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Este texto analiza la relación entre el estado y el individuo a través de la historia, mostrando cómo la naturaleza de este vínculo ha variado en diferentes sociedades. El autor argumenta que el estado no solo es un agente de la autoridad soberana, sino que también representa la realización de objetivos sociales superiores a los individuales. Además, se discute la importancia de las comunicaciones entre el estado y la sociedad, y cómo estas relaciones influyen en la vida política y social de ambas partes.
Typology: Lecture notes
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El francés Émile Durkheim, uno de los fundadores de la sociología moderna, utilizó métodos
científicos para aproximarse al estudio de los grupos sociales. Durkheim creía que los individuos son el
producto de fuerzas sociales complejas y no pueden entenderse fuera del contexto social en el que
viven. Formuló el término conciencia colectiva para describir el carácter de una sociedad particular.
Según Durkheim, esta conciencia colectiva difiere totalmente de las conciencias individuales que la
forman. Aplicando este concepto en su obra El suicidio: un estudio sociológico (1897), Durkheim intentó
demostrar las razones por las que los individuos cometen suicidio. Analizando las tasas de suicidio,
llegó a la conclusión de que este acto es producto de un profundo conflicto relacionado con el medio
social exterior.
Hemos estudiado sucesivamente las reglas morales y jurídicas que se aplican a las relaciones del individuo consigo mismo, con el grupo familiar, con el grupo profesional. Hemos de estudiarlas ahora en las relaciones que el individuo mantiene con otro grupo, más extenso que los precedentes, el más extenso de todos los constituidos actualmente, a saber, el grupo político. El conjunto de las reglas sancionadas que determinan lo que deben ser estas relaciones forma lo que se llama la moral cívica.
Pero antes de comenzar el estudio, es importante definir lo que se debe entender por sociedad política.
Un elemento esencial que entra en la noción de todo grupo político es la oposición de gobernantes y gobernados, de las autoridades y de aquellos que quedan sometidos a ella. Es muy posible que en el origen de la evolución social, esta distinción no haya existido; la hipótesis es tanto más verosímil cuanto encontramos sociedades en las que dicha distinción está muy débilmente señalada. Pero, en todo caso, las sociedades donde se la observa, no pueden ser confundidas con aquellas donde hace falta. Unas y otras constituyen dos especies diferentes que deben ser designadas mediante palabras distintas, y es a las primeras a las cuales debe reservarse la calificación de políticas. Pues si esta expresión tiene un sentido, quiere decir, ante todo, organización, aunque rudimentaria, constitución de un poder, estable o intermitente, débil o fuerte, cuya acción, cualquiera que sea, sufren los individuos.
Pero un poder de este tipo se encuentra en otra parte también, y no sólo en las sociedades políticas. La familia tiene un jefe cuyos poderes son a veces absolutos, otras restringidos por los de un consejo doméstico. Se ha comparado frecuentemente la familia patriarcal de los romanos a un pequeño Estado, y si, como veremos más adelante, la expresión no está justificada, será difícil de aprehender si la sociedad política se caracterizaba únicamente por la presencia de una organización gubernamental. Es, pues, necesaria otra característica.
Se ha creído encontrarla en las relaciones particularmente estrechas que vinculan toda sociedad política al lugar que ocupa. Hay, se dice, una relación permanente entre toda nación y un territorio dado. “El Estado, dice Bluntschli, debe tener su dominio; la nación exige el país.” (p. 12) Pero la familia no está menos ligada, al menos en un gran número de pueblos, a una porción determinada de suelo: también ella tiene su dominio, del cual es inseparable, porque éste es inalienable. Hemos visto claramente que, a veces, el patrimonio inmobiliario era verdaderamente el alma de la familia; es esto lo que hace la unidad y la perennidad de la misma; éste era el centro alrededor del cual gravitaba la vida doméstica. En ninguna parte el territorio político desempeña papel más considerable en las sociedades políticas. Agreguemos, por otra parte, que esta importancia capital unida al territorio nacional es de fecha relativamente reciente. En principio, parece muy arbitrario negar todo carácter político a las grandes sociedades nómades cuya organización es a veces muy sabia. Por otra parte, en otras ocasiones, se consideraba el número de ciudadanos, y no el territorio, como elemento esencial de los Estados. Anexarse un Estado no era anexarse el país, sino a los habitantes que lo ocupaban, incorporándoselos. Inversamente, se veía a los vencedores establecerse entre los vencidos, sobre sus dominios, sin perder por esto su unidad y su personalidad política. Durante los primeros tiempos de nuestra historia, la capital, es decir el centro de gravedad territorial de la sociedad, era de movilidad extrema. No hace mucho tiempo que los pueblos se convirtieron hasta este punto en solidarios con su medio, de lo que se
de la cual provendrían las sociedades más completas sería un grupo familiar extenso, formado por todos los individuos unidos por vínculos sanguíneos o los de adopción, y colocados bajo la dirección del más antiguo ascendiente varón, el patriarca. Ésta es la teoría patriarcal. Si ésta fuera verdadera, encontraríamos en el principio una autoridad constituida, de todo punto de vista análoga a la que encontramos en los Estados más complejos, que sería, por consecuencia, verdaderamente política, mientras que sin embargo la sociedad de la cual es la clave es una y simple, no está compuesta de ninguna sociedad menor. La autoridad suprema de las ciudades, de los reinos, de las naciones que se forman más tarde no tendría ningún carácter original y específico; sería una derivación de la autoridad patriarcal sobre el modelo de la cual se habría formado. Las sociedades llamadas políticas no serían más que familias agrandadas.
Pero esta teoría patriarcal no es sostenible actualmente; es una hipótesis que no reposa sobre ningún hecho directamente observado y que desmiente una cantidad de hechos conocidos. Nunca se ha observado la familia patriarcal tal como la describieron Summer Maine y Fustel de Coulanges. Nunca se ha visto un grupo formado por individuos ligados por la consanguineidad, y viviendo en estado de autonomía bajo la dirección de un jefe más o menos poderoso. Todo grupo familiar conocido, que presente un mínimo de organización, que reconozca alguna autoridad definida, forma parte de una sociedad más vasta. Lo que define al clan es que es un división política al mismo tiempo que familiar de un conjunto social mayor. Pero, se dirá, ¿en el principio? En el principio, es legítimo suponer que existieron sociedades simples que no contenían en sí ninguna sociedad más simple; la lógica y las analogías nos obligan a hacer la hipótesis, confirmada por ciertos hechos. Pero, por el contrario, nada autoriza a creer que tales sociedades estuvieran sometidas a una sociedad cualquiera. Y lo que debe hacer rechazar esta suposición como totalmente inverosímil, es que cuanto más independientes son los clanes de una tribu, unos de otros, más tiende cada uno de ellos hacia la autonomía, más también todo lo que se parece a una autoridad, a un poder gubernamental cualquiera, falta allí. Son masas casi completamente amorfas, cuyos miembros se encuentran en el mismo plano. La organización de grupos parciales, clanes, familias, etc..... no precedió, pues, a la organización del conjunto total que resultó de su reunión. De donde no se puede concluir tampoco que, por el contrario, la primera nazca de la segunda. La verdad es que éstas son solidarias, como decíamos antes, y se condicionan la una a la otra. Las partes no se organizaron primero para formar un todo organizado luego a su imagen, sino que el todo y las partes se organizaron al mismo tiempo. Otra consecuencia de lo que precede es que las sociedades políticas implican la existencia de una autoridad, y como esta autoridad no aparece sino allí donde las sociedades comprenden en sí mismas una pluralidad de sociedades elementales, las sociedades políticas son, necesariamente, policelulares o polisegmentares. Esto no quiere decir que nunca hubo sociedades compuestas de un solo y único segmento, sino que éstas constituyen otra especie, no son políticas.
Por otra parte, una misma sociedad puede ser política desde cierto punto de vista, y no formar un grupo secundario y parcial desde otro punto de vista. Esto ocurre en todos los Estados federativos. Cada Estado particular es autónomo en cierta medida, más restringida si no formara parte de una confederación regularmente organizada, pero que por ser más débil, no deja sin embargo de existir. En la medida en que cada miembro depende sino de sí mismo, o en que no depende del poder central de la confederación, constituye una sociedad política, un Estado propiamente dicho. Al contrario, en la medida en que está subordinado a algún órgano superior a él, es un simple grupo secundario, parcial, análogo a un distrito, a una provincia, a un clan o a una casta. Deja de ser un todo para aparecer sólo como una parte. Nuestra definición no establece, pues, entre las sociedades políticas y las otras, una línea de demarcación absoluta; pero es que no la hay, y no podría haberla. Al contrario, la serie de cosas es continua. Las sociedades políticas superiores están formadas por el agregado lento de sociedades políticas inferiores; hay, pues, momentos de transición en los cuales, guardando algo de su naturaleza original, éstas comienzan, sin embargo, a convertirse en otra cosa, a desarrollar caracteres nuevos, en los cuales, por consiguiente, su condición es ambigua. Lo esencial no es señalar una solución de continuidad donde no la hay, sino percibir los rasgos específicos que definen a las sociedades políticas y
que, según estén más o menos presentes, hacen que estas últimas merezcan más o menos francamente esta calificación.
Ahora que sabemos por qué signos se reconoce una sociedad política, veamos en qué consiste la moral que se le vincula. De la definición misma que precede, resulta que las reglas esenciales de esta moral son las que determinan las relaciones de los individuos con esta autoridad soberana a cuya acción están sometidos. Como es necesaria una palabra para designar el grupo especial de funcionarios que están encargados de representar esta autoridad, convendremos en reservar para este uso la palabra Estado. Sin duda, es muy frecuente que se llame Estado no a un órgano gubernamental, sino a la sociedad política en su conjunto, al pueblo gobernado y su gobierno tomado como totalidad, y hemos empleado el término en este sentido. Es así como se habla de los Estados europeos, como se dice de Francia que es un Estado. Pero como es bueno tener términos especiales para realidades tan diferentes como la sociedad y uno de sus órganos, llamaremos más especialmente Estado a los agentes de la autoridad soberana, y sociedad política al grupo complejo cuyo órgano eminente es el Estado. Visto esto, los principales deberes de la moral cívica son, evidentemente, los que los ciudadanos tienen hacia el Estado, y, recíprocamente, los que el Estado tiene hacia los individuos. Para comprender cuáles son estos deberes, es importante, ante todo, determinar la naturaleza y la función del Estado.
Puede parecer, es verdad, que ya hemos respondido a la primera de las dos preguntas, y que la naturaleza del Estado ha sido definida al mismo tiempo que la sociedad política. ¿El Estado no es acaso la autoridad superior a la cual se somete toda la sociedad política en su conjunto? Pero en realidad, esta palabra autoridad es muy vaga, y es necesario que se la precise. ¿Dónde comienza y dónde termina el grupo de funcionarios investidos de esta autoridad y que constituye propiamente dicho el Estado? La pregunta es tanto más necesaria cuanto la lengua corriente comete sobre este tema muchas confusiones. Se dice todos los días que los servicios públicos son servicios del Estado; justicia, ejército, iglesia, donde la iglesia es nacional, pasan por formar parte del Estado. Pero no se debe confundir con el Estado mismo a los órganos secundarios que reciben más inmediatamente su acción, y que no son, en relación con éste, más que órganos de ejecución. Al menos, el grupo o los grupos especiales -pues el Estado es complejo- a los cuales están subordinados estos grupos secundarios llamados más especialmente las administraciones, deben ser distinguidos de éste. La característica de los primeros es que, por sí mismos, tienen la capacidad para pensar y actuar en lugar de la sociedad. Las representaciones, como las resoluciones que se elaboran en este medio especial, son natural y necesariamente colectivas. Sin duda, hay representaciones y decisiones colectivas fuera de las formadas de este modo. En toda sociedad hay o hubo mitos, dogmas, si la sociedad política es al mismo tiempo una iglesia, o tradiciones históricas, morales, que constituyen representaciones comunes a todos sus miembros, y que no son la obra especial de algún órgano determinado. Asimismo, hay en cada momento corrientes sociales que llevan a la colectividad en tal o cual sentido determinado, y que no emanan del Estado. Muy frecuentemente, el Estado experimenta su presión, más bien que darle impulso. Hay así toda una vida psíquica que está difusa en la sociedad. Pero hay otra que tiene por sede especial el órgano gubernamental. Es allí donde se elabora, y si influye sobre el resto de la sociedad no es más que secundariamente y de modo de repercusión. Cuando el Parlamento vota una ley, cuando el gobierno toma una decisión en los límites de su competencia, uno u otro paso depende sin duda del estado general de la sociedad; el Parlamento y el gobierno están en contacto con las masas de la nación, y las impresiones diversas que se desprenden para éstos de dicho contacto contribuyen a determinarlos en tal o cual sentido. Pero si hay un factor de su determinación que está situado fuera de ellos, no es menos cierto que son ellos quienes toman esta determinación, que, ante todo, tal determinación expresa el medio particular donde nace. Es así como, frecuentemente haya hasta una discordancia entre este medio y el conjunto de la nación, y que las resoluciones gubernamentales, los votos parlamentarios, aun siendo valiosos para la comunidad, no corresponden al estado de esta última. Hay, pues, una vida psíquica colectiva, pero esta vida no está difusa a todo lo largo del cuerpo social; aun siendo colectiva, está localizada en un órgano determinado. Y esta localización no proviene de una simple concentración en un punto determinado de una vida que tiene orígenes fuera de este punto. Es en parte en este
objeto el individuo, sólo por el hecho de que es todo lo que hay de real en la sociedad. No siendo ésta sino un agregado de individuos, no puede tener otro fin que el desarrollo de los individuos. Y, en efecto, por el hecho de la asociación, hace más productiva la actividad humana en el orden de las ciencias, de las artes y de la industria; y el individuo, encontrando a su disposición, gracias a una gran producción, una alimentación intelectual, material y moral más abundante, se extiende y se desarrolla. Pero el Estado por sí mismo no es productor. No añade nada, y nada puede agregar a estas riquezas de todo tipo que acumula la sociedad y con las cuales el individuo se beneficia. ¿Cuál será su papel, pues? El de prevenir ciertos malos efectos de la asociación. El individuo por sí mismo, tiene, al nacer, ciertos derechos, por el solo hecho de existir. Es, dice Spencer, un ser viviente y por ello tiene el derecho de vivir, de no ser incomodado por ningún otro individuo en el funcionamiento regular de sus órganos. Es, dice Kant, una personalidad moral, y por eso mismo, está investido de un carácter especial que hace de él un objeto de respeto, tanto en su estado civil como en su estado llamado natural. Ahora bien, estos derechos congénitos, se los entienda como se los entienda o se los explique, están conformados en ciertos aspectos por la asociación. El prójimo, en las relaciones que tiene conmigo, por el solo hecho de que estamos en contacto social, puede amenazar mi existencia, molestar el juego regular de mis fuerzas vitales, o, para hablar en el lenguaje de Kant, faltar al respeto que me debe, violar en mí los derechos del ser moral que yo soy. Es necesario, pues, un órgano que esté destinado a la tarea especial de velar por el mantenimiento de estos derechos individuales; pues si la sociedad puede y debe agregar algo a lo que yo tengo naturalmente y antes de toda institución social de estos derechos, debe primeramente impedir que éstos sean tocados; de otra manera, no tiene razón de ser. Existe un mínimo al cual la sociedad no debe considerar, pero por debajo del cual no debe permitir que se descienda, aunque nos ofrezca en su lugar un lujo que no tendrá valor si lo necesario nos falta en su totalidad o en parte. Es por esto que tantos teóricos, pertenecientes a las más diversas escuelas, han creído necesario limitar las atribuciones del Estado a la administración de una justicia totalmente negativa. Su papel debería reducirse cada vez más a impedir las usurpaciones ilegítimas de los individuos, a mantenerle intacta a cada uno de ellos la esfera a la cual tiene derecho, por el hecho de ser lo que se es. Sin duda, ellos saben que en realidad las funciones del Estado han sido en el pasado mucho más numerosas. Pero atribuyen esta multiplicidad de funciones a las condiciones particulares en las cuales viven las sociedades que no han llegado a un grado suficientemente alto de civilización. El estado de guerra es allí crónico, siempre muy frecuente. Ahora bien, la guerra obliga a dejar de lado los derechos individuales. Necesita una disciplina muy fuerte, y esta disciplina, a su turno, supone un poder fuertemente constituido. De allí proviene la autoridad soberana de la cual los Estados están tan frecuentemente investidos, en relación con los particulares. En virtud de esta autoridad, el Estado interviene en dominios que, por naturaleza, deberían serle extraños. Reglamenta las creencias, la industria, etc.... Pero esta extensión abusiva de su influencia no puede justificarse más que en la medida en que la guerra tiene un papel importante en la vida de los pueblos. Cuanto más desaparece ésta, cuanto más rara se vuelve, más es posible y necesario desarmar al Estado. Como la guerra no ha desaparecido ahora por completo, como hay todavía rivalidades internacionales que temer, el Estado debe, en cierta medida, guardar actualmente algunas de sus atribuciones antiguas. Pero esto no es más que una supervivencia más o menos anormal, cuyos últimos rasgos están destinados a desaparecer progresivamente.
En el punto del curso al que hemos llegado, no es necesario refutar en detalle esta teoría. Está, en principio, en contradicción manifiesta con los hechos. Cuanto más se avanza en la historia, más se observa la multiplicación de las funciones del Estado, al mismo tiempo que se convierten en más importante, y este desarrollo de las funciones se hace sensible materialmente por el desarrollo paralelo del órgano. Qué distancia hay entre lo que es el órgano gubernamental en una sociedad como la nuestra y lo que era en Roma o en una tribu de pieles rojas. Aquí, una multitud de ministerios con engranajes diversos, junto a grandes asambleas cuya organización tiene una complejidad extrema, y por encima, el jefe de Estado con sus servicios especiales. Allá, un príncipe o algunos magistrados, consejos asistidos por secretarios. El cerebro social, como el cerebro humano, ha crecido con el curso de la evolución. Y, sin embargo, la guerra, durante este tiempo, abstracción hecha de algunas regresiones pasajeras, se ha convertido, paulatinamente, en más intermitente y rara. Habría que considerar este desarrollo
progresivo del Estado, esta extensión ininterrumpida de sus atribuciones, de la parte administración de justicia, como radicalmente anormal; dadas la continuidad, la regularidad de esta extensión, lo largo de toda la historia, tal hipótesis es insostenible. Debe tenerse confianza en la fuerza de su propia dialéctica, para condenar como enfermos, en nombre de un sistema particular, a los movimientos que tienen tal constancia y tal generalidad. No hay un Estado cuyo presupuesto no se infle a ojos vista. Los economistas ven en esto un producto deplorable de una verdadera aberración lógica y gimen por la ceguera general. Sería mejor método, quizá, el considerar como algo regular normal una tendencia tan universalmente irresistible, con la reserva, claro está, de excesos y abusos particulares, pasajeros, que no se pretende negar.
Descartada esta doctrina, nos queda, pues, por decir que el Estado tiene otros fines, otro papel por cumplir que el de velar por el respeto de los derechos individuales. Pero entonces, nos arriesgamos a encontrarnos frente a la solución contraria a la que acabamos de examinar, la solución que llamaría de buena gana solución mística, de la cual las teorías sociales de Hegel nos han dado su expresión más sistemática en ciertos aspectos. Desde este punto de vista, se dice que cada sociedad tiene un fin superior a los fines individuales, sin relación con estos últimos y que el papel del Estado es el de proseguir la realización de este fin verdaderamente social, debiendo ser el individuo un instrumento cuyo papel es ejecutar estos designios que él no ha hecho y que no le concierne. Debe trabajar por la gloria de la sociedad, por la grandeza de la sociedad, por la riqueza de la sociedad, y debe sentirse pagado por sus esfuerzos por el solo hecho de que, como miembro de esta sociedad, participa en cierto modo de estos bienes que contribuye a conquistar. Recibe una parte de los rayos de esta gloria, un reflejo de esta grandeza llega hasta él y esto es suficiente para interesarlo por los fines que lo trascienden. Esta tesis merece tanto más nuestra detención cuanto que no posee sólo un interés especulativo e histórico, sino que, aprovechando la confusión en que se hallan actualmente las ideas, está empezando una especie de renacimiento. Nuestro país, que hasta el presente le había quedado cerrado, demuestra ciertas disposiciones a acogerla con complacencia. Porque los viejos fines individuales que he explicado han dejado de satisfacer, se vuelve desesperadamente a la fe contraria, y, renunciando al culto del individuo que bastaba a nuestros padres, se trata de restaurar bajo una forma nueva el culto de la ciudad.
personales cuya energía no puede ser destruida, así como tampoco las de las fuerzas cósmicas. Es tan imposible como transformar a tal punto nuestra atmósfera física en cuyo seno respiramos.
Pero entonces, ¿no acabamos en una insoluble antinomia? Por un lado, verificamos que el Estado se desarrolla más y más, por el otro, que los derechos individuales, que pasan por ser antagónicos con los del Estado, se desarrollan paralelamente. Si el órgano gubernamental adquiere proporciones cada vez más considerables, es porque su función se hace cada vez más importante, es que los fines que persigue, que responden a su propia actividad, se multiplican; y, con todo, negamos que puede perseguir otros fines que los que interesan al individuo. Ahora bien, éstos pasan, por definición, por ser una dependencia de la actividad individual. Si, como se supone, los derechos del individuo han sido dados con el individuo, el Estado no tiene que intervenir para constituirlos; aquellos no dependen de éste. Pero entonces, si no dependen de éste, si están fuera de su competencia, ¿cómo puede extenderse sin cesar el límite de su competencia, mientras el Estado debe comprender cada vez menos cosas extrañas al individuo?
El solo medio de superar la dificultad es negar el postulado según el cual los derechos del individuo han sido dados con el individuo, es admitir que la institución de estos derechos es la obra misma del Estado. En efecto, entonces todo se explica. Se comprende que las funciones del Estado se extienden sin que resulte por ello una disminución del individuo, o que el individuo se desarrolle sin que el Estado quede disminuido por esto, ya que el individuo sería, en ciertos aspectos, el producto mismo del Estado, ya que la actividad del Estado sería esencialmente la liberadora del individuo. Ahora bien, la historia autoriza, efectivamente, a admitir esta relación de causas y efectos entre la marcha del individualismo moral y la marcha del Estado, y esto surge con evidencia de los hechos. Salvo casos anormales, de los cuales tendremos oportunidad de hablar, cuanto más fuerte es el Estado más respetado es el individuo. Sabemos que el Estado ateniense estaba mucho menos fuertemente construido que el Estado romano, y es claro que el Estado romano, a su turno, sobre todo el Estado de la ciudad, era una organización rudimentaria al lado de nuestros grandes Estados centralizados. La concentración gubernamental tenía un adelanto distinto en la ciudad romana del de todas las ciudades griegas, y la unidad de Estado distintamente acentuada. Esto fue lo que tuvimos ocasión de establecer el año pasado. Un hecho entre otros hace sensible esta diferencia: el culto, en Roma, estaba en manos del Estado; en Atenas, era difuso entre una multitud de colegios sacerdotales. No se encuentra en Atenas nada que se parezca al cónsul romano, en las manos del cual se centralizaban todos los poderes gubernamentales. La administración ateniense estaba dispersa entre una multitud incoherente de funcionarios distintos. Cada uno de los grupos elementales formantes de la sociedad: clanes, fratrías, tribus, conservaba su autonomía mucho más que en Roma, donde fueron rápidamente absorbidos en la masa de la sociedad. En cuanto a la distancia en que se encuentran, en este aspecto, los Estados europeos en relación con los Estados griegos o italianos, es manifiesta. Ahora bien, el individualismo estaba diferentemente desarrollado en Roma que en Atenas. Este vivo sentimiento que se tenía en Roma del carácter respetable de la persona se expresaba en las fórmulas conocidas, donde se afirmaba la dignidad del ciudadano romano y en las libertades que eran lasa características jurídicas de la misma.
Este es uno de los puntos que Jhering ha contribuido a aclarar (II, p. 131). Asimismo, el punto de vista de la libertad del pensamiento. Pero, por considerable que sea el individualismo romano, es poca cosa al lado del que se ha desarrollado en el seno de las sociedades cristianas. El culto cristiano es un culto interior: está hecho de fe interior más que de prácticas materiales; ahora bien, la fe intensa escapa al control exterior. En Atenas, el desarrollo intelectual (científico, filosófico) fue mucho más considerable que en Roma. Pero la ciencia y la filosofía, la reflexión colectiva se considera que se desarrollan como el individualismo. Es cierto, en efecto, que éstas van unidas muy frecuentemente. Pero es un error suponer que esto sea necesario. En la India, el brahmanismo y el budismo han tenido una metafísica muy sabia y muy refinada; el culto budista reposa sobre toda una teoría del mundo. Las ciencias han sido muy desarrolladas en los templos egipcios. Se sabe, sin embargo, que en una y otra sociedad, el individualismo estaba casi completamente ausente. Esto prueba mejor que todo otro hecho el carácter panteísta de estas metafísicas y religiones de las cuales aquellas trataban de dar una especie de fórmula
racional y sistemática. Pues la fe panteísta es imposible allí donde los individuos tiene un vivo sentimiento de su individualidad. Es así como las letras y la filosofía han sido muy practicadas en los monasterios del Medioevo. En efecto, la intensidad de la reflexión, en el individuo como en la sociedad, está en razón inversa respecto de la actividad práctica. Si, por alguna circunstancia, la actividad práctica se halla reducida por debajo del nivel normal en una parte de la sociedad, se desarrollan tanto más las energías intelectuales, tomando todo el lugar que les ha sido dejado libre de esta forma. Ahora bien, es el caso de los sacerdotes y monjes, sobre todo en las religiones contemplativas. Por otro lado, se sabe igualmente que la vida práctica de Atenas estaba reducida a poca cosa. Se vivía del ocio. En estas condiciones se produce un progreso considerable de la ciencia, de la filosofía, que, sin duda, una vez nacidas, pueden provocar un movimiento individualista, pero que no derivan de éste. Puede ocurrir, asimismo, que la reflexión desplegada de este modo no tenga tal consecuencia, que sea esencialmente conservadora. Se dedica, entonces, a hacer la teoría del estado de cosas existente, o bien a hacer su crítica. Tal es, ante todo, el carácter de la especulación sacerdotal, y la especulación griega mantuvo, durante mucho tiempo, esta misma disposición. Las teorías políticas y morales de Aristóteles y de Platón no hicieron sino reproducir sistemáticamente, una la organización de Esparta y la otra la de Atenas.
En fin, una última razón que impide medir el grado de individualismo de un país según el desarrollo que han alcanzado en él las facultades reflexivas, es que el individualismo no es una teoría, está en el orden de la práctica, no en el de la especulación. Para que sea él mismo, es necesario que afecte las costumbres, los órganos sociales, y a veces ocurre que se disipa enteramente, por así decir, en sueños especulativos, en lugar de penetrar lo real y de producir el cuerpo de prácticas y de instituciones que les sea adecuado. Se observa entonces que se producen sistemas que manifiestan aspiraciones sociales hacia un individualismo más desarrollado, pero que permanece en estado de deseo, porque las condiciones necesarias para que se realice están ausentes. ¿No es éste el caso de nuestro individualismo francés? Está expresado teóricamente en la Declaración de los Derechos del Hombre, aunque en forma exagerada; sin embargo, está lejos de hallarse arraigado profundamente en el país. La prueba de esto es la extrema facilidad con que muchas veces hemos aceptado, en el curso de este siglo, regímenes autoritarios, que se basaban en principios muy distintos. A pesar de la letra de nuestro código moral, los viejos hábitos persisten, más de lo que nosotros creemos, más de lo que nosotros quisiéramos. Porque para instituir una moral individualista, no es suficiente afirmarla, traducirla a bellos sistemas; es necesario que se disponga a la sociedad en forma tal que se haga posible y duradera esta constitución. De otra manera, la misma seguirá siendo difusa y doctrinaria.
Así, la historia parece probar que el Estado no ha sido creado y no tiene simplemente por función el impedir que el individuo sea turbado en el ejercicio de sus derechos naturales, sino que estos derechos han sido creados y organizados por el Estado, haciéndolos realidades. Y, en efecto, el hombre no es hombre más que por vivir en sociedad. Retirad del hombre lo que es de origen social, y no quedará más que un animal análogo a los otros animales. Es la sociedad quien lo ha elevado a este punto por encima de la naturaleza física, y ha logrado tal resultado porque la asociación, agrupando las fuerzas psíquicas individuales, las intensifica, las lleva a un grado de energía y de productividad superiores a las que podrían alcanzar si hubieran permanecido aisladas unas de otras. De tal modo surge una vida psíquica de un nuevo género, infinitamente más rica, más variada que aquella de la cual podría ser teatro el individuo solitario, y la vida así surgida, penetrando al individuo que participa en ella, lo transforma. Pero, por otro lado, al mismo tiempo que la sociedad alimenta y enriquece la naturaliza individual, tiende inevitablemente a limitarla, y esto por la misma razón. Precisamente porque el grupo es una fuerza moral a tal punto superior a la de las partes, el primero tiende necesariamente a subordinar a estas últimas. Éstas no pueden dejar de caer bajo la dependencia de aquél. Hay aquí una ley de mecánica moral, tan ineludible como las leyes de la mecánica física. Todo grupo que dispone de sus miembros por obligación, se esfuerza por modelarlos a su imagen, por imponer sus maneras de pensar y de obrar, por impedir las diferencias. Toda sociedad es despótica, si nada exterior a ella contiene su despotismo. No quiero decir, por otra parte, que este despotismo tenga nada de artificial; es natural porque es
de que nada le haga de contrapeso. Entonces, como única fuerza colectiva existente, produce los efectos que engendra en los individuos toda fuerza colectiva que ninguna fuerza opuesta del mismo género neutraliza. Esta misma se convierte en niveladora y opresiva. Y la opresión que ejerce tiene algo más de insoportable que la que proviene de los pequeños grupos, porque es más artificial. El Estado, en nuestras grandes sociedades, está tan alejado de los intereses particulares que no puede tomar en cuenta las condiciones especiales, locales, etc..... en las cuales éstos se encuentra. Cuando el Estado trata de reglamentarlos, no lo logra más que violentándolos y desnaturlizándolas. Además, no se halla en contacto suficiente con la multitud de los individuos para poder formarlos interiormente como para que éstos acepten de buen grado la acción que tiene sobre ellos mismos. Se le escapan en parte, y éste no puede actuar más que en el seno de una vasta sociedad; la individualidad no aparece. De allí todos los tipos de resistencias y de conflictos dolorosos. Los pequeños grupos no tienen este inconveniente; están demasiado próximos a las cosas que son su razón de ser para poder adaptar exactamente su acción; y envuelven desde demasiado cerca al individuo como para hacerlos a su imagen. Pero la conclusión que se desprende de esto es simplemente que la fuerza colectiva quees el Estado, para ser liberadora del individuo, tiene necesidad de contrapeso; debe ser contenida por otras fuerzas colectivas, los grupos secundarios de los cuales hablaremos más adelante. Si no es bueno que éstos permanezcan solos, es necesario sin embargo, que existan. Y es de este conflicto de fuerzas sociales de donde nacen las libertades individuales. Se observa así qué importancia tienen estos grupos. No sirven sólo para ordenar y administrar los intereses de su competencia. Tienen un papel más general; son una de las condiciones indispensables de la emancipación individual.
De cualquier forma el Estado no es por sí mismo un antagonista del individuo. El individualismo no es posible más que por él, aunque no pueda servir a su realización más que en ciertas condiciones. Se puede decir que es éste quien constituye su función esencial. Es éste quien ha sustraído al niño de la dependencia patriarcal, de la tiranía doméstica, es éste quien ha liberado al ciudadano de los grupos feudales, más tarde comunales, es éste quien ha liberado al obrero y al patrón de la tiranía corporativa, y si ejerce su actividad muy violentamente, la misma no está viciada, en suma, más que porque se limita a ser puramente destructiva. He aquí lo que justifica la extensión creciente de sus atribuciones. Esta concepción del Estado es, pues, individualista, sin confinar, con todo, al Estado en la administración de una justicia totalmente negativa; le reconoce el derecho y el deber de desempeñar un papel más amplio en todas las esferas de la vida colectiva, sin ser mística (1). Pues el fin que esta concepción asigna al Estado, puede ser comprendido por los individuos, así como las relaciones que éste mantiene con ellos. Pueden, estos individuos, colaborar con él, tomando en cuenta lo que hacen, el fin de su acción, porque es con ellos mismos que el Estado actúa. Pueden también contradecirlo, y aun por ello convertirse en instrumentos del Estado, ya que la acción de éste tiende a realizarlos. Y sin embargo, ellos no son, como lo pretende la escuela individualista utilitaria, o la escuela kantiana, los todos que se bastan a sí mismos, y que el Estado debe limitarse a respetar, ya que por el Estado, y sólo por él, ellos existen moralmente.
(1) Es necesario comprender: sin convertirse, por ello, en una concepción mística del Estado.
MORAL CIVICA (continuación) EL ESTADO Y EL INDIVIDUO - LA PATRIA
Se puede explicar cómo el Estado, sin perseguir fin místico de ninguna especie desarrolla cada vez más sus atribuciones. En efecto, si los derechos del individuo no han sido dados ipso facto con el individuo, si éstos no están inscriptos en la naturaleza de las cosas con tal evidencia que al Estado le baste con verificarlos y promulgarlos, si tienen, por el contrario, necesidad de ser conquistados sobre las fuerzas contrarias que los niegan, y si sólo el Estado es apto para desempeñar este papel, no se lo puede considerar en la funciones de árbitro supremo, de administrador de una justicia completamente negativa, como lo querría el individualismo utilitario o kantiano. Pero es necesario que éste despliegue energías en relación con aquellas a las cuales debe hacerle de contrapeso. Aun es necesario que penetre en todos estos grupos secundarios, familia, corporación, iglesia, distritos territoriales, etc...., que tienden, como hemos visto, a absorber la personalidad de sus miembros, y esto con el fin de prevenir esta absorción, con el fin de liberar a estos individuos, con el fin de recordar a estas sociedades parciales que no están solas y que hay un derecho por encima de los de ellos. Es necesario, pues, que se mezcle a su vida, que vigile y controle la forma en la cual estos grupos funcionan, y, para esto, que extienda en todos los sentidos sus ramificaciones. Para cumplir esta tarea, no puede encerrarse en las preteorías de los tribunales; es necesario que esté presente en todas las esferas de la vida social, que haga sentir su acción allí. Por todos lados donde se encuentren estas fuerzas colectivas particulares, que, si estuvieran solas y abandonadas a sí mismas, arrastrarían al individuo bajo su exclusiva dependencia, es necesario que la fuerza del Estado esté presente y las neutralice. Ahora bien, las sociedades se hacen cada vez más considerables y complejas, están compuestas en círculos más y más diversos, de órganos múltiples, poseedores ya, por sí mismos, de un calor considerable. Para cumplir su función, es necesario, pues, que el Estado se extienda y desarrolle en las mismas proporciones.
Se comprende mejor ahora la necesidad de este movimiento de extensión, si se representa mejor en qué consisten estos derechos del individuo que el Estado conquista progresivamente a las resistencias del particularismo colectivo. Cuando, como Spencer y como Kant, por ejemplo, para no citar sino los nombres de los jefes de escuela, se estima que estos derechos derivan de la naturaleza misma del individuo, no hacen más que enunciar las condiciones que le son necesarias para que sea él mismo, se las concibe necesariamente como definidas y determinadas de una vez por todas, así como esta naturaleza individual que expresan y de la cual derivan. Todo ser dado tiene una constitución dada, sus derechos dependen de su constitución, están implícitamente inscriptos en ella. Se puede hacer su lista exhaustiva, definitiva; sin duda pueden cometerse omisiones, pero por sí misma, la lista no podría tener nada de indefinido; debe poder establecerse de una manera completa si se procede con un método suficiente. Si los derechos individuales tienen por objeto permitir el libre funcionamiento de la vida individual, no hay que determinar sino lo que implica ésta para deducir de ello los derechos que deben ser reconocidos al individuo. Por ejemplo, según Spencer, la vida supone un equilibrio constante entre las fuerzas vitales y las fuerzas exteriores, lo que implica que la reparación está en relación con el gasto o el desgaste. Será necesario, pues, que cada uno de nosotros reciba en cambio de su trabajo una remuneración que le permita reparar las fuerzas que el trabajo ha absorbido, y para esto será suficiente que los contratos sean libres y respetados, no debiendo el individuo, en efecto, abandonar lo que ha hecho, a cambio de un valor menor. El hombre, dice Kant, es una persona moral. Su derecho deriva del carácter moral de que está investido, y se halla, en consecuencia, determinado por esto mismo. Este carácter moral lo hace inviolable; todo lo que atenta contra su inviolabilidad es una violación de este derecho. He aquí cómo los partidarios de lo que se llama el derecho natural, es decir la tesis según la cual el derecho individual se deriva de la naturaleza individual, se lo representan como algo universal, como un código que no puede establecerse de una vez por todas y que vale para todos los tiempos como para todos los países. Y este carácter negativo que pretenden darle a este derecho lo hace, en apariencia, más fácilmente determinable.
mueve el individuo para que pueda desarrollarse libremente. El papel del Estado no tiene nada de negativo. Tiende a asegurar la individuación más completa que permite el estado social. Por más lejos que esté el tirano del individuo, es aquél quien rescata al individuo de la sociedad. Pero al mismo tiempo que este fin es esencialmente positivo, no tiene nada de trascendente para las conciencias individuales. Pues es un fin esencialmente humano. No nos cuesta ningún trabajo comprender su atractivo, ya que, finalmente, es a nosotros a quien concierne. Los individuos pueden, sin contradecirse, ser los instrumentos del Estado, ya que la acción de éste tiende a realizar a los individuos. No somos, por lo tanto, como lo pretenden Kant y Spencer, especies de absolutos que se bastan casi completamente a sí mismos, egoísmos que no conocen sino su interés particular. Pues si este fin interesa a todos, no es principalmente el fin de ninguno en particular. El Estado trata de desarrollar no a tal o cual individuo, sino al individuo in genere, que no se confunde con ninguno de nosotros, y, prestándole todos nuestro concurso, sin el cual aquél nada puede, no nos convertiremos en agentes de un fin que nos es extraño, no dejamos de perseguir un fin impersonal que planea por encima de todos nuestros fines privados, aún uniéndose a ellos. Por una parte, nuestra concepción de Estado no tiene nada de místico, y, sin embargo, es esencialmente indivi-dualista.
Por esto mismo se encuentra determinado el deber fundamental, pues la moral cívica no puede tener otra meta que las causas morales. Porque el culto de la persona humana parece deber ser lo único llamado a sobrevivir, es necesario que este culto sea el del Estado como el de los particulares. Este culto tiene, por otra parte, todo lo necesario para desempeñar el mismo papel que los cultos anteriores. No es menos apto para asegurar esta comunión de los espíritus y de las voluntades, que es la condición primera de toda vida social. Resulta tan fácil unirse para trabajar por la grandeza del hombre como para trabajar por la gloria de Zeus o de Jahweh o de Atenea. Toda la diferencia de esta religión en relación con los individuos es que el dios que ésta adora está más cercano de sus fieles. Pero si se halla menos distante, no deja de trascenderlos; y el papel del Estado es, en este aspecto, el que era antes. Es a él, por así decirlo, a quien corresponde organizar el culto, presidirlo, asegurar su funcionamiento regular y su desarrollo.
¿Diremos que este deber es el único que le corresponde al Estado, que toda la actividad del Estado debe girar en torno a él? Sería así si cada sociedad viviera aislada de las demás, sin temer a las hostilidades. Pero se sabe que la competencia internacional no ha desaparecido aún; que los Estados, hasta los civilizados, viven todavía parcialmente, en sus mutuas relaciones, en pie de guerra. Se amenazan mutuamente, y, como el primer deber de un Estado respecto de sus miembros es mantener intacto el ser colectivo que dichos miembros forman, debe, en la misma medida, organizarse con este fin. Es necesario estar dispuesto para la defensa, quizá también para atacar, si uno se siente amenazado. Ahora bien, toda esta organización supone una disciplina moral diferente de la que tiene por fin el culto del hombre. Está orientada en un sentido muy distinto. Tiene por fin la colectividad nacional y no el individuo. Es la disciplina de antes que sobrevive porque las antiguas condiciones de existencia colectiva no han desaparecido. Nuestra vida moral está atravesada por dos corrientes que van en sentido contrario. Sería desconocer el estado de las cosas el pretender la reducción de esta dualidad a la unidad, sería querer borrar desde ahora todas estas instituciones, todas estas prácticas que nos ha legado el pasado, mientras las condiciones que las provocaron sobreviven aún entre nosotros. Así como no puede hacer que la personalidad individual no haya llegado al grado de desarrollo en el que se encuentra, no se puede hacer que la competencia internacional no haya desarrollado una forma militar. De allí, pues, los deberes de una naturaleza muy distinta para el Estado. Nada permite asegurar que algo de éste no subsista siempre. En general, el pasado no desaparece totalmente. Sobrevive en alguna forma en el futuro. Pero, dicho esto, es necesario apresurarse a agregar que, cuanto más se avanza, más también, por las razones expuestas, estos deberes que eran antaño fundamentales y esenciales se vuelven secundarios y anormales, abstracción hecha de circunstancias excepcionales y de retornos pasajeros que pueden producirse accidentalmente. Antaño, la acción del Estado estaba totalmente dirigida hacia afuera; ahora está destinada a volverse más y más hacia adentro. Pues por su organización total y sólo por esto, la sociedad podrá realizar el fin que debe perseguir antes que otro. Y, por este
lado, no hay riesgo de que falte la materia. Adecuar el medio social de manera tal que la persona pueda realizarse más plenamente, ordenar la máquina colectiva de manera tal que sea menos pensada para los individuos, asegurar el intercambio pacífico de los servicios, el concurso de todas las buenas voluntades con vistas al ideal perseguido pacíficamente en común, ¿no hay aquí con que ocupar a la actividad pública? Los problemas, las dificultades interiores no faltan en ningún país europeo, y cuanto más se avance, más se multiplicarán estas dificultades, pues la vida social, cada vez de mayor complejidad, tendrá también un funcionamiento más delicado, y como los organismo superiores tienen un equilibrio más fácilmente perturbable, y necesitan mayores cuidados para poder mantenerse, así las sociedades tendrán necesidad, cada vez más, de concentra en sí mismas sus fuerzas en una especie de recogimiento, en lugar de gastaras hacia afuera en manifestaciones violentas.
He aquí lo que hay de fundado en la tesis de Spencer. Éste ha observado bien que los retornos de la guerra y de las formas sociales que le son solidarias debe afectar profundamente la vida de las sociedades. Pero no se sigue de esto que tal regresión no deje a la vida social otro alimento que los intereses económicos y que se deba elegir entre el militarismo y el mercantilismo. Si, para retomar sus expresiones, los órganos en decadencia tienden a desaparecer, esto no quiere decir que los órganos de la vida vegetativa deban tomar su lugar totalmente, no que los órganos sociales deban algún día reducirse a no ser más que un vasto aparato digestivo. Hay una actividad interna que no es económica o mercantil, ésta es la actividad moral. Estas fuerzas, que se desvían de afuera hacia adentro, no se emplean sólo para producir lo más posible, para aumentar el bienestar, sino para organizar, moralizar a la sociedad, para mantener esta organización moral, para ordenar su desarrollo progresivo. No se trata sólo de multiplicar los intercambios, sino de hacer que éstos se efectúen según reglas más justas; no se trata sólo de hacer que cada uno tenga a su disposición una alimentación rica, sino de que traten a cada uno como lo merece, de que se lo libere de toda dependencia injusta y humillante, depende de los otros y del grupo sin perder su personalidad por esto. Y el agente especialmente dedicado a esta actividad es el Estado. Éste no está destinado, pues, a convertirse en un simple espectador de la vida social, en el juego del cual no intervendría sino negativamente, como lo quieren los economistas ni, como lo pretenden los socialistas, en un simple engranaje de la máquina económica. Es, ante todo, el órgano por excelencia de la disciplina moral. Desempeña ese papel, actualmente como antaño, aunque la disciplina haya cambiado. Error de los socialistas.
La concepción a la cual llegamos de esta manera, permite anticipar cómo se resolverá uno de los más graves conflictos morales que perturban nuestra época; el conflicto producido entre dos tipos de sentimientos igualmente elevados, los que nos ligan al ideal nacional, al Estado que encarna este ideal, y los que nos ligan al ideal humano, al hombre en general; en una palabra entre el patriotismo y el cosmopolitismo. Este conflicto no ha sido conocido en la antigüedad pues no tenían entonces sino un culto posible: el culto del Estado, cuya religión pública no era sino la forma simbólica. No había, pues, entre los fieles, materia para una elección y una duda. No concebían nada por encima del Estado, de la grandeza y la gloria del Estado. Pero las cosas han cambiado. Por más ligado que se pueda estar a su patria, todo el mundo siente con claridad, actualmente, que por encima de las fuerzas nacionales hay otras, menos efímeras y más altas porque no dependen de las condiciones especiales en las que se encuentra un grupo político determinado y porque no son solidarias con el destino de éste. Hay algo más universal y más duradero. Ahora bien, no es dudoso que los fines más generales y constantes sean también los más elevados. Cuanto más se alcance en la evolución, más se observa el ideal perseguido por los hombres se separa de las circunstancias locales y étnicas, propias de tal punto del globo o de tal grupo humano, se eleva dicho ideal por encima de todas estas particularidades, y tiende hacia la universalidad. Se puede decir que las fuerzas morales se jerarquizan según su grado de generalidad. Todo autoriza, pues, a creer que los fines nacionales no están en la cima de esta jerarquía y que los fines humanos están destinados a tomar el primer lugar.
Partiendo de este principio, se ha creído posible, a veces, tratar al patriotismo como simple supervivencia cuya desaparición próxima se anuncia. Pero entonces, se encuentra una dificultad distinta. En efecto, el hombre no es un ser moral sino porque vive en el seno de sociedades constituidas. No
de la acción colectiva, orientadas hacia afuera; que no se puede señalar la vinculación con el grupo patriótico al cual se pertenece sino en circunstancias en que se lo enfrenta con otro grupo diferente. Ciertamente, estas crisis exteriores son fecundas en devociones brillantes. Pero al lado de este patriotismo, hay otro, más silencioso, pero cuya acción útil es aun más continua, y que tiene por objeto la autonomía interior de la sociedad y no su expansión exterior. Este patriotismo no excluye, ni mucho menos, el orgullo nacional; la personalidad colectiva y las personalidades individuales no pueden existir sin tener un sentimiento cierto de sí mismas, de lo que son, y este sentimiento tiene siempre algo de personal. Mientras haya Estados, habrá un amor propio social, y nada es más legítimo. Pero las sociedades pueden poner su amor propio en la tarea de ser las más justas, las mejores organizadas, y en tener la mejor constitución moral y no en ser las más grandes o las más ricas. Sin duda, no nos encontramos todavía en el momento en que este patriotismo pueda reinar absoluto, si es que tal momento puede llegar alguna vez.
MORAL CÍVICA (continuación)
Pero los deberes respectivos del Estado y de los ciudadanos varía según las formas particulares de los Estados. No son los mismos en lo que se llama aristocracia, democracia o monarquía. Es importante, pues, saber en qué consisten estas formas diferentes, cuál es la razón de ser de la que tiende a convertirse en general en las sociedades europeas. Es con esta condición como podremos comprender las razones de ser de nuestros deberes cívicos actuales.
Desde Aristóteles se ha clasificado a los Estados según el número de los que participan en el gobierno. “Cuando el pueblo como grupo tiene el poder soberano, dice Montesquieu, es una democracia. Cuando el poder soberano está en las manos de una parte del pueblo, se llama aristocracia” (II, 2). El gobierno monárquico es aquel donde gobierna uno solo. Con todo, para Montesquieu no hay monarquía verdadera más que cuando el rey gobierna según leyes fijas y establecidas. Cuando, por el contrario, “uno solo, sin ley y sin reglas, arrastra todo por su voluntad y sus caprichos”, la monarquía toma el nombre de despotismo. Así, salvo esta consideración relativa a la presencia o ausencia de una constitución, Montesquieu define por el número de gobernantes la forma del Estado.
Sin duda, en la continuación de su libro, cuando busca el sentimiento que causa cada uno de estos gobiernos; honor, virtud, temor, muestra que tenía el sentimiento de las diferencias cualitativas que distinguen a estos diferentes tipos de Estado. Pero, para él, estas diferencias cualitativas son sólo la consecuencia de las diferencias puramente cuantitativas que hemos acordado en primer lugar, y deriva a aquéllas de éstas. El número de gobernantes determina la naturaleza del sentimiento que debe servir como motor de la actividad colectiva, así como de todos los detalles de su organización.
Pero esta forma de definir los distintos tipos políticos resulta tan difusa como superficial. Primeramente, ¿qué se entiende por número de gobernantes? ¿Dónde comienza y dónde termina el órgano gubernamental cuyas variaciones determinarían la forma de los Estados? ¿Se lo considera así al conjunto de todos los hombres dedicados a la dirección general del país? Pero nunca, o casi nunca, todos estos poderes están concentrados en las manos de un solo hombre. Por absoluto que sea un príncipe, tiene a su alrededor consejos, ministros que se distribuyen estas funciones reguladoras. Desde este punto de vista, no hay más que diferencias de grado entre la monarquía y la aristocracia. Un soberano está siempre rodeado de un grupo de funcionarios, de dignatarios, frecuentemente tanto o más poderosos que él. ¿Se lo considera que toma sólo en cuenta la parte más eminente del órgano gubernamental, aquella donde se encuentran concentrados los poderes más elevados, los que, para emplear las expresiones de los antiguos teóricos de la política, pertenecen al príncipe? ¿Sólo se debe considerar al jefe de Estado? En este caso, habrá que distinguir los Estados según tengan por jefe una sola persona o un consejo de personas, o todo el mundo. Pero, en esta cuenta, se podría comprender bajo el mismo nombre y calificar igualmente la monarquía a Francia en el siglo XVII, por ejemplo, y a una república centralizada, como nuestra Francia actual o la república americana. En todos estos casos, hay en la cima de la monarquía de los funcionarios una sola persona, que lleva solamente nombres distintos en estas diferentes sociedades.
Por otro lado, ¿qué se entiende por gobernar? Gobernar es sin duda ejercer una acción positiva sobre la marcha de los asuntos públicos. Ahora bien, en este aspecto, la democracia puede ser semejante a la aristocracia. En efecto, es muy frecuentemente la voluntad de la mayoría la que hace la ley, y sin que los sentimientos de la minoría tengan la menor influencia. La mayoría puede ser tan opresiva como una casta. Puede muy bien hacer que la minoría no llegue a ser parte, que, en todo caso, las mujeres, los niños y los adolescentes, todos aquellos que no pueden votar por alguna razón, están fuera de los