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Cine de poesía vs cine de prosa: la visión de Pasolini y Rohmer, Traducciones de Dirección de la Producción

Este documento explora la distinción entre el cine de poesía y el cine de prosa, tal como la concibieron los cineastas y escritores italianos pier paolo pasolini y eric rohmer en la década de 1970. A través de su análisis, se revelan las características clave de ambos enfoques cinematográficos y su relación con la evolución del lenguaje cinematográfico y la cultura occidental.

Tipo: Traducciones

2023/2024

Subido el 11/05/2024

marina-gerosa
marina-gerosa 🇦🇷

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Cine de poesía

contra cine

de prosa

Pier Paolo Pasolini

Eric Rohmer

Traducido por Joaquín Jordá Editorial Anagrama, Barcelona, 1970 La paginación se corresponde con la edición impresa

n.° 8, 1960, y traducido al francés en el n.° 38, julio–agosto 163, de «Recherches internationales à la lumière du marxisme», con el título progra- mático de «Prose et poésie au cinéma», Efin Do- bine definía el problema citando a Eisenstein, Yukevitch y Kosintsev. Eisenstein defendía el mé- todo de la poesía «porque al alejarse por un mo- mento del drama en el sentido propio, el cine ha asimilado perfectamente los métodos de la épica y de la lírica». Y añade: «¿Cuál es para Eisens- tein la esencia del principio “del montaje”, llama- do poético?» Es la capacidad de ofrecer la «imagen del contenido», opuesta a la «representación del contenido». «La intuición interna del autor, su sen- sibilidad, están obsesionadas por una imagen que, para él, materializa afectivamente el tema.» Yuke- vitch, a su vez, afirmaba «que aquel famoso len- guaje cuya pureza han defendido tantos apresu- rados innovadores, (...) aquel lenguaje poético don- de los encuadres se han transformado en ritmos, y son recitados como versos, ha llevado a la nega- ción del hombre, convertido en objeto, a la re- ducción de la acción a una pantomima estereoti- pada. Es esta misma tendencia la que ha aportado al cine soviético una serie de obras amaneradas y abstractas elaboradas según los cánones de la “vanguardia francesa”». Kozintsev, al confrontar el «cine de prosa» con La juventud de Máximo Gorki (dirigido junto a Leonid Trauberg), declaraba: «No hay que “dar una condensación inmediata de las ideas en un símbolo, imponerlo al espectador por medio de un montaje, artificial dirigido hacia un efecto”. Lo que cuenta en un film son “las personas, los actos y sus relaciones recíprocas”.» Dobine liga el antagonis-

mo (que reunía por una parte a Eisenstein, Pu- dovkin, Dovchenko, Dziga Vertov, y por la otra Yukevitch, Vassiliev, Ermler, Room, Kheifìtz) a una situación histórica precisa: «La generalización poética, la imagen “depurada” de los héroes era perfectamente adecuada a una primera fase del desarrollo del cine soviético. En una nueva etapa era necesario, por el contrario, recurrir a una re- presentación profundizada y multiforme de los “ca- racteres típicos” y de los acontecimientos “típi- cos” de la revolución, del pasado y del presente del pueblo soviético. (...) La aparición del “sono- ro” contribuyó mucho a esta diversa orientación artística. Pero aunque hubiese permanecido el mudo, su necesidad se habría impuesto.» ¿En qué relación se plantea la polémica vista desde ahora? Considero que, sustancialmente, la polémica poesía–prosa operada por los soviéticos corresponde a la de lengua–lenguaje de Metz (que recoge, con rigor científico, afirmaciones y aná- lisis de Bazin, Leenhardt, Renoir, Rossellini). En cambio, la polémica poesía–prosa en la acepción de Pasolini y Rohmer es diversa. Si este último de- fiende, en sustancia, un cine–lenguaje, un cine de representación, Pasolini, contrariamente, no se re- fiere a un cine–lengua. En los ejemplos que refie- re, o podría referir, de un moderno «cine de poe- sía» se observa preferentemente una recuperación de los valores del cine–lengua sobre una base de cine–lenguaje, una confluencia de ambas tenden- cias en una tercera que, pese a no haberse mani- festado todavía como síntesis autónoma, desvela aquella «conciencia técnica de la forma», justa- mente ligada luego por Pasolini a todo un movi- miento de la cultura occidental contemporánea.

PIER PAOLO PASOLINI

CINE DE POESÍA*

Creo que una reflexión sobre el cine como len- gua expresiva no puede comenzar actualmente sin tener al menos presente la terminología de la se- miótica. Porque, en términos muy simples, el pro- blema es éste: mientras los lenguajes literarios fundan sus invenciones poéticas sobre una base institucional de lengua instrumental, posesión co- mún de todos los parlantes, los lenguajes cinema- tográficos no parecen fundarse sobre nada: no tie- nen, como base real, ninguna lengua comunicativa. Por consiguiente, los lenguajes literarios aparecen inmediatamente válidos en cuanto actuación al má- ximo nivel civil de un instrumento (un puro y simple instrumento) que sirve efectivamente para comunicar. En cambio, la comunicación cinema- tográfica sería arbitraria y aberrante, sin prece- dentes instrumentales efectivos, de los cuales to- dos sean normales usuarios. En suma, los hom- bres comunican con las palabras, no con las imá- genes: por consiguiente un lenguaje específico de imágenes se presentaría como una pura y artifi-

  • Agradecemos al Festival de Pesaro la autorización concedida para la publicación de esta intervención, corres- pondiente a la edición de 1965.

cial abstracción. Si, como parece, este razonamien- to fuese justo, el cine no podría existir físicamen- te: o, de existir, sería una monstruosidad, una serie de signos insignificantes. No obstante, el cine comunica. Quiere decir que también él se basa en un patrimonio de signos comunes. La semióti- ca se sitúa imparcialmente frente a los sistemas de signos: habla de «sistemas de signos lingüísti- cos.», por ejemplo, porque existen, pero esto no excluye en absoluto que se puedan presentar teóri- camente otros sistemas de signos. Supongamos: sistemas de signos mímicos. Es más, en la reali- dad, al integrar la lengua hablada, debe invocarse efectivamente un sistema de signos mímicos. De hecho, una palabra (len–signo) pronuncia- da con determinada expresión tiene un significado, pronunciada con otra expresión tiene otro signifi- cado, quizás completamente opuesto (especialmen- te si quien habla es un napolitano): una palabra seguida de un gesto tiene un significado, seguida de otro gesto, tiene otro significado, etc. Este «sistema de signos mímicos» que en la realidad de la comunicación enlaza con el sistema de signos lingüísticos y lo integra, puede ser ais- lado en laboratorio; y estudiado autónomamente. Se puede incluso presuponer, como hipótesis abs- tracta, la existencia de un único sistema de signos mímicos como único instrumento humano de co- municación (todos napolitanos sordomudos, en de- finitiva): el lenguaje funda la propia posibilidad práctica de existir sobre tal hipotético sistema de signos visivos, al ser presuponibles por una serie

es una «serie de im–signos», o sea, de manera pri- mordial, una secuencia cinematográfica. (¿Dónde he visto a esa persona? Espera... me parece que en Zagorá —imágenes de Zagorá con sus palmeras verdosas sobre la tierra rosada—... en compañía de Abdel–Kader... —imágenes de Abdel–Kader y de la «persona» que caminan hacia el cuartelillo de las antiguas avanzadillas francesas— etc.) Y así sucesivamente cada sueño es una serie de im–sig- nos, que tiene todas las características de las se- cuencias cinematográficas: encuadres en primer plano, planos generales, insertos, etc. Existe, en suma, un complejo mundo de imáge- nes significativas —se trate de las mímicas o am- bientales, que adornan los len–signos, o de las de los recuerdos y de los sueños— que prefigura y se propone como fundamente «instrumental» de la comunicación cinematográfica. Y aquí, marginalmente, es necesaria una obser- vación: mientras la comunicación instrumental lógica “len–signos” mediante la cual se designan los signos lingüísticos, escritos y orales. Se trata, por consiguiente, de una simple composición terminológica. Para resumir someramente lo que induzco de estos signos visuales, diré simplemente esto: mientras que todos los restantes lengua- jes se expresan a través de sistemas de signos “simbóli- cos”, los signos del cine no lo son; son “iconográficos” (o icónicos), son signos de “vida”, por decirlo de alguna manera; dicho de otra forma, mientras que los restantes modos de comunicación expresan la realidad a través de los “simbólicos”, el cine expresa la realidad a través de la realidad.» Estas frases (especialmente subrayadas por mí), pronunciadas en 1970 , permiten ver la evolución del pensamiento de Pasolini hacia una mayor simplicidad y familiaridad con el hecho cinematográfico; en cierta ma- nera, coinciden casi totalmente con las posiciones defen- didas por Rohmer. (J. J.)

que está en la base de la comunicación poética o filosófica está ya extremadamente elaborada, es en definitiva un sistema real e históricamente com- plejo y maduro —la comunicación visiva que está en la base del lenguaje cinematográfico es, al con- trario, extremadamente tosca, casi animal. Tanto la mímica y la realidad bruta como los sueños y los mecanismos de la memoria, son hechos casi pre–humanos, o que se hallan en las fronteras de lo humano: en cualquier caso, pre–gramaticales y fundamentalmente pre–morfológicos (los sueños aparecen al nivel del inconsciente, y también los mecanismos mnemónicos; la mímica es un signo de extrema elementalidad civil, etc.). El instrumento lingüístico sobre el cual se implanta el cine es por tanto de tipo irracional.: y esto explica la pro- funda calidad onírica del cine, y también su abso- luta e imprescindible concreción, digamos, obje- tal. Para expresarme rápidamente: todo sistema de len–signos está recogido y encerrado en un dic- cionario. Fuera de ese diccionario no existe nada, a no ser quizá la mímica que acompaña los signos en la práctica oral. Cada uno de nosotros tiene, por tanto, en la cabeza un diccionario, léxicamente incompleto, pero prácticamente perfecto, del sis- tema de signos de su entorno y de su país. La ope- ración del escritor consiste en tomar de ese diccio- nario, como objetos custodiados en una caja, las palabras, y darles un uso particular: particular respecto al momento histórico de la palabra y al propio. De ahí proviene un aumento de la histo- ricidad de la palabra: es decir, un aumento de sig- nificado. Si ese escritor es importante, en los dic- cionarios futuros su «uso particular de la palabra» aparecerá como añadido a la institución. La opera-

cionario cinematográfico, o sea una convención, que tiene como característica curiosa el ser esti- lística antes que gramatical. Tomemos la imagen de las ruedas del tren que corren entre soplidos de vapor: no es un sintagma, es un estilema. Esto hace suponer que, puesto que el cine tiene eviden- temente una verdadera y propia normativa grama- tical, no podrá alcanzar nunca, por decirlo así, una gramática estilística —cada vez que un autor cinematográfico debe hacer un film está obligado a repetir aquella doble operación a que me refe- ría. Y contentarse, como norma, con una cierta cantidad inarticulada de modos expresivos que, nacidos como estilemas, se han convertido en sin- tagmas. En compensación, el autor cinematográ- fico no debe elaborar una tradición estilística se- cular, sino solamente década a década: no existe prácticamente una convención cuya contradicción origine excesivo escándalo. Su «adición histórica» al im–signo se aplica a un im–signo de vida cor- tísima. Quizá de ahí derive un cierto sentimiento de la caducidad del cine: sus signos gramaticales son los objetos de un mundo cronológicamente exhausto en cada momento: los trajes de los años treinta, los coches de los años cincuenta...: todo son «cosas» sin etimología, o bien con una etimo- logía que se expresa en el correspondiente siste- ma de palabras. La evolución que preside la moda creadora de los trajes o el gusto que inventa las carrocerías de los coches, viene seguida por el significado de las palabras que se adaptan a ellos: los objetos, en cambio, son impenetrables: son inertes y sólo di- cen sobre sí mismos aquello que son en aquel momento. El diccionario donde las aposenta el

autor cinematográfico en su operación n.° 1, no basta para darles un back–ground histórico signi- ficante para todos, inmediatamente y a continua- ción. Se comprueba, por consiguiente, una cierta univocidad y un cierto determinismo en el objeto que se convierte en imagen cinematográfica: y es natural que sea así. Porque el len–signo utilizado por el escritor ha sido previamente elaborado por toda una historia gramatical, popular y culta: en cambio, el im–signo utilizado por el autor cinema- tógrafo ha sido extraído idealmente un instante antes sólo por él —por analogía con un posible dic- cionario para comunidades comunicantes a través de las imágenes— del sordo caos de las cosas. Pero debo insistir: si las imágenes o im–signos no están organizados en un diccionario y no poseen una gramática, son, sin embargo, patrimonio común. Todos nosotros, con nuestros propios ojos, hemos visto correr a la famosa locomotora con sus ruedas y émbolos. Pertenece a nuestra memoria visiva y a nuestros sueños: si la vemos en la realidad «nos dice algo»: su aparición en una llanura desértica, nos dice, por ejemplo, cuan conmovedora es la laboriosidad del hombre y cuan enorme la capaci- dad de la sociedad industrial, y por tanto del ca- pitalista, para anexionarse nuevos territorios de usuarios; y, a la vez, nos dice a algunos de noso- tros que el maquinista es un hombre explotado que, no obstante, cumple dignamente su trabajo para una sociedad que es como es, incluso si son sus explotadores los que se identifican con ella, etcétera. Todo esto es capaz de decir el objeto lo- comotora como posible símbolo cinematográfico, en una comunicación directa con nosotros mis- mos: e indirectamente, en cuanto patrimonio vi-

experimenten un proceso similar al de las pala- bras, o al menos al de las raíces que, concretas en su origen, han pasado a abstractas por la fija- ción del uso). Por este motivo, el cine es, de mo- mento, un lenguaje artístico no filosófico. Puede ser parábola, nunca expresión conceptual directa. He aquí, por consiguiente, un tercer modo de afir- mar la prevalente artisticidad del cine, su violen- cia expresiva, su corporeidad onírica: o sea, su fundamental metaforicidad. Como conclusión, todo esto debería hacer pen- sar que la lengua del cine es fundamentalmente una «lengua de poesía». Histórica y concretamen- te, después de algunas tentativas, súbitamente truncadas en la época de los orígenes, la tradición cinematográfica que se ha formado parece ser la de una «lengua de prosa», o, al menos, la de una «lengua de prosa narrativa». (Esto es cierto, pero, como veremos, se trata de una prosa particular y subrepticia: porque el elemento fundamentalmente irracional del cine es ineliminable. La realidad es que, en el mismo mo- mento en que el cine se ha presentado como «téc- nica» o «género» nuevo de expresión, se ha presen- tado también como nueva técnica o género de es- pectáculo de evasión: con una cantidad de consu- midores inimaginable para las restantes formas expresivas. Esto quiere decir que ha sufrido una violentación, por otra parte bastante previsible e inevitable. O sea: todos sus elementos irraciona- les, oníricos, elementales y bárbaros, han sido man- tenidos bajo el nivel de la conciencia: es decir, han sido explotados como elemento inconsciente de choque y encantamiento: y sobre este monstruo hipnótico que es siempre un film, ha sido edifi-

cada rápidamente aquella convención narrativa que ha proporcionado materia para inútiles y pseu- do–críticos parangones con el teatro y la novela. Tal convención narrativa pertenece indudablemen- te, por analogía, a la lengua de la comunicación en prosa: pero con esta lengua sólo tiene en co- mún el aspecto exterior —los procedimientos lógi- cos e ilustrativos— mientras carece de un elemen- to fundamental de la «lengua de prosa»: la racio- nalidad. Su fundamento es aquel sub–film mítico e infantil que, por la misma naturaleza del cine, circula bajo cualquier film comercial incluso no indigno, es decir, suficientemente adulto cívica y estéticamente. Sin embargo —como veremos pos- teriormente— incluso los films de arte han apor- tado como propia lengua espec ífica esta «lengua de prosa», esta convención narrativa exenta de aristas expresivas, impresionistas, expresionistas, etcétera.) Se puede afirmar, sin embargo, que la tradición de la lengua cinematográfica, tal como se ha for- mado históricamente en estas primeras décadas, es tendencialmente naturalista y objetiva. Esta es una contradicción tan intrigante, que merece ser observada detenidamente en sus motivos y en sus connotaciones técnicas más profundas. De hecho, al resumir sinópticamente cuando llevamos dicho, resulta: los arquetipos lingüísticos de los im–sig- nos son las imágenes de la memoria y del sueño, o sea imágenes de «comunicación con nosotros mismos» (y sólo de comunicación indirecta con los demás, en cuanto la imagen que otro tiene de una cosa de la cual le hablo, es una referencia común): aquellos arquetipos presentan, por tanto, una base directa de «subjetividad» a los im–signos,

tanto, a la institucionalidad lingüística, sean muy pocos, y fundamentalmente toscos (recuérdese el eterno ejemplo de las ruedas de la locomotora; la infinita serie de primeros planos enteramente igua- les entre sí, etc.). Todo esto se constituye como momento convencional del lenguaje de los im–sig- nos, y asegura una vez más un elemental conven- cionalismo objetivo. En suma, el cine, o el lenguaje de los im–signos, tiene una doble naturaleza: es a un tiempo extremadamente objetivo (hasta el límite de una insuperable y vulgar fatalidad natu- ralista). Los dos momentos de tal naturaleza coe- xisten estrechamente, y ni siquiera son separables en laboratorio. También la lengua literaria se basa naturalmente sobre una doble tendencia: pero en ella las dos naturalezas son separables: existe un «lenguaje de la poesía», y un «lenguaje de la pro- sa», tan diferenciados entre sí que son realmente diacrónicos, hasta el punto de seguir dos historias diversas. Mediante las palabras, yo puedo hacer dos operaciones diversas, un «poema» o un «re- lato». Mediante las imágenes, al menos hasta aho- ra, sólo puedo hacer cine (que solamente por mati- ces puede tender a una mayor o menor poeticidad o a una mayor o menor prosaicidad: esto en teo- ría. Ya hemos visto como en la práctica se ha cons- tituido rápidamente una tradición de «lengua de la prosa cinematográfica narrativa»). Claro que existen casos–límites. Donde la poeti- cidad del lenguaje se evidencia exasperadamente. Por ejemplo, Un chien andalou de Bunuel, decla- radamente ejecutado según un registro de pura expresividad: pero, para ello, necesita el cartel signalético del surrealismo. Y digamos de paso que, en cuanto producto surrealista, es supremo.

Muy pocas obras, tanto literarias como pictóricas, pueden competir con él, porque su cualidad poé- tica es corrompida y hecha irreal por su contenido, o sea, la poética del surrealismo, que es una es- pecie de «contenidismo» bastante brutal (mediante el cual las palabras o los dolores pierden su pureza expresiva, para someterse a una monstruosa impu- reza «contenidista»). Al contrario, la pureza de las imágenes cinematográficas de un contenido surrea- lista es exaltada mucho más que ofuscada. Porque lo que el surrealismo pone en marcha en el cine es la naturaleza onírica real del sueño y de la me- moria inconsciente, etc. Al carecer el cine, como he dicho antes, de léxico conceptual y abstracto, es poderosamente metafórico, lo más, arranca in- mediatamente, a fortiori, a nivel de metáfora. Sin embargo, las metáforas particulares, queridas específicamente, siempre arrastran consigo algo inevitablemente tosco y convencional. Piénsese en los vuelos, atareados o alegres, de las palomas, para metaforizar estados de ánimo de actividad o de alegría en el espíritu del personaje, etc. En pocas palabras, la metáfora matizada, apenas per- ceptible, la corteza poética de un milímetro de espesor —lo que separa «A Silvia» de un respiro y de un abismo del institucional lenguaje petrar- quista–arcádico— no parece posible en el cine. Aquella parte poéticamente metafórica que es cla- morosamente posible en el cine, está siempre en estrecha osmosis con la otra naturaleza, la estre- chamente comunicativa de la prosa. Que, por otra parte, es la que ha prevalecido en la breve tradi- ción de la historia del cine, abrazando en una úni- ca convención lingüística los films de arte y los films de evasión, las obras maestras y los folle-