardizabal y Uribe

Discurso sobre las penas

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales

Manuel Lardizabal y Uribe

Discurso sobre las penas

contraído a las leyes criminales de España, para facilitar su reforma

Non enim profecto ignoras legum opportunitates, et medelas pro temporum moribus, et pro rerum publicarum generibus, proque vitiorum, quibus medendum est fervoribus mutari atque flecti, neque uno statu consistere; quin ut facies coeli, et maris ita rerum atque fortunae tempestatibus varientur. Sext. Caecil. apud A. Gell. Noct. Attic. XX. 1.

Prólogo I. Nada interesa más a una nación, que el tener buenas leyes criminales porque de ellas depende su libertad civil y en gran parte la buena constitución y seguridad del Estado. Pero acaso no hay una empresa tan difícil como llevar a su entera perfección la legislación criminal.

II. Las pasiones siempre vivas de los hombres, y la malicia infinitamente variable, que encierra en sus profundos y tortuosos senos el corazón humano, producen naturalmente la perfidia, el dolo, las disensiones, la injusticia, la violencia, la opresión, y todos los demás vicios y delitos, que al paso que perturban el sosiego y seguridad de los particulares, tienen en una continua agitación y peligro a la república.

III. Contener, o prevenir estos malos efectos; encadenar la fuerza y la violencia con lazos suaves, pero fuertes; sujetar las voluntades de los hombres sin perjudicar su justa libertad: conciliar el interés común de la sociedad con los derechos particulares de los ciudadanos; combinarlos de suerte, que no se destruyan mutuamente con su oposición; dirigir y manejar con destreza las pasiones de los hombres, haciéndolas servir también, si fuere necesario, al bien público, son los verdaderos objetos y el noble fin de toda legislación criminal.

IV. Pero ¡cuántos obstáculos y cuántas dificultades no deben ofrecerse a un legislador en la ejecución de una empresa tan ardua como sublime! Para conseguirla es necesario un penoso y prolijo estudio de la filosofía, de la moral, de la política; un conocimiento exacto de la justicia esencial y primitiva escrita en el Código de la naturaleza, fuente y origen de toda legislación; una ciencia cabal de las relaciones e intereses mutuos que debe haber entre

X. La lectura de varias de estas obras, que han llegado a mis manos, y el estudio que he tenido que hacer de nuestras leyes criminales, para formar extractos de todas ellas, mandados ejecutar por orden superior, con el fin de reformarlas, me suscitaron el pensamiento de escribir el presente Discurso, en el cual aprovechándome de las luces que he adquirido en las expresadas obras y en las mismas leyes, he procurado exponer metódicamente aquellos principios y máximas generales, que pudiendo servir para la reforma, sean al mismo tiempo adaptables a nuestras costumbres y a la constitución de nuestro Gobierno.

XI. Sería superfluo y enteramente inútil mi trabajo, si no hubiera procurado aplicar, como lo he ejecutado, en cuanto me ha sido posible, estas máximas y principios a nuestras leyes penales, ya indicando las que me parece que deben reformarse, ya apoyando los principios y máximas propuestas con la autoridad de las mismas leyes, con el fin, en esto segundo, de hacer ver de algún modo la verdad de lo que he dicho antes, que entre todas las legislaciones criminales de la Europa, que no se han reformado en estos tiempos, ninguna hay menos defectuosa que la nuestra. Y no sería difícil hacer ver también, si fuera necesario, que algunas máximas que se establecen y adoptan hoy como útiles y nuevas, se hallan autorizadas y consagradas de tiempo inmemorial en nuestras leyes patrias.

XII. Conozco la cortedad de mis talentos y toda la dificultad del asunto que he emprendido. Estoy muy distante de creer que he acertado a tratarle con la dignidad y perfección que merece. Sé también, que no faltan en la nación Magistrados sabios, Profesores y Letrados instruidos, capaces por su erudición y talento, no sólo de corregir los yerros y defectos en que yo habré incurrido, y de suplir todo lo que falta a este Discurso, que sujeto gustosamente a su censura; sino también de hacer efectiva con las luces que puede ministrarles su experiencia, su prudencia y sabiduría, una reforma de nuestras leyes completa y digna del siglo en que vivimos.

XIII. Si yo lograra excitar su emulación, su diligencia y su celo por el bien público, y convertirlo hacia esta parte que tanto interesa a la humanidad, habría constituido uno de los fines que me he propuesto en la publicación de este Discurso, y también el fruto de mi trabajo, con el cual sólo aspiro a manifestar prácticamente mis eficaces deseos de contribuir en cuanto me sea posible, a la conclusión de una obra, de que tanta utilidad debe seguirse a la patria y me creería bastante feliz, si hubiese acertado a suministrar algunos materiales para este gran edificio.

Introducción

... absistere bello, Oppida coeperunt munire, et ponere leges, Ne quis fur esset, neu latro, neu quis adulter. Horat. 1. satyr. 3. v. 99.

  1. Si el hombre, que nació para vivir en sociedad, fuera siempre fiel en cumplir con las obligaciones que le impone la naturaleza y la misma sociedad, para hacerle feliz, no sería necesaria una autoridad superior que le compeliese a aquello mismo que voluntariamente debiera hacer. Pero agitado violentamente de sus pasiones, y poseído de un ciego y desordenado amor de sí mismo, está haciendo siempre continuos esfuerzos para traspasar los justos límites que le han puesto la equidad, la justicia y la razón. Y éste es el verdadero origen de las Potestades Supremas, sin las cuales, ni la sociedad podría subsistir, ni gozar en ella el hombre de su verdadera libertad, la cual precisamente consiste en una perfecta obediencia y entera sujeción a las leyes dictadas con equidad y con justicia.
  2. De aquí es, que la potestad legislativa se ha mirado siempre como el más noble e inseparable atributo de la Soberanía. Pero como a los Reyes y Príncipes, según se explica el sabio Rey D. Alonso les confió Dios el Señorío sobre los pueblos, porque la justicia fuese guardada por ellos, esto es, para que con su protección y gobierno los hagan felices y los conserven en quietud y seguridad, deben siempre dirigir todo su conato y desvelos a este importante y saludable fin, y para conseguirle es necesario, que las leyes con que han de ser gobernados los pueblos se acomoden a la república, y no la república a las leyes.
  3. Esta máxima cierta y constante, hablando de la legislación en general, lo es mucho más si se contrae a las leyes criminales, de cuya bondad depende inmediata y principalmente la seguridad de los ciudadanos, y, por consiguiente, su libertad. Por eso un sabio y prudente legislador en el establecimiento de las expresadas leyes debe tener siempre presente la religión, el carácter, las costumbres y el genio de la nación que gobierna. Hasta la situación y el clima del país deben tener influencia en las leyes penales respecto de ciertos delitos: no tanta a la verdad como algunos autores han querido darle; pero ni tan poca o ninguna como pretenden otros, pues no se puede dudar que el clima influye en la organización física, y por consiguiente en la moral de los hombres, siendo ésta la razón por la que en unos países suele abundar más que en otros cierto género de delitos.
  4. Una nación bárbara, feroz e ignorante pide diversas leyes, diversas penas y castigos, que una nación culta, ilustrada, y de costumbres moderadas y suaves. Las leyes Regias hechas en la fundación de Roma, como que se hacían para unos hombres fugitivos, para esclavos y forajidos, de que se compuso aquella famosa ciudad en sus principios, eran muy severas, como convenía a la constitución y carácter de la sociedad en que se establecían. Pero después que con la expulsión de los Reyes, y últimamente con la de los Decenviros fue arrojada también la tiranía a que éstos aspiraban; después que el espíritu republicano introdujo más ilustración y mejores costumbres en Roma, sus leyes fueron más moderadas. Las penas de sangre y fuego, que para afirmar su sistema de dominación trasladaron los Decenviros de las leyes Regias a las de las doce tablas, aunque no fueron derogadas expresamente, quedaron del todo inutilizadas por la ley Porcia, y no hubo jamás pueblo alguno, como dice Tito Livio, que amase más la moderación en las penas.
  5. Fuéronse introduciendo después con el tiempo en el gobierno de Roma y en su disciplina militar varios abusos y relajaciones, que, infaliblemente, debían causar algún día la ruina del Imperio. Pero ésta se anticipó con las violentas irrupciones de las diversas
  1. Una gran parte de las gentes del pueblo estaban reducidas a la dura y miserable condición de esclavos, y las restantes eran tratadas como si efectivamente lo fuesen. Los nobles, que para conservar sus usurpaciones hechas a la Corona necesitaban recurrir continuamente a la fuerza, miraban con desdén todo ejercicio que no era el de las armas; no conocían más artes que el militar, ni cultivaban otras ciencias que la de la guerra. Los Soberanos, despojados casi enteramente de sus prerrogativas y derechos legítimos, no tenían toda la autoridad y poder necesario para oponerse a las usurpaciones de los poderosos, para mantener el orden público y para sostener el curso regular de la justicia.
  2. Todo contribuía a perpetuar la ignorancia, y por consiguiente la ferocidad en las costumbres; todo conspiraba a obstinar los ánimos, a hacer a los hombres duros, feroces y vengativos, y a que mirasen las acciones más crueles y bárbaras con una indiferencia enteramente ajena de la humanidad.
  3. Tal era el estado de España y de toda la Europa, cuando se establecieron la mayor parte de nuestras leyes penales; así que no debe causar admiración, que en ellas se encuentren tantas penas capitales, tantas mutilaciones de miembros, tantos tormentos, tanto rigor y severidad, que más parece que se escribieron con sangre y con la espada, que con tinta y con la pluma. Pero así lo pedían las circunstancias del tiempo, el carácter y costumbres de los pueblos.
  4. Las penas suaves y moderadas ¿qué impresión podrían hacer en unos ánimos, o envilecidos con la esclavitud, o llenos de ferocidad y elación con la excesiva libertad e independencia? Unos hombres endurecidos con el continuo ejercicio de las armas, acostumbrados a ver con indiferencia derramar la sangre de sus conciudadanos, a vengar con crueles y sangrientas guerras sus injurias personales, ¿cómo podrían ser contenidos con unas leyes que no respirasen igualmente horror, sangre y fuego por todas partes?
  5. La suavidad y dulzura en tales circunstancias sería tan inútil y perniciosa, como el demasiado rigor y severidad en una nación culta y civilizada, porque las penas deben proporcionarse al estado de los pueblos y a la sensibilidad de los hombres, la cual se aumenta con la ilustración de los entendimientos, y a proporción que se aumenta la sensibilidad se debe disminuir el rigor de la pena, cuyo fin es sólo corregir con utilidad y no atormentar a los delincuentes.
  6. De todo lo dicho resulta, que las leyes penales que establecieron nuestros mayores, aunque muy rígidas y severas, no merecen propiamente hablando, la nota de crueles, porque las circunstancias del tiempo pedían toda su severidad, y eran proporcionadas al carácter de dureza y ferocidad, propio entonces a todas las naciones de Europa. Pero esto mismo hace ver manifiestamente, que el estado actual de la nación, sus diversas costumbres, genio y carácter están clamando por la reforma de las expresadas leyes.
  7. Los estragos y calamidades que causaba la división y anarquía, habían llegado a lo sumo del mal. En este estado, según el curso natural de las cosas humanas, o debía perecer la sociedad, o empezar a hacer progresos hacia su bien. Para felicidad del Género humano

sucedió esto segundo, y fueron muchas las causas que concurrieron, aunque sucesivamente y con gran lentitud a esta feliz transformación.

  1. A medida que los Soberanos, ya abiertamente, ya por medios indirectos y políticos, iban recobrando poco a poco sus antiguas prerrogativas y legítimos derechos, se aumentaba insensiblemente su poder, y se disminuía a proporción la exorbitante autoridad de los nobles. Éstos por el contrario, ya haciendo vivas representaciones, ya resistiendo a fuerza abierta, procuraban sostener su independencia y sus más enormes privilegios, entre los cuales uno de los más peligrosos a la sociedad, y que más obstáculo ponía a la potestad Real, era el derecho que se habían arrogado de hacerse la guerra privadamente, y terminar sus diferencias con la espada; por cuyo motivo los Soberanos, valiéndose de todos los medios posibles, al cabo de muchos esfuerzos y de muchísimo tiempo lograron extinguir esta práctica perniciosa y funesta a la humanidad.
  2. No lo era menos el extravagante y absurdo modo de proceder por el combate judicial, que hacía depender de la fuerza o de la ventura la honra y la vida de los hombres. Extinguido este abuso igualmente, y desterradas también las pruebas de agua y fuego, que había introducido la ignorancia y fortalecido la superstición, tomó la administración de la justicia una forma más regular: los Tribunales y Magistrados fueron más respetados, sus decisiones eran arregladas a leyes fijas y conocidas, y se sustituyeron en los juicios por pruebas justas y legales las bárbaras y supersticiosas.
  3. Destruidas estas principales causas que fomentaban la dureza y ferocidad en las costumbres, volvió la razón a ejercer su imperio sobre los hombres, y todos los adelantamientos que había en la sociedad eran otros tantos pasos que ésta daba para llegar a la humanidad, civilización y cultura, que es el principal distintivo de nuestro siglo, y que dará en los venideros abundante materia para sus mayores elogios.
  4. En medio de tanta luz no podían desconocer ya los hombres sus verdaderos intereses, y haciendo siempre entre ellos continuos progresos la ilustración junto con la humanidad, llegaron a conocer que las penas de sangre y fuego, necesarias en otro tiempo para contener o para castigar los delitos, no eran ya ni convenientes ni proporcionadas al nuevo carácter y diversas costumbres, que había adquirido la nación.
  5. Por esto, muchísimas de nuestras antiguas leyes penales fueron perdiendo insensiblemente su vigor, hasta haber llegado a quedar enteramente anticuadas y sin uso alguno; señal cierta de la transformación que había experimentado la sociedad. Pero como a las penas antiguas no se sustituyesen otras nuevas por la pública autoridad, debía resultar, precisamente, o una entera impunidad de los delitos o una inconstancia y voluntariedad en su castigo; males entrambos capaces de causar muchos y muy graves perjuicios a la república.
  6. Un daño tan notable no podía ocultarse a la sabia penetración del ilustrado y benéfico Monarca, que felizmente nos gobierna. Este Príncipe piadoso, padre verdaderamente de la patria, cuyos desvelos paternales se extienden hasta los más remotos lugares de su dilatado Imperio, no podía dejar de ocurrir con sus saludables providencias a tan grande mal: y queriendo dejar a la posteridad este nuevo monumento del celo

de ser pena. No es pena la que se padece voluntariamente, dice Quintiliano. De todo lo cual se infiere, que no deben contarse en el número de las penas, ni la venganza que privadamente toma uno de otro por algún daño que le haya hecho, ni las mortificaciones y penitencias voluntarias, ni las incomodidades y males que resultan de ciertos vicios y delitos, ni las calamidades que suelen acontecer natural o indirectamente a los hombres.

  1. También es de naturaleza de la pena, según la definición, que haya de imponerse al mismo que causó el mal, ya en su cuerpo, ya en su estimación, ya en sus bienes; y por consiguiente a ninguno puede imponerse pena por delito que otro haya cometido, por enorme que sea. Igualmente es de naturaleza de la pena, que para incurrir en ella se cause algún daño o perjuicio, y que este daño se haga voluntariamente y con malicia o por culpa, porque faltando estos requisitos no hay moralidad en las acciones humanas, y, por consiguiente, tampoco hay imputabilidad. De lo dicho se infiere, que nunca puede imponerse pena a los actos puramente internos, ni a las acciones externas que, o son positivamente buenas, o verdaderamente indiferentes, o se ejecutaron sin deliberación alguna. De la aplicación de todos estos principios y de las consecuencias que de ellos se deducen, se tratará con distinción en el progreso de este Discurso en sus lugares correspondientes.
  2. Establecida la naturaleza de las penas, examinemos su origen, y el de la facultad de establecerlas y regularlas. El Barón de Puffendorff y Heineccio prueban contra Grocio, que en el estado natural no puede haber penas propiamente hablando, porque éstas suponen, como hemos dicho, superioridad, lo que no puede verificarse en el estado natural, por ser en él todos iguales; y aunque cada uno puede en este estado rechazar la fuerza con la fuerza, y perseguir a su enemigo hasta ponerle en disposición de que no lo pueda dañar, quitándole también la vida si para ello fuere necesario, esto no es pena, sino una defensa, o venganza tomada por derecho de la guerra, así como aún después de establecidas las sociedades, en que no es lícito a ninguno tomar la venganza por su mano, los Príncipes independientes, que no reconocen superior, vengan mutuamente sus injurias, y las que se hacen a sus vasallos por los que no son súbditos suyos con la fuerza y con las armas por derecho de la guerra ya ofensiva, ya defensiva, sin que los males que esta causa, sean, ni puedan llamarse penas. Es pues necesario buscar el origen de éstas después del estado natural en el establecimiento de las sociedades.
  3. En efecto, cuando los hombres por evitar las incomodidades y males que necesariamente trae consigo la vida solitaria, se unieron en sociedad, es evidente, que para que ésta pudiera conservarse, todos y cada uno de ellos renunciaron voluntariamente a una parte de su libertad, depositándola en manos de la comunidad, o de la cabeza que eligieron, para poder gozar con más seguridad de la otra parte que se reservaban. Debieron por consiguiente estipular con este acto, a lo menos tácitamente, por ser un medio esencialmente necesario para conseguir el fin que se proponían, y muy conveniente a las necesidades de los hombres, que todo atentado contra el bien común y de los particulares fuese castigado por la pública autoridad, porque las penas son las áncoras de la república, como elegantemente dice Demóstenes.
  4. Éste es pues el fundamento y primer origen de las penas. Pero la facultad de establecerlas y regularlas, que reside en las Supremas Potestades como un derecho

inmanente de la Majestad esencialmente necesario para el gobierno y conservación de la república, dimana del mismo Dios, supuesta la formación de las sociedades, y supuesta la convención de los hombres, que cedieron los derechos que les concedía el estado natural, depositándolos en la Potestad pública para poder gozar de ellos con más seguridad.

  1. Las prerrogativas con que el Creador distinguió al hombre entre todos los demás vivientes y animales, y las necesidades a que al mismo tiempo le dejó sujeto, manifiestan con evidencia, que le creó para que viviese en sociedad. La facultad de discurrir, de formar ideas y conceptos, y de comunicarlos exteriormente por medio del inestimable don del habla, ¿de qué utilidad y a qué fin podría servir, si los hombres hubiesen de hacer una vida errante y solitaria sin comunicarse ni auxiliarse mutuamente en sus necesidades?
  2. Débese pues considerar la sociedad, no como una cosa casual e indiferente al hombre, sino como necesaria y conforme a su naturaleza y constitución, e inspirada por el mismo Creador. Y como esta sociedad no pueda subsistir sin alguna potestad y autoridad, es necesario que Dios, cuyas obras no pueden ser imperfectas, y que es el dueño absoluto de nuestras vidas y de nuestros bienes, haya comunicado una parte de su poder a los que son establecidos en las sociedades para regirlas, pues si no hubiera quien con legítima autoridad gobernara las repúblicas, harían los hombres una vida más salvaje que las mismas fieras, y perecería en breve la sociedad.
  3. Esta verdad dictada por la luz de la razón natural la confirma expresamente el oráculo infalible de la revelación. Oíd vosotros los que gobernáis los pueblos, dice el autor del libro de la Sabiduría. Advertid, que el poder que tenéis, le habéis recibido del Señor, y la dominación del Altísimo, el cual examinará vuestras obras, y escudriñará vuestros pensamientos, porque siendo Ministros de su reino, no habéis juzgado con rectitud. No hay Potestad, dice el Apóstol S. Pablo, que no venga de Dios, y así todas las que hay, son ordenadas por Dios; por tanto, el que resiste a la Potestad, resiste a las órdenes de Dios, y los que resisten, se procuran por sí mismos su condenación. De esta doctrina infiere el Apóstol, que los Príncipes son Ministros de Dios; y por eso es necesario, dice, estar sujetos y obedientes a ellos, no sólo por la ira (esto es por el temor y por la fuerza) sino también por la conciencia.
  4. El Apóstol S. Pedro manda a los siervos que obedezcan y sirvan a sus señores, no sólo a los que son buenos y moderados, sino también a los díscolos, aunque los traten con dureza y con rigor. Y si esto deben hacer los siervos con sus señores ¿con cuánta más razón deberán ejecutarlo los súbditos con las Supremas Potestades? Así lo creían, y así lo practicaron constantemente los cristianos de los primeros siglos, los cuales oprimidos por los emperadores romanos, enemigos declarados de la religión cristiana, maltratados, atormentados y cruelmente perseguidos, sin embargo de que no les faltaban fuerzas y poder bastante para resistir la persecución, nunca opusieron otra defensa que la paciencia y el sufrimiento, y lejos de valerse de la fuerza y de excitar sediciones y alborotos contra los emperadores, pedían a Dios constantemente por su salud, y por la prosperidad del Imperio, y contribuían al mismo tiempo a sus victorias, haciendo prodigios de esfuerzo y de valor, siempre que se trataba de pelear contra los enemigos de la patria y del Estado.

de la naturaleza de los delitos; que sean proporcionadas a ellos; que sean públicas, prontas, irremisibles y necesarias; que sean lo menos rigurosas que fuere posible atendidas las circunstancias; finalmente que sean dictadas por la misma ley.

  1. Si las penas no se derivaren de la naturaleza de los delitos, si no tuvieren cierta analogía con ellos, se trastornarán todas las ideas y verdaderas nociones de la justicia; se confundirán las personas con las cosas, la vida del hombre con sus bienes: se apreciarán éstos tanto o más que su honra; se redimirán con penas pecuniarias las violencias y delitos contra la seguridad personal: inconveniente, en que cayeron muchas de nuestras leyes antiguas dictadas por el espíritu feudal, y que debe evitarse en toda buena legislación, como se dirá después.

4 Triunfa la libertad, dice el Presidente Montesquieu, cuando las leyes criminales sacan las penas que imponen de la naturaleza particular de cada delito, porque entonces cesa todo arbitrio, y la pena no se deriva de la voluntad o del capricho del legislador, sino de la naturaleza de la misma cosa; y así no es el hombre el que hace violencia al hombre cuando se le castiga, sino sus mismas acciones: reflexiones que había hecho Cicerón mucho tiempo antes.

  1. Todos los delitos que pueden cometerse se reducen a cuatro clases: contra la religión, contra las costumbres, contra la tranquilidad, y contra la seguridad pública o privada. Los delitos contra la religión (no los que turban el uso o ejercicio de ella, porque éstos, según sus circunstancias, pertenecerán a la tercera o cuarta clase; sino los que son puramente contra la religión y el respeto debido a ella, como juramentos, blasfemias, etc.) deberían castigarse, para que la pena se derive de la naturaleza del delito, con la privación de las ventajas y beneficios que ofrece la misma religión a los que la respetan y reverencian, como es la expulsión de los templos, la privación de la sociedad de los fieles, etc.
  2. No faltan ejemplos de esto en nuestras mismas leyes, La ley 8 tit. 1 lib. 1 de la Recopilación prohíbe que se hagan duelos y llantos por los difuntos, desfigurando y rasgando lascaras, mesando los cabellos y haciendo otras cosas semejantes, porque es defendido, dice la ley, por la Santa Escritura, y es cosa que no place a Dios; y si algunos lo hicieren, se manda a los Prelados adviertan a los clérigos, cuando fueren con la cruz a casa del difunto, y hallaren que están haciendo alguna cosa de las dichas, que se tornen con la cruz y no entren con ella donde estuviere dicho finado; y a los que lo tal hicieren, que no los acojan en las iglesias hasta un mes, ni digan las horas, cuando entraren haciendo dichos llantos hasta que hagan penitencia «dello». La ley 32 tit. 9 Part. 1 al que fuere excomulgado, y pasado un año se mantuviese en la excomunión, le impone por pena, que si tuviere patronazgo en alguna Iglesia, u otro derecho alguno que debiese recibir «della», piérdelo por todo aquel tiempo que dure en «descomunión».
  3. Del mismo modo los delitos contra las costumbres se deben castigar con la privación de las ventajas y beneficios que ofrece la sociedad a los que conservan la pureza de ellas. La vergüenza, el oprobrio, el desprecio, la expulsión del lugar serán penas correspondientes; así como lo serán para contener los delitos que perturban la tranquilidad, privar a los delincuentes de la misma tranquilidad, ya quitándoles la libertad, ya expeliéndolos de la sociedad que perturban. Por la misma razón debe rehusarse la seguridad

al que perturba la de los otros, castigándole con penas corporales, pecuniaria, o de infamia, según que él perturbase la seguridad de la persona, de los bienes, o de la honra de sus conciudadanos.

  1. Pero hay algunos delitos que, correspondiendo por su naturaleza a una clase, las circunstancias hacen que pertenezcan a otra. El juramento, por ejemplo, que por su naturaleza es contra la religión, y pertenece a la primera clase, si de él se siguiere perjuicio de tercero, según fuese este perjuicio, corresponderá a la tercera o cuarta. El rapto, el estupro, que son contra las costumbres, y pertenecen a la segunda, por la violencia que causan y la seguridad que perturban, corresponden ya a la cuarta, y así deberán castigarse con las penas correspondientes a ellas.
  2. Sucede también algunas veces, que las penas que se derivan de la naturaleza de los delitos, o no son bastantes por sí solas para escarmentar al delincuente, o no se pueden imponer. Las penas religiosas, por ejemplo, podrán tal vez no ser bastantes para contener a los sacrílegos; entonces es necesario usar de penas civiles. El que invade los bienes de otro sin perjudicarle en su persona, debería ser castigado con penas pecuniarias; pero si no tiene bienes, como sucede muchas veces, no debe quedar el delito impune. En todos estos casos y otros semejantes es necesario imponer otras penas; pero procurando siempre apartarse lo menos que sea posible de la analogía que debe haber entre la pena y el delito; regla que no se ha observado en algunas de nuestras leyes. La ley 6 tit. 6 lib. 6 del Ordenamiento Real manda, que si algunas personas ocuparen las rentas reales, que paguen la dicha toma con intereses, y si no tuviere con qué pagar cumplidamente, que muera por ello. Lo mismo determina la ley 1 tit. 17 Part. 2 acerca de los que ocultaren y se apropiaren algunos bienes raíces del Rey. Pero como quiera que sea, las excepciones arriba dichas no falsifican la regla propuesta, pues generalmente hablando, siempre es cierto que las penas, para ser útiles, deben derivarse de la naturaleza de los delitos, por ser el medio más seguro para guardar la debida proporción, que es la otra cualidad que hemos dicho deben tener las penas.
  3. Disputan los Jurisconsultos sobre la proporción que debe guardarse en la imposición de las penas. Comúnmente dicen que la geométrica, a distinción de los contratos en los cuales debe guardarse la aritmética. Pero esto no es tan constante, que muchas veces no se observe lo contrario. En el contrato de sociedad, por ejemplo, se distribuyen las ganancias con proporción geométrica, y para resarcir el daño causado por un delito se usará de la aritmética. Bodino de la mezcla de estas dos proporciones formó otra tercera, que llamó armónica, que es la que, según él, debe guardarse en la imposición de las penas, y que le impugnan otros autores.
  4. Pero prescindiendo de esta disputa, cuya decisión no es necesaria para nuestro asunto, lo cierto es que entre la pena y el delito debe haber cierta igualdad, a cuya regulación contribuyen todas las circunstancias que constituyen la naturaleza del delito, de las que se tratará en su lugar correspondiente. Esta igualdad es la que llamamos proporción entre la pena y el delito es absolutamente necesaria, por ser el alma y el principal nervio de toda buena legislación criminal, la cual, faltándole esta proporción, se destruirá por sí misma, a manera de un vasto edificio, en el que los pesos menores se cargasen sobre las más fuertes columnas y los más enormes sobre las más débiles.

conociendo la infinita distancia que hay entre cincuenta pesos, por ejemplo, y la vida del hombre más miserable, temiendo los perpetuos remordimientos que le atormentarían si por esta causa hiciese quitarle la vida, y temiendo también la censura de los demás y la nota en que justamente incurriría por semejante procedimiento, a menos de no estar enteramente poseído de un vilísimo interés y despojado de todo sentimiento de humanidad, no se atreve a denunciar el delito, y se contenta con echar de su casa al que le cometió, el cual con esta confianza va haciendo lo mismo a cuantas partes va, y de esta suerte, en vez de contener los hurtos domésticos la gravedad de la pena sólo sirve para fomentarlos con la impunidad. La experiencia es la mejor prueba de la verdad de este discurso.

  1. Si en lugar de la pena de muerte se impusiera otra proporcionada, los robados no tendrían repugnancia en acusar, ni los testigos en deponer; se evitarían muchos juramentos falsos, se castigarían más seguramente los hurtos, y se corregirían muchos ladrones, que ahora acaso se hacen incorregibles por la impunidad, y de hurtos domésticos pasan a cometer otros delitos más graves. Es verdad que la confianza que es preciso tener en los domésticos, les da más proporción y facilidad para ser infieles, y por consiguiente es necesario contener con el rigor esta facilidad. De aquí se infiere que los hurtos domésticos deben castigarse con más rigor que los simples; pero esto debe ser, guardando siempre la analogía y debida proporción entre la pena y el delito, la cual no se guarda ciertamente imponiendo la pena capital.
  2. Ésta es también la causa, como hemos dicho, de la absoluta impunidad y frecuencia de los bancarrotas fraudulentos. La ley que les impone la pena capital sólo sirve, como otras muchas, para ocupar lugar en el Cuerpo del derecho. Hasta ahora no se ha visto en el patíbulo, como manda la ley, uno de estos tramposos; y no es porque con el rigor de la pena se haya disminuido el número de ellos, pues todos los días se están y viendo muchos, que faltando torpemente a la fe, y burlándose de la justicia y de sus acreedores, dejan perdidos a muchos que pusieron confianza de ellos. Para evitar estos excesos demasiado comunes, sería conveniente imponer otra pena más moderada y análoga al delito, pero que se ejecutase irremisiblemente. Lo que se hace más necesario en un tiempo en que aumentándose cada día con el lujo la corrupción de las costumbres, se multiplican también estos perniciosos devoradores de bienes ajenos con notable detrimento de la república. Es pues evidente que uno de los más principales cuidados que debe tenerse en el establecimiento o reforma de las leyes criminales, es que todas las penas se deriven de la naturaleza de los delitos, y sean siempre proporcionadas a la mayor o menor gravedad de ellos.
  3. Un sabio legislador no imitará, ciertamente, a aquel emperador griego, de quien refiere Nicéforo, que habiéndose suscitado una gran sedición en Constantinopla, y descubierto el autor de ella, le impuso la pena de azotes, y habiendo este mismo impostor acusado falsamente a algunas personas de autoridad le condenó a ser quemado. ¡Extraña graduación entre el delito de lesa Majestad y el de calumnia! No es menos extraña la ley de los antiguos Saxones y Burgundiones, que castigaba con pena capital el hurto de un caballo, de una colmena de abejas, o de un buey, y con multa pecuniaria la muerte de un hombre. Semejantes leyes al paso, que por una parte manifiestan su crueldad, abren por otra una puerta muy ancha a los más atroces delitos.
  1. Uno de los fines más esenciales de las penas, como se dirá después, es el ejemplo que con ellas debe darse, para que sirva de escarmiento a los que no han delinquido y se abstengan de hacerlo, y por esta razón hemos dicho, que deben ser públicas. «Paladinamente debe ser hecha (dice una ley de Partida) la justicia de aquéllos, que realizaren un hecho por que deban morir, para que los otros que lo vieren o lo oyeren, reciban así miedo y escarmiento diciendo el Alcalde o el Pregonero ante las gentes los yerros porque los matan. No es ciertamente digna de imitación la costumbre que Herodoto refiere de los Lacedemonios, que ejecutaban los suplicios en medio de las tinieblas de la noche. Los castigos secretos prueban impotencia y debilidad en el gobierno, o injusticia y atrocidad en la pena.
  2. Es muy útil y también muy conforme al espíritu de la ley de Partida, que acabamos de citar, la costumbre que hay en Francia, digna de ser adoptada entre nosotros. Cuando se condena allí un reo a la pena capital, se imprime la sentencia con un breve extracto de la causa, y se vende al público el día de la ejecución. Semejantes papeles causarían en el pueblo efectos harto más saludables que los romances de guapos y valentones llenos de embustes y patrañas, que andan publicando los ciegos por las calles. El producto de ellos podría invertirse con utilidad en beneficio de los pobres de la cárcel.
  3. Estas relaciones suplirían también en algún modo la conexión y unión de estas dos ideas delito y pena, que debería grabarse profundamente en los ánimos, y que regularmente se desvanece por la mucha distancia que suele haber entre la ejecución del delito y la imposición de la pena. Decía un Filósofo Chino, que como el eco sigue a la voz, y la sombra al cuerpo, la pena debe seguir al delito.
  4. La unión de las ideas es el cimiento de la fábrica del entendimiento humano, y puede con verdad decirse, que sobre las tiernas fibras del cerebro está fundada la basa inalterable de los más firmes Imperios. Mas para conservar en el entendimiento la unión de las ideas, deben éstas ser realmente inseparables en los objetos. Es pues necesario que la pena siga inmediatamente al delito. Es muy importante que el delito se mire siempre como causa de la pena, y la pena como efecto del delito. Si se quiere mantener el orden público, es necesario observar con vigilancia a los malos, perseguirlos sin intermisión, y castigarlos con prontitud.
  5. Así lo han creído también nuestros legisladores. Una ley de Partida manda que ninguna causa criminal pueda durar más de dos años. En el auto acordado 21. tit. 11. lib. 8. se manda, que todas las causas que se incoaren, así de oficio como a querella particular en materia de hurtos, robos, latrocinios cometidos en la Corte y cinco leguas de su rastro, se hayan de sustanciar y determinar precisamente en el término de treinta días. La misma razón hay para extender esta providencia a todos los lugares fuera de la Corte, no siendo el hurto de a muchos cómplices, en cuyo caso se deberá fijar un tiempo proporcionado. Aunque no se prescriba el término preciso de treinta días para las demás causas criminales, se deberían cortar muchas dilaciones, que no siendo necesarias para la justa defensa de los reos, les son a ellos mismos sumamente perjudiciales, igualmente que a la causa pública, a la cual importa que los delitos se castiguen con toda la brevedad posible.

gentes más ignorantes y bárbaras del Universo hubiesen acertado a pensar mejor, que las demás naciones cultas en la cosa que más interesa a los hombres, y más les importa saber. Aunque si hemos de dar crédito a dos escritores modernos, que han tenido motivo y proporción de examinar por sí mismos la naturaleza y constitución de los gobiernos asiáticos, no son éstos tan despóticos y arbitrarios, como vulgarmente se cree, y aseguran otros escritores.

  1. Pero sea de esto lo que se quiera, no es ciertamente la crueldad de las penas el mayor freno para contener los delitos, sino la infalibilidad de ellas, y por consiguiente la vigilancia de los Magistrados, que deben ser inexorables en imponerlas. Si se examina la causa de todas las relajaciones, dice el mismo Montesquieu, se verá que proviene de la impunidad de los delitos, y no de la moderación de las penas. En todos los países y tiempos en que se han usado castigos muy crueles, se han experimentado los más atroces e inhumanos delitos. Así lo atestiguan todas las historias, y así se experimenta en el Japón, en donde compite la crueldad de las penas con la atrocidad de los delitos, y son éstos tan frecuentes, como si absolutamente no se castigaran, según se refiere en la colección de los viajes que han servido para el establecimiento de la Compañía de las Indias.
  2. Así es preciso que suceda por una razón muy natural. Al paso que se aumenta la crueldad de los castigos, se endurecen los ánimos de los hombres; se llegan a familiarizar con ellos, y al cabo de tiempo no hacen ya bastante impresión para contener los impulsos y la fuerza siempre viva de las pasiones. Los robos en los caminos, dice Montesquieu, eran frecuentes en algunos Estados: para contenerlo se inventó el suplicio de la rueda que los suspendió por algún tiempo; pero después se ha robado como antes en los caminos.
  3. En Moscovia a los defraudadores de la renta del tabaco se les impone la cruel pena llamada Knout, que se reduce a azotar al delincuente hasta descubrirle los huesos. Sin embargo, los Moscovitas hacen el contrabando como en otras partes. Los que han examinado con reflexión la historia Romana y las diversas revoluciones de este Imperio, han observado, que del rigor se pasó a la indolencia, y de la indolencia a la impunidad.
  4. La última cualidad que hemos dicho deben tener las penas, es ser dictadas por la misma ley. Los Publicistas ponen justamente la potestad de imponer penas entre los derechos de la Majestad, que llaman inmanentes, esto es, inseparables de ella; y no carece enteramente de razón Hobbes, cuando dice, que el imponer pena mayor que la determinada por la ley, es una verdadera hostilidad. Sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos, y esta autoridad debe residir únicamente en el legislador. Toda la facultad de los jueces debe reducirse, únicamente, a examinar si el acusado ha contravenido o no la ley para absolverle o condenarle en la pena señalada por ella.
  5. Si se dejase a su arbitrio el imponer penas, el derogarlas o alterarlas, se causarían innumerables males a la sociedad. La suerte de los ciudadanos sería siempre incierta, su vida, su honra, sus bienes quedarían expuestos al capricho, a la malicia, a la ignorancia y a todas las pasiones que pueden dominar a un hombre. Si no hay leyes fijas, o las que hay son oscuras, o están enteramente sin uso, es preciso caer en el inconveniente del arbitrio judicial, si la potestad legislativa no cura a este daño haciendo leyes, aclarando las oscuras, y subrogando otras nuevas en lugar de las anticuadas.
  1. De esta última clase hay muchas en nuestra legislación criminal y por consiguiente, mucho arbitrio en los tribunales y jueces, de donde resulta, como se ha dicho, o la impunidad de los delitos, o que un mismo delito se castigue con diversas penas, según la diversidad de jueces, y tal vez en un mismo tribunal en diversos tiempos, y según la diversidad de los que le componen.
  2. Es verdad que nuestros legisladores claman contra el no uso de las leyes, declarando, que todas las leyes del Reino, que expresamente no se hallan derogadas por otras posteriores, se deben observar literalmente, sin que pueda admitirse la excusa de decir que no están en uso. Pero a pesar de tan expresa voluntad repetidas veces declarada por los Soberanos, la experiencia nos hace ver prácticamente, que son muchísimas las leyes penales, que sin haber sido derogadas por otras, están enteramente sin uso alguno, dando lugar por este motivo al arbitrio de los jueces, y, lo que es peor, sin que éstos puedan dejarlo de hacer así. No habrá hoy por ejemplo un juez que se atreva a mandar cortar la lengua al blasfemo, y la mano al escribano falsario, sin embargo de que éstas son las penas impuestas a estos delitos por leyes que no están expresamente derogadas por otras; y si hubiera alguno que quisiera resucitar estas leyes, creo seguramente, que los tribunales superiores revocarían la sentencia, y el juez que la dio pasaría en el concepto del público por cruel y temerario. Hállanse pues los jueces y tribunales por defecto de la legislación en la fatal necesidad y dura alternativa de sufrir la nota de inhumanos, o de no observar las leyes que han jurado cumplir.
  3. Esto es preciso que así suceda, y la razón es clara. Las leyes humanas, como todas las cosas hechas por hombres, están sujetas a las alteraciones y mudanza de los tiempos. De aquí proviene que algunas leyes, que cuando se establecieron eran útiles y convenientes, con el transcurso del tiempo dejan de serlo, en cuyo caso ya no es justo que se observen y serán siempre inútiles los esfuerzos que las leyes hicieren en contrario en semejantes casos; porque no está en su potestad el mudar la opinión común de los hombres, las costumbres generales y las diversas circunstancias de los tiempos, todo lo cual ha contribuido a que las leyes pierdan su fuerza y vigor. Así lo conoció el prudente Rey Felipe II, que se explica en estos términos: Asimismo algunas de las dichas leyes (habla de las anteriores a la N. Recopilación) como quiera que sean y fuesen claras, y que, según el tiempo en que fueron hechas y publicadas, parecieron justas y convenientes, la experiencia ha mostrado que no pueden ni deben ser ejecutadas.
  4. Es a la verdad muy justo y muy conveniente a la república, que las leyes establecidas y no derogadas por la Potestad legítima, se mantengan siempre en observancia. Mas para conseguirlo, es necesario que el legislador imite a la naturaleza, la cual con la nutrición, repara las insensibles, pero continuas pérdidas que padece diariamente todo cuerpo viviente. Del mismo modo, para que la legislación se mantenga siempre viva y en todo su vigor como conviene, es preciso que el legislador oportunamente subrogue nuevas leyes a las que el transcurso del tiempo ha enervado y dejado sin uso. Ésta fue la causa de que se hiciese la Nueva Recopilación, y esta misma está pidiendo, que por la Potestad legítima se reforme nuestra jurisprudencia criminal, fijando las penas, que parecieren convenientes al