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Este documento traza los orígenes del cine, remontándose a las representaciones del movimiento en el arte prehistórico y las primeras invenciones como las sombras chinescas y la linterna mágica. Explora cómo la aspiración milenaria del ser humano por reproducir gráficamente el movimiento se fue materializando a través de los avances científicos y técnicos del siglo xix, dando lugar al nacimiento del cine como medio de expresión artística y comunicación. El texto analiza los antecedentes históricos y culturales que sentaron las bases para el desarrollo del séptimo arte, destacando la importancia de la evolución del pensamiento y la creatividad humana en este proceso. Es un recorrido fascinante por los orígenes del cine, que permite comprender mejor su evolución y su impacto en la sociedad.
Tipo: Apuntes
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Título original: Historia del cine Román Gubern, 1969 Edición revisada y actualizada de 2014
Editor digital: Titivilus ePub base r1.
Los antiguos griegos habían inventado una bella leyenda para explicar cómo Dédalo y su hijo Ícaro trataron de huir de Creta, valiéndose de unas grandes alas fabricadas con cera y plumas de ave. Dos mil quinientos años más tarde, lejos de los cielos de Creta, dos técnicos norteamericanos, hijos de un obispo protestante, convirtieron en realidad el mito de Ícaro, aunque empleando un motor de explosión y una estructura metálica en vez de los toscos elementos del mito heleno. Con el cine ha ocurrido algo parecido. El mito de la reproducción gráfica del movimiento —que eso y no otra cosa es el cine— nace, en la noche remota de los tiempos, en el cerebro del hombre primitivo. Esto no es una conjetura, sino una constatación. Acérquese, quien lo dude, a las santanderinas cuevas de Altamira y contemple en el techo de la Capilla Sixtina del arte cuaternario un bello ejemplar de jabalí polícromo, que muestra la curiosísima particularidad de tener ocho patas. Pero no se trata —a juicio de los arqueólogos más competentes — de una de esas monstruosidades en las que a veces es pródiga la naturaleza. La explicación es más simple. El anónimo cavernícola que pintó aquel jabalí de ocho patas habría pintado ya, sin duda, otros muchos a juzgar por la pericia del trazo. Formaba parte de su actividad artísticomágica habitual destinada a procurar una buena caza. Y en esta captación fugaz de la imagen de los animales, cristalizada en las
paredes de la cueva, debió encontrar nuestro remoto antepasado una imperfección: la realidad que le rodeaba no era estática, sino que se movía, cambiaba. Entonces el artista decidió fijar en la piedra otros dos pares de patas, como actitudes sucesivas de las extremidades del animal en movimiento. Esto, ciertamente, no es cine, pero sí es pintura con vocación cinematográfica, que trata de asir el movimiento, antecedente notable de los dibujos animados y solución análoga a la que, unos veinte mil años más tarde, emplearán algunos pintores futuristas italianos en lienzos como Caballo y jinete (1912) de Carlo Carrà, que multiplica las patas del animal para dar la sensación del movimiento. Al obrar así, aquel primer artista del movimiento no sólo intentaba una reproducción más fiel, exacta y completa de su entorno, añadiéndole una nueva dimensión, sino que trataba de materializar el curso fluido de sus pensamientos, en perpetuo devenir. No insistiremos en la formación cinematográfica de las imágenes en el cerebro del hombre, con sus fundidos encadenados y sus sobreimpresiones, pero resulta evidente que al artista primitivo se le presentó la exigencia de apresar, en términos gráficos, el dinamismo de los seres y de las cosas que se movían en su derredor o bullían en su interior. Esta exigencia no sólo no desaparecerá en el curso de la historia del arte, sino que se irá agudizando. El faraón Ramsés hizo representar en el exterior de un templo, unos mil doscientos años antes de nuestra era, las fases sucesivas de una figura en movimiento, de modo que quien las contemplase sobre una cabalgadura al galope tendría la ilusión de verlas cobrando vida. Después de estos antecedentes curiosos, los ejemplos van haciéndose cada vez más frecuentes: la historia de Teseo descrita a través de diversas escenas en una cerámica cretense; la espiral de la columna trajana, en Roma, que cual una película de piedra describe las proezas del emperador; las escenas de la vida de Cristo, pintadas por Giotto, y El martirio de san Mauricio del Greco o Embarque para Citerea de Watteau, que
linternas mágicas, de las que Platón se acordó cuando imaginó su famosa caverna, precursora también de los teatros de sombras. Pero la aspiración milenaria del hombre, que guió la mano del artista de Altamira, no podía convertirse en realidad completa hasta que su caudal de conocimientos científicos fuese tal que permitiera dar el salto que media entre el mito y el invento. Y este salto se produjo, en sucesivas etapas a lo largo de las fructíferas convulsiones y del gigantesco progreso técnico y científico del siglo XIX.