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Este texto discute sobre la condición humana en estado de naturaleza, donde la vida es una lucha continua de todos contra todos. Se analiza la necesidad de establecer un poder común para defender a los individuos y garantizar la paz social. Se explica el concepto de soberanía y los derechos inherentes a ella.
Tipo: Apuntes
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LEVIATAN o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. (1651)
CAPITULO XIII- DE LA "CONDICIÓN NATURAL" DEL GÉNERO HUMANO, EN LO QUE CONCIERNE A SU FELICIDAD Y A SU MISERIA
Hombres iguales por naturaleza. La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra. En cuanto a las facultades mentales (…) yo encuentro aún una igualdad más grande, entre los hombres, que en lo referente a la fuerza. Lo que acaso puede hacer increíble tal igualdad, no es sino un vano concepto de la propia sabiduría, que la mayor parte de los hombres piensan poseer en más alto grado que el común de las gentes, es decir, que todos los hombres con excepción de ellos mismos y de unos pocos más a quienes reconocen su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la coincidencia con ellos mismos. (…) Pero esto es lo que mejor prueba que los hombres son en este punto más bien iguales que desiguales.
De la igualdad procede la desconfianza. De esta igualdad en cuanto a la capacidad, se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros.
De la desconfianza, la guerra. Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los
hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación, y es generalmente permitido. Como algunos se complacen en contemplar su propio poder en los actos de conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias serían felices manteniéndose dentro de límites modestos, si no aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán subsistir, durante mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan defensivo. Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir también. Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subestimación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y de los demás, por el ejemplo. Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.
Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz. (…) En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve. (…) Ahora
La ley fundamental de naturaleza. La condición del hombre es una condición de guerra de todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus enemigos. De aquí se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene derecho a hacer cualquiera cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de existir durante todo el tiempo que ordinariamente la Naturaleza permite vivir a los hombres. De aquí resulta un precepto o regla general de la razón, en virtud de la cual, cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla contiene la ley primera y fundamental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La segunda, la suma del derecho de naturaleza, es decir: defendernos a nosotros mismos, por todos los medios posibles.
Segunda ley de naturaleza. De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se ordena a los hombres que tiendan hacia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo. En efecto, mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto le agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra. Y si los demás no quieren renunciar a ese derecho como él, no existe razón para que nadie se despoje de dicha atribución, porque ello más bien que disponerse a la paz significaría ofrecerse a sí mismo como presa (a lo que no está obligado ningún hombre).
CAPÍTULO XV- DE OTRAS LEYES DE NATURALEZA
La tercera ley de naturaleza, justicia. De esta ley de naturaleza, según la cual estamos obligados a transferir a otros aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad, se deduce una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pactos que han celebrado. Sin ello, los pactos son vanos, y no contienen sino palabras vacías, y subsistiendo el derecho de todos los hombres a todas las cosas, seguimos hallándonos en situación de guerra.
Qué es justicia, e injusticia. En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la JUSTICIA. En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los hombres tienen derecho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo es injusto. La definición de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto, es justo.
La justicia y la propiedad comienzan con la constitución del Estado. Ahora bien, como los pactos de mutua confianza, cuando existe el temor de un incumplimiento por una
cualquiera de las partes, son nulos, aunque el origen de la justicia sea la estipulación de pactos, no puede haber actualmente injusticia hasta que se elimine la causa de tal temor, cosa que no puede hacerse mientras los hombres se encuentran en la condición natural de guerra. Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al cumplimiento de sus pactos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que esperan del quebrantamiento de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa propiedad que adquieren los hombres por mutuo contrato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder no existe antes de erigirse el Estado. Por tanto, donde no hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y donde no se ha erigido un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad. Todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay Estado, nada es injusto. Así, que la naturaleza de la justicia consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien, la validez de los pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente para compeler a los hombres a observarlos. Es entonces, también, cuando comienza la propiedad.
Regla mediante la cual pueden ser fácilmente examinadas las leyes de naturaleza. No hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti.
La ciencia de estas leyes es la verdadera Filosofía moral. La ciencia que de ellas se ocupa es la verdadera y auténtica Filosofía moral. Porque la Filosofía moral no es otra cosa sino la ciencia de lo que es bueno y malo en la conversación y en la sociedad humana. (…) Un hombre se halla en la condición de mera naturaleza (que es condición de guerra), mientras el apetito personal es la medida de lo bueno y de lo malo. Por ello, también, todos los hombres convienen en que la paz es buena, y que lo son igualmente las vías o medios de alcanzarla, que (como he mostrado anteriormente) son la justicia, la gratitud, la modestia, la equidad, la misericordia, etc., y el resto de las leyes de naturaleza, es decir, las virtudes morales; son malos, en cambio, sus contrarios, los vicios. Ahora bien, la Ciencia de la virtud y del vicio es la Filosofía moral, y, por tanto, la verdadera doctrina de las leyes de naturaleza es la verdadera Filosofía moral. Estos dictados de la razón suelen ser denominados leyes por los hombres; pero impropiamente, porque no son sino conclusiones o teoremas relativos a lo que conduce a la conservación y defensa de los seres humanos, mientras que la ley, propiamente, es la palabra de quien por derecho tiene mando sobre los demás. Si, además, consideramos los mismos teoremas como expresados en la palabra de Dios, que por derecho manda sobre todas las cosas, entonces son propiamente llamadas leyes.
CAPITULO XVI- DE LAS "PERSONAS", "AUTORES" Y COSAS PERSONIFICADAS
Que no se obtiene por la ley de naturaleza. Las leyes de naturaleza son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres.
(…) La buena convivencia de los hombres lo es solamente por pacto, es decir, de modo artificial. No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo.
La generación de un Estado. El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mí derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina ESTADO. Esta es la generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero.
Definición de Estado. Y en ello consiste la esencia del Estado , que podemos definir así: una persona de cuyos actos se constituye en autor a una gran multitud mediante pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder
soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO Suyo. Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete a sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de Estado político, o Estado por institución, y en el primero de Estado por adquisición.
CAPITULO XVIII DE LOS "DERECHOS" DE LOS SOBERANOS POR INSTITUCIÓN
Qué es el acto de instituir un Estado. Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos. Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra, debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres.
Las consecuencias de esa institución. De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo reunido.
1. Los súbditos no pueden cambiar de forma de gobierno. Quienes acaban de instituir un Estado y quedan, por ello, obligados por el pacto, a considerar corno propias las acciones y juicios de uno, no pueden legalmente hacer un pacto nuevo entre sí para obedecer a cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su permiso. En consecuencia, también, quienes son súbditos de un monarca no pueden sin su aquiescencia renunciar a la monarquía y retornar a la confusión de una multitud disgregada; ni transferir su personalidad de quien la sustenta a otro hombre o a otra asamblea de hombres, porque están obligados, cada uno respecto de cada uno, a considerar como propio y ser reputados como autores de todo aquello que pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es, a la sazón, su soberano. Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los restantes deben quebrantar el pacto hecho con ese hombre, lo cual es injusticia; y, además, todos los hombres han dado la soberanía a quien representa su persona, y, por consiguiente, si lo deponen toman de él lo que es suyo propio y cometen nuevamente injusticia. Por otra parte, si quien trata de deponer a su soberano resulta muerto o es castigado por él a causa de tal tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo, ya que es, por institución, autor de cuanto su soberano haga. Y como es injusticia para un hombre hacer algo por lo cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es también injusto por esa razón.
6. El soberano es juez de lo que es necesario para la paz y la defensa de sus súbditos. En sexto lugar, es inherente a la soberanía el ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz; y por consiguiente, en qué ocasiones, hasta qué punto y respecto de qué puede confiarse en los seres humanos, cuando hablan a las multitudes, y quién debe examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados. Porque los actos de los hombres proceden de sus opiniones, y en el buen gobierno de las opiniones consiste el buen gobierno de los actos humanos respecto a su paz y concordia. Y aunque en materia de doctrina nada debe tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la regulación de la misma por vía de paz. Porque la doctrina que está en contradicción con la paz, no puede ser verdadera, como la paz y la concordia no pueden ir contra la ley de naturaleza. Corresponde, por consiguiente, a quien tiene poder soberano, ser juez o instituir todos los jueces de opiniones y doctrinas como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir la discordia y la guerra civil. 7. El derecho de establecer normas, en virtud de las cuales los súbditos puedan hacer saber lo que es suyo propio, y que ningún otro súbdito puede arrebatarle sin injusticia. En séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad. En efecto, antes de instituirse el poder soberano todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de guerra; y, por consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para la paz y dependiente del poder soberano es el acto de este poder para asegurar la paz pública. Esas normas de propiedad, y de lo bueno y lo malo, de lo legitimo e ilegitimo en las acciones de los súbditos, son leyes civiles, es decir, leyes de cada Estado particular. 8. También le corresponde el derecho de judicatura, y la decisión de las controversias. En octavo lugar, es inherente a la soberanía el derecho de judicatura, es decir, de oír y decidir todas las controversias que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil o natural, con respecto a los hechos. En efecto, sin decisión de las controversias no existe protección para un súbdito contra las injurias de otro; y a cada hombre compete, por el apetito natural y necesario de su propia conservación, el derecho de protegerse a sí mismo con su fuerza particular, que es condición de la guerra, contraria al fin para el cual se ha instituido todo Estado. 9. Y de hacer la guerra y la paz, como consideren más conveniente. En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es decir, de juzgar cuándo es para el bien público, y qué cantidad de fuerzas deben ser reunidas, armadas y pagadas para ese fin, y cuánto dinero se ha de recaudar de los súbditos para sufragar los gastos consiguientes. Porque el poder mediante el cual tiene que ser defendido el pueblo, consiste en sus ejércitos, y la potencialidad de un ejército radica en la unión de sus fuerzas bajo un mando, mando que a su vez compete al soberano instituido. Y,
por consiguiente, aunque alguien sea designado general de un ejército, quien tiene el poder soberano es siempre generalísimo.
10. Y de escoger todos los consejeros y ministros, tanto en la guerra como en la paz. En décimo lugar, es inherente a la soberanía la elección de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios, tanto en la paz como en la guerra. Si, en efecto, el soberano está encargado de realizar el fin que es la paz y defensa común, se comprende que ha de tener poder para usar tales medios, en la forma que él considere son más adecuados para su propósito. 11. Y de recompensar y castigar; y esto (cuando ninguna ley anterior ha determinado la medida de ello) arbitrariamente. En undécimo lugar se asigna al soberano el poder de recompensar con riquezas u honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o con la ignominia, a cualquier súbdito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció; o si no existe ley, de acuerdo con lo que el soberano considera más conducente para estimular los hombres a que sirvan al Estado, o para apartarles de cualquier acto contrario al mismo. 12. Y de honores y preeminencias. Por último, considerando qué valores acostumbran los hombres a asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a otros hombres, es necesario que existan leyes de honor y un módulo oficial para la capacidad de los hombres que han servido o son aptos para servir bien al Estado, y que exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución esas leyes. Corresponde, por tanto, al soberano dar títulos de honor, y señalar qué preeminencia y dignidad debe corresponder a cada hombre, y qué signos de respeto, en las reuniones públicas o privadas, debe otorgarse cada uno a otro.
Estos derechos son indivisibles. Estos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía, y son los signos por los cuales un hombre puede discernir en qué hombres o asamblea de hombres está situado y reside el poder soberano. Son estos derechos, ciertamente, incomunicables e inseparables. El poder de acuñar moneda; de disponer del patrimonio y de las personas de los infantes herederos ; de tener opción de compra en los mercados, y todas las demás prerrogativas estatutarias, pueden ser transferidas por el soberano, y quedar, no obstante, retenido el poder de proteger a sus súbditos. Pero si el soberano transfiere la militia, será en vano que retenga la capacidad de juzgar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si se desprende del poder de acuñar moneda, la militia es inútil ; o si cede el gobierno de las doctrinas, los hombres se rebelarán contra el temor de los espíritus. Así, si consideramos cualesquiera de los mencionados derechos, veremos al presente que la conservación del resto no producirá efecto en la conservación de la paz y de la justicia, bien para el cual se instituyen todos los Estados. A esta división se alude cuando se dice que un reino intrínsecamente dividido no puede subsistir. Porque si antes no se produce esta división, nunca puede sobrevenir la división en ejércitos contrapuestos.
Las formas diferentes de gobierno son sólo tres. La diferencia de gobiernos consiste en la diferencia del soberano o de la persona representativa de todos y cada uno en la multitud. Ahora bien, como la soberanía reside en un hombre o en la asamblea de más de uno, y como en esta asamblea puede ocurrir que todos tengan derecho a formar parte de ella, o no todos sino algunos hombres distinguidos de los demás, es manifiesto que pueden existir tres clases de gobierno. Porque el representante debe ser por necesidad o una persona o varias: en este último caso o es la asamblea de todos o la de sólo una parte. Cuando el representante es un hombre, entonces el gobierno es una MONARQUÍA; cuando lo es una asamblea de todos cuantos quieren concurrir a ella, tenemos una DEMOCRACIA o gobierno popular; cuando la asamblea es de una parte solamente, entonces se denomina ARISTOCRACIA. No puede existir otro género de gobierno, porque necesariamente uno, o más o todos deben tener el poder soberano (que como he mostrado ya, es indivisible).
Tiranía y oligarquía no son sino nombres distintos de monarquía y aristocracia. Existen otras denominaciones de gobierno, en las historias y libros de política: tales son, por ejemplo, la tiranía y la oligarquía. Pero estos no son nombres de otras formas de gobierno, sino de las mismas formas mal interpretadas. En efecto, quienes están descontentos bajo la monarquía la denominan tiranía; a quienes les desagrada la aristocracia la llaman oligarquía; igualmente, quienes se encuentran agraviados bajo una democracia la llaman anarquía, que significa falta de gobierno. Pero yo me imagino que nadie cree que la falta de gobierno sea una especie de gobierno; ni, por la misma razón, puede creerse que el gobierno es de una clase cuando agrada, y de otra cuando los súbditos están disconformes con él o son oprimidos por los gobernantes.
Segundo tratado sobre el gobierno civil (1690)
CAPITULO I
(…) 3. Entiendo, pues, que el poder político consiste en el derecho de hacer leyes, con penas de muerte, y por ende todas las penas menores, para la regulación y preservación de la propiedad; y de emplear la fuerza del común en la ejecución de tales leyes, y en la defensa de la nación contra el agravio extranjero: y todo ello sólo por el bien público.
CAPÍTULO II. DEL ESTADO DE NATURALEZA
Estado también de igualdad, en que todo poder y jurisdicción es recíproco, sin que al uno competa más que al otro, no habiendo nada más evidente que el hecho de que criaturas de la misma especie y rango, revueltamente nacidas a todas e idénticas ventajas de la Naturaleza, y al liso de las mismas facultades, deberían asimismo ser iguales cada una entre todas las demás, sin subordinación o sujeción.
(…) 6. Pero aunque este sea estado de libertad, no lo es de licencia. Por bien que el hombre goce en él de libertad irrefrenable para disponer de su persona o sus posesiones, no es libre de destruirse a sí mismo, ni siquiera a criatura alguna en su poder, a menos que lo reclamare algún uso más noble que el de la mera preservación. Tiene el estado de naturaleza ley natural que lo gobierne y a cada cual obligue; y la razón, que es dicha ley, enseña a toda la humanidad, con sólo que ésta quiera consultarla, que siendo todos iguales e independientes, nadie, deberá dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones; porque, hechura todos los hombres de un Creador todopoderoso e infinitamente sabio, servidores todos de un Dueño soberano, enviados al mundo por orden del Él y a su negocio, propiedad son de Él, y como hechuras suyas deberán durar mientras Él, y no otro, gustare de ello. Y pues todos nos descubrimos dotados de iguales facultades, participantes de la comunidad de la naturaleza, no cabe suponer entre nosotros una subordinación tal que nos autorice a destruirnos unos a otros. Cada uno está obligado a preservarse a sí mismo y a no abandonar su puesto por propio albedrío, así pues, por la misma razón, cuando su preservación no está en juego, deberá por todos los medios preservar el resto de la humanidad, y jamás, salvo para ajusticiar a un criminal, arrebatar o menoscabar la vida ajena, o lo tendente a la preservación de ella, libertad, salud, integridad y bienes.
transgresión puede ser castigada hasta el grado, y con tanta severidad, como bastare para hacer de ella un mal negocio para el ofensor, causar su arrepentimiento y, por el espanto, apartar a los demás de tal acción. Cada ofensa que se llegare a cometer en el estado de naturaleza puede en él ser castigada al igual, y con el mismo alcance, que en una nación.
CAPÍTULO III. DEL ESTADO DE GUERRA
(…) 19. Y esta es la obvia diferencia entre el estado de naturaleza y el de guerra, los cuales, por más que los hubieren algunos confundido, son entre sí tan distantes como un estado de paz, bienquerencia, asistencia mutua y preservación lo sea de uno de enemistad, malicia, violencia y destrucción mutua. Los hombres que juntos viven, según la razón, sin común superior sobre la tierra que pueda juzgar entre ellos, se hallan propiamente en estado de
naturaleza; Pero la fuerza, o el declarado propósito de fuerza sobre la persona de otro, cuando no hay común superior en el mundo a cuyo auxilio apelar, estado es de guerra; y la falta de tal apelación da al hombre el derecho de guerra contra el agresor, aunque éste en la sociedad figure y sea su connacional. Falta de juez común con autoridad pone a todos los hombres en estado de naturaleza; fuerza sin derecho sobre la persona del hombre crea un estado de guerra tanto donde estuviere como donde faltare el juez común.
CAPÍTULO V. DE LA PROPIEDAD
tierra que Dios le diera en común con los demás para trabajar en ella, y donde quedaban trechos tan buenos como lo ya poseído, y más de lo que él supiere emplear, o a que su trabajo pudiere atender.
(…) 37. Cierto es que en los comienzos, antes de que el deseo de tener más de lo necesario hubiera alterado el valor intrínseco de las cosas, que sólo depende de su utilidad en la vida del hombre, o hubiera concertado que una monedita de oro, que cabía conservar sin mengua o descaecimiento, valiera un gran pedazo de carne o una entera cosecha de trigo (aunque tuvieran los hombres el derecho de apropiarse mediante su trabajo, cada uno para sí, de cuantas cosas de la naturaleza pudiera usar), todo ello no había de ser mucho, ni en perjuicio de otros, pues quedaba igual abundancia a los que quisieran emplear igual industria.
y Reinos, expresa o tácitamente, renunciando a toda reclamación y derecho sobre la tierra poseída por la otra parte, abandonaron, por común consentimiento, sus pretensiones al derecho natural común que inicialmente tuvieron sobre dichos países; y de esta suerte, por positivo acuerdo, entre sí establecieron la propiedad en distintas partes del mundo
CAPÍTULO VII. DE LA SOCIEDAD POLÍTICA O CIVIL