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Este texto describe la importancia de las elecciones nacionales de 1916 en Argentina y la creciente importancia del clientelismo político en el nuevo escenario democrático. Se destaca la figura de Hipólito Yrigoyen, líder del Partido Autonomista, y su capacidad para atraer a las masas y convertir a su partido en una gran maquinaria electoral. Se analiza también la creciente importancia de los trabajadores nativos y la confrontación entre oficialismo y oposición.
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amplios apoyos de masas y de un explícito programa de go- bierno, y por tanto a estar mejor preparados para forjar rela- ciones más estrechas y más transparentes entre Estado y so- ciedad. Aun cuando la numerosa población extranjera —un grupo presente en todo el espectro social, aunque probable- mente más importante entre las clases medias— fue exclui- da del derecho al sufragio, el carácter objetivamente demo- cratizador de la nueva legislación resulta evidente.
La era radical
Una vez sancionada la Ley de Sufragio Obligatorio y Secreto, muchos dirigentes oficialistas se manifestaron convencidos de que el partido gobernante alcanzaría la victoria y que, en todo caso, las agrupaciones que lo desafiaran en las urnas (radicales, socialistas, católicos) deberían competir por la representación minoritaria reservada a la oposición. Sin em- bargo, las credenciales del PAN como el gran partido de gobierno que había hecho posible el progreso argentino no fueron suficientes para asegurarle ese lugar de privilegio una vez que el sufragio obligatorio y secreto comenzó a regir los comicios. Las fuerzas oficialistas lograron retener su pri- macía por algunos años en el interior tradicional; en las re- giones más modernas del país, en cambio, experimentaron una rápida erosión. Entre 1912 y 1915, los radicales gana- ron las gobernaciones de Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba, y disputaron con los socialistas por la supremacía en la capi- tal federal. En las elecciones nacionales de abril de 1916, las primeras verdaderamente libres de la historia del país, el par- tido fundado por Alem obtuvo cerca del 46 por ciento de los
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sufragios; seis meses más tarde, su máxima figura, Hipólito Yrigoyen, asumía la presidencia. El radicalismo recogió adhe- siones tanto en medios rurales como urbanos, y a través de todo el espectro social, aunque su base de sustentación más firme se encontraba entre las clases medias y populares de la región pampeana. En el lapso de unos pocos años, pues, la re- forma echó por tierra una hegemonía de más de treinta años. Sobre sus cenizas se erigió una nueva fuerza dominante, el radicalismo, que rigió los destinos del país hasta que fue derro- cado por un levantamiento armado en septiembre de 1930. La derrota del PAN reconoce distintos motivos. El PAN debió encarar el supremo desafío del sufragio honesto sin el auxilio de sus grandes figuras: para 1916 Roca, Pellegrini y Sáenz Peña habían fallecido. Faltas de orientación desde la cumbre, las fuerzas autonomistas concurrieron a la con- tienda presidencial con dos candidaturas rivales entre sí, las de Lisandro de la Torre y Marcelino Ugarte, que se hostiliza- ron mutuamente a lo largo de la campaña electoral. De to- dos modos, el hecho de que experimentaran importantes fracasos en el nivel provincial y municipal sugiere que sus problemas no radicaban solamente en sus dificultades para coincidir en una fórmula presidencial. Por una parte, la legi- timidad del PAN se había visto hondamente afectada por la falsificación electoral. Este fenómeno no era quizás decisi- vo en muchos distritos del interior, pues allí la dirigencia autonomista gozaba de influjos y prestigios que, aunque no siempre vinculados a las prerrogativas de los grupos social y económicamente más poderosos, de todas maneras se ha- llaban fuertemente imbricados en la sociedad local. Pero en las grandes ciudades del litoral, donde la independencia del electorado era mayor, y donde desde comienzos de siglo
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Para encarar la laboriosa tarea de movilizar este electora- do para el que el voto aparecía como una concesión antes que como una conquista, las fuerzas partidarias debieron transformarse profundamente. En esos años, todos los par- tidos se vieron impulsados a crear redes de comités locales a partir de los cuales encarar una vasta y exigente tarea pro- selitista, que debía ir más allá de sus tradicionales clientelas electorales (que, por cierto, también crecieron en este perio- do). Como parte de este proceso, se incrementó la importan- cia de los agentes políticos capaces de interpelar públicos más extensos y, en particular, de sintonizar con las preocu- paciones y aspiraciones de los sectores populares que, ahora, se habían movido hacia el centro de gravedad de la escena política. En el pasado, los dirigentes populares y las estruc- turas partidarias habían desempeñado un papel relevante en el reclutamiento de votantes, pero su importancia siem- pre se había visto acotada por el carácter limitado, y muchas veces fraudulento, de la competencia en los comicios. Aun- que el cambio no se produjo de la noche a la mañana, luego de 1912, cuando el éxito político pasó a depender más direc- tamente de la capacidad de reclutar seguidores y atraer vo- tos, la importancia de los políticos populares y de las estruc- turas partidarias se reveló cada vez mayor. Así pues, en el nuevo escenario democrático creció la importancia del clien- telismo político, pero más aún de la capacidad de atraer pú- blicos poco politizados. Al ritmo impuesto por los resultados en las urnas, también se produjo un importante recambio generacional —y hasta cierto punto social— de la dirigencia, visible tanto en el radicalismo como en la oposición. Dentro de las fuerzas autonomistas —que entonces co- menzaban a llamarse conservadoras— se produjeron algunos
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intentos fructíferos para adecuar su estructura y su progra- ma al escenario democrático, como los que protagonizaron los dirigentes de Avellaneda, el principal suburbio obrero de Buenos Aires. Sin embargo, el peso de la tradición y la incidencia de liderazgos forjados en el periodo anterior aco- taron estas transformaciones. La Unión Cívica Radical fue más exitosa, y de hecho se adaptó mejor que cualquier otra agrupación a un nuevo contexto impuesto por una súbi- ta expansión del electorado y, bajo el liderazgo de Hipólito Yrigoyen, se convirtió en el primer partido de masas de la his- toria argentina. Desde el cambio de siglo, el radicalismo se había mantenido al margen de la competencia partidaria, reducido a poco más que una secta política unida en torno al reclamo de elecciones honestas. Resulta difícil evaluar su influjo durante el periodo en el que permaneció en las som- bras, pero el anémico levantamiento armado que protago- nizó en 1905 sugiere que todavía entonces estaba lejos de constituir una organización poderosa. Para entonces, sin embargo, ya estaba en camino de constituirse en el gran im- pugnador moral del régimen oligárquico. La aprobación de la Ley Electoral de 1912 lo obligó a salir del encierro volun- tario en el que se había mantenido por más de una década, y desde entonces no cesó de sumar adeptos agitando la ban- dera del sufragio honesto y denunciando la corrupción y la ilegitimidad del régimen gobernante. Su crecimiento debió mucho al extraordinario talento político de su líder Yrigo- yen, una figura que poseía un enorme magnetismo personal a la vez que grandes destrezas organizativas y una gran avi- dez por sumar nuevos reclutas a su causa. Yrigoyen representó un tipo de liderazgo popular muy peculiar, que marcó hondamente a la organización, sobre
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opositoras buscando sobreponerse a la declinación que ésas experimentaron en la era democrática. De hecho, en las elec- ciones nacionales de 1916 la migración de los conservadores hacia el radicalismo resultó crucial para asegurar el triunfo de Yrigoyen en muchas provincias del interior. El impacto de la participación popular ya en el comien- zo de la era democrática se puso de manifiesto en el mismo momento en el que Yrigoyen arribó a la Casa Rosada, acom- pañado por una multitud nunca vista en un acto de asunción presidencial; algunos de los presentes soltaron los caballos y arrastraron personalmente el carruaje que transportaba al primer mandatario. Este espectáculo puso de relieve la emer- gencia de una nueva cultura política, decididamente más ple- beya, que causó disgusto y preocupación en las élites políti- cas e intelectuales tradicionales y en las clases propietarias. Este fenómeno se vio acentuado, pues con la democratiza- ción las élites intelectuales perdieron gran parte del influjo sobre la cumbre del Estado del que habían gozado durante la república oligárquica, cuando los déficits de legitimidad democrática de la clase dirigente la volvían más propensa a reconocer la autoridad de los hombres de ideas. Con el triunfo del sufragio universal, pues, la política se tornó más popular y más hostil hacia las formas de prestigio y autoridad consagradas por el antiguo régimen. Hay que señalar, sin embargo, que pese a estos cambios los gobernantes surgi- dos de las urnas no mostraron interés en alterar los acuerdos sociales que habían hecho posible el formidable crecimiento que la economía de exportación había experimentado du- rante las cuatro o cinco décadas de vida que acumulaba el proyecto liberal, cuyos progresos en el terreno social y cultu- ral apreciaban tanto los líderes radicales como sus rivales.
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Por otra parte, el hecho de que las nuevas autoridades insis- tiesen en que la causa de la reparación política constituía su principal objetivo, muchas veces los instó a comportarse co- mo administradores aún más austeros y más ortodoxos que sus antecesores oligárquicos. Durante el primer gobierno de Yrigoyen, además, la moderación en el gasto constituyó también una necesidad impuesta por las serias restricciones que experimentaron las finanzas públicas como consecuen- cia de los desajustes provocados por la I Guerra Mundial. Amén de afectar al comercio internacional y al flujo de inversiones, la Gran Guerra provocó un deterioro muy marca- do de los salarios, así como elevadas tasas de desocupación. Estas privaciones dieron origen a un largo ciclo de huelgas que comenzó en 1917 y se prolongó hasta 1921, que por su intensidad y envergadura no tendría igual en la Argentina preperonista. Un contexto ideológico inédito, marcado por el triunfo de la Revolución Rusa y el ascenso de fuerzas in- surreccionales en todo el oeste y centro de Europa, le otorgó a los reclamos obreros un dramatismo excepcional, que con- citó grandes temores entre las clases medias y altas. El nivel de organización de los conflictos desatados en esos años puso de relieve que el mundo del trabajo había alcanzado un nivel de articulación desconocido durante el periodo de apo- geo anarquista de la primera década del siglo. Con todo, su punto culminante, la Semana Trágica de enero de 1919 en Buenos Aires, mostró los límites de una organización sindi- cal que, a lo sumo, estaba en condiciones de encuadrar a uno de cada cuatro o cinco trabajadores. La Semana Trágica —el peor episodio de violencia social de la primera mitad del si- glo XX— comenzó cuando la indignación ante el asesinato, a manos de las fuerzas del orden, de algunos obreros de los
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comenzó a asentarse, se advirtió que el movimiento obre- ro tomaba distancia del ideal insurreccional y comenzaba a abrazar posiciones que lo reconciliaban con el orden existen- te. De hecho, en pocos años se hizo claro que el sindicalismo comunista, nacido en 1920 y pronto afiliado a la Tercera In- ternacional, quedaba como el único portaestandarte de la bandera revolucionaria en el mundo del trabajo argentino. La fuerza que mejor simbolizaba la toma de distancia res- pecto del ideal revolucionario fue el pragmático «sindica- lismo revolucionario», la más exitosa de cuantas pugnaron por orientar al movimiento obrero en el periodo de entregue- rras. Contra lo que indica su nombre, esta corriente desarro- lló su actividad cada vez más despojada de una perspectiva insurreccional (y más en general política), y concentrando sus energías en la construcción de estructuras sindicales a partir de las cuales incrementar el poder de negociación de los asa- lariados. Las organizaciones sindicalistas no mostraron re- paros en dialogar y negociar con el empresariado. Fueron, sin embargo, celosos defensores del principio de autonomía obrera, y por ello nunca demostraron interés en impulsar un programa de reformas laborales supervisado por el Estado, que inevitablemente habría recortado la independencia de sus organizaciones. Sin embargo, esta corriente buscó el apoyo de las autoridades toda vez que la intercesión oficial podía volcar un conflicto en su favor. Para los representantes de los trabajadores, el creciente atractivo de esta estrategia que estrechaba lazos con el Estado era en parte resultado del nuevo escenario que se abrió con la reforma electoral de 1912 que, al incluir más centralmente a las clases populares nati- vas en la vida electoral, permitía intercambiar concesiones laborales o respaldo en los conflictos gremiales por apoyo
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electoral. La gradual nacionalización de los trabajadores y el importante incremento en el bienestar popular que tuvo lugar tras la crisis de la posguerra, y que se prolongó durante casi toda la década de 1920, operó en el mismo sentido, pues poco a poco le restaron atractivo a las posiciones anarquis- tas que tanta importancia habían tenido entre los traba- jadores inmigrantes del cambio de siglo, favoreciendo su reemplazo por posturas más respetuosas del orden social que podían ser mejor atendidas por las autoridades. El gobierno radical se convirtió en un promotor de este sindicalismo apolítico y de negociación, cuyo ascenso es- timuló no sólo porque le permitía dotarse de aliados en el mundo del trabajo, sino también porque de este modo es- trechaba el margen de maniobra de las declinantes organi- zaciones anarquistas y de los algo más dinámicos gremios orientados por el Partido Socialista. Para la izquierda parla- mentaria, la democratización trajo tanto beneficios como problemas. Con el sufragio obligatorio, el socialismo incre- mentó su caudal electoral en las grandes ciudades del litoral y particularmente en la capital federal, cuyo dominio dispu- tó con el radicalismo. La influencia socialista también creció entre los trabajadores organizados del mundo urbano, aun- que más modestamente, y sin amenazar el predominio de las organizaciones sindicalistas. En el interior del país y en la campaña pampeana, empero, el socialismo nunca logró echar raíces. Este escenario dejó en una posición minoritaria a los principales promotores de un programa comprensivo de reformas laborales y sociales a desarrollarse por la vía legisla- tiva. Privado de sustento, tanto en un gobierno que apren- dió a sacar ventajas de su capacidad de arbitrar informal- mente en los conflictos laborales, como entre organizaciones
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gobierno, Yrigoyen decretó intervenciones federales en ocho provincias gobernadas por administraciones conservadoras, entre las que se contaba Buenos Aires. La posición electoral del radicalismo se afirmó gracias al desplazamiento de estos rivales, y ya para 1918, el oficialismo se convirtió en la ban- cada mayoritaria en la Cámara de Diputados. En la Cámara de Senadores, donde los escaños se renovaban cada nueve años, el asedio a las posiciones conservadoras fue más lento y dificultoso, pero la dirección del cambio resultó igualmen- te inequívoca. La universidad, otro bastión opositor, tam- bién sufrió el embate de los nuevos tiempos. Gracias al apo- yo presidencial, en 1918 triunfó un movimiento reformador promovido por el estudiantado que reclamaba una renova- ción del cuerpo de profesores —un estamento de signo pre- dominantemente conservador—, así como mayor participa- ción estudiantil en el gobierno de las casas de estudios. Sometidas a un hostigamiento continuo, y a la vez afec- tadas por su progresiva declinación electoral, las fuerzas con- servadoras acusaron al gobierno de atentar contra las insti- tuciones de la República y de traicionar el programa de Sáenz Peña. También denunciaron el «obrerismo» y las prácticas clientelistas con que el partido gobernante reclutaba segui- dores y —a su juicio— falsificaba la voluntad popular, y cre- cientemente, también la falta de madurez del electorado. Sin embargo, nunca le volvieron la espalda a la idea de que el vasto proceso de cambio político y social que la Argentina había recorrido en el medio siglo previo debía culminar en la construcción de una democracia auténtica. En alguna medida, empero, los conservadores reaccionaron contra fe- nómenos que, aunque no se ajustaban a sus ideales y expecta- tivas, eran resultado del propio proceso de democratización.
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Pues al incorporar a las mayorías de modo más pleno a la vida pública, la democratización obligó a los gobernantes a contemplar más directamente las demandas de una ciuda- danía que, aun si movilizada a través de estructuras partida- rias que canalizaban de modo selectivo las demandas que recibían desde el llano, se tornaba más activa y más partici- pativa de lo que estos grupos se hallaban tradicionalmente acostumbrados a tolerar. El irrefrenable ascenso radical resultó aún más difícil de aceptar para los partidos modernizadores (también llamados de ideas), como el Partido Demócrata Progresis- ta y, particularmente, para el socialismo. En su momento, la fuerza conducida por Juan B. Justo había visto a la refor- ma electoral como una gran oportunidad para acelerar la formación de un electorado educado en la política de los in- tereses de clases a partir de la cual reemplazar a las agrupa- ciones personalistas por auténticos partidos de ideas. Sin embargo, luego de un comienzo auspicioso, el caudal elec- toral socialista se estancó, mientras el radicalismo crecía en el favor popular y, lo que era aún peor, lo hacía recurriendo a los instrumentos de la política criolla que los socialistas tanto denigraban. Así pues, los socialistas, que se habían preparado para conducir a las masas argentinas en la era de la verdad electoral, descubrieron que ese papel le estaba re- servado a un partido sin programa explícito y sin principios claros, y al que en consecuencia consideraban muy similar a las fuerzas oligárquicas. Las tensiones que introdujo el ascenso de Yrigoyen ter- minaron por desgarrar al propio partido Radical. Durante su mandato, algunos sectores del partido comenzaron a mos- trar su insatisfacción con lo que describían como el avasalla-
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vio reflejado tanto en el perfil de sus dirigentes como en el estilo y los temas de la campaña electoral. No sorprende, pues, que la denuncia del yrigoyenismo, extendida entre los integrantes de las élites económicas y sociales, también ga- nase terreno en importantes franjas de las clases medias, que entonces se revelaron muy sensibles al discurso que condenaba los aspectos populistas y plebeyos del gobierno radical. Este último fenómeno reconocía motivos específi- cos vinculados a los sucesos de esos años, pero también otros más generales que remiten a la posición secundaria que las clases medias terminaron ocupando en la escena política de la república democrática. Para estos sectores, en su mo- mento marginados por el régimen oligárquico, la reforma sólo supuso una mejora muy relativa de su posición en la es- fera política, pues la abrupta ampliación que tuvo lugar como consecuencia de la sanción del sufragio obligatorio despla- zó el centro de gravedad del sistema político hacia las cla- ses populares. Cuando la gran crisis de 1929 se abatió sobre la Argentina, un creciente malestar rápidamente ganó a im- portantes franjas de las clases medias, que culparon al go- bierno de concentrar todas sus energías en la política menuda, mientras permanecía indiferente ante las consecuencias de la depresión económica. Ese mismo año, el gobierno sufrió algunos retrocesos electorales y, en marzo de 1930, una hu- millante derrota en la capital federal a manos del Partido Socialista Independiente, una escisión de la derecha del so- cialismo que montó una furiosa campaña llamando a de- rrocar al gobierno. Sensible al signo de los tiempos, la pren- sa popular también se volcó contra el gobierno. En este contexto marcado por el impacto de la crisis y el ascenso de la agitación opositora, una pequeña pero ague-
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rrida derecha antidemocrática que había nacido junto a la democracia, y sobre la que pesaba también la influencia del catolicismo antimoderno, experimentó un breve pero signi- ficativo momento de gloria. Durante los años de intensa conmoción social que acompañaron el fin del conflicto bé- lico, la más importante de estas agrupaciones, la Liga Pa- triótica, había cosechado importantes apoyos en las clases altas y medias, tanto en el campo como en la ciudad, y tam- bién entre el cuerpo de oficiales del ejército. El retorno de la paz social durante la presidencia de Alvear le restó urgen- cia a los llamados a defender la patria y el orden contra el peligro revolucionario, y desde entonces la nueva derecha vio contraerse su séquito. Críticos con la reforma de Sáenz Peña, sus militantes reivindicaban el uso de la violencia co- mo arma política, pero tenían en mente más un retorno al pasado que una apertura a movimientos autoritarios de tipo fascista (que podía significar, más que un desplazamien- to, una victoria aún más completa de la política de masas). De hecho, la corriente más influyente dentro de este movi- miento terminó abrazando un proyecto que apuntaba a la restauración de una república expurgada de los vicios popu- listas que la democratización había traído consigo. En el cargado clima que caracterizó a la segunda presidencia de Yrigoyen, los militantes del nacionalismo antidemocrático finalmente encontraron un contexto propicio para desple- gar su acción de propaganda. Aunque sus posiciones eran bastante más extremas, y en el largo plazo incompatibles con las que voceaba la oposición conservadora y las que nu- trían los sentimientos de importantes franjas de las clases medias y altas, en esas especiales circunstancias terminaron unidos por el deseo de poner fin al gobierno radical.
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forjado su ideario en el siglo previo, seguía imaginando el futuro en el marco de una república democrática y liberal. Pero la restauración del imperio del sufragio sólo se volvía plenamente aceptable para estos grupos si permitía la cons- trucción de un orden político que, expurgado de los vicios populistas que le achacaban al gobierno radical, los reco- nociese como sus conductores. Para ello, sin embargo, era necesaria la marginación del radicalismo, que seguía consti- tuyendo la principal fuerza electoral del país. En un escena- rio en el que tanto la dictadura como la restauración demo- crática se mostraban inviables, la Argentina comenzaría un nuevo drama signado por el fraude electoral.