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Tipo: Resúmenes
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Segunda conferencia sobre problemas constitucionales (Noviembre de 1862) En mi anterior conferencia expuse ante ustedes, señores, lo que eran las Constituciones en general y la prusiana en particular. Demostré a ustedes que era necesario distinguir entre las Constituciones reales y las Constituciones meramente escritas u hojas de papel, haciéndoles ver que la verdadera Constitución de un país reside siempre y únicamente puede residir en los factores reales y efectivos de poder que rigen en esa sociedad. Demostré a ustedes que las Constituciones escritas, cuando no se corresponden con los factores reales de poder de la sociedad organizada, cuando no son más que lo que yo llamaba una “hoja de papel”, se hallan y tienen necesariamente que hallarse irremisiblemente a merced de la supremacía de esos factores de poder organizado, condenadas sin remedio a ser arrolladas por ellos. En esas condiciones, decía yo. No hay más que una alternativa: o el Gobierno acomete la reforma de la Constitución para poner la Constitución escrita a tono con los factores materiales de poder de la sociedad organizada. O ésta, con su poder inorgánico, se alza para demostrar, una vez más, que es más fuerte y más pujante que el poder organizado, desplazando fatalmente los resortes organizados de poder e esa sociedad, es decir, los pilares sobre los cuales la Constitución descansa, trasplantándolos a la izquierda, con el mismo empuje y el mismo grado de desviación que el Gobierno les imprimiría hacia la derecha, bajo una u otra forma, en caso de triunfar. Al final de mi conferencia resumía las conclusiones de la misma en los términos siguientes: “Si ustedes, señores, no se han limitado a seguir y meditar cuidadosamente la conferencia que he tenido el honor de desarrollar aquí, sino que, llevando adelante las ideas que la animan, deducen de ellas todas las consecuencias que entrañan, se hallarán ustedes en posesión de toda la sabiduría constitucional. Los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino poder: la verdadera Constitución de un país sólo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rigen, y las Constituciones escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la realidad social: he ahí los criterios fundamentales que deben ustedes retener. Y si esto es así, si la meditación consecuente y lógico desarrollo de esta conferencia hasta las últimas consecuencias que entraña, nos ponen en posesión de todas las normas del arte y la sabiduría constitucionales, lógicamente, era obligado que el desarrollo de sus ideas nos señalase el camino, el único camino posible y seguro para resolver el conflicto actualmente planteado en nuestro país, en un sentido beneficioso y triunfante para la nación. Y esto es, en efecto, lo que hoy me propongo demostrar a ustedes. Lo que en esta conferencia persigo es deducir de la teoría que expuse ante ustedes el único medio que puede llevar por la fuerza de la necesidad a una solución victoriosa del conflicto planteado entre el Gobierno y el Parlamento.
LA VERDAD DE LA TEORIA, CONFIRMADA POR LOS ADVERSARIOS
Pero antes de pasar adelante, permítanme ustedes que vuelva a insistir en la fuerza incondicional de verdad que encierra la teoría expuesta por mí acerca de lo que es una Constitución y sobre la que he de basar hoy, como fundamento anímico, todas mis investigaciones. Saben ustedes. Señores, que entre partidos políticos opuestos no hay ninguna acusación política que no suscite discusión acalorada. Nada de lo que un partido político acata y profesa como indiscutible prevalece como tal ante los demás, que lo desechan como absolutamente falso con la misma fuerza de convicción con que aquél lo abraza por verdadero. Casi se siente uno movido a pensar - y no faltan, en efecto, espíritus escépticos y vacilantes que tal entiendan - que la verdad no existe, que no existe o ha desaparecido ya una razón humana única y común a todos, viendo cuán absolutamente, con qué desprecio y con qué despecho unos partidos rechazan como indiscutiblemente falso lo que otros, con la misma fuerza absoluta, acatan como axiomático e irrebatible. Sólo a la ciencia le es dado penetrar en esta cruda disonancia de opiniones, en este estridente coro de desarmonías, de
afirmaciones que se acusan de mentirosas unas a otras, para alumbrar una verdad cuyo resplandor es tan claro y potente, que hasta los partidos políticos más dispares se ven obligados a reconocer. Los casos en que tal acontece constituyen por tanto, un verdadero triunfo de la ciencia y una contrastación muy poderosa de los quilates de verdad que encierra una teoría. Uno de estos raros casos de excepción, es el que se da con la teoría constitucional que hube de exponer ante ustedes en mi pasada conferencia. Yo pertenezco, señores, como todos ustedes saben, al partido de la democracia pura y resuelta. No obstante, hasta un órgano político tan poco sospechoso de connivencia con mis ideas como Die Kreuzzeitun no pudo menos de reconocer, sin ambages, la verdad indiscutible de la teoría constitucional sustentada por mí. En el número 132 (8 de junio de 1862), este periódico consagra un artículo editorial a comentar mi conferencia, y se expresa en los términos siguientes: “El discurso de un judío revolucionario del que se habló mucho en su tiempo y quien, con certero instinto, da en el clavo de la cuestión, aunque no diga, ni mucho menos, todo lo que sabe y piensa". Procuraré ir purgando, conforme haga falta, este último defecto que se me reprocha. Die Kreuzzeintung puede estar seguro de que haré todo lo posible por confirmar su sospecha, dando expresión, a medida que las circunstancias lo vayan demandando, en su momento oportuno, cada vez más abiertamente, a todo lo que pienso y sé. Lo que por ahora me interesa es levantar acta de su confesión en que reconoce que doy en el clavo con mi teoría constitucional. Pero no es sólo este periódico de la derecha el que lo reconoce; también los ministros reconocen en todo la verdad de mi teoría. Veámoslo. En una sesión de la Cámara de diputados, la del 12 de septiembre de 1862, el ministro de la Guerra, señor von Roon, declaraba que su concepción de la historia tendía a que la mayor parte, la parte primordial de ésta, no sólo entre los diferentes Estados, sino dentro de las fronteras de cada Estado, no era otra cosa que la pugna en torno al poder y a la conquista de nuevo poder entre los diversos factores. Es, como ven ustedes, expresada exactamente con las mismas palabras, la teoría que yo hube de desarrollar sobre una amplia base histórica, y que luego vio la luz en un folleto. Cierto es que el ministro de la Guerra pronunció también en la misma intervención y unas cuantas líneas más abajo del pasaje que acabo de citar, estas notables palabras: Existen en Berlín, fuera de la Cámara de diputados, personas afiliadas a partidos que -y ahora voy a citar sus palabras textualmente- “han expuesto por escrito y de palabra, ante agrupaciones políticas locales y en la Prensa, las tendencias más peregrinas, y también, a mi modo de ver, más subversivas”. Como ante las agrupaciones políticas locales a que el ministro alude no se ha pronunciado, hasta ahora, que yo sepa, fuera de la mía, ninguna otra conferencia a que pueda aplicarse por ningún concepto ese calificativo de “tendencias subversivas”, y como, además, el periódico afecto al ministro acusó a mi conferencia, repetidas veces, ya que hube de pronunciarla ante tres o cuatro asambleas distintas, de encerrar tendencias subversivas, me creo autorizado a pensar, teniendo en cuenta además que el ministro de la Guerra, poco después, hacía suya, como su concepción de la historia, la idea fundamental de aquella conferencia; me creo, digo, autorizado a creer, por todas estas razones, que la acusación del ministro, en la parte que toca a las conferencias locales, quiere aludir a la pronunciada por mí hace unos meses ante este auditorio sobre el verdadero concepto de una Constitución. Ahora bien, señores, comprenderán ustedes que tiene que parecerme maravilloso y un tanto chocante que el señor ministro de la Guerra encuentre subversiva, puesta en mis labios, la misma concepción de la historia, y hasta expresada exactamente con las mismas palabras, que mantenida por él tiene, por lo visto, un carácter conservador. Pero ocurre algo todavía más notable y maravilloso, y es que el ministro, en la misma intervención a que nos venimos refiriendo, reprocha a la Cámara el no haber desautorizado esas tendencias expresadas en la Prensa y ante distintas agrupaciones políticas locales, a que más arriba había aludido. ¿Es que la Cámara tiene jurisdicción. o es de su incumbencia desautorizarme a mí o a cualquier otro orador o publicista por las doctrinas que mantengamos? Lo verdaderamente cómico es que el ministro de la Guerra no advierte que, invitando a la Cámara a desautorizar aquella concepción de la historia que él acaba de abrazar, la invita a desautorizarlo a él mismo y a las ideas que profesa. Sin embargo,
tienen tanta importancia en el Derecho constitucional inglés. Para gravar de hecho al pueblo con nuevos impuestos y prestaciones, se invocaba frecuentemente, corro no podía ser menos, el precedente, la práctica establecida. Y esta práctica brindaba el principio de derecho constitucional, al que luego, en casos análogos, podría recurrirse. Es, evidentemente, y a poco que ustedes se fijen lo verán, la misma concatenación lógica de ideas que inspiran al señor Bismarck, cuando afirma que la práctica del derecho constitucional se encargará de ir resolviendo paulatinamente la cuestión en un sentido totalmente distinto. Si esta vez, año 1862 -quiere dar a entender el señor Bismarck-, consigo imponer mi punto de vista, si dispongo de poder bastante para hacerlo prevalecer, la próxima vez, año 1866, suponiendo que para entonces se me ocurra volver a aumentar los efectivos militares contra la voluntad del Parlamento y sentar nuevas partidas de gastos no aprobadas por la Cámara, podré invocar ya un derecho para obrar así, podré ya apelar a un precedente. Y si en 1870 se me antoja reforzar otra vez el Ejército y realizar gastos y empeñar créditos contra el voto - de las Cortes, mi derecho será ya indiscutible, pues entonces ya serán dos precedentes los que me asistan y podré apoyarme en una práctica del derecho “constitucional” completa. Hay que estar, pues, agradecidos al señor Bismarck. Esta agradable perspectiva, la agradable alusión al mañana, sugiriéndonos que no será ésta, seguramente, la última vez que refuerce los contingentes militares contra el voto de la Cámara, o imponga en los presupuestos públicos partidas de gastos rechazados por ella; esta consoladora seguridad de que poco a poco irá erigiendo en práctica constitucional sagrada e inviolable la norma de aumentar el Ejército y los gastos públicos contra el voto del Parlamento, este panorama encantador es el que el señor Bismarck brinda al Parlamento y brinda al país para indemnizarles y consolarles de su agresión a la Constitución escrita y a la teoría jurídica irreal. Puede que ustedes piensen que este consuelo es un tanto dudoso. Que es algo así - supongamos- como si para vencer la resistencia que ustedes oponen a dejarse dar una paliza y ganar su voluntad, se les prometiese que aquella paliza no sería la última, sino que en lo sucesivo los volverían a zurrar abundantemente. Pero aunque así sea, no me negarán ustedes, señores, después de analizadas las palabras del señor presidente del Gobierno, que estamos ante un conocedor agudo v experto de los problemas constitucionales, que el señor Bismarck se mueve de lleno dentro del área de mi teoría, que sabe harto bien que la verdadera Constitución de un país no se encierra en unas cuantas hojas de papel escritas, sino en los factores reales de poder, y que son éstos, los resortes de poder, y no el derecho extendido en el papel, los que informan la práctica constitucional, es decir, la realidad de los hechos; y, por último, que sabe perfectamente bien a qué atenerse respecto a lo que son los precedentes, a cómo se forman y a cómo se pueden luego manejar. Me permito, pues, señores, llamar la atención de todos ustedes, y muy principalmente de los delegados de la Policía que me escuchen y creyesen encontrar aquí algo punible, acerca de esto: que estoy moviéndome en un terreno perfectamente inatacable y reconocido como bueno por las autoridades supremas del Estado. Mas no deben ustedes, señores, maravillarse de ver a los hombres del Gobierno expresarse con tal claridad. Ya les hacía notar yo la última vez que los reyes están muy bien servidos, que los servidores de los reyes no son grandes oradores ni retóricos como los del pueblo, pero sí hombres prácticos que, aunque no posean una conciencia teórica muy cimentada, tienen un instinto certero para saber lo que en cada caso conviene hacer. Pero no son sólo las opiniones de los gobernantes las que puedo invocar hoy en abono de la verdad de mi teoría, sino algo que tiene mucha más importancia. Y es que los hechos mismos se han encargado de confirmaría de la manera más contundente. Recuerden ustedes la profecía que yo hacía aquí en la pasada primavera, como tercera consecuencia derivada de mi punto de vista. Les hacía ver a ustedes en ella cómo y por qué, necesariamente, nuestra actual Constitución estaba en trance de muerte, agonizante y por qué razones no tenía más remedio que ser reformada perentoriamente, en un sentido derechista por el Gobierno, o haciéndola girar a la izquierda por el pueblo; no había más que esos dos caminos, y era una quimera pensar que la Constitución pudiera mantenerse por más tiempo inalterable. He aquí mis palabras: “Esta Constitución está en las últimas, puede darse ya por muerta;
unos cuantos años más, y habrá dejado de existir”. No quería sembrar demasiado pánico, y por eso dije: “unos cuantos años más”. Los hechos han venido a demostrar que hubiera podido decir perfectamente: unos cuantos meses más, y la Constitución habrá dejado de existir. El propio presidente de la Cámara de Diputados, señor Grabow, acaba de reconocer en su discurso de clausura del Parlamento que la Constitución ha sufrido “grave detrimento". La Cámara -un organismo que forma parte integrante de esta misma Constitución – ha cometido una violación constitucional al aprobar el presupuesto público rechazado por la Cámara baja. Pero aún es más serio y más grave el golpe asestado contra la Constitución por el propio Gobierno. La Cámara deniega los créditos demandados para la nueva organización militar, y el Gobierno sigue poniéndola en práctica, según su propia confesión, como si nada hubiese ocurrido.
II. -MEDIOS DEFENSIVOS
La lógica, señores, ha triunfado. La Constitución vigente es, por el momento al menos y provisionalmente, una Constitución que ya no rige en la realidad, e historia la ha sobrepujado a nuestra profecía, en lo que al plazo se refiere. Pueden ustedes, pues, tener una confianza absoluta, plena, en la verdad inatacable en la teoría constitucional mantenida por mí. Y si de esta teoría, que así confirman, con tan rara unanimidad, todas las partes litigantes, y los hechos mismos, se derivase, con el imperio de la lógica, un medio cualquiera para triunfar en el actual conflicto, podríamos damos por muy satisfechos, pues estaríamos seguros, abrigaríamos la misma seguridad plena y absoluta de que este medio alumbrado por nuestra teoría nos conduciría sin vacilación, sin posibilidad de fracaso, a la victoria. Y así es, en efecto. De nuestra teoría se desprende, con evidencia plena, el medio que buscamos, y a exponerlo se encamina, precisamente, mi conferencia de hoy.
1.- Objetivo de la lucha: el derecho de aprobación de los presupuestos
Ante todo, planteemos los términos del problema tal como deben plantearse. En toda investigación es esencialísimo el planteamiento del problema, y muchos resultados falsos no se deben más que a esto, a que no supieron plantearse debidamente los términos del problema investigado. La cuestión que aquí se debate no es esta: ¿qué hacer para salvar e infundir fuerzas duraderas a esta Constitución: es decir, a esta Carta constitucional de enero de 1850, tal y como es, con todos sus pelos v señales? Así planteada la cuestión, señores, ni yo ni nadie podría darle una solución que no fuese aparente y ficticia, pues nadie, por mago que sea, puede infundir vida real a un cadáver, aunque lo consiga galvanizar, dándole una apariencia de vida. Así, para citar tan sólo un ejemplo, a nadie se le escapa que por lo menos la Cámara alta -que forma parte integrante de la Constitución de 1850 y que necesita sus prerrogativas para obstruir sistemáticamente todos los acuerdos de la Cámara de diputados- no puede, a la larga, perdurar. Y es evidente que, al abolirse ese organismo se destruirá una de las bases esenciales de la actual Constitución. Sin embargo, esto no es problema para ustedes. A ustedes les tiene esto sin cuidado. ¿Por qué ha de interesarles a ustedes que se mantengan en la Constitución normas e instituciones que no hacen más que perjudicarles? ¿Qué les interesa a ustedes, por ejemplo, que se mantenga el artículo 108, en que se dice que “el Ejército no prestará juramento a la Constitución?” “¿O el artículo 111, en que se autoriza al Gobierno para declarar, en determinados casos el estado de guerra, dejando en suspenso media docena de artículos, que son precisamente los más importantes de toda, la Constitución y quedando facultado para violar los derechos más inviolables del hombre y el ciudadano? ¿Ni qué les interesa a ustedes que se
nada menos que la diferencia fundamentalísima que nuestra teoría ha puesto de relieve entre las Constituciones reales y las Constituciones meramente escritas. Inglaterra, señores, es un país en que la verdadera Constitución, la Constitución real, es constitucional; es un país en que el predominio de los factores reales y efectivos de poder, el poder organizado, está de parte de la nación. En un país semejante, es facilísimo llevar a la práctica un acuerdo de denegación de impuestos. Y ya se guardará mucho el Gobierno de ponerse en semejante trance; por eso basta con que la amenaza se formule, para que el Gobierno ceda. Por eso también en ese país la denegación de impuestos no es, ni mucho menos, un recurso que se utilice pura y exclusivamente para repeler los ataques dirigidos a la Constitución vigente, sino por el contrario, como sucedió en 1830, al presentarse el bill de reformas, un arma que permite al pueblo, atacar, cuando los intereses del país lo demandan, a la propia Constitución. Es un recurso pacifico, legal y organizado para someter al Gobierno a la voluntad del pueblo. No acontece así en Prusia, donde hoy, como en noviembre de 1848, sólo existe una Constitución escrita o unos cuantos fragmentos de Constitución y donde todos los resortes efectivos del poder, todo el poder organizado, se hallan exclusivamente en manos del Gobierno. Para comprender en todo su alcance esta diferencia bastará con que se imaginen ustedes el curso que seguiría en la realidad un acuerdo parlamentario de denegación de impuestos en Inglaterra, y el que seguiría en Prusia. Supongamos que la Cámara de los Comunes acordase negar al Gobierno el pago de impuestos y que el Gobierno, haciendo frente a este voto, se obstinase en hacerlos efectivos por la fuerza. Los agentes ejecutivos se presentan en casa del contribuyente inglés y tratan de embargarle. Pero el contribuyente inglés les da con la puerta en las narices. Los agentes ejecutivos lo llevan ante los Tribunales. Pero el juez inglés falla en favor del ciudadano demandado, y más, reconoce que éste ha hecho bien resistiendo el empleo de la fuerza al margen de la ley. Los agentes ejecutivos vuelven a presentarse en casa del ciudadano con un piquete de soldados. El ciudadano sigue resistiéndose y les hace frente, con sus familiares y amigos. Los soldados disparar, hieren y matan a varias personas. Ahora es el ciudadano el que los lleva a ellos ante los Tribunales, y éstos, aun reconociéndose que dispararon por orden de sus superiores, como en Inglaterra semejante orden no exime de responsabilidad, cuando se trata de actos cometidos contra la ley, condenarán a los soldados a muerte por homicidio. Por el contrario, si el ciudadano, asistido por sus amigos y familiares, responde al fuego de la tropa y hiere o mata a alguien, los Tribunales lo absolverán, reconociendo que se ha limitado a resistir al empleo ilegal de la fuerza. Pero hay más. Como en Inglaterra todo el mundo sabe que las cosas se desarrollarán así, como, por tanto, todas las probabilidades de triunfo están desde el primer instante de parte del pueblo, todo el mundo se negará a pagar los impuestos; todos, aun los indiferentes y los que de buena gana pagarían, se resisten a pagar para no atraerse las antipatías de sus conciudadanos, a quienes, según todas las predicciones racionales, está reservada la victoria, para que el día de mañana no les apunten por la calle con el dedo como a malos ciudadanos. Además, ¿de qué arma dispondría el Gobierno para vencer la resistencia de la Cámara de los Comunes y del pueblo? Dispondría del Ejército. Pero es el caso que en Inglaterra, desde el bill of Rights, el Gobierno tiene que dirigirse todos los años al Parlamento pidiéndole autorización para mantener un ejército. Esta autorización se le otorga anualmente y siempre por plazos de un año, por medio de las llamadas mutiny-acts, gracias a las cuales el Gobierno viene revestido durante el año del imprescindible poder disciplinario sobre la tropa, que de otro modo quedaría sujeta al imperio de las leyes ordinarias vigentes en el país, para todo lo referente a las sanciones que hubieran de imponerse en caso de insubordinaciones y amotinamientos. Téngase en cuenta, además, que en esas mismas “actas” legislativas se indican los contingentes exactos de tropas que el Gobierno queda autorizado para mantener y se consignan los créditos necesarios para su sostenimiento, ¿Qué ocurriría si el Gobierno inglés se dejase arrastrar a una pugna con la Cámara de los Comunes? Pues que la Cámara de los Comunes, al finalizar el año, se negaría a renovar aquella delegación de poderes, y a partir de este momento el Gobierno no podría mantener un Ejército, no podría pagar a sus tropas, no podría reprimir sus sublevaciones, no
tendría autoridad alguna disciplinaria sobre los soldados, que podrían desertar, y desertarían tranquilamente, sin exponerse a sanción alguna. Más aún. Como he dicho a ustedes, las mutiny-acts señalan anualmente el número de tropas que el Gobierno queda autorizado para mantener. En el último año (1861-62) esta cifra no excedía de 99.000 hombres para toda la Gran Bretaña y sus colonias, con la sola excepción de la India. Como las colonias inglesas son muchas y requieren grandes contingentes de fuerzas armadas, no será exagerado suponer que la mitad de estas tropas se destinan a las colonias, quedando la mitad restante en la metrópolis; es decir, que para una población de veinticinco millones de habitantes, no se autorizan más que 50.000 hombres armados: como pueden ustedes comprender, en estas condiciones no es fácil que las tropas hagan frente a la nación. Y seguimos adelante, deduciendo consecuencias y efectos reflejos. Siendo evidente allí, que, casi todo el mundo se resistirá a pagar los impuestos, circunstancia que viene a reforzar infinitamente las perspectivas que ya existían en favor del pueblo, y como además, según hemos visto, el Gobierno sólo está autorizado, según la ley, a sostener en pie de guerra, dentro del territorio, un contingente de Ejército tan insignificante, el Gobierno inglés no puede estar nunca seguro de que no le fallen sus propios funcionarios, de que no le fallen los mismos resortes de poder de que dispone. Fácilmente advertirán ustedes, señores, que, en la muchedumbre que forman los funcionarios públicos, la actitud que éstos adopten ante un conflicto semejante dependerá muy principalmente de la opinión que se formen acerca de cuál de las dos partes contendientes, el Gobierno o el pueblo, saldrá triunfante de la contienda, Y así como en la Bolsa el alza o la baja experimentada por los valores depende, en buena parte, de la opinión que la mayoría de los bolsistas tenga ya al abrirse la sesión, respecto a si triunfará el alza o la baja, la conducta de los funcionarios públicos, y con ella el funcionamiento de un factor muy importante para el triunfo, dependerá, en buena parte, de la idea que se formen sobre quién ha de quedar vencedor. Si los funcionarios creen que ha de triunfar el Gobierno, su conducta será la de funcionarios celosos, enérgicos, inexorables, Pero si las circunstancias abonan el parecer contrario, se comportarán de un modo vacilante, inseguro, protestarán, se inhibirán, se pasarán al enemigo. La cosa no puede ser más natural. Unos, porque no quieren jugarse el pellejo, otros porque no desean exponerse a la contingencia de perder su empleo y su sueldo, otros, en fin, porque no quieren aventurar su posición social. Y como la fuerza real y efectiva del pueblo inglés, cuando el Parlamento se decide a votar la denegación de impuestos, es tan grande desde el primer momento, que todo el mundo tiene que creer, quiéralo o no, en su triunfo, los funcionarios ingleses, puestos en el trance de resistir, desertarían en masa del Gobierno, y al presidente del Consejo de ministros, rodeado si acaso de un puñado de existencias catilinarias, de ésas que nada tienen que perder, no le quedaría otro camino, si se obstinara en cobrar las contribuciones por encima de todo, que sacar a la calle los cañones y empezar a encarcelar gente. Por eso, porque la realidad allí es ésa y no otra, no es fácil que el Gobierno en Inglaterra ponga nunca a la Cámara en el trance de tener que llevar a la práctica un acuerdo de denegación de impuestos. El Gobierno, colocado ante esa actitud, cederá siempre, y el acuerdo rebelde quedará reducido, en último término, a las proporciones de una demostración pacífica.
B) EL CASO DE PRUSIA
Ahora supongan ustedes que un Parlamento prusiano. Por muchos títulos de legitimidad que tuviera para hacerlo, como los tenía en noviembre de 1848. Acordase negar al Gobierno la cobranza de impuestos. A nadie se le ocurrirá pensar que el Gobierno fuese a renunciar por esto a hacer efectivas las contribuciones. El contribuyente arroja de su casa al agente de arbitrios. Muy bien. Se le sienta en el banquillo de los acusados, y nuestros jueces, inconmovibles a pesar de todos los magníficos discursos de la defensa, lo condenan a tantos y tantos meses de cárcel por resistencia a las órdenes del Gobierno. El agente fiscal vuelve a presentarse, seguido de un piquete de soldados, que hacen fuego sobre el contribuyente y sobre los amigos que le rodean y apoyan sus pretensiones, hiriendo
exponerlo, por la sencillez misma de esta fórmula, consiste pura y simplemente en esto: en que la Cámara proclame lo que es ya una realidad.
A) EL SEUDOCONSTITUCIONALISMO
Para saber lo que esto significa, para darse idea de la profundidad que se oculta bajo la sencillez de esta fórmula, tenemos que remontarnos a esta cuestión: ¿Qué es y cómo nace el seudoconstitucionalismo? La contestación que demos a esta pregunta no puede ser dudosa para quien tenga presente lo expuesto en mi anterior conferencia. En ella expuse a ustedes que mientras la propiedad del suelo y la producción agrícola eran la fuente más importante de la riqueza social en el país y este poder primordial residía, efectivamente, en manos de los terratenientes de la nobleza, la Constitución del país tenía que ser necesariamente feudal y la monarquía hallarse mediatizada. Expuse a ustedes, asimismo, documentando mis deducciones paso a paso sobre la historia, que, al crecer la población y tomar incremento, como consecuencia de ello, la producción industrial burguesa, el juego recíproco de fuerzas empieza a desplazarse hacia el campo de la monarquía, hasta que, una vez que la producción industrial burguesa acaba por convertirse en fuente primaria de la riqueza social, se implanta la monarquía absoluta, y la nobleza, reducida a la impotencia, degenera, forzosamente, en elemento decorativo del trono. Y finalmente, expuse a ustedes cómo al seguir desarrollándose incesantemente, hasta cobrar proporciones gigantescas, el comercio y la industria, a la par que, impulsada por este proceso, iba creciendo con pujanza imponente la población, tenía que sobrevenir un punto en que la monarquía no pudiese ya mantenerse a la altura de estos avances poderosos de la burguesía, por medio de sus ejércitos permanentes, y en que la burguesía, sintiéndose verdadero titular del poder social, pugnase por conseguir que éste se regentase y administrase conforme a su voluntad; y este momento histórico de la sociedad, en que sus factores reales de poder se habían ido transformando ya de un modo tan radical, hace estallar, como decíamos, las jornadas de marzo de 1848. Pero en aquella conferencia me preocupé también de advertirles, señores, aduciendo razones, que la lucha no había acabado, que no podía darse por terminada, ni por asomo, con el nuevo poder social de la burguesía, por mucho que éste se impusiera, rompiendo triunfalmente los viejos moldes, como lo hizo el 18 de marzo de 1848. Les decía, como recordarán ustedes, que el poder social concentrado en manos de la burguesía, por grande que fuese y por arrollador que fuese, era. un poder desorganizado, inorgánico, mientras que el poder concentrado en manos del Gobierno, aunque no fuese tan grande, tenía una organización, era un poder disciplinado y dispuesto para dar de nuevo la batalla a cualquier hora del día o de la noche; y que, por tanto, si la burguesía no sabía aprovechar rápida y enérgicamente su ofensiva victoriosa para traer a sus manos aquel poder organizado que hasta ahora tenía enfrente, el absolutismo sabría y tendría necesariamente que encontrar el momento propicio para entablar de nuevo la lucha interrumpida, esta vez victoriosamente, dando la batalla para mucho tiempo, por grande que él fuese, al poder de la burguesía. Y así ocurrió, en efecto, y todos ustedes recuerdan perfectamente la fecha de ese acontecimiento, que se llama la contrarrevolución de noviembre de
supremacía social, todo lo inorgánica y desorganizada que se quiera, pero la verdadera supremacía que, por tanto, de un momento a otro, cuando menos se piense, puede estallar un nuevo conflicto en que él, el absolutismo, vuelva a salir derrotado, y derrotado para siempre, si el enemigo sabe, aprovechando la lección del pasado, explotar mejor esta derrota. El absolutismo, tan pronto como cobra conciencia de la supremacía social de la burguesía, tiene algo así como un vago presentimiento de que, del mismo modo que un hombre sólo puede engendrar otro hombre, un mono otro mono y todos los seres otros iguales a ellos, formados a su imagen y semejanza, a la larga, en el curso del tiempo, el poder elemental e inorgánico imperante en la sociedad, acabará por engendrar, como criatura suya y a su imagen y semejanza, el poder organizado, o sea una nueva forma de gobierno. El absolutismo tiene, digo, un presentimiento más o menos confuso de todo esto, pues los hombres de gobierno son, como ya he dicho varias veces, hombres prácticos que poseen el instinto de saber lo que las circunstancias aconsejan. Hay un viejo dicho popular, muy certero que recoge esta intuición, es aquel que dice: a quien Dios le da un empleo, le da también inteligencia para desempeñarlo. Así; los empleos. Por la situación en que colocan a los hombres, engendran en ellos ciertas dotes y cualidades, aun cuando no los tuviesen antes de ocuparlos. Y no puede ser de otro modo, aunque los charlatanes no tengan la menor idea de ello, ni de la gran verdad que en aquel dicho se encierra. Ya decía el viejo diplomático Talleyrand: On peut tout faire avec les bayonnettes excepté s’y asseoir. “Teniendo las bayonetas, puede hacerse todo, menos sentarse en ellas.” Ya se imaginan ustedes, señores, por qué. Las bayonetas se le clavarían a uno en las posaderas. Talleyrand quería dar a entender, en esta forma epigramática, que disponiendo de las bayonetas, el gobernante podía momentáneamente hacer todo cuanto se le antojase: todo menos convertirlas en un fundamento sólido y permanente de poder.
Al absolutismo, por mucho que abuse de su poder, no le agrada nada esa existencia precaria de un régimen que vive en divorcio manifiesto y explícito con los poderes sociales del país, expuesto a cada momento a que estos poderes se le caigan encima como una avalancha, y lo aplasten. Por eso, llevado de su instinto de conservación adiestrado por la experiencia, echa mano de un recurso, el único de que dispone para permanecer en el Poder el mayor tiempo posible: este recurso es el seudoconstitucionalismo. En qué consiste el seudoconstitucionalismo, lo saben ustedes. El absolutismo otorga una Constitución en que los derechos del pueblo y de sus representantes quedan reducidos a una porción mínima, privada además de toda garantía real, y los representantes del pueblo, curados de antemano, por medio de ella, de la posibilidad o de la ventolera de alzarse contra el rey y declararse independientes de la Corona. En cuanto un diputado intenta hacer que prevalezca la voluntad del pueblo contra la del Gobierno, éste procura desprestigiar la tentativa aplicándole el mote de “parlamentarismo”, como si la esencia de un Gobierno verdaderamente constitucional no residiese pura y exclusivamente en el sistema parlamentario. Finalmente, el régimen abriga siempre la reserva mental de que, si a pesar de todas estas cautelas, llega un momento en que la representación popular se decide a votar por su cuenta, sin respetar la voluntad del Gobierno, este voto será considerado nulo, aunque guardando siempre, claro está, la apariencia externa y decorativa de las formas constitucionales. El absolutismo, al dar este paso, disfrazándose de régimen constitucional, avanza un gran trecho en la defensa de sus intereses y consolida su existencia por tiempo indefinido. Si el absolutismo, por ceguera, se obstinara en mantenerse dentro de los viejos moldes, sin velos ni envolturas, franca y abiertamente, tendría los días contados. El divorcio manifiesto, patente, que se abriría entre él y la realidad social, haría de su derrocamiento la consigna constante y diaria de la sociedad. La sociedad entera se convertiría, sin poder evitarlo, por la fuerza de las cosas, en una gran conspiración encaminada a derribar aquella forma de gobierno. No hay régimen que pueda afrontar a la larga semejante situación. Un Gobierno puede, si las circunstancias le son propicias, concentrar en un momento dado sus tropas y lanzarlas al ataque victoriosamente, haciendo triunfar la contrarrevolución. Pero su situación es más difícil cuando, en
implícitas en lo que acabamos de decir. Este acuerdo no se sale para nada de las facultades jurídicas del Parlamento. y nada podrían contra él el Poder ejecutivo ni los Tribunales. El Gobierno, colocado ante esta actitud de la Cámara, no tendría más que una alternativa: ceder o resistir. Pero, bien entendido que en el segundo caso, y esto es lo que importa, no le quedaría más camino que gobernar como Gobierno absoluto, sin cendales y sin Parlamento. No se me oculta que se le ofrecería una tercera salida: disolver la Cámara. Pero esta posibilidad no merece siquiera la pena de mencionarse, pues el remedio sería demasiado pasajero para ser eficaz. Los nuevos diputados saldrían inmediatamente elegidos con la misma bandera electoral, y la nueva Cámara reiteraría inmediatamente la declaración de la anterior. Y volveríamos al mismo dilema: el Gobierno tendría necesariamente que someterse o decidirse a gobernar por toda una eternidad sin Parlamento. ¿Pero es que podría prescindir lisa y llanamente de las Cortes? No, no podría, Hay mil razones que lo demuestran, No tienen ustedes más que tender la vista sobre Europa. A donde quiera que miren, en todas partes, con la única excepción de Rusia. Y eso porque este país vive en condiciones sociales distintas a las nuestras, se encontrarán ustedes con Estados de forma constitucional. Ni un Napoleón pudo prescindir de la apariencia formalista constitucional para gobernar. En el Estado napoleónico funcionaba una Cámara de diputados. Ya está sola coincidencia les demuestra a ustedes sobre el terreno de los hechos que en las condiciones actuales de vida de los Estados europeos -y mi teoría ha puesto al descubierto el fundamento claro de esto en las condiciones sociales de población y de producción de estos países- reside una ley de necesidad que les impide ser gobernados sin guardar las formas constitucionales. Observen ustedes el caso de Austria en quien tenemos la prueba más palmaria de lo aquí expuesto. En Austria fue cancelada la Constitución después de triunfar la contrarrevolución armada del año 1849. No es que los austríacos fuesen peores ni más contrarrevolucionarios que los otros. Nada de eso. Lo que ocurre es que el Gobierno austríaco era más candoroso, menos astuto que el nuestro. No habían pasado más que unos cuantos años, y el Gobierno de la monarquía austríaca, espontáneamente, sin que el pueblo se revelase ni exigiese nada, restauraba, por la cuenta que le tenía, la Constitución. El empleo, para decirlo con el dicho que citábamos antes, dio al Gobierno de Austria la inteligencia, el talento necesario para comprender que, despojado de toda apariencia formalista constitucional, erigido en Gobierno absoluto claro y franco, tendría una existencia muy precaria y no tardaría en saltar hecho añicos. Díganme ustedes ahora si sería posible que Prusia, precisamente Prusia, fuese un islote de absolutismo declarado en medio de Europa; si es posible que Prusia, con su pujante burguesía, exista y funcione sin formas constitucionales. Adviertan ustedes, además, lo débil que es el Gobierno prusiano frente al extranjero; no pierdan de vista que su posición diplomática en el mundo exterior sería insostenible, que se hallaría expuesta a los puntapiés más soberbios e insoportables de los otros Gobiernos ante el menor conflicto, si se atreviese a afrontar este divorcio declarado y permanente con su propio pueblo, sin acertar a ocultar sus miserias, a los ojos del mundo.
C) GOBIERNO Y PUEBLO
Y no se me diga, señores, ni se crea, que éste es un razonamiento poco patriótico. En primer lugar, el político es como el naturalista: ha de observar y contemplar las cosas como son, sin perder de vista ni una sola de las fuerzas activas investigadas. El antagonismo de unos Estados con otros, las rivalidades, los celos, los conflictos en las relaciones diplomáticas, son una fuerza activa innegable, y, buena o mala, agradable o molesta, no hay más remedio que tomarla en consideración. Pero, además, señores, encerrado en el silencio de mi cuarto, entregado a mis estudios históricos, ¡cuántas veces he tenido ocasión de comprobar del modo más minucioso la gran verdad de que sin estas rivalidades y celos de unos Gobiernos con otros, que son el acicate que los espolea a mantenerse a tono con el progreso en el interior del país, no sabríamos en qué etapa de barbarie nos encontraríamos hoy, y con nosotros el mundo todo! Y finalmente, señores, no hay que creer que la existencia del pueblo alemán sea tan precaria y tan mísera que una derrota de sus Gobiernos hubiese
de comprometer seriamente la vida de la nación. Si recorren ustedes, señores, la historia con cierto cuidado e íntima compenetración con lo que leen, comprobarán que la obra de cultura creada por nuestro pueblo ha sido hasta ahora tan gigantesca y tan imponente, de tal modo resplandece y es ejemplar ante el resto de Europa, que nadie puede dudar de que nuestra existencia como nación responde a una necesidad y es indestructible. Si Alemania se viese envuelta en una gran guerra exterior, es posible que en ella se derrumbasen todos nuestros Gobiernos, el de Sajonia, el de Prusia, el de Baviera, todos, pero de los escombros de esa guerra se alzaría como el fénix de sus cenizas, indestructible y perenne, y esto es lo único que a nosotros nos interesa, el pueblo alemán.
D) LA SITUACIÓN FINANCIERA
Vuelvan ustedes ahora la vista, señores, del mundo exterior a la situación interior del país, al estado de su hacienda. Hace veinte años, en 1841. Bajo el Estado absoluto, el presupuesto público de Prusia era de 55 millones. Hoy, en el año 1863, el presupuesto del Gobierno asciende nada menos que a 144 millones. Es decir, que en menos de veinte años el presupuesto, la carga tributaria, se ha triplicado. Un Gobierno que se ve obligado a presentar semejante presupuesto, un Gobierno que rige los destinos del país de ese modo, sin sacar la mano de los bolsillos del contribuyente, tiene que guardar, por lo menos, la apariencia de que gobierna con el asentimiento de la nación. Si en el régimen antiguo, en aquel sencillo régimen patriarcal: si con un presupuesto de 55 millones, al que además contribuían con una quinta parte los dominios, de la Corona, bastaba el absolutismo paternal, hoy que el presupuesto es de 144 millones, Prusia no se dejaría gobernar, a la larga, por los ukases de ningún Gobierno despótico.
E) LA FUERZA DE LA VERDAD
Y sobre todo, señores, posen ustedes la vista en las conclusiones que anteriormente sacábamos de nuestra teoría, de que las situaciones concretas que acabamos de examinar no son más que simples proyecciones sobre la realidad, y según las cuales el Gobierno no podría, en modo alguno, abrazar un divorcio sincero y franco con la realidad social. Si el Gobierno, a pesar de todo, se obstinase en ello, si se aventurase a seguir gobernando de en modo absoluto, sin Parlamento, ya se habría conseguido mucho, pues con este reconocimiento sincero, incoado por la Cámara, de la verdadera realidad, con esta aceptación franca del absolutismo por el Gobierno, se habría matado una ilusión, se habría desgarrado el velo de la mentira, los confusos acabarían viendo claro, los indiferentes a las distinciones sutiles abrirían los ojos y se indignarían, la burguesía entera se vería arrastrada desde el primer momento a una lucha latente, subterránea, que minaría los cimientos del Gobierno, toda la sociedad sería una gran conspiración organizada contra él, y al Gobierno, lanzado por esta pendiente, no le quedaría más consuelo que ponerse a estudiar astrología para leer en las estrellas la hora de su muerte inexorable. Tal es la fuerza que tiene proclamar abiertamente la realidad de las cosas. Es el arma política más poderosa que existe. Fichte dice en una de sus obras que “el proclamar la realidad de lo que era” constituía un recurso predilecto del primer Napoleón, y a él debió, en efecto, este gran estadista, una buena parte de sus triunfos. Toda acción política importante consiste en eso, en proclamar la realidad de la cosas, y comienza siempre así. Del mismo modo que la política mezquina y ruin consiste en silenciar y disfrazar temerosamente la cruda realidad.
F) EL PASADO
Y sí yo, señores, no me esforzase por reprimirlas dentro de lo humanamente posible, en gracia a la concordia, podría y debería formular aquí acusaciones políticas muy graves. Hacía ya varios años - desde la nueva era y a la par con ella- que los órganos del partido popular en la Prensa -y no hay por qué silenciarlo, pues aunque yo llevara la discreción hada el punto de no apuntar nombres, en
siguiese deliberando y colaborando con el Gobierno como si nada hubiera ocurrido, que siguiese desempeñando tranquilamente el papel que le repartieron en la comedia del seudoconstitucionalismo, se convertiría en el peor cómplice del Gobierno, pues de este modo le permitiría seguir aplastando, bajo la perdurable apariencia de guardar las normas de la Constitución, los derechos constitucionales del pueblo. La Cámara que así procediese sería más responsable y merecería mayor, castigo que el Gobierno. Pues no es mi enemigo quien mayor castigo merece, sino quien, llamándose mi representante y teniendo por misión defender mis derechos, los vende y los traiciona.
III.- ¡NADA DE PACTOS!
Pero aún sería peor, si cabe, que la Cámara se aviniese ante este conflicto a lo que llaman una transacción, a base, por ejemplo, de fijar en dos años el tiempo de permanencia en filas. Contra esto, señores, es contra lo que deben ustedes alzar la voz con especial energía. No hay transacción posible ante la cuestión que aquí se debate. Si. Por ejemplo, el Gobierno brindase a la Cámara, como fórmula de avenencia, la de señalar en dos años el tiempo de servicio activo y la Cámara se prestase a ello, los intereses del país quedarían abandonados y traicionados en un punto que, aunque importante de suyo, no lo es tanto si se lo compara con la cuestión enfocada en su totalidad. Pues si se aceptase la organización militar con esta limitación de dos años de servicio activo, lo que se haría, sería escamotear la milicia nacional -en la que reside la verdadera fuerza defensiva del país-, convirtiéndola en reserva de guerra, bajó el mando de oficiales de línea. Y el país se quedaría sin milicia nacional, junto a este problema capital, en que se juega la milicia nacional del país, la cuestión de saber si el tiempo de permanencia en filas será de dos a tres años, incluso la cuestión de los gastos, quedan reducidas a la nada. Más tampoco, en último término, es el problema de la milicia nacional el problema candente y primario que aquí se discute. El problema que ha pasado a primer término, por virtud del giro que tomaron las cosas, es el problema constitucional de principio. ¿Está el Gobierno obligado a poner fin a los gastos que la Cámara se negó a autorizar? Pues el Gobierno, pese a la repulsa de la Cámara, continúa desarrollando sus planes de gastos como si aquélla no existiese. Si en estas condiciones la Cámara se aviene a un pacto, cualquiera que él sea, a éste de la limitación del tiempo de permanencia en filas o a cualquier otro, ya no estaríamos ante un pacto, ante una transacción: estaríamos ante la bancarrota total del derecho público. Si así aconteciera, se habría instaurado con toda felicidad la “práctica constitucional” bismarckiana: en todos los conflictos planteados entre el Gobierno y el derecho de las Cámaras amparado por la Constitución, son éstas las que tienen que ceder. Y triunfaría de este modo el sistema de los precedentes. Por eso tienen ustedes que considerar, sin ambages, como un enemigo consciente o inconsciente, y como inconsciente doblemente peligroso, de la buena causa, a todo aquél que les hable a ustedes de pactos, concesiones o avenencias en este punto. Pero además de ser infalible, nuestro recurso, señores, no encierra ningún peligro, no puede causar ningún mal. A nadie puede acarrear daño, pues si el Gobierno - esto está al alcance de cualquiera - se siente tan decidido a replegarse sobre el absolutismo, que no quiere ceder aunque la Cámara haga aquella declaración y sigue gobernando sin Parlamento, por procedimientos absolutistas francos y sinceros, es evidente que la Cámara carecerá de fuerza, con mucha más razón, para desalojar al Gobierno de la trinchera del seudoconstitucionalismo absolutista y obligarle a ser un Gobierno real y verdaderamente constitucional con esa táctica de transigencia y de colaboracionismo; con eso, no se conseguirá más que permitir al Gobierno que siga representando ante el país y ante el inundo la comedia del constitucionalismo de mentirijillas, la comedia de este régimen que es mucho más funesto que el absolutismo sin careta ni disfraz. Pues extravía la inteligencia popular y deprava, como deprava todo sistema de gobierno basado en la mentira, la moral del pueblo. El remedio que propugnamos es, pues, en todo caso, innocuo para el país. Lo es también para los diputados que han de aplicarlo y que para ello no necesitan de gran violencia, pues les basta con un poco de energía y claridad de
juicio. El único sacrificio que les impone. En el peor de los casos es renunciar al prestigio de una posición oficial. Y finalmente el remedio es, como ya les he dicho, sencillamente ineludible e indefectiblemente eficaz. Por eso hay que pensar que el Gobierno, si ese remedio se aplica, retrocederá ante él. Pero podría también ocurrir -y con esto no saldrían ustedes, señores, perdiendo nada- que el Gobierno no cediese instantáneamente, sino que se obstinase en seguir gobernando sin Cámara durante algún tiempo. Y digo que con esto no saldrían ustedes perdiendo, porque la humillación del gobierno ante la majestad del pueblo sería tanto mayor cuanto más tardase en verse obligado a retroceder. Y el acatamiento que no tendría más remedio que hacer al poder social de la burguesía, como potencia superior, sería tanto más rendido cuanto más tardase en volver sobre sus pasos para doblegarse ante la Cámara y el pueblo. Entonces serían ustedes, señores, quienes habrían de dictar las condiciones, de vencedor a vencido. Y ya nada les impediría exigir e imponer el régimen parlamentario, fuera del cual no hay ni puede. Haber más régimen que el seudoconstitucionalismo. Nada de perder la cabeza con vértigos reconciliatorios. Me parece que ya tienen ustedes experiencia suficiente para saber lo que es el absolutismo. Nada de nuevos pactos y transacciones; con este enemigo no hay más que un argumento: las manos al cuello y la rodilla sobre el pecho.