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Novela y descripcion de una episodio de derecho
Tipo: Traducciones
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EL DUX DE VENECIA, pretendiente de Porcia. EL PRÍNCIPE DE MARRUECOS, pretendiente de Porcia. EL PRÍNCIPE DE ARAGÓN, pretendiente de Porcia. ANTONIO, mercader de Venecia. BASSANIO, amigo suyo. GRACIANO, amigo de Antonio y Bassanio.
SALANIO, amigo de Antonio y Bassanio. SALARINO, amigo de Antonio y Bassanio. LORENZO, enamorado de Jessica.
SHYLOCK, judío rico. TUBAL, judío, amigo suyo. LAUNCELOT GOBBO, bufón, criado de Shylock. EL VIEJO GOBBO, padre de Launcelot.
LEONARDO, criado de Bassanio. BALTASAR, criado de Porcia. STEPHANO, criado de Porcia. PORCIA, rica heredera. NERISSA, doncella suya. JESSICA, hija de Shylock. Magníficos de Venecia, Funcionarios del Tribunal de Justicia, un Carcelero, Criados de PORCIA y otras personas del acompañamiento.
ESCENA. -Parte en Venecia y parte en Belmont, residencia de PORCIA, en el Continente.
Acto Primero
Escena I
SALARINO.- Pues entonces es que estáis enamorado. ANTONIO.- ¡Quita, quita! SALARINO.- ¿Ni enamorado tampoco? Pues convengamos en que estáis triste porque no estáis alegre, y en que os sería por demás grato reír, saltar y decir que estáis alegre porque no estáis triste. Ahora, por Jano, el de la doble cara, la Naturaleza se goza a veces en formar seres raros. Los hay que están siempre predispuestos a entornar los ojos y a reír como una cotorra delante de un simple tocador de cornamusa, y otros que tienen una fisonomía tan avinagrada, que no descubrirían sus dientes para sonreír, aun cuando el mismo grave Néstor jurara que acababa de oír una chirigota regocijante.
SALANIO.- Aquí llega Bassanio, vuestro nobilísimo pariente, con Graciano y Lorenzo. Que os vaya bien; vamos a dejaros en mejor compañía.
SALARINO.- Me hubiera quedado con vos hasta veros recobrar la alegría, si más dignos amigos no me relevaran de esa tarea.
ANTONIO.- Vuestro mérito es muy caro a mis ojos. Tengo la seguridad de que vuestros asuntos personales os reclaman, y aprovecháis esta ocasión para partir.
(Entran BASSANIO, LORENZO y GRACIANO.) SALARINO.- Buenos días, mis buenos señores. BASSANIO.- Buenos signiors, decidme uno y otro: ¿cuándo tendremos el placer de reír juntos? ¿Cuándo, decidme? Os habéis puesto de un humor singularmente retraído. ¿Está eso bien?
SALARINO.- Dispondremos nuestros ocios para hacerlos servidores de los vuestros.
(Salen SALARINO y SALANIO.) LORENZO.- Señor Bassanio, puesto que os habéis encontrado con Antonio, vamos a dejaros con él; pero a la hora de cenar, acordaos, os lo ruego, del sitio de nuestra reunión.
BASSANIO.- No os faltaré. GRACIANO.- No poseéis buen semblante, signior Antonio; tenéis demasiados miramientos con la opinión del mundo; están perdidos aquellos que la adquieren a costa de excesivas preocupaciones. Creedme, os halláis extraordinariamente cambiado.
ANTONIO.- No tengo al mundo más que por lo que es, Graciano: un teatro donde cada cual debe representar su papel, y el mío es bien triste.
GRACIANO.- Represente yo el de bufón. Que las arrugas de la vejez
vengan en compañía del júbilo y de la risa; y que mi hígado se caliente con vino antes que mortificantes suspiros enfríen mi corazón. ¿Por qué un hombre cuya sangre corre cálida en sus venas ha de cobrar la actitud de su abuelo, esculpido en estatua de alabastro? ¿Por qué dormir cuando puede velar y darle ictericia a fuerza de mal humor? Te lo digo, Antonio, te aprecio, y es mi afecto el que te habla. Hay una especie de hombres cuyos rostros son semejantes a la espuma sobre la superficie de un agua estancada, que se mantienen en un mutismo obstinado, con objeto de darse una reputación de sabiduría, de gravedad y profundidad, como si quisieran decir: «Yo soy el señor Oráculo, y cuando abro la boca, que ningún perro ladre.» ¡Oh, mi Antonio! Sé de esos que solo deben su reputación de sabios a que no dicen nada, y que si hablaran inducirían, estoy muy cierto, a la condenación a aquellos de sus oyentes que se inclinan a tratar a sus hermanos de locos. Te diré más sobre el asunto en otra ocasión; pero no vayas a pescar con el anzuelo de la melancolía ese gobio de los tontos, la reputación. Venid, mi buen Lorenzo. Que lo paséis bien, en tanto. Acabaré mis exhortaciones después de la comida.
LORENZO.- Bien; os dejaremos entonces hasta la hora de comer. Yo mismo habré de ser uno de esos sabios mudos, pues Graciano nunca me deja hablar.
GRACIANO.- Bien; hazme compañía siquiera dos años, y no conocerás el timbre de tu propia voz.
ANTONIO.- Adiós; esta conversación acabará por hacerme charlatán. GRACIANO.- Tanto mejor, a fe mía; pues el silencio no es recomendable más que en una lengua de vaca ahumada y en una doncella que no pudiera venderse.
(Salen GRACIANO y LORENZO.) ANTONIO.- ¿Todo eso tiene algún sentido? BASSANIO.- Graciano es el hombre de Venecia que gasta la más prodigiosa cantidad de naderías. Su conversación se asemeja a dos granos de trigo que se hubiesen perdido en dos fanegas de paja; buscaríais todo un día antes de hallarlos, y cuando los hubierais hallado, no valdrían el trabajo que os había costado vuestra rebusca.
ANTONIO.- Exacto; ahora, decidme: ¿quién es esa dama por la que habéis hecho voto de emprender una secreta peregrinación, de que me prometisteis informar hoy?
BASSANIO.- No ignoráis, Antonio, hasta qué punto he disipado mi fortuna por haber querido mantener un boato más fastuoso del que me permitían mis débiles medios. No me aflige verme obligado a cesar en ese
recursos que te permitan ir a Belmont, morada de la bella Porcia. Ve sin tardanza a enterarte dónde se puede encontrar dinero; haré lo mismo por mi lado, y no dudo que lo encuentre, sea por mi crédito, sea en consideración a mi persona.
(Salen.)
Escena II Belmont. -Una habitación en la casa de PORCIA. Entran PORCIA y NERISSA.
PORCIA.- Bajo mi palabra, Nerissa, que mi pequeña persona está fatigada de este gran mundo.
NERISSA.- Tendríais razón para estarlo, dulce señora, si vuestras miserias fuesen tan abundantes como vuestras prosperidades, y, sin embargo, por lo que veo, aquellos a quienes la hartura da indigestiones están tan enfermos como los que el vacío les hace morir de hambre. No es mediana dicha en verdad la de estar colocado ni demasiado arriba ni demasiado abajo; lo superfluo torna más aprisa los cabellos blancos; pero el sencillo bienestar vive más largo tiempo.
PORCIA.- Buenas máximas y bien expresadas. NERISSA.- Valdrían más si estuvieran bien observadas. PORCIA.- Si hacer fuese tan fácil como saber lo que es preferible, las capillas serían iglesias, y las cabañas de los pobres, palacios de príncipes. El buen predicador es el que sigue sus propios preceptos; para mí, hallaría más fácil enseñar a veinte personas la senda del bien, que ser una de esas veinte personas y obedecer a mis propias recomendaciones. El cerebro puede promulgar a su gusto leyes contra la pasión; pero una naturaleza ardiente salta por encima de un frío decreto; la loca juventud se asemeja a una liebre en franquear las redes del desmedrado buen consejo. Pero este razonamiento de nada me vale para ayudarme a escoger un esposo. ¡Oh, qué palabra, qué palabra ésta: «escoger»! No puedo ni escoger a quien me agrade, ni rehusar a quien deteste; de tal modo está doblegada la voluntad de una hija viviente por la voluntad de un padre muerto. ¿No es duro, Nerissa, que no pueda ni escoger ni rehusar a nadie?
NERISSA.- Vuestro padre fue siempre virtuoso, y los hombres sabios tienen a su muerte nobles inspiraciones; es, pues, evidente que la lotería que ha imaginado con estos tres cofres de oro, de plata y de plomo (en virtud de la
cual quienquiera que adivine su pensamiento obtendrá vuestra mano) no será rectamente comprendida más que por un hombre que os ame rectamente. Pero ¿cuál es la medida de vuestro afecto por esos pretendientes principescos que han venido ya?
PORCIA.- Te lo ruego, recítame la lista de sus nombres; según los enumeres te haré la descripción de ellos, y esta descripción te dará la medida de mi afecto.
NERISSA.- Primero está el príncipe napolitano. PORCIA.- Sí, es un verdadero potro, pues no hace más que hablar de su caballo y señala entre el número de sus principales méritos el arte de herrarle por sí. Mucho me temo que su señora madre no haya claudicado con un herrador.
NERISSA.- Viene en seguida el conde palatino. PORCIA.- No hace más que fruncir el entrecejo, como un hombre que quisiera decir: «Si no me amáis, declaradlo». Oye sin sonreír siquiera las anécdotas más divertidas; temo que al envejecer no represente el tipo del filósofo compungido, cuando tan lleno de desoladora tristeza está en su juventud. Preferiría entregarme a una calavera con un hueso entre los dientes, que a cualquiera de esos dos. ¡Que el cielo me libre de ambos!
NERISSA.- ¿Qué decís del señor francés, monsieur Le Bon? PORCIA.- Dios le ha creado, y, por consiguiente, debe pasar por hombre. En verdad, sé que la burla es un pecado. ¡Pero ese hombre! ... Tiene un caballo mejor que el del napolitano; supera al conde palatino en la mala costumbre de fruncir el entrecejo; es todos los hombres en general y ningún hombre en particular; en cuanto canta un tordo, inmediatamente se pone a hacer cabriolas; sería capaz de batirse con su sombra; si me casase con él, me casaría con veinte maridos. Le perdonaría de buena gana, si llegara a despreciarme; pues, aunque me amara hasta la locura, me sería imposible corresponderle.
NERISSA.- ¿Que decís, entonces, de Faulconbridge, el joven barón de Inglaterra?
PORCIA.- Sabéis bien que no le digo nada porque ni me comprende, ni le comprendo. No habla ni el latín, ni el francés, ni el italiano, y en cuanto a mí podrías jurar ante un tribunal que no sé ni un mal penique de inglés. Es el modelo de un hombre bello; pero, ¡ay!, ¿quién puede conversar con una pintura muda? ¡Y qué raramente vestido! Pienso si ha comprado su jubón en Italia, sus gregüescos en Francia, su gorra en Alemania y sus maneras en todas partes.
CRIADO.- Los cuatro extranjeros os buscan para despedirse de vos, señora, y acaba de llegar el correo de un quinto, el príncipe de Marruecos, que trae la novedad de que el príncipe, su amo, estará aquí esta noche.
PORCIA.- Si pudiera desear la bienvenida a este quinto de tan buen grado como me dispongo a decir adiós a los otros cuatro, me sentiría dichosa con su llegada. Aunque tuviese las cualidades de un santo y el aspecto de un diablo, le querría mejor para confesor que para marido. Ven, Nerissa; marcha delante, granuja. Apenas hemos corrido el cerrojo tras de un pretendiente cuando otro llama a la puerta.
(Salen.)
Escena III Venecia. -Una plaza pública. Entran BASSANIO y SHYLOCK.
SHYLOCK.- ¿Tres mil ducados?... Bien. BASSANIO.- Sí, señor; por tres meses... SHYLOCK.- ¿Por tres meses?... Bien. BASSANIO.- Por cuya suma, según os he dicho, Antonio saldrá fiador. SHYLOCK.- ¿Antonio saldrá fiador?... Bien. BASSANIO.- ¿Podéis servirme? ¿Queréis complacerme? ¿Conoceré vuestra respuesta?
SHYLOCK.- ¿Tres mil ducados por tres meses y Antonio como fiador? BASSANIO.- Vuestra respuesta. SHYLOCK.- Antonio es bueno. BASSANIO.- ¿Habéis oído alguna imputación en contrario? SHYLOCK.- ¡Oh!, no, no, no, no. Mi intención al decir que es bueno es haceros comprender que lo tengo por solvente. Sin embargo, sus recursos son hipotéticos; tiene un galeón con destino a Trípoli; otro en ruta para las Indias; he sabido, además, en el Rialto que tiene un tercero en Méjico y un cuarto camino de Inglaterra. Posee algunos más, esparcidos aquí y allá. Pero los barcos no están hechos más que de tablas; los marineros no son sino hombres; hay ratas de tierra y ratas de agua; ladrones de tierra y ladrones de agua; quiero decir piratas. Además, existe el peligro de las olas, de los vientos y de
los arrecifes. No obstante, el hombre es solvente. Tres mil ducados. Pienso que puedo aceptar su pagaré.
BASSANIO.- Estad seguros que podéis. SHYLOCK.- Me aseguraré que puedo, y a fin de ratificarme, voy a reflexionar. ¿Puedo hablar con Antonio?
BASSANIO.- Si os agradase comer con nosotros. SHYLOCK.- ¡Sí, para recibir el olor del puerco! ¡Para comer en la casa en que vuestro profeta, el Nazareno, hizo entrar, por medio de exorcismos, al diablo! Me parece bien comprar con vosotros, vender con vosotros, hablar con vosotros, pasearme con vosotros y así sucesivamente; pero no quiero comer con vosotros, beber con vosotros, ni orar con vosotros. ¿Qué noticias hay del Rialto? ¿Quién llega aquí?
(Entra ANTONIO.)
BASSANIO.- Es el signior Antonio. SHYLOCK.- (Aparte.) ¡Qué fisonomía semejante a un hipócrita publicano! Le odio porque es cristiano, pero mucho más todavía porque en su baja simplicidad presta dinero gratis y hace así descender la tasa de la usura en Venecia. Si alguna vez puedo sentarle la mano en los riñones, satisfaré por completo el antiguo rencor que siento hacia él. Odia a nuestra santa nación, y hasta en el lugar en donde se reúnen los mercaderes se mofa de mí, de mis negocios y de mi ganancia legítimamente adquirida, que él llama usura. Maldita sea mi tribu si le perdono.
BASSANIO.- Shylock, ¿escucháis? SHYLOCK.- Estoy haciendo la cuenta de mi capital disponible al presente; y a lo que puedo fiarme de mi memoria, veo que me es imposible afrontar inmediatamente la suma de tres mil ducados. ¿Qué importa? Tubal, un rico hebreo de mi tribu, me proveerá. Pero, vamos despacio... ¿Por cuantos meses deseáis esa suma? (A ANTONIO.) Que la dicha sea con vos, mi buen signior. Acabábamos justamente de hablar de vuestra señoría.
ANTONIO.- Shylock, aunque yo no preste ni tome prestado con la condición de dar o de recibir más que lo tomado a préstamo o prestado, sin embargo, saldré esta vez de mis hábitos para subvenir a las apremiantes necesidades de mi amigo. (A BASSANIO.) ¿Está informado de lo que necesitáis?
SHYLOCK.- Sí, sí; tres mil ducados. ANTONIO.- Y por tres meses. SHYLOCK.- Había olvidado... tres meses. (A BASSANIO.) Así lo habéis
descreído, perro malhechor, y me habéis escupido sobre mi gabardina de judío, todo por el uso que he hecho de lo que me pertenece. Muy bien; pero parece ser que ahora tenéis necesidad de mi ayuda; venís a mí y me decís: «Shylock, tendríamos necesidad de dinero». Y me lo decís vos, vos, que habéis expelido vuestra saliva sobre mi barba y me habéis echado a puntapiés, como echaríais de vuestro umbral a un perro vagabundo. Pedís dinero. ¿Qué debo contestaros? ¿No debería responderos: «Es que un perro tiene dinero? ¿Es posible que un mastín preste tres mil ducados?» O bien, inclinándome servilmente, y en tono de un esclavo, con el aliento retenido y una humildad de susurro, deciros así: «Arrogante señor, habéis escupido sobre mí el miércoles último; me habéis arrojado con el pie tal día; en otra ocasión me llamasteis dogo, y por todas esas cortesías, ¿voy a prestaros tanto dinero?»
ANTONIO.- Me dan ganas de llamarte otra vez lo mismo, de escupirte de nuevo y de darte también de puntapiés. Si quieres prestar ese dinero, préstalo, no como a tus amigos, pues ¿se ha visto alguna vez que la amistad haya exigido de un amigo sacrificios de un estéril pedazo de metal?, sino préstalo como a tus enemigos, de quienes podrás obtener más fácilmente castigo si faltan a su palabra.
SHYLOCK.- ¡Vaya, mirad, cómo os amostazáis! Quisiera hacer pacto de amistad, ganar vuestro afecto, olvidar los ultrajes con que me habéis mancillado, subvenir a vuestras necesidades presentes, sin tomar algún interés por mi dinero, y no queréis escucharme; mi ofrecimiento es generoso.
ANTONIO.- Sería, en efecto, pura generosidad. SHYLOCK.- Pues quiero probaros esta generosidad. Venid conmigo a casa de un notario, me firmaréis allí simplemente vuestro pagaré, y a manera de broma será estipulado que, si no pagáis tal día, en tal lugar, la suma o las sumas convenidas, la penalidad consistirá en una libra exacta de vuestra hermosa carne, que podrá ser escogida y cortada de no importa qué parte de vuestro cuerpo que me plazca.
ANTONIO.- Conforme, a fe mía; firmaré ese pagaré y diré que hay mucha generosidad en el judío.
BASSANIO.- No firmaréis por mí un compromiso como ese; prefiero continuar en el apuro en que estoy.
ANTONIO.- Bah, no temáis, hombre; no caeré en falta. De aquí a dos meses, es decir, un mes antes de la expiración de ese pagaré, espero ingresos de tres veces el triple del valor del recibo.
SHYLOCK.- ¡Oh, padre Abraham! ¡Vaya unos cristianos, cuya crueldad de sus propios actos les enseña a sospechar de las intenciones del prójimo! Os lo suplico, responded a esto; si por casualidad él faltara al pago el día
convenido, ¿qué ganaría yo al exigir el cumplimiento de la condición? Una libra de carne humana no tiene tanto precio ni puede aprovecharse tanto como la carne de carnero, de buey o de cabra. Os lo repito: para conquistar su afecto os hago esta oferta amistosa; si quiere aceptarla, bien; si no, adiós. Y en reciprocidad de mi afecto, no me injuriéis, os lo ruego.
ANTONIO.- Sí, Shylock; firmaré ese pagaré. SHYLOCK.- Entonces, esperadme en seguida en casa del notario; dadle las instrucciones necesarias para este divertido documento, y a mi llegada os embolsaré inmediatamente los ducados. Quiero dar un vistazo a mi casa, que he dejado temblando bajo la custodia poco segura de un pillo descuidado, y al momento me reúno con vosotros.
(Sale.) ANTONIO.- Apresúrate, amable judío. Este hebreo acabará por hacerse cristiano; ya va siendo obsequioso.
BASSANIO.- No me placen términos finos y alma de bribón. ANTONIO.- Marchemos; no puede resultar nada desagradable. Mis barcos regresarán un mes antes del día convenido.
(Salen.)
Acto Segundo
Escena I Una habitación en la casa de PORCIA. Trompetería. Entran el PRÍNCIPE DE MARRUECOS, con su séquito, PORCIA, NERISSA y otros acompañantes.
PRÍNCIPE DE MARRUECOS.- No me desdeñéis a causa de mi tez, librea obscura del sol bruñidor, del que soy vecino y bajo el que me he formado. Traedme el más blanco de los hijos del Norte, donde el fuego de Febo funde apenas los carámbanos de nieve, y por nuestro amor nos practicaremos incisiones, para saber cuál sangre es más roja, la suya o la mía. Te lo digo, hermosa dama; este rostro ha aterrorizado a los bravos. Juro por el amor que me inspiras, que las vírgenes más consideradas de nuestro clima le han amado también. No quisiera, pues, cambiar mi tez por ninguna otra, a menos que con
LAUNCELOT.- Ciertamente la conciencia me hará abandonar la casa de ese judío, mi amo. El demonio me toca el codo y me tienta diciéndome: «¡Gobbo, Launcelot Gobbo, buen Launcelot!», o «¡Buen Gobbo», o «Buen Launcelot Gobbo, servíos de vuestras piernas, dejad el campo, poneos en franquicia!» Mi conciencia me dice: «No, ten cuidado, honrado Launcelot; ten cuidado, honrado Gobbo», o, como he dicho anteriormente, «honrado Launcelot Gobbo; no te escapes, desprecia la idea de poner pies en polvorosa». Pero el intrépido demonio me ordena liar el petate: «¡Vía!», dice el demonio. «¡Largo!», dice el demonio. «En nombre del cielo, toma una resolución enérgica y parte», dice el demonio. A su vez, mi conciencia, colgándose del cuello de mi corazón, me dice estas prudentísimas palabras: «Mi honesto amigo Launcelot, tú, que eres el hijo de un hombre honrado...» - valdría mejor decir el hijo de una mujer honrada, porque, para decir verdad, mi padre tuvo cierto resabio, cierta inclinación, cierto gusto especial-; mi conciencia me dicta, pues: «¡Launcelot, no te muevas!» «¡Muévete!», dice el demonio. «¡No te muevas!», dice mi conciencia. «Conciencia, le digo, no me aconsejas mal; demonio, le contesto, me aconsejas bien.» Si me dejo gobernar por mi conciencia, me quedaré con el judío, mi amo, que es una especie de diablo; si me escapo de la casa del judío, tomaré por amo al demonio, quien, salvando vuestros respetos, es Satanás mismo. Ciertamente el judío es una encarnación del propio diablo; y, en conciencia, mi conciencia es una especie de conciencia sin piedad, por aconsejarme que me quede con el judío. Es el demonio quien me da el consejo más amistoso; me escaparé, demonio; mis piernas están a tus órdenes; me escaparé.
(Entra el viejo GOBBO con un cesto.) GOBBO.- Mi joven señor, os lo suplico, ¿cuál es el camino de la casa del señor judío?
LAUNCELOT.- (Aparte.) ¡Oh, cielos! Es el verdadero autor de mis días, que, estando más que medio ciego, tres cuartos ciego, no me conoce. Voy a hacer un experimento con él.
GOBBO.- Mi joven señor, os lo suplico: ¿cuál es el camino para ir a la casa del señor judío?
LAUNCELOT.- Torced a vuestra mano derecha en la primera esquina; pero en la última esquina de todas tomad a la izquierda, y en seguida en la primera esquina no torzáis, ¡pardiez!, ni a la derecha ni a la izquierda, sino descended indirectamente hacia la casa del judío.
GOBBO.- ¡Por los santos de Dios! He ahí un camino que será fácil encontrar. ¿Podéis decirme si un cierto Launcelot, que vive con él, vive o no con él?
LAUNCELOT.- ¿Habláis del joven maese Launcelot? (Aparte.) Ponedme atención ahora; voy a hacer correr las lágrimas. (A GOBBO.) ¿Habláis del joven maese Launcelot?
GOBBO.- No es maese, señor, sino el hijo de un pobre hombre; su padre, aunque sea yo quien lo diga, es un hombre honrado, extremadamente pobre, y, a Dios gracias, en buena disposición de vivir.
LAUNCELOT.- Bien; sea su padre lo que quiera, hablamos del joven maese Launcelot.
GOBBO.- Launcelot a secas, señor, para servir a vuestra señoría. LAUNCELOT.- Pero os lo ruego, ergo anciano, ergo, os lo suplico: ¿es del joven maese Launcelot de quien habláis?
GOBBO.- De Launcelot, si place a vuestro honor. LAUNCELOT.- Ergo, de maese Launcelot. No habléis de maese Launcelot, padre, pues el joven caballero, según los hados y los destinos y otras maneras raras de hablar, como las Tres Hermanas, y parecidas divisiones de la erudición, ha fallecido, o, como diríamos en términos más corrientes, ha ido al cielo.
GOBBO.- ¡Pardiez! ¡No lo permita Dios! El muchacho era el báculo de mi vejez, mi verdadero sostén.
LAUNCELOT.- (Aparte.) ¿Me parezco a un garrote, a una viga, a un bastón o a un poste? (A GOBBO.) ¿Me reconocéis, padre?
GOBBO.- ¡Ay! No, no os conozco, joven caballero; pero decidme, por favor, si mi muchacho (Dios dé reposo a su alma) está muerto o vivo.
LAUNCELOT.- ¿Me reconocéis, padre? GOBBO.- ¡Ay! Señor, estoy casi ciego, no os reconozco. LAUNCELOT.- En verdad, aunque tuvierais vuestros ojos, podríais muy bien no reconocerme: es un padre avisado el que conoce su propio hijo. Vamos, viejo, voy a daros noticias de vuestro hijo. (Se arrodilla.) Dadme vuestra bendición; la verdad sale siempre a luz; un crimen no puede estar oculto largo tiempo, pero sí un hijo para su padre; sin embargo, al final la verdad acaba siempre por descubrirse.
GOBBO.- Os lo ruego, señor, levantaos; estoy seguro que no sois Launcelot, mi hijo.
LAUNCELOT.- Os lo suplico: no digamos más tonterías sobre este asunto, sino dadme vuestra bendición; soy Launcelot, el que era vuestro mocito, el que es ahora vuestro hijo, el que será siempre vuestro chico.
GOBBO.- Su amo y él, salvando los respetos de vuesa merced, no hacen buenas migas...
LAUNCELOT.- Para ser breve, la verdad verdadera es que el judío, habiéndome maltratado, me fuerza como mi padre, que es un viejo, os «fructificará»...
GOBBO.- Tengo aquí un plato de pichones que quisiera ofrecer a vuestra señoría, y mi demanda es...
LAUNCELOT.- Para abreviar: la demanda es «ajena» a mí, como vuestra señoría lo sabrá por este anciano, y, aunque anciano, como yo le digo, sin embargo, es un pobre hombre y mi padre...
BASSANIO.- Que hable uno solo por ambos. ¿Qué queréis? LAUNCELOT.- Serviros, señor. GOBBO.- Ahí está la verdadera clave del asunto, señor. BASSANIO.- Te conozco perfectamente; tu petición está concedida. Shylock, tu amo, me ha hablado hoy y me ha propuesto hacerte progresar, si progreso supone abandonar el servicio de un rico judío para convertirse en sirviente de un tan pobre caballero.
LAUNCELOT.- El viejo proverbio se reparte muy bien entre mi amo Shylock y vos, señor; vos tenéis la gracia de Dios, y él la opulencia.
BASSANIO.- Has dicho bien. Ve con tu hijo, padre; despídete de tu antiguo amo e inquiere las señas de mi casa. (A sus criados.) Que se le dé una librea más bella que la de sus camaradas; cuidad que se cumpla así.
LAUNCELOT.- Marchemos, padre. No sé solicitar una colocación, no; jamás hallo lengua fácil en la cabeza. (Mirándose la mano.) Bien; si hay un hombre en Italia que para prestar juramento pueda mostrar una más bella palma en que apoyar un libro, tendré toda clase de dichas. Ved, he aquí solamente esta línea de vida. Aquí hay una provisioncita de mujeres. ¡Ay! Quince mujeres, pero ¡eso no es nada! Once viudas y nueve doncellas constituyen una parte modesta para un hombre. Y luego escapar por tres veces a la sumersión y estar en trance de perder mi vida al borde de un lecho de pluma. ¡He aquí un buen número de pequeños riesgos! Pues bien; si la fortuna es mujer, forzoso es convenir que se muestra buena chica en este horóscopo. Padre, marchemos; voy a despedirme del judío en un abrir y cerrar de ojos.
(Salen LAUNCELOT y el viejo GOBBO.)
BASSANIO.- Te lo ruego, mi buen Leonardo, piensa en esto: una vez compradas y debidamente distribuidas todas esas cosas, vuelve a toda prisa, pues doy esta noche una fiesta a mis mejores amigos. Anda, apresúrate.
LEONARDO.- Voy a ponerme a ello con todo mi ardor. (Entra GRACIANO.) GRACIANO.- ¿Dónde está vuestro amo?
LEONARDO.- Allá, señor, se pasea. (Sale.) GRACIANO.- ¡Señor Bassanio! BASSANIO.- ¡Graciano!
GRACIANO.- Tengo una petición que haceros. BASSANIO.- Os está concedida. GRACIANO.- No me la podéis negar. Quiero acompañaros a Belmont. BASSANIO.- Pues bien; puedes hacerlo. Pero escúchame, Graciano: eres demasiado petulante, demasiado brusco y de tono altanero. Esas maneras te van muy bien, y a nuestros ojos no parecen, de ningún modo, chocantes; pero allí donde no eres conocido parecen libres con exceso. Te ruego que te tomes el trabajo de moderar por medio de algunas frías gotas de reserva las vivacidades de tu carácter, por miedo de que tu extravagancia habitual no haga juzgarme mal en el sitio adonde voy y no destruya mis esperanzas.
GRACIANO.- Escuchadme bien, signior Bassanio: si no adopto una grave actitud, si no hablo con respeto, y si me ocurre jurar con frecuencia; si no llevo en mis bolsillos un libro de rezos y si no miro con beatitud; más aún: si mientras que se dan las gracias no tapo los ojos con mi sombrero, de este modo, suspirando y diciendo amén; si, en una palabra, no observo todas las reglas de la civilidad tan estrictamente como un joven que ha estudiado la forma de darse un aspecto austero para agradar a su abuela, no tengáis jamás confianza en mí.
BASSANIO.- Bien; veremos vuestra conducta. GRACIANO.- La veremos; pero descarto la noche de hoy de nuestro convenio; no me juzguéis por lo que haga en esta velada.
BASSANIO.- No, sería una lástima; rogaré más bien a vuestro ingenio para que despliegue esta noche su más hermoso traje de alegría, pues contaremos con amigos que se proponen divertirse. Pero, adiós, tengo algunos quehaceres.
GRACIANO.- Y yo debo ir a encontrarme con Lorenzo y los otros; mas nos volveremos a ver a la hora de cenar. (Salen.)
Escena III