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La arquitectura en Cusco, lejos de consolidarse como una expresión de ciudadanía, ha acompañado —y en muchos casos legitimado— un proceso urbano que ha priorizado la imagen, el turismo y el mercado por encima de la vida común. La modernización iniciada tras el terremoto de 1950 no partió de las necesidades sociales ni del territorio andino, sino de una visión técnica e importada que impuso formas sin diálogo. Desde entonces, las sucesivas transformaciones de la ciudad han seguido una lógica de ocupación simbólica: la ciudad fue convertida en postal, y su población, desplazada del centro tanto física como culturalmente.
Tipo: Monografías, Ensayos
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Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco Facultad de Arquitectura y Artes Plásticas Historia y Crítica III Cátedra Arq. Cesar A. Vargas Quispe U
Frank Omar Huamani Condori Fecha: Miércoles 25 de julio Introducción La ciudad no es solo un conjunto de edificios ni un fondo turístico para la postal. Es, o debería ser, el lugar donde se encuentra lo colectivo, donde la gente no solo vive, sino también habita con otros. En ese sentido, hablar de arquitectura no es hablar solo de formas o estilos, sino de lo que esas formas hacen posible en la vida de las personas. Cuando una ciudad expulsa a sus habitantes de los espacios comunes, cuando prioriza lo rentable sobre lo vivible, lo que está fallando no es solo el diseño: es el proyecto social. Este ensayo se centra en el caso de Cusco , ciudad patrimonial que ha sido profundamente afectada por un modelo de desarrollo urbano dominado por el mercado. Para entender este fenómeno, usamos el concepto de neoliberalismo urbano , que según Wiley Ludeña (2021) , no solo define un modelo económico, sino una forma de hacer ciudad donde lo arquitectónico se convierte en saldo del capital, no en proyecto colectivo. En esta lógica, el espacio público se debilita, la arquitectura pierde vocación pública y la ciudad se organiza para la inversión, no para la convivencia. También es clave entender el concepto de ciudadanía , que no se reduce al documento de identidad ni al derecho al voto. Como plantea Henri Lefebvre (1968) , el derecho a la ciudad implica habitar y apropiarse del espacio urbano, no solo circular por él. Y esa ciudadanía urbana se ve erosionada cuando la arquitectura ya no dialoga con la memoria, ni con la comunidad, ni con el territorio. En este texto se argumenta que la arquitectura cusqueña contemporánea , en lugar de consolidar ciudadanía, ha sido funcional al turismo y al capital, y por tanto, ha sostenido un espejismo urbano. Como advierte Carlos Soto Castillo (2021) en su estudio sobre la modernización post-terremoto en Cusco, el lenguaje moderno no se tradujo en una ciudad más justa ni habitable, sino en una imagen de desarrollo desligada del tejido social. Lo que ha ocurrido no es simplemente una transformación urbana, sino un proceso más profundo: el Perú no ha tenido una arquitectura moderna, sino una modernización sin ciudad, una modernidad sin ciudadanía, sin memoria y sin cuidado del otro.
Modernización sin ciudad Cuando se habla del Cusco moderno, muchas veces se piensa en su crecimiento, en las infraestructuras que se han ido incorporando desde mediados del siglo XX, o en la imagen que proyecta hacia el mundo como capital turística. Pero poco se discute cómo se fue dando esa modernización ni desde dónde se decidió. Y es ahí donde aparecen las primeras fracturas: no fue una modernización pensada desde la ciudadanía, sino desde el Estado y sus propias agendas políticas, muchas veces desconectadas de las formas de vida y los saberes locales. El terremoto de 1950 fue el punto de partida. La ciudad, destruida parcialmente, abrió paso a una serie de intervenciones promovidas por el gobierno central. Pero en lugar de reconstruir desde la memoria y la participación, se optó por introducir una arquitectura moderna, funcionalista, importada. Carlos Soto Castillo (2021) muestra con claridad cómo ese proceso respondió a una lógica vertical. No hubo diálogo con el territorio, sino aplicación de modelos externos. Se trataba de mostrar eficiencia, modernidad, una idea de progreso asociada al concreto, al orden institucional, a la presencia del Estado en el espacio. Conjunto Habitacional Túpac Amaru en Cusco, con bloques funcionalistas implantados tras el terremoto de 1950. Fuente: Andean Wings Valley (s.f.). Recuperado de https://andeanwingsvalley.com/blog/cusco-modern-architecture-peru/ Uno de los ejemplos más representativos de esa lógica fue el conjunto habitacional Túpac Amaru , construido en la década de 1950 por el Ministerio de Vivienda. Este conjunto, formado por bloques de departamentos con patios interiores, escaleras abiertas y fachadas limpias, representaba la modernidad arquitectónica del momento. Pero también mostraba sus límites: el proyecto se implantó sin considerar la lógica del barrio tradicional cusqueño, ni la estructura social andina basada en la convivencia horizontal y la vida comunitaria. La vivienda moderna organizaba a las personas desde un criterio funcional, no cultural. En lugar de reforzar la vida barrial, la fragmentó. Ese conjunto —como otros similares construidos en la época— no fue asimilado por la población como una continuidad de su forma de vida, sino como algo ajeno. No se trató de habitar mejor, sino de ocupar un modelo ya definido por otros. La modernidad fue una imposición, no una construcción colectiva. Como señala Soto, los proyectos del Estado en este periodo responden a una voluntad institucional de control y de representación, más que a una intención de promover una ciudad viva y cohesionada. Lo grave no fue solo el cambio material, sino el mensaje que lo acompañó: la modernidad se presenta como sustitución, no como continuidad. José Canziani (2009) , al hablar de las ciudades andinas, recuerda que sus tejidos eran construidos en relación con el paisaje, con el tiempo agrícola, con los ciclos de la vida en comunidad. Esa lógica desaparece cuando se introduce una idea de ciudad pensada desde el escritorio. Y Cusco fue, precisamente, un laboratorio de esa visión. Décadas después, con la entrada del neoliberalismo en los años noventa, esa misma ciudad empezó a ser gestionada como un bien económico. Ya no solo se intervenía desde el Estado, ahora se intervenía también desde el mercado. El
reducido, aún persiste, y la experiencia peatonal queda limitada a ciertos horarios o sectores. La idea de un centro plenamente caminable se convirtió más en un símbolo turístico que en una realidad urbana consolidada. Silvia de los Ríos (2006) observa que estas intervenciones no fortalecen la vida urbana local, sino que tienden a desplazar a la población residente , eliminando usos tradicionales del espacio, como el comercio barrial o las festividades espontáneas. La lógica de estas reformas responde más a la imagen que a la convivencia. El centro histórico se transforma en una postal, pero pierde su capacidad de albergar el conflicto, la diversidad y la vida cotidiana. La plaza, que antes era mercado, lugar de protesta, de encuentro comunitario y ritual, ahora es un espacio controlado, con presencia policial constante, donde se desincentivan actividades no alineadas con el perfil turístico. Se puede caminar por ella, pero no apropiársela. Esta tensión entre lo que se muestra y lo que se vive está en el corazón del problema. La ciudad no solo se embellece: se neutraliza. Se la convierte en una superficie limpia, despolitizada, lista para el consumo visual. Pero en ese proceso se vacía de sentido, porque se le impide seguir siendo escenario de lo cotidiano. Como advierte Ludeña , lo que ocurre en estas ciudades es que el espacio se desacopla del sujeto: la arquitectura no construye ciudadanía, solo soporta espectáculo. Y lo más problemático es que este espectáculo convive con exclusión. A medida que el centro histórico se ordena para ser visitado, también se vuelve más caro y menos accesible para vivir. El alquiler de viviendas sube, el comercio tradicional es reemplazado por marcas globales o tiendas de souvenirs, y las familias locales migran a zonas periféricas. Esta transformación no es solo económica: es simbólica. El habitante se siente ajeno a su propia ciudad. Carlos Soto Castillo , retomando esta lógica, advierte que el Cusco que se configura con estas operaciones es uno donde la arquitectura se vuelve neutral: sirve a los flujos, pero no al sujeto. Se busca mantener la forma, pero no se permite el cambio social. La ciudad se vuelve escenario congelado, no proceso abierto. En ese sentido, el paisaje escenificado no es una evolución de la ciudad, sino su negación. Por todo esto, afirma que el espacio público en Cusco ha sido vaciado de su dimensión ciudadana. Las intervenciones no fortalecen el derecho a la ciudad, sino que reafirman su carácter decorativo. Se mantiene la arquitectura, pero se desactiva su potencia política. Se protege la vista, pero se margina la vida. La ciudad, finalmente, se presenta como fondo: para el turista, para la foto, para la inversión. Contexto urbano inmediato del conjunto Túpac Amaru en Cusco, con énfasis en su integración desigual al tejido barrial.Fuente: Developing Solutions (s.f.). Recuperado de https://developingsolutions.weebly.com/
Arquitectura sin discurso Si hay algo que agrava el impacto de las transformaciones urbanas en Cusco es el silencio. Mientras la ciudad ha sido reorganizada en función del capital turístico y la lógica de la imagen, la arquitectura local ha ofrecido muy poca resistencia crítica. Ni desde la formación académica ni desde la práctica profesional se han generado discursos, propuestas o posturas públicas que enfrenten este proceso con claridad. Este vacío no es menor: cuando la arquitectura deja de pensar y de proyectar la ciudad desde lo colectivo, lo que se impone es la inercia de lo funcional, lo técnico o lo rentable. Este problema no es reciente. Carlos Soto Castillo (2021) muestra que ya desde el proceso de modernización post-terremoto, la arquitectura cusqueña adoptó los lenguajes modernos sin construir un proyecto propio. Las decisiones fueron tomadas desde Lima, por técnicos y funcionarios, mientras que los arquitectos locales jugaron un papel secundario. Esa lógica de reproducción sin reflexión marcó el inicio de una práctica que, con pocas excepciones, ha permanecido desconectada del territorio y de su complejidad cultural. Este desarraigo ha continuado hasta hoy. En las últimas décadas, la formación académica en Cusco ha privilegiado el aprendizaje técnico-formal, centrado en el objeto arquitectónico, más que en el entendimiento profundo del espacio como construcción social y política. No se enseña a leer el territorio andino desde su historia ni a comprender los impactos del turismo en la configuración urbana. Como consecuencia, muchos arquitectos jóvenes se forman sin herramientas para cuestionar el modelo de ciudad escenificada que se reproduce frente a sus ojos. Este déficit formativo produce profesionales funcionales al sistema, pero no críticos de él. En lugar de imaginar alternativas, la mayoría se adapta: diseña para el mercado, para la fachada, para el visitante. La arquitectura se convierte en servicio técnico, no en lenguaje cultural. Lo que se pierde es la posibilidad de incidir en el rumbo de la ciudad, de influir en la política urbana, de posicionarse frente a los procesos que transforman —y muchas veces destruyen— la vida ciudadana. Wiley Ludeña (2021) ha insistido en que una arquitectura sin discurso es una arquitectura que sirve al poder sin cuestionarlo. La ciudad se convierte en escenario sin conflicto, y el arquitecto en operador silencioso de ese decorado. En Cusco, esa falta de pensamiento proyectual se manifiesta en la escasez de textos, investigaciones o posicionamientos públicos frente a los efectos de la turistificación del centro histórico, la expulsión de la vivienda popular, o la degradación simbólica del espacio andino. Más aún, hay una evidente ausencia de proyecto colectivo. La arquitectura no está articulada a ningún horizonte compartido de ciudad. No hay debates sobre hacia dónde queremos ir ni sobre qué ciudad queremos habitar. Cada intervención parece responder a una demanda puntual: una plaza remodelada para una efeméride, una calle mejorada para una campaña, una obra pensada para la foto. Pero no hay relato urbano, ni mirada de conjunto. La arquitectura en Cusco no está convocando a imaginar un futuro, solo está gestionando el presente. Esta situación no solo tiene consecuencias profesionales: tiene consecuencias sociales. La falta de crítica desde la arquitectura refuerza la sensación de que la ciudad está fuera de control, que nadie la piensa desde adentro. El habitante común ve cómo se construyen hoteles, centros comerciales o corredores turísticos sin entender quién lo decide ni con qué criterios. Y como la arquitectura no explica, no denuncia ni propone, se vuelve parte del problema. Se
Este fenómeno se repite también en la forma en que se diseña. Carlos Soto Castillo (2021) advierte que, desde el periodo moderno post-terremoto, la arquitectura cusqueña ha tendido a reproducir modelos ajenos, desarticulados del contexto. Esa tendencia se ha acentuado en la periferia, donde los pocos proyectos de vivienda formal —cuando existen— aplican esquemas genéricos, que no dialogan con la geografía, ni con los modos de vida colectivos. Se diseñan objetos, no barrios. Se urbaniza sin ciudad. Lo más problemático de esta situación es que se vuelve normal. La fragmentación se convierte en estado natural. Ya nadie se pregunta por qué hay zonas con todos los servicios y otras donde no llega el transporte; por qué en el centro hay bancas, iluminación y limpieza diaria, mientras en las laderas hay escaleras precarias, calles angostas y ningún equipamiento público. La desigualdad se vuelve paisaje cotidiano. Y con ello, desaparece la idea de que la ciudad pueda ser un espacio de convivencia común. Esa fragmentación también debilita la idea de ciudadanía. Cuando el espacio urbano no garantiza derechos, cuando el barrio no ofrece lo básico, cuando el acceso a lo público se vuelve una lucha diaria, el sentido de pertenencia se erosiona. La ciudad ya no es una promesa de lo colectivo, sino un campo de supervivencia individual. Esto afecta no solo la calidad de vida, sino también la posibilidad de imaginar una ciudad distinta. Cusco, como muchas ciudades patrimoniales de América Latina, está atrapada entre su valor simbólico y su realidad social. Pero en lugar de articular ambas dimensiones, las ha separado: ha protegido la forma y ha descuidado la vida. Ha embellecido el centro y ha abandonado los bordes. Y esa estrategia, aunque rentable a corto plazo, es profundamente destructiva a largo plazo: porque una ciudad que no cuida a todos sus habitantes termina siendo una ciudad rota, sin posibilidad de futuro. El Cusco visible se sostiene sobre el Cusco oculto. Y la arquitectura, si no se posiciona críticamente frente a este desequilibrio, se convierte en cómplice. No basta con conservar las piedras del centro si se deja caer la ciudad en sus márgenes. No hay patrimonio sin justicia espacial. Y no hay ciudad sin todos sus habitantes. Conjunto Habitacional Túpac Amaru en Cusco, con bloques funcionalistas implantados tras el terremoto de 1950. Fuente: Andean Wings Valley (s.f.). Recuperado de https://andeanwingsvalley.com/blog/cusco-modern-architecture-peru/ Patrimonio como obstáculo Cusco es, sin duda, una de las ciudades patrimoniales más importantes del mundo. Su arquitectura colonial, su traza urbana, sus monumentos y callejones representan siglos de historia superpuesta. Sin embargo, en las últimas décadas, el valor patrimonial de Cusco ha sido reducido a una imagen inerte, una postal que debe mantenerse intacta a toda costa, aun si eso implica negar la vida real que transcurre en esa ciudad. El problema no está en la conservación del patrimonio en sí, sino en el modo en que se lo gestiona y se lo interpreta. En lugar de funcionar como una memoria activa que dialogue con el presente, el patrimonio en
Cusco ha sido congelado en una imagen, inmovilizado bajo criterios visuales que priorizan la armonía estética sobre la habitabilidad o el uso social del espacio. Así lo advirtió ya en 1981 el Informe PNUD–UNESCO , que señalaba que la política de restauración urbana podía volverse un obstáculo si no se acompañaba de procesos sociales reales. Cuatro décadas después, esa advertencia sigue vigente. En lugar de permitir que la ciudad se actualice desde su tradición, lo que se ha hecho es reproducir incansablemente las mismas formas arquitectónicas , como si lo patrimonial fuera una fórmula decorativa, repetible sin variación. Balcones, arquerías, muros de piedra y techos a dos aguas se aplican como si fueran signos obligatorios para toda intervención en el centro histórico. Pero cuando todo se vuelve patrimonio, nada lo es realmente. Se pierde la singularidad, se produce una especie de “parodia formal”, como diría Wiley Ludeña (2021) , donde la forma importa más que el sentido. Esta obsesión con el pasado también ha paralizado a la arquitectura. Los arquitectos locales —ya limitados por una formación poco crítica, como se analizó en el cuerpo anterior— se ven forzados a operar entre dos polos igualmente estériles: o reproducen miméticamente el estilo colonial, para cumplir con las exigencias del entorno patrimonial; o diseñan piezas neutras, sin carácter, para evitar conflictos con las entidades que regulan la imagen urbana. En ambos casos, la arquitectura deja de ser un lenguaje contemporáneo y se vuelve imitación o silencio. Y lo más preocupante es que esta situación no permite pensar el futuro de la ciudad. No hay debates reales sobre nuevas centralidades, sobre cómo deben evolucionar los espacios públicos, o cómo deben integrarse las zonas de expansión urbana. Todo gira en torno a la conservación, pero no hay discusión sobre transformación. Se habla de mantener, pero no de imaginar. Cusco se protege, pero no se proyecta. Es una ciudad donde el pasado es visible, pero el presente es confuso y el futuro es invisible. El uso del patrimonio como imagen inmóvil también excluye a quienes viven fuera de esa postal. La regulación y la inversión se concentran en el centro, mientras que las zonas populares quedan fuera del marco patrimonial y, por tanto, fuera del cuidado. En este sentido, el patrimonio se convierte en frontera simbólica: se protege lo que es visible para el turismo, y se descuida lo que no entra en el encuadre. Esto refuerza la fragmentación urbana ya analizada, y naturaliza la desigualdad espacial. Carlos Soto Castillo (2021) refuerza esta idea al afirmar que el discurso patrimonial en Cusco ha sido absorbido por el mercado y por una visión oficial que neutraliza cualquier forma de crítica. Las intervenciones se planifican desde el Ministerio o desde las municipalidades con lógicas de “puesta en valor” que rara vez toman en cuenta las necesidades reales de quienes habitan esos espacios. El patrimonio se convierte en argumento para intervenir desde fuera, no en herramienta para fortalecer lo común. Por todo esto, sostengo que la arquitectura cusqueña actual está atrapada en una imagen, y que esa trampa no solo limita la creatividad proyectual, sino que impide repensar la ciudad como un espacio abierto a la diversidad, al conflicto y a la transformación. Cusco no necesita conservar su forma a toda costa, sino reimaginar el sentido de esa forma. No basta con mantener las piedras en pie: hay que preguntarse qué tipo de vida pueden seguir sosteniendo. El verdadero valor del patrimonio no está en repetir su imagen, sino en activar su potencia como memoria viva. Y para ello, la arquitectura debe recuperar su capacidad de proponer ciudad, no solo de obedecer formas. Si no se rompe esta lógica, el riesgo
Bibliografía Canziani Amico, J. (2009). La ciudad y el territorio en los Andes: Contribuciones a la historia del urbanismo prehispánico. Fondo Editorial PUCP. De los Ríos, S. (2006). Transformaciones urbanas en ciudades patrimoniales andinas: El caso del Cusco. En P. Sandoval & S. De los Ríos (Eds.), La ciudad y los otros: El espacio público en el Perú (pp. 171–190). Fondo Editorial PUCP. Ludeña Urquizo, W. (2021). Ciudad y arquitectura de la república: Encuadres 1821–2021. Fondo Editorial PUCP. Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo – UNESCO. (1981). Informe técnico sobre la reconstrucción de Cusco. Cusco: Oficina Regional de Cultura. Soto Castillo, C. A. (2021). La arquitectura moderna en el Cusco (1950–1986) [Tesis de maestría, Universidad Nacional de Ingeniería]. Repositorio Institucional UNI. https://repositorio.uni.edu.pe/handle/20. .14076/