Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

El Hombre Que Plantaba Árboles: Un Relato Sobre la Esperanza y la Regeneración, Apuntes de Análisis de Textos Literarios

Esta obra literaria narra la historia de eleazar bouffier, un pastor que dedica su vida a reforestar una región desolada en la provenza francesa. A través de su persistencia y amor por la naturaleza, transforma un paisaje árido en un paraíso verde, inspirando esperanza y mostrando el poder de la acción individual para generar un cambio positivo en el mundo.

Tipo: Apuntes

2023/2024

Subido el 12/09/2024

kelly-601-alquisiris-quecha
kelly-601-alquisiris-quecha 🇲🇽

3 documentos

1 / 25

Toggle sidebar

Esta página no es visible en la vista previa

¡No te pierdas las partes importantes!

bg1
pf3
pf4
pf5
pf8
pf9
pfa
pfd
pfe
pff
pf12
pf13
pf14
pf15
pf16
pf17
pf18
pf19

Vista previa parcial del texto

¡Descarga El Hombre Que Plantaba Árboles: Un Relato Sobre la Esperanza y la Regeneración y más Apuntes en PDF de Análisis de Textos Literarios solo en Docsity!

El hombre que plantaba árboles es la historia de un pastor de la Provenza francesa, Eleazar Bouffier, que decide consagrar su existencia a devolverle la vida a su tierra. En soledad y con constancia repuebla de árboles la región.

Esta región se encuentra en un estado lamentable: una tierra sin agua, sin vegetación; unas gentes desgraciadas y que malviven sin esperanza.

La intervención de Eleazar, generosa, meticulosa y constante, transforma este paisaje desolado. La vegetación vuelve a aparecer, el agua brota de las fuentes y vuelve a oírse en los arroyos. El paisaje muerto se llena de vida y gentes dichosas.

La historia es un canto a la naturaleza, a la armonía de las gentes con ella, un canto a la amistad y a la paz entre los pueblos.

Un paisaje que se transforma, un viaje que nos lleva de las sombras a la luz.

Título original: L’homme qui plantait des arbres Jean Giono, 1954 Traducción: Francisco Figueroa

Editor digital: Titivillus ePub base r2.

Prólogo

Imagino que Jean Giono habrá plantado no pocos árboles a lo largo de su vida. Sólo quien ha cavado la tierra para acomodar una raíz o la promesa de ésta podría haber escrito la singularísima narración que es «El hombre que plantaba árboles», una indiscutible proeza en el arte de contar. Claro que, para que eso sucediera, era necesario que existiera un Jean Giono pero, por suerte para todos nosotros, esa condición básica era ya un dato adquirido y confirmado: el autor existía, sólo faltaba que se pusiera a escribir la obra [1]. También faltaba que transcurriera el tiempo, que la vejez se presentara para decir «aquí estoy», pues sólo a una edad avanzada, como ya entonces era la de Giono, es posible escribir con los colores de lo real físico, como hizo él, una historia concebida en lo más secreto de la elaboración ficcional. Eleazar Bouffier jamás existió [2] , no es más que un personaje, hecho con los dos ingredientes mágicos de la creación literaria, el papel y la tinta con la que se escribe en él. Y, sin embargo, se convierte en un conocido nuestro nada más leer la primera referencia que a él se hace, como si se tratara de alguien a quien estuviésemos esperando. Y ésa es la conclusión: estamos esperando a Eleazar Bouffier [3] , antes de que sea demasiado tarde para el mundo.

José Saramago

Para que en el carácter de un ser humano se desvelen cualidades verdaderamente excepcionales hace falta tener la buena fortuna de poder observar sus actos durante muchos años. Si esos actos están despojados de todo egoísmo, si la idea que los guía es de una generosidad sin parangón, si hay certidumbre absoluta de que no ha buscado recompensa alguna y de que además ha dejado marcas visibles en el mundo, entonces se está, sin riesgo de error, ante un carácter inolvidable.

Hace unos cuarenta años hice una larga travesía a pie, por montes absolutamente desconocidos por los turistas, en esa antigua región de los Alpes que penetra en la Provenza. Esa región está delimitada al sureste por el curso medio del Durance, entre Sisteron y Mirabeau; al norte por el curso superior del Drôme, desde su nacimiento hasta Die, al oeste por las planicies del Condado de Venaissin y las estribaciones del Monte Ventoso. Comprende toda la parte norte del Departamento de Alpes de Alta Provenza, el sur del Drôme y un pequeño enclave del de Vaucluse. Eran páramos desnudos y monótonos, en el tiempo en que emprendí el largo recorrido por esos despoblados, de 1200 a 1300 metros de altitud. Allí no crecía más que la lavanda silvestre. Atravesaba esa comarca por su parte más ancha y, tras tres días de camino, me encontré en medio de una desolación sin igual. Acampé junto a los restos de una aldea abandonada. No me quedaba agua desde la víspera y necesitaba encontrar más. Aquellas casas aglomeradas, aunque en ruinas, como un viejo nido de avispas, me hicieron pensar que tiempo ha, allí hubo de haber una fuente o un pozo. De hecho había una fuente, pero seca. Las cinco o seis casas sin tejado, roídas por el viento y la

lluvia, la pequeña capilla con el campanario desplomado, estaban dispuestas como lo están las casas y las capillas en las aldeas vivas, pero toda vida había desaparecido. Era un hermoso día de junio, pleno de sol, pero en esas tierras sin abrigo y elevadas hacia el cielo, el viento soplaba con una violencia insoportable. Sus rugidos sobre los cadáveres de las casas eran como los de una fiera salvaje interrumpida durante su comida.

Tuve que levantar mi campamento. A cinco horas de marcha, aún no había encontrado agua y nada podía darme la esperanza de encontrarla. Por todas partes había la misma aridez, las mismas matas leñosas. Me pareció vislumbrar a lo lejos una pequeña silueta negra, de pie. La tomé por el tronco de un árbol solitario. Por casualidad, me dirigí hacia ella. Era un pastor. Una treintena de ovejas reposaban tumbadas sobre la tierra ardiente cerca suyo. Me dio de beber de su cantimplora y, un poco más tarde, me condujo hasta su aprisco en una ondulación de la meseta. Obtenía el agua —excelente— de un pozo natural, muy profundo, sobre el que había instalado un torno rudimentario. Este hombre hablaba poco. Es la costumbre de los solitarios, pero se notaba que estaba seguro de sí mismo y confiado en esa seguridad. Esto resultaba insólito en aquel lugar despojado de todo. No vivía en una cabaña sino en una verdadera casa de piedra en la que se veía muy bien cómo con su propio trabajo había restaurado las ruinas que allí

extremas. Las mujeres cocinaban rencores a fuego lento. Había rivalidad por todo, desde la venta del carbón hasta el banco en la iglesia; virtudes que luchan entre ellas, vicios que luchan entre sí y por la incesante lucha general de vicios y virtudes. Por encima de todo, el viento, igualmente incesante, irrita los nervios. Había epidemias de suicidios y numerosos casos de locura, casi siempre asesina. El pastor, que no fumaba, fue a buscar un saquito y lo vació sobre la mesa, formando un montón de bellotas. Se puso a examinarlas una tras otra, con mucha atención, separando las buenas de las malas. Yo fumaba mi pipa y le propuse ayudarle. Me dijo que eso era asunto suyo. En efecto: viendo el cuidado que ponía a su trabajo, no insistí más. Ésa fue toda nuestra conversación. Cuando el montón de bellotas en buen estado fue lo bastante grande, las contó en grupos de diez. De este modo iba eliminando aún las pequeñas o las que estaban ligeramente agrietadas al examinarlas con más detenimiento. Cuando tuvo ante sí cien bellotas perfectas, paró y nos fuimos a dormir. La compañía de este hombre daba paz. Al día siguiente le pedí permiso para descansar todo el día en su casa. Lo encontró perfectamente natural, o, más exactamente, me daba la impresión de que nada podía molestarlo. Este descanso no me era necesario en absoluto, pero estaba intrigado y quería saber más. Hizo salir su rebaño y lo llevó a pastar. Antes de salir, sumergió en un cubo de agua el saquito donde había puesto las bellotas que había elegido y contado cuidadosamente. Me di cuenta de que a guisa de cayado llevaba una barra de hierro tan gruesa como un pulgar y de alrededor de un metro cincuenta de largo. Hice como el que camina relajadamente y seguí una ruta paralela a la suya. El pasto de sus animales estaba en el fondo de una hondonada. Dejó el pequeño rebaño al cuidado del perro y subió hacia el lugar donde me encontraba. Tuve miedo de que viniera a reprocharme mi indiscreción, pero no fue así en absoluto: era su camino, y me invitó a acompañarlo si no tenía nada mejor que hacer. Iba a doscientos metros de allí, hasta un alto.

Llegado al lugar que él quería, comenzó a hincar su barra de hierro en la tierra. Hacía así un agujero en el que ponía una bellota, luego volvía a tapar el agujero. Plantaba robles. Le pregunté si la tierra le pertenecía. Me respondió que no. ¿Sabía de quién era? No sabía. Suponía que era un terreno comunal, ¿o quizás fuera propiedad de personas a quienes no les preocupaba? A él le daba igual no conocer los propietarios. Plantó así cien bellotas con sumo cuidado. Después de la comida volvió a seleccionar sus semillas. Creo que fui bastante insistente en mis preguntas porque las respondió. Hacía tres años que venía plantando árboles en esas soledades. Ya había plantado cien mil. De aquellos cien mil habían germinado veinte mil. De esos veinte mil contaba con que todavía se perderían la mitad, a causa de los roedores o de todo aquello que es imposible de prever en los designios de la Providencia. Quedaban diez mil robles que iban a crecer en este lugar donde antes no había nada. Fue entonces cuando me interesé en la edad de ese hombre. A simple vista tenía más de cincuenta años. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Eleazar Bouffier. Había sido propietario de una granja en el llano, donde vivió. Había perdido a su único hijo y después a su mujer. Se retiró a la soledad donde asumió el placer de vivir tranquilamente con sus ovejas y su perro. Juzgó que esa comarca se estaba muriendo por falta de árboles. Añadió que, no teniendo ocupaciones muy importantes, había resuelto poner remedio a ese estado de cosas. Llevando yo mismo en ese momento, a pesar de mi juventud, una vida solitaria,

alfombra. La víspera había vuelto a pensar en aquel pastor que plantaba árboles. «Diez mil robles —me dije— ocupan verdaderamente un espacio muy grande». Había visto morir demasiadas personas durante cinco años como para poder imaginar fácilmente la muerte de Eleazar Bouffier, además de que cuando se tiene veinte años se considera a los hombres de cincuenta ancianos a quienes no les queda más que morir. No estaba muerto. Incluso estaba bien lozano. Había cambiado de oficio. Ya no poseía más que cuatro ovejas pero, en compensación, un centenar de colmenas. Se había deshecho de los corderos porque ponían en peligro sus plantaciones de árboles. Pues, me dijo (y lo constaté) no se había preocupado lo más mínimo por la guerra. Había continuado plantando imperturbable. Los robles de 1910 tenían entonces 10 años y eran más altos que él y que yo. El espectáculo era impresionante. Me quedé literalmente sin palabras y, como él no hablaba, pasamos todo el día en silencio paseando por su bosque. Tenía en tres secciones once kilómetros de largo y tres kilómetros en su parte más ancha. Al recordar que todo había brotado de las manos y del alma de ese hombre —sin medios técnicos— se comprende que las personas podrían ser tan eficaces como Dios en dominios diferentes al de la destrucción. Había seguido su idea, y como testimonio estaban las hayas que me llegaban al hombro y se habían extendido hasta perderse de vista. Los robles estaban frondosos y habían ya superado la edad en que estaban a merced de los roedores; en cuanto a los designios de la Providencia, en adelante a ella misma le haría falta recurrir a ciclones para destruir la obra creada. Me mostró bosquetes admirables de abedules que databan de cinco años atrás, es decir de 1915, la época en que combatí en Verdún. Los había situado ocupando las hondonadas donde sospechaba, con toda razón, que había humedad casi a flor de tierra. Eran tiernos como muchachas y muy decididos.

La creación tenía el aspecto, además, de actuar en cadena. A él eso no le preocupaba; proseguía obstinadamente su tarea, muy simple. Pero al descender por el pueblo, vi correr agua por arroyos que, en la memoria humana, habían estado siempre secos. Era la más extraordinaria reacción en cadena que había tenido oportunidad de observar. Antaño esos arroyos secos habían llevado agua, en tiempos muy antiguos. Algunos de esos tristes poblados de los que hablé al comienzo de mi relato se construyeron sobre los emplazamientos de antiguas ciudadelas galorromanas, de las que aún quedaban trazas, donde los arqueólogos habían excavado y hallado anzuelos de pesca en lugares donde en el siglo veinte era necesario recurrir a cisternas para tener un poco de agua. El viento también dispersaba algunas semillas. Al mismo tiempo que reapareció el agua, reaparecieron los sauces, las mimbreras, los prados, los jardines, las flores y cierta razón de vivir. Pero la transformación se desarrollaba de forma tan paulatina que entraba en lo habitual sin provocar asombro. Los cazadores que subían a la soledad de los montes en persecución de liebres o de jabalíes habían constatado claramente el aumento de pequeños árboles pero lo atribuían a los caprichos naturales de la tierra. Ésta era la razón por la que nadie había tocado la obra de ese hombre; si lo hubieran sospechado habrían desbaratado su labor. Pero nadie sospechaba. ¿Quién habría podido imaginar en los pueblos y en las administraciones tamaña obstinación en una generosidad tan magnífica?

Antes de partir, mi amigo hizo simplemente una breve sugerencia relativa a algunas especies de árboles que parecían convenir a ese terreno. No insistió más. «Por una buena razón —me comentó después—, este buen hombre sabe de esto más que yo». Al cabo de una hora más de camino —la idea había seguido su curso dentro de él — añadió: «Sabe de esto mucho más que todo el mundo. ¡Ha encontrado un medio magnífico para ser feliz!». Gracias a este jefe forestal se protegieron no sólo el bosque, sino también la felicidad de este hombre. Hizo nombrar a tres guardabosques para la protección y los aterrorizó hasta tal punto que quedaron insensibles a todas las jarras de vino que los leñadores pudieran ofrecerles. La obra no corrió un grave riesgo más que durante la guerra de 1939. Los coches funcionaban entonces con gasógeno, nunca había suficiente madera para producirlo. Se comenzaron a hacer talas en los robles de 1910; por suerte, estos bosques están tan lejos de todas las redes de carreteras que la empresa se reveló muy mala desde el punto de vista financiero. Se abandonó. El pastor no vio nada. Estaba a treinta kilómetros de allí, continuaba pacíficamente su trabajo, ignorando la guerra del 39 como había ignorado la guerra del 14.

Vi a Eleazar Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía entonces ochenta y siete años. Yo había retomado de nuevo la ruta del desierto, pero ahora, a pesar del deterioro en que la guerra había dejado el país, había un autocar de línea que circulaba entre el valle del Durance y la montaña. Eché la culpa a ese medio de transporte relativamente rápido del hecho de que ya no reconocía los lugares de mis antiguos paseos. Me pareció también que el itinerario me hacía pasar por nuevos lugares. Me hizo falta el nombre de un pueblo para concluir que estaba en aquella región antaño en ruinas y desolada. El autocar me dejó en Vergons.

En 1913, esa aldea de diez a doce casas tenía tres habitantes. Eran salvajes, se detestaban, vivían de la caza con trampas: poco más o menos en el estado físico y moral de los hombres prehistóricos. Las ortigas devoraban en torno suyo las casas abandonadas. Su condición era desesperanzadora. Para ellos no había más que esperar la muerte, situación que no predispone mucho a la virtud. Todo había cambiado. Incluso el aire mismo. En el lugar de las borrascas secas y violentas que me acogieron antaño, ahora soplaba una brisa suave cargada de aromas. Un ruido semejante al del agua venía de las montañas: era el viento en los bosques. En fin, lo más asombroso, escuché el auténtico sonido del agua fluyendo en un estanque. Vi que habían construido una fuente que manaba con abundancia y lo que me impresionó, que cerca de ella habían plantado un tilo que ya podía tener cuatro años, ya grueso, símbolo incontestable de una resurrección.

Cuando reflexiono que un solo hombre, reducido a sus simples recursos físicos y morales, ha bastado para hacer surgir del desierto esta tierra de Canaán, encuentro que, a pesar de todo, la condición humana es admirable. Pero cuando considero toda la constancia, en la grandeza del alma y la abnegada generosidad que hace falta para obtener este resultado, me entra un inmenso respeto por aquel viejo campesino sin cultura que a su manera supo sacar adelante una obra digna de Dios. Eleazar Bouffier murió plácidamente en 1947 en el asilo de Banon.

JEAN GIONO. (Manosque, 1895-1970). Escritor francés. De origen humilde, hijo de un zapatero y una lavandera, sólo pudo estudiar en el colegio de Manosque hasta

  1. A partir de este año comenzó a trabajar como modesto empleado de banca y completó su formación leyendo a Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare, Baudelaire, Stendhal y Flaubert. A los diecinueve años fue reclutado por el ejército francés y se vio obligado a dejar su pueblo y luchar en la Primera Guerra Mundial.

Este hecho le afectaría profundamente, hasta el punto de que describirá los horrores, la absurdidad y el espanto de la guerra en su libro El gran rebaño (1931). Años después expondría su ideología de pacifista militante en la obra Objeción de conciencia (1937). Pero lo que le dio a conocer fue su trilogía anterior Pan (1929- 1930), compuesta por las novelas La Colina (1929), Uno de Baumugnes (1929) y Cosecha (1930). Posteriormente dejó su empleo en la banca para dedicarse íntegramente a elaborar El gran rebaño , donde las imágenes de la violencia se alternan con un canto a la naturaleza y a la vida.

A partir de allí su Provenza natal y el paisaje fueron el escenario donde se desarrolló la mayor parte de sus obras. En ellas intenta encontrar la armonía entre el hombre y los elementos a través de la relación de éste con la tierra en que vive. Un ejemplo de ello son El canto del mundo (1934) y La verdadera riqueza (1936). Se convirtió también en el representante más destacado del llamado «mouvement du Contadour», grupo pacifista que condenaba la civilización moderna. A causa de su defensa del pacifismo fue arrestado al estallar la guerra en 1939 y, aunque se libró de combatir, durante la liberación fue encarcelado por colaboracionista.