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Descripción del hombre como persona, en que se basa el sujeto, su cambios y sus actividades de cada uno
Tipo: Monografías, Ensayos
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ESCUELA DE CATEQUISTAS / FORMACIÓN PEREMANENTE Diócesis de Alcalá de Henares
Durante este curso hemos intentado presentar las líneas ideológicas del pensamiento actual y sus antecedentes. A veces esta presentación ha sido genérica y sumaria. La realidad filosófica desborda cualquier acercamiento reductor. Pero, aún así, hemos tomado el pulso a aquellas ideas que operan en el hombre de hoy, ese sujeto al que hay que evangelizar y que es el receptor (o el padre o la madre, o el abuelo, o el padrino… del receptor) de nuestra catequesis. Hoy se ha perdido la gramática de lo humano tal como lo había ido descubriendo la teología y la filosofía cristianas en diálogo con la tradición clásica (Grecia y Roma) e, incluso, con la Modernidad (Ilustración). La muerte de Dios ha sido acompañada de la muerte del hombre. Las diversas corrientes de pensamiento tienen un punto en común: negar al hombre como persona, con todo el bagaje y profundidad que este término contiene. Con ello también se dificulta la tarea evangelizadora, porque no sólo se arruina el término de un proceso (ha sido el cristianismo el que ha gestado tan alta consideración del hombre a lo largo de su historia), sino que se elimina uno de los preambula fidei que pueden resultar más fructíferos. Si la vía de un acceso a Dios por medio de la naturaleza se ha clausurado y ahora se clausura la vía que asciende desde la criatura que es imagen y semejanza hasta el Creador y Padre, ¿cómo haremos razonable a los hombres y mujeres de nuestro tiempo la fe en Dios? En este sentido podemos interpretar la frase de Benedicto XVI, “la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” ( Caritas in veritate ,
n. 148), es decir, la fuente última de nuestros problemas tiene que ver con qué sea el hombre. Por ello para terminar este curso vamos a esbozar una síntesis de antropología personalista, porque ‘persona’ es el término sobre el que ha terminado girando toda la cristiana sobre el hombre.
1. ¿Definir la persona? La imposibilidad de definir la persona se ha convertido en un tópico. Qué sea la persona aparece como asunto problemático. Más aún, algunos sostienen que el hecho de no ser definible, es característica propia del ser personal. Los filósofos personalistas contemporáneos^1 , por lo general, han desistido de dar una definición de persona, pero han intentando ofrecer aproximaciones que describan sus elementos esenciales sin pretensión rigor formal ni exhaustividad. Por ello tales aproximaciones sólo encuentran todo su sentido en el contexto de su entero pensamiento. No obstante nosotros vamos a empezar por tratar, aunque sea sucintamente, la primera definición de persona que procede del final de la filosofía clásica. El primero que utilizó el término latino ‘persona’ para mencionar la realidad que hoy quiere significar fue Tertuliano. El concepto fue creciendo a golpe de disputa teológica (trinitaria y cristológica) y recopilando lo que la filosofía griega de cuño antropológico había ido descubriendo hasta llegar a Boecio. Éste fue el primero que dio una definición de persona: substancia individual de naturaleza racional. (^1) El personalismo es una corriente filosófica de matriz cristiana que ha florecido en el siglo XX. En conexión con la obra de J. Maritain, su discípulo Mouiner (1905–1950) fue creando un movimiento que tendía puentes con otras corrientes, como la filosofía dialógica de Buber y Lévinas o el existencialismo de Marcel, y que ha dado en llamarse personalismo comunitario. Guardini, Lacroix, Berdiaev, Zubiri, Laín Entralgo, Javier Marías, Karol Wojtyla, Ellacuría, entre otros, son los grandes nombres asociados a ella. (Cf. C. DÍAZ, ¿Qué es el personalismo comunitario? (Madrid 2002) y Treinta nombres propios (Madrid 2002)).
b) El ser humano es el único ser que cuida de sus semejantes que ya no son útiles o simplemente débiles. Percibe en ellos que no son eliminables. La naturaleza lo recicla todo cuanto antes. c) La persona puede poseer cosas, pero sólo ella se posee a sí misma, es suya. No hay manera de objetivar a una persona, si no es anulando sus notas características (inteligencia, libertad y afectividad). d) El hombre en tanto que persona es un ser que toma pie en sus circunstancias, pero que a la vez se ejercita como inacabado e impulsado a por si mismo tomar las determinaciones que lo van haciendo. Una cosa es mera realidad que ya tiene todas sus posibilidades embrionariamente. La persona es una realidad abierta que puede hacer un proyecto o escuchar una vocación. En definitiva, la persona percibe o, incluso, lleva dentro de sí, la dignidad que la hace valiosa por sí misma y demanda respeto del otro.
3. Estructura ontológica de la persona humana Cruzando los datos de la pura introspección y de la observación del otro, descubrimos que la persona es una realidad compleja que por lo menos se articula en torno a dos dimensiones: la exterioridad y la interioridad. Yo percibo un cuerpo por el cual me relaciono con el mundo o se me hace visible la otra persona. Claramente también percibo una serie de dinamismos circunscritos a ese cuerpo, pero no todos los puedo localizar en él. Del mismo modo intuyo esto bajo de piel del otro, que por ejemplo ante una pregunta mía detiene su paso y lanza una mirada hacia ninguna parte. A la hora de dar razón de estas experiencias que nos hablan de exterioridad e interioridad podemos acudir a tres formas de pensar la estructura de lo humano.
-. el dualismo , que supone la existencia dos substancias distintas en el hombre, unidas accidentalmente (alma y cuerpo) y cuya interacción luego es difícil de explicar. -. el monismo absoluto o reductivista , que es la reducción de todas las notas de la persona a una preponderante, generalmente la material. -. el monismo integrador o no reductivista. Hoy nos parece que las dos primeras explicaciones no dan razón de todos los fenómenos personales y se opta por lo que ya hicieran Aristóteles o Santo Tomás de Aquino: la unidad de sustancia en el hombre con principios distintos. Entre los que recientemente han optado por esta explicación están autores no creyentes como Mario Bunge o Karl Popper o pensadores cristianos como Xavier Zubiri y Pedro Laín Entralgo. Siguiendo a Zubiri, podemos insistir primero en la unidad del “sistema” personal y afirmar que las notas o características de la persona forman un sistema interrelacionado. Una nota lo es de todas las demás y adquiere su verdadera dimensión en función de las demás. Por ello, podemos decir que la persona no tiene un cuerpo o un sexo, sino que es corpórea o sexuada. Zubiri ya no habla, como Boecio, de substancia (el soporte fijo del que cuelgan una serie de características), sino de sustantividad o sistema compuesto tanto de notas naturales (emergentes) y como adquiridas (apropiadas). Esta respectividad de las notas o características de la persona, incluso de las que se adquieren en el tiempo, nos da la mismidad o identidad. Nunca seremos lo mismo, pero sí el mismo. Cuerpo La corporalidad es la dimensión de la persona que, junto con la afectividad, ha sido más injustamente tratada históricamente. Una vulgarización de platonismo, una excesiva valoración de lo intelectual y la deformación de la ascética cristiana por el gnosticismo nos han situado culturalmente en una valoración negativa del cuerpo y de su significado con respecto a la persona
esto tradicionalmente se ha llamado “alma”. Sobre ella ha recaído la mayor parte de la reflexión sobre el hombre, desde Sócrates y Platón.
La afectividad es la capacidad de ser modificado interiormente por una realidad externa. Podemos postular una afectividad corporal donde se distingue entre sentimientos sensibles (localizados corporalmente, actuales y aislados; por ejemplo, el dolor producido por un golpe) y sentimientos corporales (no localizados, que afectan a la atención; por ejemplo, la sensación del “mal cuerpo”). Más allá de ésta afectividad corporal hay toda una gama de sentimientos que se encuadran en una afectividad psíquica en la que hay emociones, sentimientos propiamente dichos y pasiones, que son vivencias interiores más o menos dependientes de un estímulo, más o menos intensas y más o menos somatizadas^4. Por último, descubrimos que en la persona se da una afectividad espiritual capaz de gustar los valores, es decir, las cualidades de las cosas o de las acciones. Es la que permite que la persona no sólo entienda el bien que encierra una acción y se decida a realizarla, sino que además se complazca en ella. El centro de esta gama de sentimientos espirituales es lo que la tradición bíblica ha llamado el corazón, centro último y decisivo de la persona^5. (^4) El mundo de los sentimientos y de las pasiones tiene sus propias reglas y una fuerza no pequeña en la vida de las personas, que conviene conocer. Gran parte de la tarea del educador es educar la afectividad, porque ésta como la inteligencia y la voluntad también tiene sus vicios. J. M. Burgos afirma que “en la educación de la afectividad son muy importantes los razonamientos porque muestran a la persona la verdad y conveniencia de los comportamientos que se le proponen y también juegan un papel esencial las virtudes porque la capacitan para llevar a la práctica los comportamientos adecuados. Pero en este terreno resulta crucial advertir que la fuerza de los razonamientos es limitada. Gracias a ellos se puede llegar a saber lo que hay que hacer, pero eso no quiere decir que ese tipo de acciones «gusten» o impliquen emotivamente por lo que es bastante probable que se acabe por no realizarlas. Para educar realmente la afectividad lo fundamental es conseguir que la persona experimente las emociones adecuadas para que se vincule afectivamente a ellas y las introduzca en su universo axiológico. Solo entonces podrá construirse una arquitectura sentimental ética y psicológicamente correcta” (J. M. BURGOS, 134–135). En la línea de Goleman ( Inteligencia emocional (Barcelona 1997), José Manuel Domínguez destaca cinco funciones de la afectividad bien dirigida: conocimiento de las propias emociones y sentimientos, su control, la capacidad de motivarse (i. e., de descubrir el sentido), el reconocimiento de las emociones ajenas (i. e., la empatía) y el control de la relaciones personales (X. M. DOMÍNGUEZ PRIETO, Antropología de la familia. Persona, matrimonio y familia (Madrid 2007) pp. 30–31. (^5) Cf. D. VON HILDEBRAND, El corazón (Madrid 2001). R. ROVIRA, Los tres centros espirituales de la persona. Introducción a la filosofía de Dietrich von Hildebrand (Madrid 2006).
4. La relación interpersonal como constitutivo de la persona La fenomenología y la filosofía existencial han abundado en la condición del hombre de ser–en–el mundo. El personalismo, por su parte, ha propuesto algo más concreto: el hombre es ser–con–los–otros. De tal manera que ha defendido las relaciones interpersonales como constitutivo esencial de la persona. Para Mounier, por ejemplo, la experiencia fundamental (y fundante del hombre) no es la afirmación solitaria de sí mismo, sino la comunicación. Desde el punto de vista de la estructura y desarrollo humanos El desarrollo mismo de la persona humana nos aporta dos datos que nos conducen a considerar esta necesidad radical de la relación interpersonal en él. Por una parte, el hombre es uno de los animales que por su constitución física necesita de sus padres durante más tiempo. Y aún crecido el hombre se sustenta en una red amplía de relaciones. Por otra, su misma constitución psíquica y el desarrollo de sus facultades, entre ellas el lenguaje, precisan aún más de la presencia e interacción con los otros. Donde no hay instinto que determine el comportamiento y se da por añadido una inteligencia capaz de abrir una amplísima gama de respuestas, la genética es sustituida por la cultura, que solo se adquiere en comunidad. Más aún, en su proceso de socialización interviene un número creciente de personas. “Para educar a un niño hace falta una tribu entera” , dice un proverbio africano. Por ello, se puede afirmar que la persona alcanza el pleno desarrollo humano, físico y espiritual solamente en relación con los demás. Después de un análisis de la apertura de constitutiva de la persona al mundo y al otro, afirma X. M. Domínguez que “la persona descubre que todo crecimiento hacia la plenitud sólo ocurre en el encuentro con los otros en tanto que son impulso, posibilidad y apoyo para el crecimiento personal. Se trata de la constatación de la esencial apertura a la transcendencia y a la fraternidad, a los otros y al compromiso con ellos. Pero este dinamismo de relación arraiga en su mismo ser. La persona es relación. Su mismo ser está abierto e intencionalmente dirigido hacia las personas” (p. 65–66).
Desde las experiencias radicales del hombre: la soledad Hay además una experiencia humana que los existencialistas han estudiado en relación al concepto de angustia y que también nos habla de la radical necesidad del otro: la experiencia de soledad. El relato del Génesis sobre la creación de la mujer está realmente tratando este tema. Adán recibe toda la creación y junto con ella la labor de organizarla y, sin embargo, no encuentra correspondencia en ninguno de los animales ni en el trabajo mismo que le propone Dios. “Encontramos aquí, dice J. M. Burgos, una de las constantes de la existencia humana: la tensión entre el obrar, con la realización personal y el dominio que lleva consigo, y su insuficiencia como meta radical de las aspiraciones humanas. Las cosas nunca satisfacen plenamente al hombre porque no responden a las necesidades más elevadas de su interior. Y esa insatisfacción o inquietud es quizá algo que se pone especialmente de relieve en nuestra época urbana y tecnológica en que se confrontan una desmesurada capacidad de posesión junto a un empobrecimiento de las relaciones personales. La soledad sólo desaparece con la aparición del otro. […] Existen frente a mí un interlocutor, otro «yo» con quien establecer un diálogo, con quien articular la relación «yo–tú» que libera del monólogo ontológico y le coloca en una relación existencial” (p. 276). Desde las posibilidades originales de la persona La relación interpersonal se funda y permite desarrolla a la persona “una serie de actos originales que no tienen su equivalente en otra parte dentro del universo” (Mounier, 476–477) y que la llaman a la comunicación y de ahí a la comunidad. Baste aquí enumerar algunos: